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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"De Racine a Jean-Louis Barrault"
En Escritura, Montevideo, nº 3, marzo de 1948
p. 51-64.

 

I. Teatralidad de Racine

Haberse familiarizado con la voz de Racine, haber sentido -una vez por todas- su intensidad, su profundidad, es haber aprendido una nueva forma de la felicidad, haber descubierto algo exquisito y espléndido, haber dilatado las radiantes fronteras del arte.

Lytton Strachey (Books and Characters, 1922).

Después de la veneración clásica, después de la desvalorización romántica, después de la incomprensión naturalista, Racine alcanza hoy su más pura gloria. Los mejores espíritus de la intelectualidad europea de nuestro siglo no han cesado de reactualizar a Racine; y junto a la voz de un André Gide o un Charles Du Bos, de un Marcel Proust o un Paul Valéry, de un François Mauriac o un Thierry Maulnier, se ha escuchado el testimonio de admiración y gratitud proveniente del extranjero. Por Racine han escrito un T. S. Eliot, un Lytton Strachey, un Karl Vossler, un Leo Spitzer, un Benedetto Croce, un Waldo Frank, para citar algunos ilustres. En muchos casos el placer y la admiración se doblan de fervor. Gide se exalta hasta escribir en su Journal (oct. 1933): "He amado los versos de Racine por sobre toda producción literaria. Admiro a Shakespeare enormemente; pero expe-rimento frente a Racine una emoción que jamás me da Shakespeare: la de la perfección". Incluso, llega a apuntar, el juicio trasmutado en interjección: "¡Qué versos! ¡Qué serie de versos! ¿Hubo jamás, en alguna lengua humana, nada más hermoso?" (febrero 1934). Y Eliot, en términos más sobrios pero no menos rendidos, habla de la aptitud para gozar de Corneille y de Racine: "No quiero decir meramente conocer sus tragedias, ni siquiera saber declamar sus versos; quiero decir el inmediato deleite de su poesía. Es ésta una expe-riencia que puede llegarnos tarde en la vida, o tal vez nunca; pero si nos llega -hablo sólo desde el punto de vista anglosajón-, es una iluminación". Y Strachey piensa que la amistad de Racine enriquece al hombre con una nueva forma de la felicidad.

Y sin embargo, algunos de los que más hondamente sienten la magia del verso de Racine o gozan su inmaculada perfección niegan la teatralidad de sus obras, se resisten a ver en ellas algo más que la mano de un poeta, así sea uno de los mayores del mundo. La teatralidad de Racine no puede ser negada a priori. Racine no fue un poeta que coqueteó con la escena o un humanista atento sólo a la puntual reproducción de las fórmulas trágicas de la antigüedad. Fue un dramaturgo que no sólo escribió sus obras para la escena, sino que las realizó sobre la escena, que dirigió sus ensayos, que formó su compañía y su público. (A uno de sus actores, Baron, dijo un día Racine durante un ensayo: "Os he hecho venir para daros instrucciones, no para recibirlas"). Y hasta los testimonios que comunican su manera de componer, revelan ese sentido de la acción, de la solidez y complejidad de la trama, que es la garantía de la teatralidad. Su hijo Louis cuenta en las Mémoires sur la vie de Jean Racine: "Cuando iniciaba una tragedia, disponía cada acto en prosa. Cuando había ligado todas las escenas entre sí, decía: Mi tragedia está hecha, considerando el resto en nada". Para Racine la pieza estaba hecha después que había trazado su complejísima arquitectura. Y era tan impar su facilidad para componer versos, que esa parte del trabajo le parecía secundaria, pese al rigor con que él mismo luego versificaba o atendía a los severos consejos de su amigo Boileau.

Porque esa facilidad mágica, esa capacidad de ser profundo y perfecto, utilizando siempre un lenguaje limitado y (en parte) convencional, reproduciendo en el habla de sus personajes las formas más llanas del coloquio, iba unida a una maestría y a un seguro sentido poético que impedía todo desfallecimiento, que prodigaba la felicidad. Y es tan abrumadora la sensación de facilidad y perfección que se desprenden de sus versos que el crítico tiende naturalmente a sobreestimar la labor lírica sobre la exacta arquitectura de las piezas, sobre su intensa teatralidad.

La fórmula dramática de Racine es bien conocida. Ella le permite sujetarse a la regla de las tres unidades; o mejor: le permite valerse de las tres unidades pare acentuar su impacto. Le permite desatar desde el primer verso todo el furor pasional de sus personajes sobre el estremecido auditor. Le permite agilitar la acción, sin dejar un solo blanco en la representación, un solo instante de descuido o inocencia. Ya se sabe: Racine toma el conflicto un momento antes de su brutal desenlace y en cinco actos henchidos de furor, lo provoca y recoge las cenizas ardientes aún de sus agonistas. Se ha observado con razón que con los incidentes de una pieza de Racine otros autores (un Shakespeare, un Víctor Hugo) sólo podrían escribir el último acto de una tragedia. Y Vossler (Jean Racine, 1926) ha confirmado este aserto: "Los dramas de Racine no consisten, en verdad, más que en actos finales, en agonías y ejecuciones de sentencias, ya mucho antes pronunciadas". Es cierto. Pero la maestría de Racine se evidencia al desarrollar en cinco actos la acción que aquellos pródigos derrocharían en una escena. En el prefacio de Bérénice defendió el poeta, con visible orgullo, su sobriedad: "Algunos piensan que esta simplicidad es señal de escasa invención. No piensan que por el contrario toda invención consiste en hacer algo de nada, y que los numerosos incidentes han sido siempre el refugio de aquellos poetas que no sentían en su genio ni bastante abundancia ni bastante fuerza para atraer durante cinco actos a sus espectadores con una acción simple, sostenida por la violencia de las pasiones, por la belleza de los sentimientos y por la elegancia de la expresión".

¿Es posible ignorar todo esto? Hay quienes no advierten la acción en las piezas de Racine. Esperan, sin duda, tumultos en escena o despliegues espectaculares o violencias físicas. (En el mismo prefacio de Bérénice advertía Racine sutilmente: "No es necesario que haya sangre y muertos en una tragedia"). Todo el teatro de Racine está cargado, sin embargo, de acción, violenta e intensa. Y cada palabra, cada gesto de los personajes, son acción. Vossler lo ha dicho inmejorablemente: "¿Qué importa que su acción destructora sólo tenga lugar en palabras, sin que brillen los puñales, se crucen las espadas, o se compongan venenos, si casi cada una de esas palabras es un puñal, una espada y una copa de veneno?" La confusión de algunos proviene, quizá, de que esa acción es interna, de que Racine desprecia el movimiento puramente superficial y ahonda en el corazón de sus personajes, en cuyo centro se desata el conflicto. Y es en la pasión que ellos sufren, y que -lúcidos enajenados- comentan implacablemente, es en sus pasiones encontradas, donde se ubica la más intensa y desgarrada acción del teatro occidental. Frente al estallido pasional con que se cierra Phèdre -más trágica en la furia que devora a sus personajes que en los cadáveres que documentan esa furia-, ¡qué vacío de acción, de verdadera acción, parece el último acto de Hamlet con su azarosa cosecha de muertos!

Y la incomprensión de algunos críticos se agrava porque esa agonía de las criaturas racinianas es ofrecida en los más puros versos de la lírica francesa; porque sus condenados personajes jamás deponen ni su decoro verbal ni la nobleza de sus gestos. Phèdre aborda a su hijastro Hippolyte (por quien arde de deseo) con aquellos magistrales versos que tanto hacían soñar al adolescente Marcel:

On dit qu'un prompt depart vous éloigne de nous,
Seigneur. . .

(II, 5, versos 584-85).

Sí. Phèdre no pierde la línea, y muere consumida doblemente por su culpa y por mortal veneno, sin abandonar el ritmo poético:

Dejà jusqu'à mon coeur le venin parvenu
Dans ce coeur expirant jette un froid inconnu;
Dejà je ne vois plus qu'à travers un nuage
Et le ciel et l'époux que ma présence outrage;
Et la mort, à mes yeux dérobant la clarté,
Rend au jour, qu'ils souillaient, toute sa pureté.

(V, 7, versos 1639-44).

Y esta contención, este mágico equilibrio de pasión y pureza, irritó a los románticos que prefirieron hacer declamar a sus muertos, entre atroces ayes, interminables discursos cargados de ripios y lugares comunes, hinchados y verbosos, tan imposibles (al fin) como la lucidez de Phèdre, pero menos valiosos.

La raíz de esta conducta estética de Racine está no sólo en su natural sobriedad y pudor, en el íntimo clasicismo de su espíritu, sino en la realidad social sobre la que descansa su obra, como lo señalara magistralmente Gundolf en su estudio sobre Kleist (1922). "La sociedad", dice el ilustre crítico alemán, "es para el teatro de Racime y de Molière lo que era el mito y el mundo de los dioses y del destino para el teatro de Sófocles y de Aristófanes, es decir, la potencia última y determinante, el amplísimo horizonte sobre el cual se destacaban todas las potencias vitales y anímicas del hombre". Y antes Gundolf había indicado que así como los personajes antiguos eran víctimas o juego de los dioses o del destino, en el teatro de Molière y de Racine, los personajes, sin autonomía, dependen del juicio de la sociedad, quien se encarga de sancionar su índole cómica o su estirpe trágica. (Vossler aporta este testimonio de Gundolf en el capítulo III de su hermoso libro.) Pretender ignorar esta realidad histórica de la que parte Racine es incapacitarse para juzgarlo, es practicar una forma absurda del anacronismo.

Pero eso no es todo. Hay que comprender, además, que Racine es un hombre dividido. En una composición poética de sus postrimerías, cantaba el trágico, evocando a San Pablo (Romanos, VII, 18-25):

Mon Dieu, quelle guerre cruelle!
Je trouve deux hommes en moi:
L'un veut que plein d'amour pour toi
Mon coeur te soi toujours fidèle
L'autre à tes volontés rebelle
Me révolte contre ta loi.
… … … … … … …
Hélas! En guerre avec moi-même.
Où pourrai-je trouver la paix?
Je veux, et n'accomplis jamais.
Je veux, mais ô misère extrême!
Je ne fais pas le bien que j'aime,
Et je fais le mal que je hais.

Esta dualidad que Racine en cada tragedia superaba con su arte, es la raíz de sus intensas crisis espirituales, de su adhesión cordial a la severa doctrina jansenista y su pasión sensual por la escena, de su vacilación entre el mundo y el claustro, de su intenso combate por lograr una síntesis entre la creación dramática y las convicciones religiosas, -síntesis que Phèdre ambiciona y (en cierta medida) realiza.

Esta dualidad alcanza, también, a la esencia misma del arte raciniano. Racine (nadie lo duda) es el poeta del clasicismo francés. Pero en él alentaba un poeta barroco, contenido aunque poderoso: un barroco espiritualizado, trascendido, hasta ofrecerse en pura llama. Y este barroquismo último es el que iluminaba tan intensamente sus creaciones dramáticas y desgarraba su alma. (La fusión de barroquismo y clasicismo en el arte de Racine ha sido indicada por Leo Spitzer en la obra colectiva: Introducción a la estilística romance, Buenos Aires, 1942. El artículo de Spitzer se titula: La interpretación lingüística de las obras literarias y la nota sobre Phèdre está en las páginas 135-143).

 

II. Mise en scène de Phèdre

On sait bien que les comédies ne sont faites que pour être jouées.
Molière.

En una página de su ensayo sobre Racine escribe Karl Vossler: "El teatro de Racine no precisa, ni mucho menos, de la representación para producir su efecto total". (V. pág. 129 de la traducción española, 1946). Lo que es, estrictamente, inexacto. Porque Racine (como Molière) no creó sus piezas para la lectura sino para la escena. Y una obra dramática así preparada sólo logra su total realidad (es decir: sólo produce su efecto total) al ser vivida en escena, al adquirir esa dimensión espacio-temporal que le da, que sólo le puede dar, la representación. Racine concibió sus tragedias para ser representadas. El mismo se encargó de hacerlas representar. Lo que indudablemente quiso decir Vossler fue que las piezas de Racine producen un efecto casi total a la lectura. Y ello se debe (como ya se apuntó) a la perfección literaria de su texto, a su magia poética.

Una prueba más -concluyente- de que una pieza de Racine sólo logra su total realidad en la representación, la ofrece esta cuidadísima, esta minuciosa mise en scène de Phèdre que en 1946 publicara Jean Louis Barrault y que pretexta esta nota. Leyendo con atención el volumen (publicado en París por las Editions du Seuil) se aprecia la obra de Racine bajo una nueva luz y se adquiere más nítida conciencia de su dimensión escénica, que la mayoría de los críticos literarios olvida acentuar. Porque el trabajo de Barrault consiste (nada menos) en la minuciosa comunicación de cada detalle de una representación ideal, desde los efectos de luz o el concertado desplazamiento de los actores, hasta el tono de voz con que debe emitirse cada sílaba, hasta el gesto que subraya o atenúa cada alejandrino. Barrault analiza la obra como escenógrafo, como director de escena, como actor. Y los conocidos y aprendidos y estudiados versos de Phèdre cobran nueva, a veces insospechada, intención en sus manos, así como reverdecen en sus páginas todos los problemas que han ido contaminando el ilustre texto durante casi tres siglos.

Para recrear Phèdre, para reinventar la Phèdre que estrenara Jean Racine el viernes 1º de enero de 1677, Barrault sólo poseía 1654 alejandrinos y una indicación escénica. En efecto, Racine (a diferencia de nuestros verbosos contemporáneos G. B. Shaw o E. 0'Neill) sólo acotó una vez el texto. Junto al verso 157 escribió: (Elle s'assit). Barrault debió agotar la bibliografía francesa sobre Racine para enriquecer esa sobriedad. En la primera parte de su libro (Documentation) examina y discute distintos testimonios sobre Racine como metteur en scène y como dramaturgo. De esos testimonies surge la seguridad de que Racine provocó en la escena francesa una reforma en el arte de declamar. Su hijo Louis escribe: "Los partidarios de Corneille atribuían el éxito de las piezas de su rival al juego de los actores, a quienes él (Racine) comunicaba en sus lecciones el gran talento que poseía para la declamación". Y también cuenta Louis: "El rey (Louis XIV) le oía leer con gusto, apreciando en él la extraordinaria facultad de hacer hablar por sí la belleza de la obra leída". Incluso se ha llegado a afirmar que Racine anotaba musicalmente cada papel, palabra por palabra. La reforma del poeta tendía a devolver a la hinchada y pomposa declamación de la época (que Molière satirizara en l'Impromptu de Versailles, 1663) un sentido más noble y elegante, más natural, aunque no depusiera una fundamental cualidad rítmica. Sus esfuerzos en este sentido pudieron resumirse así: "Obligado a acomodarse a la costumbre de cantar que habían contraído los comediantes, se tomaba el trabajo de anotar los papeles estudiando los tonos que se acercaban más a los sentimientos que había querido pintar. Así les enseñaba sin cesar que no hay declamación sin naturalidad y que en el alma del comediante está el hogar de su talento". Pero, como bien señala Barrault ese mismo esfuerzo de Racine hoy debe cumplirse en sentido contrario, ya que se ha llegado a perder toda noción de nobleza y elegancia y se ha caído en un opaco prosaísmo o (lo que es quizá peor) en una mecánica declamación escolar. En una nota de su Journal (1/II/1902) y después de asistir a una representación de Andromaque, había anticipado Gide ese juicio de Barrault: "El gran error de los actores, hoy, al representar Racine, es tratar de hacer triunfar la naturalidad, allí donde debía triunfar el arte". Consciente de esto, Barrault se pregunta si Racine ahora "¿no se pondría a anotar musicalmente los versos, pero esta vez para alejarse de ese naturalismo vulgar, para alejarse de la prosa y para acercarse al canto?" A esa empresa dedica Barrault, en ausencia de Racine, sus mejores fuerzas. (V., en particular, el admirable estudio del alejandrino.)

Para la reconstrucción del decorado, Barrault sólo disponía de dos líneas en una memoria del Hôtel de Bourgogne, que rezan literalmente: Phèdre. Thèâtre est un palais vouté. Une chaisse pour commancer. La silla (por otra parte) ya estaba prevista por Racine al indicar que Phèdre se sienta. Para la reconstrucción del palacio abovedado Barrault no encontró ningún testimonio aprovechable y optó por diseñar (con Jean Hugo), una galería, suerte de encrucijada o lugar geométrico de los caminos de Phèdre, Hippolyte, Aricie y Thésée. Dicho palacio puede ser (indica Barrault) en mármol claro. Una ilustración -entre las páginas 36 y 37 del volumen- permite apreciar el escenario que coincide con el que trajeron al Plata Marie Bell y Maurice Escande. Pero si los anales del teatro o las ediciones originales de la obra no facilitan indicaciones escénicas, el texto de Racine, penetrantemente analizado, ofrece abundantes sugestiones. No se olvide que Rambert había definido con justeza el arte de Racine como "un arte algo velado que no dice todo, pero que deja en cambio adivinar tanto. En nada es más rico que en enfoques indicados a los lectores atentos". Esa lectura atenta, sorprendentemente lúcida, fue cumplida por Barrault en forma ejemplar. Examinaré algunas de sus conclusiones.

Ante todo, Barrault no cree que Phèdre sea un monólogo para un solo personaje, un poema más que una obra de teatro, como piensa Thierry Maulnier (Racine, 1936). Barrault reacciona decididamente contra quienes niegan la teatralidad de la obra y destacan su concentración en el personaje de Phèdre como vicio característico (lo que podría llamarse: unidad de personaje). La cuestión es examinada en este libro de todos los ángulos posibles.

Desde un análisis minucioso de la pieza, proseguido a lo largo de cada acto, hasta unas reflexiones sobre el título original (se publicó en 1677 como Phèdre & Hippolyte, tragédie par M. Racine), -todo sirve a Barrault para probar que no es un concierto para mujer sino una sinfonía para orquesta de actores. Esta reacción es saludable y de gran eficacia, como lo prueba la aceptación unánime que mereciera por parte de sus críticos este aspecto del libro de Barrault. En efecto, aquí se muestra la compleja elaboración de Hippolyte, Aricie, Œnone, Thésée, y cómo sus figuras intervienen principalmente en la obra, cómo sus pasiones se oponen y complementan la pasión de Phèdre. Y el análisis del carácter de la firme y hábil Aricie o del puro y desdichado Hippolyte resulta ampliamente convincente. No tan convincente, en cambio, es su reivindicación de Thésée. Queda siempre algo inmaduro y áspero en la concepción dramática de este personaje. Apenas asomado a escena (III, 4) Racine le obliga a asistir a la fuga desesperada de Phèdre que se sustrae a su presencia, al ambiguo y balbuceante discurso de Hippolyte y a la torpe acusación de Œnone (IV, 1). Y el héroe que se presenta feliz, reintegrado al hogar como esposo y padre, sufre en breve lapso tan violenta transformación, desatados sus celos, ultrajada su dignidad, que rompe brutalmente la fugaz imagen primera. Ese

Ah! qu'est-ce que j'entends?

con que se abre el acto cuarto "enorme grito, muy largo y espantoso" según acota Barrault, destruye el equilibrio del personaje, lo vuelca en otra (inesperada) máscara de horror y cólera. Y antes de terminarse la obra Thésée sufrirá una segunda transformación: descubierto el engaño tramado por Œnone con el asentimiento febril de Phèdre, el héroe se convierte al culto del inocente Hippolyte y desdeña brutalmente el cadáver de Phèdre. Thésée es en realidad la víctima de esa tensión violenta y vertiginosa que recorre el teatro de Racine. (Henri Cottez, en Fontaine, 54, 1946, ha defendido extensamente la interpretación que ofrece Racine del héroe ateniense.) Y en lo que se refiere a los confidentes (desde la nocturna Œnone hasta la ingenua Ismène) Barrault señala con sagacidad que ellos son más el doble de sus amos que individualidades aparte, y que sus caracteres se hallan a veces ligados a los de aquellos por una relación simbólica. Este enfoque de la tragedia modifica sensiblemente su interpretación. Ya no se trata de hacer valer únicamente el papel de Phèdre; peor aún: ya no se trata de hacer valer únicamente la pasión de Phèdre. Se trata de representar la obra como una pieza compleja, en que cada actor crea su papel en estrecho acuerdo con los otros y es el conjunto lo que vale, lo que tiene sentido.

Fuertemente vinculada a esta interpretación está otra que indica Barrault: Phèdre debe considerarse como una sinfonía. Al final del libro se estudia detenidamente su ritmo y se distinguen cuatro movimientos (el tercero abarca los actos tres y cuatro, que según Barrault debe representarse sin intervalo). Pero a lo largo de la obra ya había indicado Barrault la composición de cada "movimiento", desde la aparición de un tema, hasta sus sucesivas metamorfosis, sus choques con otros temas, su subordinación a la idea central. Tampoco había omitido señalar Barrault ninguna simetría, ningún detalle de la composición rítmica. Este penetrante análisis enriquece el texto y descubre a cada paso su perfecta, su equilibrada estructura, de evidente trazado geométrico. (Mírese, por ejemplo, la estricta composición del acto primero: Hippolyte urgido por Théramène confiesa su amor por Aricie; Phèdre urgida por Œnone confiesa su amor por Hippolyte. La simetría o el contraste puede buscarse hasta en el detalle de cada escena). Para Barrault Phèdre es pura geometría. Por primera vez lo insinúa en la página 38. Más adelante, en la 60, transcribe como epígrafe de un capítulo, una frase del prefacio que Racine escribiera para su Mithridate: "No se pueden tomar demasiadas precauciones para no poner sobre la escena nada que no sea muy necesario". Y en la página 67 ya dice directamente Barrault: "La acción de Phèdre es una pura figura geométrica". Luego no se cansa de señalar ejemplos de esa pura geometría, perfecta siempre, jamás repetida.

Es claro que Barrault no podía dejar de tocar uno de los temas más transitados por los críticos: el carácter de Phèdre y la naturaleza de su crimen. Racine fue el primero en plantear el tema. En su prefacio de 1677 escribe: "Phèdre no es completamente culpable, ni completamente inocente; está comprometida, por su destino y por la cólera de los Dioses, en una pasión ilegítima, de la cual es la primera en horrorizarse. Ella se esfuerza en dominarla, prefiere dejarse morir que declarársela a alguien; y cuando es forzada a descubrirla, habla con una confusión que demuestra bien que su crimen es antes un castigo de los Dioses que un movimiento de su voluntad". Desde las primeras páginas Barrault examina las soluciones propuestas y a su vez ofrece un retrato de Phèdre que va profundizando y retocando a medida que avanza el comentario. Frente a las distintas interpretaciones del personaje, que ora acentúan el horror de su crimen, ora descubren un alma esencialmente cristiana, extraviada por la pasión, Barrault insiste en la complejidad de Phèdre, que desborda milagrosamente las tipificaciones críticas, que preserva, en definitiva, su misterio. Y no olvida señalar, siempre que es necesario, la ambigüedad del personaje, como (por ejemplo) en la escena 6ª del acto IV, cuando la protagonista advierte el crimen al que la condujo la influencia de Œnone, sin dejar por eso de lamentar la frustración de su amor. Dice entonces la torturada Phèdre:

Hélas! du crime affreux dont la honte me suit
Jamais mon triste coeur n'a recueilli le fruit.

Y comenta irónicamente Barrault: "¡La muy cristiana y virtuosa y cándida Phèdre nos parece de todos modos poco arrepentida!, sea dicho al pasar".

Se puede discrepar de algunas opiniones de Barrault; se puede negar la estricta validez de su interpretación sinfónica o la excesiva minucia al acotar los gestos o el tono de voz; pero es innegable que su penetrante y, en cierto sentido, exhaustivo examen constituye uno de los aporte más valiosos para el mejor conocimiento del texto de Racine.

 

III. El metteur en scène

Pero aquellos que, sobre una escena, están encargados de hacer vivir la tragedia no son ni jueces, ni testigos, ni críticos, sino servidores y, en caso de necesidad, abogados. Su tarea es la de "servir" y si es necesario la de "litigar por". Deben para ello "incorporarse" a la obra; deben "desposarla".
Jean-Louis Barrault

No quisiera cerrar esta nota sin indicar algunas ideas centrales de Barrault sobre la mise e scène. Muchos enfoques ya han sido comunicados. Ahora quiero citar un texto capital que Barrault titula El ensayo y la representación. Lo reproduzco en su integridad. Se halla en las páginas 40 a 42 del libro y dice así:

"Representar es saber dirigir su aliento, su voz y su "cuerpo-de-la-cabeza-a-los-pies" de una manera determinada.
"Saber algo es haber olvidado ese algo y haberlo encontrado en sí. Es un conocimiento "digerido". Por el estudio se profundiza la cosa, se la conoce, luego se la olvida; al fin, se la encuentra en sí mismo. Desde ese momento, se la sabe.
"Interpretar un papel es ser capaz de "tocarse" a sí mismo como a un instrumento; es ser capaz de saber "tocarse" a sí mismo como un instrumento, es decir, sin pensar en ello. Es una suerte de ciencia espontánea.
"En el oficio de actor; hay pues dos suertes de actividad absolutamente opuestas:
"La actividad de los ensayos.
"La actividad de la representación.
"Durante los ensayos se deben resolver todos los problemas.
"En la representación, todo problema debe estar resuelto.
"La representación es un acontecimiento. Es el momento esencialmente poético; el momento en que se produce la cristalización, la síntesis; el momento en que, gracias a la última gota aportada por la presencia del público, el precipitado químico aparece. La representación es un acto de amor: uno da, uno se da, se intercambia y se comulga.
"El ensayo corresponde al período creador. Es para el actor el momento específicamente artístico. Se esboza, se borra, se insiste, se imagina; la inspiración os ilumina, la transpiración os sostiene; las sorpresas, el asombro, las brumas, la inquietud, los descubrimientos, la alegría, las decepciones, la desesperación, en una palabra: toda la serie de los terrores de la creación artística, surgen, se oponen y rivalizan, bajo la lucecilla "enclenque" de las lámparas del ensayo. Es el tiempo de la ordenación, de la disciplina, y de la construcción.
"Un papel está fijado cuando se le puede interpretar "en frío".
"Hay el "trac" (miedo) del ensayo que es distinto del "trac" de la representación. El trac del ensayo se emparienta a la angustia, al vértigo, al aturdimiento. Es negro y opaco. El trac de la representación es comparable a la bola emocionada que os sofoca y os hace estallar el pecho, cuando os dirigís a una cita de amor. Es incandescente, fosforescente.
"El estado de espíritu que se tiene en la representación es pues absolutamente contrario al estado de espíritu que se tiene en el ensayo. Todo lo que, en la representación, es libre, espontáneo, improvisado; hecho de impulsos..., "anarquista", es el fruto distendido de la elaboración disciplinada del ensayo.
"Hay actores que, muy sabios en el arte del ensayo, desaparecen durante la representación; son buenos enamorados pero malos amantes. Otros que, trabajadores reacios, se descubren ante el público; son buenos amantes, ¿pero están verdaderamente enamorados? Otros en fin que para evitar el esfuerzo del ensayo pretenden que para representar, "les hace falta el público"; son los haraganes.
"Es por eso que se acostumbra decir: tal actor "gana" o "pierde" frente al público.
"Las sorpresas de la representación son imprevisibles, como las del amor. No se puede dar ningún consejo a un actor "enfermo de representación". La representación es específicamente un acto de generosidad, es el arte del don de sí mismo. Todo lo que se puede hacer por un actor que se prepara a la representación, es alentarlo y ponerlo en el clima más favorable para su florecimiento, es decir, a su concentración en la distensión.
"La representación es un acto de alegría, un acto de alegría ... en el esfuerzo. En el momento de la representación, ese acto de alegría en el esfuerzo iguala al de la competencia deportiva que, éste también, está hecho de concentración, de distensión, de esfuerzo y de alegría.
"Es casi una performance (en inglés, por otra parte, la representación se dice: performance).
"El actor es pues un atleta afectivo.
"Llega a serlo a fuerza de entrenamiento, de trabajo, de ensayos, a fuerza de voluntad. El arte del actor es el arte mismo de la voluntad. ¡A menos que intervenga la gracia que da el genio! ¡Y aún el genio no vive sin voluntad! ¡Pero éste es otro asunto!
"No se puede, por lo tanto, hacer recomendaciones al actor más que en el momento del ensayo.
"Está, pues, bien entendido que las cuestiones técnicas que vienen a continuación, surgen únicamente durante un ensayo y no el momento de la representación en la cual, ya lo hemos dicho, hay que dejar al actor la más completa libertad".

Esta concepción de Barrault justifica su minuciosa (y para algunos exasperante) anotación de cada hemistiquio, de cada movimiento, de cada acento, del texto. Muchos críticos juzgaron coercitiva esta anotación, sin atender a las palabras que acabo de transcribir, sin comprender que con ella Barrault pretende comunicar fielmente su representación de Phèdre. Da la anotación de cada movimiento tal como lo concibe, tal como se lo representa idealmente.

Pero el intérprete futuro puede no aceptar que a tal palabra corresponda tal acento o que a tal ritmo tal gesto. Con su comentario Barrault se opone por muy buenas razones a la improvisación irresponsable.

También ofrece el libro abundantes notas que prefiguran un tratado del arte escénico que algún día redactará Barrault. Bajo el modesto título de Revision de quelques problèmes analiza el gran actor francés el alejandrino, el recitado, la voz y el gesto. Es imposible pretender comentar aquí cada una de estas páginas henchidas de pensamiento y magistral experiencia."

 

 

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