|  | "Andrés Bello: los años olvidados"En: Cuadernos del idioma, Año 
              2, nº 8, agosto 1967, p. 51-70.
 "Nada más difícil de despejar que 
              un malentendido. Y sobre todo cuando éste tiene por origen 
              una polémica. Sin embargo, es esa actitud transitoria, que 
              difícilmente puede retratar al ser entero, la que los coetáneos, 
              y muchas veces la impaciente posteridad, se encargará de 
              recoger como única y totalizadora, como ejemplar de una esencia. 
              Para gran parte de la crítica hispanoamericana tradicional, 
              Andrés Bello aparece clasificado como poeta neoclásico 
              con todo lo que ello hoy implica: apego a la tradición retórica 
              y poética grecolatina, aceptación ciega de las tres 
              unidades dramáticas, sumisión a la autoridad indiscutida 
              de la Academia Española, aversión y desprecio por 
              el Romanticismo que empezaba a triunfar en América cuando 
              Bello despliega desde Chile su magisterio. Para demostrar su anacronismo 
              (un neoclásico en la América romántica de 1830 
              y tantos) se suelen invocar la polémica con José Joaquín 
              de Mora, en Santiago, 1831, o la más célebre con Domingo 
              Faustino Sarmiento, en 1842. En esta última, sobre todo, 
              el escritor argentino sostuvo demoledoramente la tesis de que el 
              pueblo era autoridad en materia de lengua, mientras el ilustre gramático 
              venezolano defendió los fueros académicos y el respeto 
              a las autoridades literarias. Si no bastara esta polémica, habría 
              que invocar aquella otra no menos famosa y del mismo año 
              en que Sarmiento arremetió contra el concepto de romanticismo 
              que sustentaban los redactores de El Semanario, de Santiago, 
              discípulos de Bello en su mayoría. El escritor argentino 
              -uno de los más sabrosos polemistas que ha conocido América- 
              abrumó a sus contrincantes con una más desprejuiciada 
              concepción dialéctica y con su incontenible pujanza 
              verbal. Aunque Bello tuvo limitada participación en la primera polémica 
              y ninguna en la segunda, fueron aparentemente sus ideas las que 
              utilizaron los adversarios de Sarmiento, fueron aparentemente sus 
              doctrinas las que combatió Sarmiento. De entonces data la 
              presentación de Bello no sólo como neoclásico 
              furibundo (se explica, tenía entonces 71 años, alegan 
              muchos) sino como adversario tenaz y obtuso del romanticismo, la 
              literatura de la gente joven. Nadie fue en 1842 a leer los otros textos de Bello sobre el romanticismo, 
              algunos que datan de 1823; nadie consultó sus propias palabras 
              y no las deformaciones bien intencionadas de sus discípulos. 
              Nadie buscó las razones de su elusiva actitud en la primera 
              polémica (se atuvo, estrictamente, al problema filológico) 
              ni de su reticencia en la segunda. Para todos fue clara entonces 
              una cosa: Bello se presentaba simultáneamente como campeón 
              de los neoclásicos y enemigo de los románticos. Bello 
              era, en el batallador 1842 de los jóvenes románticos 
              de la América hispánica, un anacronismo. (El calificativo, 
              que prendió, es de Sarmiento aunque éste lo había 
              usado en otro sentido). Semejante simplificación -quizá seductora por su 
              implícita simetría- fue divulgada por los interesados 
              y, en particular, por Domingo Faustino Sarmiento en sus deliciosos 
              Recuerdos de provincia (1850), publicados cuando Bello todavía 
              vivía. Pero más grave es la simplificación 
              propuesta por José Victorino Lastarria en sus Recuerdos 
              literarios (1878), que ven la luz a trece años de la 
              muerte de Bello y cuando el maestro no podía replicar. A 
              Lastarria le preocupaba mucho aparecer como abanderado chileno de 
              los románticos a pesar de los equívocos de su verdadera 
              posición, como se puede documentar examinando los textos 
              coetáneos. Aunque un discípulo de Bello, Miguel Luis 
              Amunátegui, intentó rectificar en su monumental biografía 
              del maestro esa simplificación interesada, su libro (de 1882) 
              no supo plantear polémicamente el tema y tuvo una divulgación 
              muy especializada. La imagen que quedó fue la ofrecida por 
              Sarmiento y Lastarria. De allí fue a parar a los historiadores 
              de la literatura hispanoamericana, demasiado atareados para leer 
              todo nuevamente, muy inclinados a aceptar una fórmula que 
              evite mayores análisis. La interpretación de Bello 
              como enemigo del romanticismo ha venido rodando y rodando, de un 
              manual literario a otro, copiando el nuevo historiador a su inmediato 
              predecesor, hasta convertirse en lugar común de la crítica. 
              El estudio de las polémicas del romanticismo que publicó 
              en 1927 el crítico chileno Armando Donoso bajo el título 
              de Sarmiento en el destierro es en buena parte responsable 
              de esta imagen. Desde otra vertiente, y por motivos antagónicos, 
              ha contribuido también a fortalecerla el ensayo de Miguel 
              Antonio Caro, publicado por vez primera en 1881, antes que saliera 
              la biografía de Amunáteguí. De allí 
              lo recoge y lo amplía (con sus propias fobias románticas) 
              don Marcelino Menéndez Pelayo en su Historia de la poesía 
              hispanoamericana (1911-13). Son incontables los manuales que 
              perpetúan hasta hoy el error. Por hermosa que parezca la imagen de Bello como obstinado neoclásico 
              y antirromántico, no hay más remedio que pronunciarla 
              falsa, Bello no fue enemigo del romanticismo. Es más: fue 
              de los primeros americanos que conoció el romanticismo, durante 
              su estancia en Inglaterra (1810-1829); fue de los primeros poetas 
              hispanoamericanos en acusar caracteres románticos, aunque 
              sin abandonar del todo la dicción neoclásica, como 
              lo demuestra un análisis menudo de sus Silvas y de 
              su poesía chilena anterior a 1842; fue de los primeros divulgadores 
              de las doctrinas románticas en Chile. El estudio detenido 
              de su evolución literaria, desde su formación en la 
              Caracas colonial de fines del siglo XVIII hasta su gloriosa ancianidad 
              en Chile, permite demostrar detalladamente estas afirmaciones. En 
              este trabajo (que forma parte de una obra extensa sobre el tema) 
              he preferido concentrarme en un período crucial y bastante 
              olvidado de la carrera literaria de Bello: esos años que 
              van desde 1831 a I841 y en que el maestro caraqueño, después 
              de eliminado Mora como rival en la orientación de la cultura 
              chilena, asume poco a poco un magisterio que dura una década 
              y que sólo será disputado por Sarmiento en 1842. Esos 
              años que la crítica suele desdeñar son los 
              que permiten ver mejor al Bello real, sin las deformaciones polémicas, 
              asentando fírme y lentamente los pilares de una cultura naciente. 
              Su actitud hacia el romanticismo en esa fecunda década carece 
              de toda urgencia estratégica y permite, por lo tanto, valorar 
              nítidamente la sazón de su juicio. UN PERIODO DESDEÑADO En los diez años que van de 1831 a 1841, Bello debe imponerse 
              como conductor de la cultura chilena, debe centralizar todos los 
              esfuerzos en sus manos, debe crear muchas cosas de la nada o de 
              las ruinas de otros proyectos ajenos (como los de Mora). Tiene ya 
              60 años y, sin embargo, está aún en plena madurez. 
              Su trabajo carece entonces de brillo y hasta parece complacerse 
              en la opacidad, pero es fermental. Bello debe hacerlo todo pero 
              sin que se note que lo hace todo y que lo lo hace casi solo. Hay 
              que evitar la ofensa de la susceptibilidad nacional (era, no se 
              olvide, caraqueño} y hay que evitar también la ofensa 
              a la susceptibilidad de los conservadores, resueltos a ver un jacobino 
              en todo hombre que no fuera pacato; y hay que evitar, en fin, las 
              susceptibilidades erizadísimas de la Iglesia que se oponía 
              a su misma inocente afición por el teatro. La lucha es sorda 
              y delicada. Que Bello haya podido llevarla a buen término, 
              soslayando el escándalo y la polémica, demuestra que 
              el tímido erudito de la época londinense, que el frío 
              y formal poeta de su período neoclásico, ya estaba 
              empezando a revelarse como hombre cabal, capaz de asumir la responsabilidad 
              del Gobierno (aunque fuera desde bastidores y como eminencia gris), 
              capaz de manejarse con tino y sutileza en una situación que 
              otros menos hábiles (Mora es un buen ejemplo) habían 
              hecho estallar en sus manos. Es imposible en el espacio de unas páginas abarcar toda 
              la obra literaria y crítica de Bello en esa década 
              fermental. Me limitaré aquí a señalar aquellos 
              trabajos que tienen más vinculación con el tema de 
              sus relaciones con el romanticismo. Una de las realizaciones más 
              importantes de esa época es la fundación de un periódico, 
              El Araucano, cuyo primer número se publica en Santiago 
              el 17 de septiembre de 1830. En sus comienzos era hebdomadario pero 
              luego se convertirá en diario. Su primer director político 
              fue don Manuel José Gandarillas. Desde el comienzo, hasta 
              que se retira en 1853 para redactar el Código Civil, 
              Bello fue director de la sección extranjera y de la sección 
              de letras y ciencias. Desde esta tribuna pudo ejercer un magisterio 
              más amplio y fecundo que el que le permitía su actuación 
              docente.Aunque su actividad en El Araucano es múltiple y abarca 
              (como en los tiempos de sus revistas londinenses, la Biblioteca 
              Americana y El Repertorio Americano) un horizonte verdaderamente 
              enciclopédico, conviene examinar tres o cuatro de los intereses 
              principales que manifiesta su obra a lo largo de los años, 
              y que sirven para preparar la verdadera introducción del 
              romanticismo en Chile.
 Uno de los que se advierte desde los primeros números es 
              el interés por la difusión y circulación del 
              libro. En 1831 no se podía internar en Chile ninguna obra 
              sin permiso previo, de censores designados por la autoridad eclesiástica, 
              los que ajustaban sus procedimientos a las indicaciones del índice 
              expurgatorio. A través de su periódico, Bello va a 
              combatir algunas interdicciones, dándoles la necesaria publicidad, 
              y habrá de sentar la norma de una actitud moderada que si 
              bien no excluye por completo toda censura, por lo menos trata que 
              ésta sea ejercida en otro nivel que el religioso y por autoridades 
              de otra competencia que la eclesiástica. Hay un artículo 
              de él del 21 de abril de 1832, en que defiende la Delfina, 
              de Mme. de Staël y el Derecho de gentes, de Vattel, 
              señalando con toda sutileza que los motivos por los que estos 
              libros se han hecho acreedores de la prohibición no son de 
              índole religiosa o moral, sino política. Esos libros 
              difunden ideas contrarias al régimen monárquico de 
              gobierno, o abogan por los derechos del pueblo. La paradoja (que 
              Bello subraya con toda suavidad) es que ambas cosas están 
              sostenidas también por la constitución chilena. La 
              tesis de Bello es que la censura no es un mal en sí misma 
              y puede justíficarse si condena libros heréticos o 
              inmorales o impíos. Pero no se justifica si lo que custodia 
              es el interés de los tronos despóticos. Al defender 
              la obra de Mme. de Stael, Bello elogia la "pureza de sus 
              sentimientos morales" y hace referencia a otras novelas 
              de la misma escuela prerromántica o romántica (de 
              Richardson, de Scott) que demuestra su familiaridad con una literatura 
              que era todavía casi desconocida en la América hispánica. 
              La prédica de Bello (que aquí no puedo estudiar en 
              detalle tuvo un efecto saludable: no logró la abolición 
              de la censura porque ese no era su fin, pero consiguió que 
              una censura civil, compuesta por miembros designados por el Gobierno 
              sustituyera a la eclesiástica; que al criterio inquisitorial 
              de esta censura se suplantara uno más acordes con los tiempos. Otro artículo posterior (del 10 de mayo de 1833) da un paso 
              más adelante y propone lisa y llanamente la abolición 
              de la censura. Este pensamiento resulta tanto más subversivo 
              si se piensa que en esa fecha Bello era uno de los censores designados 
              por el gobierno. Un artículo del 3 de octubre de 1834 abunda 
              en argumentos contra la ineficacia y hasta superficialidad de la 
              censura, que sólo afecta al comerciante honesto y no al contrabandista. 
              Pero este aspecto de su prédica no tuvo éxito. Sólo 
              en 1878, por decreto del 31 de julio, se suprimen las juntas de 
              censura en Chile. Ya hacía más de doce años 
              que había muerto Bello. LA DEFENSA DEL TEATRO El otro campo donde libró su batalla por la cultura chilena 
              fue el teatro. Aunque también en este terreno fue precedido 
              por el volcánico Mora, cabe considerar a Bello como el verdadero 
              fundador de la crítica teatral en esta nación. Su 
              afición tenía raíces lejanas. Desde muchacho 
              lo había atraído el teatro clásico español 
              y Calderón era uno de sus autores favoritos. En Caracas había 
              escrito, hacia 1804, un poema dramático, Venezuela consolada, 
              que aunque carece de todo valor documenta sus tempranas aficiones. 
              En Londres escribió en defensa del teatro español 
              del Siglo de Oro, contra los ataques de los más rigurosos 
              neoclásicos, y también intentó (aunque sin 
              llevarla a término) una adaptación de The Rivals, 
              de Sheridan, que se ha encontrado entre sus papeles póstumos. 
              Pero sólo en Chile tuvo ocasión de manifestar ampliamente 
              su vocación teatral. Es cierto que casi no había teatro 
              en 1831. Las escasas compañías que conseguían 
              sobrevivir a la indiferencia del público o (lo que es aún 
              peor) a su falta absoluta de discernimiento, se encontraban incapacitadas 
              de desarrollarse. No había ninguna escuela de arte dramático, 
              no había público, no había crítica. 
              Había, en cambio, una Iglesia celosa de la moral de sus feligreses 
              y convencida de que la escena era seminario de corrupción 
              moral. La fuerza del poder eclesiástico, con el que había 
              tenido que lidiar Bello en su campaña por la introducción 
              de libros, se hace sentir aún más fuerte en este terreno. 
              Una sistemática oposición destruye todo intento a 
              largo plazo. Las compañías se forman y deshacen, los 
              teatros se inauguran y escasamente pueden continuar viviendo. El 
              amor que sentía Bello por el teatro lo resuelve a organizar 
              una campaña desde El Araucano. Esa campaña 
              tiene varios frentes. En uno combatirá por la existencia 
              misma del teatro y de las representaciones dramáticas, estimulando 
              con su palabra generosa a los audaces y a los inspirados. En otro 
              campo, vecino y vinculado directamente al anterior, procurará 
              orientar el gusto de los mismos actores y del público hacia 
              la nueva literatura. Su labor será de apoyo y de crítica. 
              Deberá guiar a los que ofrecen y a los que reciben, y en 
              esta doble tarea no podrá descuidar un tercer frente: la 
              enconada oposición de la Iglesia y de los defensores de la 
              moral. Un aspecto de esta actividad teatral de Bello que interesa directamente 
              a este trabajo es su actitud frente a la teoría neoclásica 
              de las tres unidades. Lenta pero seguramente, Bello intenta desviar 
              el gusto del espectador teatral (y también de los incipientes 
              creadores) hacía una nueva forma dramática que, sin 
              renunciar a algunas conquistas fundamentales de la escuela neoclásica, 
              rechace sus rigideces, su obsoleta ley de las tres unidades. Así, 
              en un artículo del 21 de junio de 1833, al comentar una representación 
              de Los treinta años o La vida de un jugador, 
              señala preciosamente Bello a qué ataques puede estar 
              expuesta una obra cuyo desarrollo traslada al espectador de Francia 
              a Baviera, eslabonando una serie de incidentes a lo largo de tres 
              décadas y sin otra relación entre sí que pertenecer 
              a la vida de un mismo personaje. Ninguna de las tres sacrosantas 
              unidades (lugar, tiempo, acción) aparecen respetadas en esta 
              obra, que también será discutida acremente en ocasión 
              de la segunda polémica del romanticismo. La ocasión 
              se prestaba para que Bello realizase en 1833 una declaración 
              de fe neoclásica. Véase, en cambio, lo que escribe 
              a quienes censuran la pieza: "Nosotros nos sentimos inclinados 
              a profesar principios más laxos. Mirando las reglas como 
              útiles avisos para facilitar el objeto del arte, que es el 
              placer de los espectadores, nos parece que si el autor acierta a 
              producir ese efecto sin ellas, se le debe perdonar las irregularidades. 
              Las reglas no son el fin del arte, sino los medios que él 
              emplea para obtenerlo. Su transgresión es culpable, si perjudica 
              a la excitación de aquellos afectos que forman el deleite 
              de las representaciones dramáticas, y que, bien dirigidos, 
              las hacen un agradable vehículo de los sentimientos morales. 
              Entonces no encadenan el ingenio, sino dirigen sus pasos, y le preservan 
              de peligrosos extravíos. Pero si es posible obtener iguales 
              resultados por otros medios (y éste es un hecho que todos 
              podemos juzgar), si el poeta, llevándonos por senderos nuevos, 
              mantiene en agradable movimiento la fantasía; si nos hace 
              creer en la realidad de los prestigios que nos pone delante, y nos 
              transporta con dulce violencia donde quiere, Modo me Thebis, 
              modo ponit Athenis, lejos de provocar la censura, privándose 
              del auxilio de las reglas, ¿no tendrá más bien 
              derecho a que se admire su feliz osadía?" El artículo no concluye aquí. Bello insiste en su 
              enfoque, mostrando que su censura a las reglas consideradas como 
              intocables y su defensa de la libertad del arte (y de la crítica, 
              es claro) estaba fundada en la doctrina entonces más moderna, 
              aunque sin prurito alguno de novedad. "La regularidad de 
              la tragedia y comedía francesas -continúa- parece 
              ya a muchos monótona y fastidiosa. Se ha reconocido, aun 
              en París, la necesidad de variar los procederes del arte 
              dramático; las unidades han dejado de mirarse como preceptos 
              inviolables; y en el código de las leyes fundamentales del 
              teatro, sólo quedan aquéllas cuya necesidad para divertir 
              e interesar es indisputable, y pueden reducirse a una sola: la fiel 
              representación de las pasiones humanas y de sus consecuencias 
              naturales, hecha de modo que simpaticemos vivamente con ellas, y 
              enderezada a corregir los vicios y desterrar las ridiculeces que 
              turban y afean la sociedad." No puede pedirse doctrina que mejor defienda la libertad del artista 
              dramático y que parezca menos dócil a los excesos 
              de la escuela neoclásica. Bello escribe esto en 1833, cuando 
              sólo hacía tres años que se había librado 
              en París la batalla de Hernani. Lo que no se encuentra 
              en .Bello (hombre que ha pasado los sesenta) es la agitación 
              polémica del romántico Hugo. Pero sí aparece 
              la sólida y buena doctrina de la escuela nueva, expresada 
              en los términos más razonables. De la novedad (para 
              Santiago, escandalosa) de su prédica, da fe la reacción 
              que provocó su artículo. Se arma inmediatamente de 
              una polémica con El Correo y Bello aprovecha la ocasión 
              para hacer un balance del teatro en Europa y mostrar las virtudes 
              y defectos de ambas escuelas en pugna. Algunas de sus consideraciones 
              son capitales para la correcta ubicación de su personalidad 
              literaria y de su obra creadora. La fecha de su respuesta es del 
              5 de julio de 1833. "El mundo dramático -dice- está ahora 
              dividido en dos sectas: la clásica y la romántica. 
              Ambas, a la verdad, existen siglos hace; pero, en estos últimos 
              años, es cuando se han embanderizado bajo estos dos nombres 
              los poetas y los críticos, profesando abiertamente principios 
              opuestos. Como ambas se proponen un mismo modelo, que es la naturaleza, 
              y un mismo fin, que es el placer de los espectadores, es necesario 
              que, en una y otra, sean también idénticas muchas 
              de las reglas del drama. En una y otra, el lenguaje de los afectos 
              debe ser sencillo y enérgico; los caracteres bien sostenidos, 
              los lances verosímiles. En una y otra es menester que el 
              poeta de a cada edad, sexo y condición, a cada país 
              y a cada siglo, el colorido que le es propio. El alma humana es 
              siempre la misma de que debe sacar sus materiales; y a las nativas 
              inclinaciones y movimientos del corazón es menester que adapte 
              siempre sus obras, para que hagan en él una impresión 
              profunda y grata. Una gran parte de los preceptos de Aristóteles 
              y Horacio son, pues, de tan precisa observancia en la escuela clásica 
              como en la romántica; y no pueden menos de serlo, porque 
              son versiones y corolarios del principio de la fidelidad de la imitación, 
              y medios indispensables para agradar. "Pero hay otras reglas que los críticos de la escuela 
              clásica miran como obligatorias, y los de la escuela romántica 
              como inútiles, o tal vez perniciosas. A este número, 
              pertenecen las tres unidades, y principalmente las de lugar y tiempo. 
              Sobre ésta rueda la cuestión en unos y otros; y a 
              éstas alude o, por mejor decir, se contrae clara y expresamente 
              la revista de nuestro número 145, que ha causado tanto escándalo 
              a un corresponsal de El Correo. Sólo el que sea completamente 
              extranjero a las discusiones literarias del día, puede atribuimos 
              una idea tan absurda, como la de querer dar por tierra con todas 
              las reglas, sin excepción, como si la poesía no fuese 
              un arte, y pudiese haber arte sin ellas. "Si hubiéramos dicho en aquel artículo que 
              estas reglas son puramente convencionales, trabas que embarazan 
              inútilmente al poeta y le privan de una infinidad de recursos; 
              que los Corneilles y Racines no han obtenido con el auxilio de estas 
              reglas, sino a pesar de ellas, sus grandes sucesos dramáticos; 
              y que, por no salir del limitado recinto de un salón, y del 
              círculo estrecho de las veinticuatro horas, aun los Comedies 
              y Racines han caído a veces en incongruencias mostruosas, 
              no hubiéramos hecho más que repetir lo que han dicho 
              casi todos los críticos ingleses y alemanes y algunos franceses." La visión de Bello en este artículo -que precede 
              en nueve años a las polémicas del romanticismo- revela 
              claramente una formación crítica marcada hondamente 
              por los dieciocho años largos de su estancia en Londres, 
              en pleno período de expansión del romanticismo británico. 
              El gusto natural que siempre manifestó por la literatura 
              dramática española de la "edad de oro (tan 
              desdeñosa de las reglas y verdadero antecedente de la libertad 
              que los románticos proclamarían) habría de 
              acendrarse en Bello, por el conocimiento directo de la dramaturgia 
              shakesperiana, otro de los grandes prototipos del romanticismo, 
              y por la lectura de la mejor crítica prerromántica 
              inglesa y alemana. Por eso, sin alcanzar nunca los excesos retóricos 
              y de mal gusto que ostenta Víctor Hugo en su célebre 
              prefacio de Cromwell (1828), puede llegar a sostener ya en 
              1833, una concepción del drama moderno que está bastante 
              cerca de la sustentada escandalosamente por el poeta francés. Hay textos complementarios de los aquí invocados, en que 
              se critica "la excesiva severidad de las leyes dramáticas 
              y métricas que se impuso" Moratín (20 de 
              diciembre de 1833) o que se denuncia aquel "perpetuo martilleo 
              de una asonancia invariable en todo un acto", que "produce 
              una monotonía que fatiga al oído, y no permite al 
              poeta dar a sus obras el delicioso sainete que nace de la variedad 
              de metros y rimas, y que se hace sentir aun de los menos versados 
              en el arte". También señala Bello, que esa 
              invariabilidad no tiene su origen ni en los modelos clásicos 
              (griegos y latinos "pasaban frecuentemente de un verso a 
              otro en sus comedias y tragedias") ni en la antigua comedía 
              española (que "debe a esta sabrosa variedad uno de 
              sus principales atractivos"). Él mismo quiso contribuir a la creación de un futuro 
              teatro nacional chileno, para lo que no sólo estimuló 
              a los jóvenes (como Gabriel Real de Azúa, poeta hoy 
              muy olvidado) sino que también realizó algún 
              aporte. Es significativo que haya elegido para verter al castellano 
              una obra de quien era entonces el más importante de los dramaturgos 
              franceses del romanticismo: Alexandre Dumas. Aunque hay cierta confusión 
              con respecto a la fecha exacta en que se representó por primera 
              vez su traducción de Teresa (unos sostienen que fue 
              en 1837, en una representación de aficionados; otros dan 
              por segura la de 1839, en función de beneficio de la actriz 
              limeña Carmen Aguilar) es evidente que la obra fue traducida 
              y representada en Chile por lo menos tres años antes de las 
              polémicas del romanticismo. Insisto en este problema, porque 
              me parece importante determinar que Bello elige una obra romántica 
              para presentar en Santiago mucho antes de iniciarse la agitación 
              de los jóvenes argentinos: La obra misma no es de las mejores de Dumas, y cae en situaciones 
              forzadas y melodramáticas muy típicas del teatro romántico. 
              Pero, sin duda, para el gusto de la época (e incluso para 
              Bello) habría de resultar una tragedia conmovedora e irresistible. 
              Por otra parte, tiene el interés adicional de que en uno 
              de los diálogos del acto primero se habla en términos 
              hiperbólicos de Byron; allí, el protagonista lo presenta 
              como una especie de ángel rebelde, proscrito del cielo, sobre 
              cuya frente el dedo de Dios había escrito: "Genio 
              y dolor" (Cito por la traducción de Bello, impresa 
              en Santiago, 1846). La admiración de Bello por Byron, que 
              es documentable en textos publicados ya en Inglaterra, 1827, no 
              es tan total como la de Dumas pero permite una buena dosis de entusiasmo, 
              como se verá luego. Esta traducción de Teresa dio 
              la señal para una serie de versiones románticas que 
              inundaron la escena de Santiago y aseguraron allí también 
              la fama de Dumas y sus colegas. En esta labor de difusión 
              del drama moderno, le cupo a Bello un puesto de adelantado. Como 
              periodista y crítico, estimuló a las compañías, 
              observó a los nóveles autores, dio consejos de declamación 
              a los actores, indicó normas de buen gusto al público 
              y fijó criterio de selección a los productores. Como 
              censor dramático y como consejero del gobierno, libró 
              enconada y paciente batalla contra las autoridades eclesiásticas. 
              En todos estos aspectos fue la figura más importante en esta 
              etapa de la historia del teatro chileno: la única perdona 
              que entonces tenía suficiente autoridad y competencia como 
              para ejercer una tarea tan vasta: la única que supo llevarla 
              a cabo preparando el terreno para las conquistas de la nueva generación. LA FUNDACIÓN DE LA CRÍTICA Paralelamente a esta campaña por un teatro chileno, Bello 
              realizó desde las columnas de El Araucano una tarea 
              de mayor proporción continental: la fundación de una 
              crítica literaria hispanoamericana. Los artículos 
              originales, las notas y las traducciones que insertó en el 
              público componen un verdadero curso de literatura, principalmente 
              contemporánea que al ser recogida (aunque sólo parcialmente) 
              en volumen asombraría a sus contemporáneos. Es imposible 
              recoger aquí todo lo que Bello realiza en este campo. Bastará 
              señalar que desde su fundación, El Araucano inserta 
              textos o juicios críticos sobre Mme. de Staël y sobre 
              Schiller, sobre Chateaubriand y Lamartine, sobre Víctor Hugo 
              y Tocqueville, sobre José María de Heredia (cuya poesía 
              prerromántica había sido Bello el primero en filiar 
              en la línea byroniana) y sobre Philarete Chasles, sobre Bretón 
              de los Herreros y sobre Martínez de la Rosa. Pero tal vez 
              la pieza más singular de las que escribe o traduce Bello 
              en El Araucano sea la versión parcial de un artículo 
              de E. Lytton Bulwer sobre Byron que publica en el No. 531, del 30 
              de octubre de 1840. Aunque Amunátegui habla de esta traducción, 
              y hasta la transcribe parcialmente de los borradores, la consideraba 
              inédita; su error ha sido repetido por estudiosos posteriores. 
              Sin embargo, tiene importancia precisar que fue publicada por Bello 
              un par de años antes. De que estallaran las polémicas 
              del romanticismo. El artículo del crítico inglés 
              encara a Byron como poeta dramático y lo estudia con simpatía, 
              aunque sin regatear alguna censura. En El Araucano se publicó 
              únicamente la primera parte del estudio original, hasta que 
              concluye el juicio sobre Marino Fallero, dejándose 
              sin traducir todo lo que se refiere a Los Dos Fóscari. 
              En la porción publicada, junto a grandes elogios hay algunas 
              reservas sobre varias obras del primer período de Byron, 
              las que le dieron tan veloz fama: Childe Harold, el Corsario, 
              Parisina. Como Bulwer, Bello orientaría sus preferencias 
              hacia el teatro, aunque más tarde llega a apreciar los méritos 
              impares del Don Juan, y hasta intentará una imitación. 
              El mismo Amunátegui apunta que "este ingenioso análisis 
              fue causa de que Bello releyera el drama de Byron [Marino Faliero], 
              y de que concibiera la idea de traducirlo libremente, y arreglado 
              al teatro español." No concluyó la tarea, 
              abrumadora seguramente por otras más urgentes aunque no más 
              importantes. Por las notables diferencias que con el texto original 
              presenta el fragmento rescatado de su papelería, parecí 
              indudable que Bello intentó una adaptación, o recreación, 
              como era su costumbre. Más importantes aún que esta traducción del 
              artículo de Bulwer para fijar una orientación crítica, 
              son los trabajos originales que Bello publica en este período. 
              Uno de los más importantes es el comentario de las Leyendas 
              españolas que edita Mora en París, 1840, y en 
              cuyo prólogo el inquieto gaditano sienta su posición 
              frente a la polémica entre clásicos y románticos: 
              Mora censura allí a los fanáticos de ambos bandos 
              y sostiene la libertad del creador, por encima de reglas y doctrinas, 
              de escuelas o polémicas literarias. En su comentario, que 
              se publicó en El Araucano del 27 de noviembre de 1840, 
              Bello señala la originalidad de este tipo de composiciones 
              narrativas ("nos parece nuevo en castellano") y 
              establece al mismo tiempo su vinculación con el Beppo 
              y el Don Juan, de Byron. Su elogio es importante no sólo 
              porque revela que el resquemor dejado por la polémica con 
              Mora en 1831 se ha borrado del todo, sino porque indica las preferencias 
              del crítico caraqueño por un cierto tipo de poema 
              narrativo en que se une a la perfección métrica y 
              habilidad del verso, una adecuada mezcla de lo sublime y de lo cómico, 
              de lo familiar y de lo elevado. Ya en su exilio londinense se había 
              acercado Bello a este tipo de narración al traducir el Orlando 
              Innamorato, de Berni; ahora en Chile, acicateado sin duda por 
              el ejemplo de Mora y con el modelo insuperable de la nueva forma 
              de épica moderna que ofrece el Don Juan, Bello intentaría 
              componer una narración, El proscripto, que habría 
              de quedar lamentablemente inconclusa por motivos que aquí 
              no se pueden estudiar. Que el tema de la épica moderna le 
              preocupaba, se advierte en otro artículo, que dedica a La 
              Araucana, de Ercilla (5 de febrero de 1841) y en que señala 
              la imposibilidad de introducir hoy día la maquinaria de la 
              Jerusalén libertada. Elogia en cambio a Walter Scott y a 
              Byron por haber hecho sentir "el realce que el espíritu 
              de facción y de secta es capaz de dar a los caracteres morales, 
              y el profundo interés que las perturbaciones del equilibrio 
              social pueden derramar sobre la vida doméstica". 
              También se pronuncia en este artículo (verdaderamente 
              capital para situar su pensamiento crítico anterior a las 
              polémicas) sobre la lírica española de su tiempo. 
              Aunque elogia a los clásicos, y sobre todo a Garcilaso y 
              Luis de León, señala la decadencia de escuelas posteriores. 
              Su opinión es muy precisa: "... exceptuando los romances 
              líricos y algunas escenas de las comedias, son raros, desde 
              el siglo XVII en la poesía castellana, los pasajes que hablan 
              el idioma nativo del espíritu humano. [...] Corneille 
              y Pope pudieran ser representados con tal cual fidelidad en castellano; 
              pero ¿cómo traducir en esta lengua los más 
              bellos pasajes de las tragedias de Shakespeare, o de los poemas 
              de Byron?" No puede extrañar a nadie que este mismo 
              Bello elogie poco después desde El Araucano una edición 
              montevideana de Larra (15 de setiembre de 1841), de ese Larra que 
              un año después esgrimirá Sarmiento para ridiculizar 
              a los chilenos, o que dedique un artículo a comentar los 
              Romances históricos, del duque de Rivas (14 de enero 
              de 1842), en que se aplaude a este poeta y también, de paso, 
              a José Zorrilla; se aprovecha la oportunidad para censurar 
              al neoclásico Hermosilla; se destaca el Jocelyn, de 
              Lamartine; en una palabra, se defiende a la nueva escuela romántica 
              española. Como una contraprueba de esta posición francamente favorable 
              a la estética romántica que va revelando Bello en 
              los meses que preceden al estallido de las polémicas, podría 
              invocarse el análisis del Juicio crítico de los 
              principales poetas españoles de la última era, 
              por José Gómez de Hermosilla, que publicó Salvá 
              en París, 1840, y al que Bello dedica cuatro artículos 
              de El Araucano (5 y 12 de noviembre, 3 de diciembre de 1841, 
              y 22 de abril de 1842). Hermosilla era uno de los defensores más 
              empecinados de la reacción neoclásica. Su crítica 
              de observación menuda y anquilosada, tenía aún 
              enorme influencia en los círculos conservadores de España 
              y de la América hispánica. Aunque en sus clases Bello 
              recomendaba el Arte de Hablar del crítico español, 
              no dejaba de oponer reparos a sus concepciones estéticas 
              y a sus juicios críticos. Pero es en los cuatro artículos 
              que le dedica ahora donde se ve mejor su discrepancia profunda con 
              el célebre retórico. En el primero de los artículos 
              se encuentra una definición que ya se ha hecho famosa: "En 
              literatura, los clásicos y los románticos tienen cierta 
              semejanza no lejana con lo que son en la política los legitímistas 
              y los liberales. Mientras para los primeros, es inapelable la autoridad 
              de doctrinas y prácticas que llevan el sello de la antigüedad, 
              y el dar un paso fuera de aquellos trillados senderos es rebelarse 
              contra los sanos principios, los segundos, (en su conato por emancipar 
              el ingenio de las trabas inútiles, y por lo mismo perniciosas, 
              confunden a veces la libertad con la más desenfrenada licencia. 
              La escuela clásica divide y separa los géneros con 
              el mismo cuidado que la secta legitimista las varias jerarquías 
              sociales: la gravedad aristocrática de su tragedia y su oda, 
              no consiente el más ligero roce de lo plebeyo, familiar o 
              doméstico. La escuela romántica, por el contrario, 
              hace gala de acercar y confundir las condiciones: lo cómico 
              y lo trágico se tocan, o más bien, se penetran íntimamente 
              en sus heterogéneos dramas: el interés de los espectadores 
              se reparte entre el bufón y el monarca, entre la prostituta 
              y la princesa; y el esplendor de las cortes contrasta con el sórdido 
              egoísmo de los sentimientos que encubre, y que se hace estudio 
              de poner a la vista con recargados colores. Pudiera llevarse mucho 
              más allá este paralelo; y acaso nos presentaría 
              afinidades y analogías curiosas. Pero lo más notable 
              es la natural alianza, del legitimismo literario con el político. 
              La poesía romántica es de alcurnia inglesa, como el 
              gobierno representativo, y el juicio por jurados. Sus irrupciones 
              han sido simultáneas con las de la democracia en los pueblos 
              del mediodía de Europa. Y los mismos escritores que han lidiado 
              contra el progreso en materias de legislación y gobierno, 
              han sustentado no pocas veces la lucha contra la nueva revolución 
              literaria, defendiendo a todo trance las antiguallas autorizadas 
              por el respeto supersticioso de nuestros mayores; los códigos 
              poéticos de Atenas y Roma, y de la Francia de Luis XIV. De 
              lo cual, tenemos una muestra en don José Gómez Hermosilla, 
              ultramonarquista en política, y ultraclásico en literatura". La posición ecléctica de Bello, a igual distancia 
              de los excesos de ambas escuelas en pugna, resulta irrefutablemente 
              indicada en ese texto, uno de sus más luminosos. Por sí 
              solo basta para despejar todo el malentendido en cuanto a su verdadera 
              posición estética. Lo importante es que ha sido escrito 
              y publicado en vísperas de la polémica de 1842 en 
              la que su nombre aparecería indisolublemente unido al de 
              retóricos como Hermosilla en la argumentación apasionada 
              pero inexacta de Sarmiento. El texto citado tiene otro valor complementario: 
              demuestra que Bello ya conoce la doctrina dramática de Víctor 
              Hugo tal como aparece expuesta en el largo prefacio de Cromwell 
              (1826) y en el más incisivo de Hernani (1830). 
              Algunas frases de Bello así lo indican. La vinculación 
              entre la actitud polémica de clásicos y románticos 
              con la de legitimistas y liberales había sido adelantada 
              por Hugo, que en un lado escribe: "Il y a aujourd'hui l'ancien 
              régime littéraire comme rancien régime politique" 
              (Cromwell), y en otro insiste: "Le romantisme, tant 
              de fois mal definí n'est á tout prendre et c'est la 
              sa définítion réelle, si l'on ne l'envisage 
              que sous son cote militant, que le libéralisme en líttérature". 
              {Hernani). Sería fácil relevar otras semejanzas 
              ya que es evidente, por ejemplo, que al resumir los caracteres del 
              drama romántico Bello tiene en cuenta no sólo la práctica 
              sino la doctrina expuesta en los prefacios citados. Esta semejanza 
              parcial no debe hacer olvidar que Bello no adhiere a Hugo sin reservas. 
              Su actitud es la de quien conoce la doctrina pero no comparte ciegamente 
              sus excesos. UNA COSECHA POÉTICA La obra lírica que realiza Bello en este período, 
              aunque escasa y hasta algo indecisa, contribuye sin embargo a confirmar 
              esta nueva perspectiva de su juicio crítico. Son años 
              de producción reticente pero al mismo tiempo resultan fecundos 
              para el desarrollo interior de su poesía. Al asentarse sólidamente 
              su visión del conflicto que separa a clásicos y románticos, 
              al aceptar con mesura muchos de los postulados de la nueva escuela, 
              al recoger en buena medida la enseñanza de Byron y de Hugo, 
              Bello moldea hondamente su visión creadora y prepara la considerable 
              cosecha lírica de los años posteriores a 1842. De 
              la docena de poemas que escribe en esa larga década (el número 
              no es demasiado preciso) hay uno que tiene particular relieve para 
              este trabajo. Me refiero al Canto elegiaco que compone en 
              1841 con motivo del incendio de la iglesia de la Compañía 
              de Jesús en Santiago, ocurrido en la noche del 31 de mayo. 
              Un mes y medio más tarde aparecía un folleto anónimo 
              que contenía el canto. Todos sabían que el autor era 
              Bello. Aunque sobreviven en el poema algunos procedimientos neoclásicos, 
              aunque no falte la prosopopeya (la torre de la iglesia cae envuelta 
              en llamas y en elocuentes palabras se despide de la patria y de 
              Santiago); aunque atraviesa la composición ese aliento patriótico 
              que es de cuño tan quintanesco, estas notas resultan al cabo 
              accidentales. Domina la obra en cambio la dicción romántica; 
              es romántica la imaginería que penetra sus versos 
              y los ilumina desde dentro. Ya en la primera parte, dedicada sobre 
              todo a la descripción del incendio y de su trabajo devorador, 
              inserta Bello la horrible imagen de un espíritu que parece 
              atizar el fuego y gozarse en él. En las partes III y IV, 
              superada ya la prosopopeya de la torre, resuena más claramente 
              la nueva voz. La visión de la luna asomada a las ruinas, 
              todavía encendidas por un último rescoldo, es introducida 
              por medio de un movimiento del verso en que la imagen y el ritmo 
              revelan un ejercicio romántico y en que la intuición 
              del poeta, atizada por la ocasión, reclama sus más 
              prestigiosas figuras a la imaginería romántica. Entre la vasta rüinatal vez despierta y se encumbra
 llamarada repentina,
 que fantástica relumbra,
 y todo el templo ilumina.
 Mas otra vez se adormece
 y solamente la luna,
 cuando entre nubes parece,
 sobre el arco y la coluna
 luminosa resplandece.
 Y con pasmado estupor,reciben nave y capilla
 este tan nuevo esplendor,
 lámpara sola que brilla
 ante el Arca del Señor.
 Y ya, si no es el graznidode InFelice ave nocturna
 que busca en vano su nido,
 o del muro taciturna
 algún lánguido gemido,
 o las alertas vecinas,
 o anunciadoras campanas
 de las preces matutinas,
 o la lluvia que profana
 las venerables ruinas.
 Y bate la alta muralla, y los sacros pavimentos,
 triste campo de batalla
 de encontrados elementos;
 todo duerme, todo calla.
 A pesar de algún ripio que se le desliza entre los dedos 
              (el "pasmado estupor" del verso 151, por ejemplo) y a 
              pesar de que el tema de las ruinas tuvo también su auge en 
              la poesía neoclásica, ya predomina el movimiento de 
              la nueva poesía, de ritmos menos simétricos, de musicalidad 
              menos cortante, más blanda y asordinada. Si aquí la 
              sensibilidad parece más enternecida y la factura misma del 
              verso revela una dicción capaz de conmoverse más hondamente, 
              en la cuarta parte del poema esa sensibilidad y esa dicción 
              progresan hacia una mayor expresión romántica. Es 
              imposible seguir ahora paso a paso esa adecuación del poeta 
              a los nuevos ritmos, a la nueva dicción, a la nueva voz. Si el poema parece hoy tan resonante de los ecos de la poesía 
              del sepulcro y de las horribles visiones fúnebres del goticismo 
              romántico, ¿qué impresión causó 
              en sus contemporáneos? Hay una crónica que preserva 
              para nosotros la primera fresca impresión de los lectores 
              de 1841. Fue publicada en El Mercurio, de Valparaíso, 
              el 15 de julio. Después de señalar que el autor del 
              poema es Bello y de elogiarlo en general, reconoce precisamente 
              esos rasgos románticos que hoy parecen tan importantes: "Mas 
              lo que es digno de notarse porque en ello muestra el desapego del 
              autor a las envejecidas máximas del clasicismo rutinario 
              y dogmático es la clase de metro que, para asunto tan grave 
              y melancólico, ha escogido, y que en tiempos atrás 
              sólo se usaba para la poesía ligera". El 
              articulista podría haber invocado aquí el precedente, 
              por tantos conceptos, oportunos, de Jorge Manrique en sus famosas 
              coplas. Pero no lo hace. Continúa su nota indicando, con 
              cita puntual de algunos versos, los numerosos pasajes que le parecen 
              destacables y resume su opinión con un elogio amplio. Lo 
              que da interés muy singular a este artículo (que por 
              otra parte no pretende ser un análisis crítico a fondo) 
              es la claridad con que ya reconoce en el canto, elegiaco la nueva 
              forma poética y la seguridad con que ubica a Bello entre 
              los que manifiestan desapego a las envejecidas máximas del 
              clasicismo. El mérito de esta observación queda realzado 
              al averiguarse que el autor del artículo es nada menos que 
              Domingo Faustino Sarmiento. Por sí solo, este artículo bastaría para demostrar 
              hasta qué punto el impulso polémico arrastró 
              en 1842 a Sarmiento a ofrecer una imagen de Bello que él 
              mismo sabía falsa. Pero un análisis menudo de las 
              polémicas y de las contradicciones entre lo que .realmente 
              se dijo en ellas y lo que se recogió luego en los Recuerdos 
              de Sarmiento o de Lastarria, permitiría aún mayores 
              sorpresas. No es éste el lugar para hacerlo. Aquí 
              basta con detenerse en el mismo umbral de 1842. Todos los testimonios 
              que este trabajo ha invocado permiten demostrar que en las vísperas 
              mismas de la polémica Bello conocía perfectamente 
              a los más importantes autores del romanticismo europeo y 
              americano; que llevaba su interés por la nueva escuela hasta 
              repetir muchos de sus argumentos contra las viejas teorías 
              dramáticas o contra los retóricos hermosillescos; 
              que no vacilaba en aumentar con sus traducciones y adaptaciones 
              la fama de Alexandre Dumas o de lord Byron; que incluso en su obra 
              poética revelaba huellas muy claras de la influencia romántica. 
              Pero estos mismos testimonios demuestran que Bello no fue nunca 
              un fanático. En una lucha que entonces dividía el 
              mundo literario de Europa, Bello no tomaba partido por una sola 
              escuela. Como nombre auténticamente libre y maduro veía 
              los excesos de ambas. Por eso traducía Byron sin dejar de 
              venerar a Virgilio. Desde la altura de sus setenta años dominaba 
              un enorme panorama." EMIR RODRÍGUEZ MONEGALPARÍS
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