|   | "Cine y teatro: planteo de un problema"En co-autoría con Julio L. Moreno
 En Film, publicación de Cine Universitario, Montevideo, 
              nº 10
 diciembre 1952, pp. 25-31
   "¿Hacia el super teatro? - Eso no es cine. Es puro teatro. Con semejantes repetidos decretos muchos despachan algunas de las 
              más provocativas creaciones del cine de estos últimos 
              años. Impacientes por reducir el cine a lo figurativo (al 
              cine abstracto, poético o, simplemente, puro) o al documental 
              más o menos realista, incómodos ante toda obra que 
              cuente una historia o que desarrolle una situación dramática, 
              rechazan desde ya y para siempre cualquier intento de vincular al 
              cine con algunas de las artes de la literatura y principalmente 
              con el teatro. Sin embargo, un mero repaso a la producción más significativa 
              de estos últimos diez años permite advertir la importante 
              proporción de obras dramáticas, transcriptas directamente 
              de un original teatral o de la adaptación al teatro de un 
              original narrativo. En esta ambigua zona del teatro filmado o del 
              cine teatral se sitúan algunas de las mayores producciones 
              de estos últimos diez años. En muchos casos han sido 
              creadas por hombres que desembocaban en ese terreno trayendo una 
              vasta experiencia cinematográfica, de la que no renegaban 
              al someterse a las condiciones del nuevo género. Así, 
              por ejemplo, al proponerse Wyler la filmación de una pieza 
              de Lillian Hellman (The Little Foxes, La loba, 1941) aprovechaba 
              la oportunidad para experimentar en una nueva técnica cinematográfica 
              y conseguía sustituir, en las escenas más dramáticas 
              y gracias a la profundidad de campo, el montaje en cuadros por el 
              montaje dentro del cuadro. No fue éste el único caso. Después de Citizen 
              Kane (El ciudadano, 1941), después de The Magnificent 
              Ambersons (Soberbia, 1942), después de The Stranger 
              (El extraño, 1946) y The Lady from Shangai (La dama 
              de Shanghai, 1947), Orson Welles filma Macbeth (1948) y Othello 
              (1952); después de Le Diable au Corps (El diablo y 
              la dama, 1946) Claude Autant-Lara adapta con Jean Aurenche y Pierre 
              Bost un vaudeville de Georges Feydeau, Occupe-toi d'Amélie 
              (1949). Mientras estos creadores cinematográficos se entregaban 
              al teatro filmado, el cine era ocupado por hombres de teatro que, 
              como Laurence Olivier, ensayaban una más vasta mise-en-scene 
              de Shakespeare (Henry V, 1944; Hamlet, 1948) o que, 
              como Elia Kazan, aportaban al cine su rica experiencia de directores 
              de teatro. La discusión que suscitó el Hamlet de Olivier 
              es ejemplar de la perplejidad que la obra de éstos y otros 
              innovadores ha producido en los medios cinematográficos tradicionales. 
              Los artepuristas lo rechazaron en nombre de algunos postulados o 
              intocables de estética fílmica. (Uno, extremista, 
              llegó a demostrar su invalidez al no ajustarse a los principios 
              expuestos por Eisenstein en The Film Sense; olvidaba que 
              tampoco Iván el Terrible, 1945, los tenía en 
              cuenta.) Otros, menos teóricos, aceptaron el film como un 
              híbrido feliz; un imaginativo llegó a hablar de un 
              triángulo equilátero entre cine, teatro y literatura. 
              (Pero muchos incondicionales de Shakespeare denunciaron la herejía 
              y estuvieron dispuestos a rechazar cualquier cohabitación 
              entre teatro y cine.) Algún veloz teorizador francés 
              exaltó la versión como una nueva fórmula, el 
              super teatro, no demorando en sostener que el cine salvará 
              al teatro (sin aclarar bien de qué) y considerando muy elogiable 
              el intento. Cada nueva experiencia de teatro filmado y se multiplican 
              en forma creciente vuelve a plantear el problema, despierta 
              controversias, provoca escisiones. Ninguna de las teorías 
              hasta ahora adelantadas parece totalmente satisfactoria; ninguna 
              parece alzarse por encima de la consideración de uno o varios 
              casos particulares. Ninguna parece querer reconocer que es bueno 
              que haya de todo en la viña del Señor matizando, 
              adecuadamente es claro, esta liberalidad. Y sin embargo, ninguna 
              discusión podrá parecer provechosa si no empieza por 
              reconocer, en primer término, la validez del problema, para 
              sostener de inmediato la necesidad de un examen de estas obras tan 
              dispares a la luz de una concepción general que reconozca 
              al teatro y al cine como modos diversos del espectáculo dramático.   Buenas y malas intenciones La idea de llevar el teatro al cine no es nueva. Nació con 
              el cine cuando éste era aún mudo. Sarah Bernhardt 
              sacrificó su voz para dejar grabado en celuloide el imposible 
              perfil de sus heroínas; Eleonora Duse y la Réjane 
              oficiaron también el inútil sacrificio. Lo que entonces 
              fue sólo mecánico registro parece hoy arqueología. 
              A partir del cine sonoro el problema tiene otra significación. 
              Ya no se trata sólo de registrar algunas sombras de lo que 
              fueron actrices o creaciones teatrales; se trata de reconstruirlas, 
              dramáticamente, en el nuevo medio. Las pérdidas obvias 
              que el proceso acarreaba (la tercera dimensión evaporada, 
              la "presencia" del actor muy disminuída) parecieron 
              seguramente pequeñas frente a las evidentes ventajas de una 
              mayor flexibilidad del marco espacio-temporal, de una intimidad 
              mayor con la fisonomía del actor. Muchos autores y empresarios, muchos actores teatrales, vieron 
              en el cine el vehículo para aumentar su fama, para difundir 
              su obra, para vender al público de provincia (y del mundo 
              entero) la pieza que sólo podía verse en París, 
              en el West End de Londres, en Broadway. Esto explica casi todo el 
              teatro filmado de la cuarta década del siglo, el brusco salto 
              de Pagnol del teatro al cine, algunos Shakespeares ambiciosos y 
              estirados. Pero explica también, ya en la quinta década 
              y aun ahora, la existencia de The Little Foxes, de Macbeth, 
              de Fröken Julie, en las que ya no es posible hablar 
              de transcripción mecánica sino de adaptación 
              y, a veces, de recreación. No se agotan con éstas las motivaciones que subyacen este 
              auge del teatro filmado. Junto al interés venal y a la vanidad 
              están el prestigio del teatro como medio expresivo, los grandes 
              nombres de la literatura dramática, entre los que el más 
              tentador es el de Shakespeare. De Esquilo a Jean Anouilh, de Racine 
              a Ibsen, la literatura dramática parece ofrecer al cine un 
              arsenal de intrigas y de libretos, aparentemente preparados para 
              cualquier transcripción más o menos audaz. Y todavía 
              hay quienes llegan al teatro filmado, seducidos por las posibilidades 
              teatrales del nuevo género, o, aun, para intentar un desarrollo 
              del estilo teatral que éste parece estar reclamando por su 
              misma lógica interna. Estas diferentes motivaciones, estos distintos puntos de partida, 
              suponen distintas concepciones del teatro filmado y resultados distintos. 
              Habría que decir: distintos géneros. No se puede colocar 
              en el mismo plano una obra que como Les parents terribles 
              (Cocteau) transcribe sin alteraciones un texto escrito para el teatro 
              y otra que como Occupe-toi d'Amélie (Autant-Lara) 
              empieza por desmontarlo en todas sus articulaciones. No responden 
              a una misma orientación quienes emprenden la (aventurada) 
              adaptación de Shakespeare que quienes transcriben un material 
              ya influído por la estética del cine como puede ser 
              A Streetcar Named Desire de Tennessee Williams o Death 
              of a Salesman de Arthur Miller.  Hay que hablar de géneros o, si se prefiere, de categorías. 
              Toda discusión del problema del teatro filmado o del cine 
              teatral debe empezar por delimitar, así sea a grandes rasgos, 
              algunas de esas categorías.   A propósito de Shakespeare No es extraño que el cine haya pensado en adaptar a Shakespeare 
              cuando el teatro contemporáneo también suele hacerlo. 
              Shakespeare creó sus obras para un escenario que carecía 
              de escenografía; en que los papeles femeninos eran interpretados 
              por muchachos; en que el actor aparecía aislado sobre un 
              tablado que penetraba en la sala y lo instalaba en medio del público. 
              Su poesía dramática debió alzar inexistentes 
              decorados, hacer funcionar no inventados reflectores, jugar con 
              combinaciones plásticas inéditas. En su teatro la 
              palabra tuvo (tiene) la suma del poder creador. Cuando se pone a 
              Shakespeare en la escena se le recrea: se doblan con decorados o 
              luces las indicaciones explícitas de sus versos; se visten 
              sus palabras de adornos a veces superfluos; se le adapta, en fin. Un respeto paralizador, una legítima sospecha de que el 
              grueso público del cine no respondería, demoraron 
              la inmediata traslación de Shakespeare al cine sonoro. Y 
              los mismos pomposos intentos de la Warner Bros. (Midsummer Night's 
              Dream, Sueño de una noche de verano, 1935) y de la M.G.M. 
              (Romeo and Juliet, 1936) no sirvieron para tranquilizar a 
              los entendidos. Recién con el Henry V de Laurence Olivier es posible 
              hablar de un intento de recrear una obra de Shakespeare en el cine 
              sin desvirtuar su espíritu. Antes que a Olivier, Henry 
              V había planteado un problema de adaptación al 
              propio Shakespeare. Se trataba de poner en escena una crónica 
              histórica, llena de acción y de batallas; épica 
              y no drama. Pero Shakespeare no intentó disimular las limitaciones 
              de los medios a su alcance, sino que comenzó por subrayarlos. 
              Utilizó un Coro (descendiente directo del recitador épico) 
              que denunciaba la pobreza del medio teatral, que narraba los hechos 
              imposibles de mostrar en escena y que acicateaba con sus versos 
              la imaginación del espectador. Con esta jerarquización 
              de la palabra, lo que era limitación y pobreza de su teatro 
              acabó por constituirse en verdadera riqueza, en su fortuna 
              esencial. Al llevar la pieza a la pantalla, Olivier se encontró con 
              que los términos del problema se habían invertido: 
              los medios a su alcance excedían ampliamente las necesidades 
              del tema. ¿Cómo respetar, entonces, el carácter 
              de la pieza, su verdadero sentido, al trasladarla a un medio en 
              el cual los convencionalismos teatrales habrían de resultar 
              inexplicables? La solución elegida por Olivier es tan franca 
              como la de Shakespeare: en vez de disimular el problema empieza 
              por subrayarlo. Lo que él lleva al cine no es Henry V 
              sino una representación isabelina de Henry V. La obra 
              aparece en su film como una ficción de segundo grado, contenida 
              dentro de una ficción más amplia que sitúa 
              la pieza frente a la realidad del público y el teatro de 
              la época. Con ello, Olivier justificaba el mantenimiento 
              de todos los convencionalismos que la pieza necesitaba para alcanzar 
              al espectador isabelino, y al mismo tiempo obtenía los medios 
              de superarlos, poniendo los recursos del cine al servicio del espíritu 
              de Shakespeare. El resultado fue (debió ser) un producto híbrido. 
              Al principio, la cámara se limitaba a registrar la reconstrucción 
              realista de una representación teatral en el Globe Theatre 
              de Londres. Pero la provocación a la fantasía del 
              espectador que contenían los discursos del Coro daba pretexto 
              a una lenta transformación de los escenarios, que se volvían 
              cada vez más reales. La batalla de Agincourt climax 
              dramático de la pieza se libraba en plena naturaleza; 
              el film no era ya el registro de una representación teatral, 
              sino su versión transfigurada a través de la imaginación 
              del espectador isabelino. De allí en adelante, el proceso 
              se iba invirtiendo lentamente. El cine dejaba su lugar al teatro 
              y regresaba a la función secundaria de registro.   Un libretista Con la adaptación de Hamlet (lo que él mismo 
              llamó "un ensayo sobre Hamlet") Olivier 
              dio un paso mucho más audaz. La forma general de la obra 
              sufre en sus manos y en las de su colaborador Alan Dent una simplificación 
              que es por un lado estilización y por otro empobrecimiento. 
              Ante todo, hubo que resolver las ambigüedades del protagonista; 
              para ello se suprimieron muchos pasajes, logrando un carácter 
              más firme, pero más superficial, que el propuesto 
              por Shakespeare. No se agregó nada nuevo a la obra, pero 
              se hicieron cortes, se cambiaron de lugar unas cuantas escenas y 
              se alteró el sentido de más de un pasaje. El brillante color de Henry V se sustituye aquí por 
              el blanco y negro. Se busca lograr por medios visuales una nueva 
              unidad formal que concentre y aglutine la acción dramática. 
              Mediante la profundidad de foco y una escenografía monocorde, 
              el movimiento de la cámara va construyendo una sólida 
              unidad espacio-temporal, a través de un desarrollo ininterrumpido 
              en que el principio y el fin se oponen y equivalen simétricamente. 
              El escenario resulta una enorme caja de resonancia para las voces, 
              que los micrófonos recogen hasta en sus más imperceptibles 
              matices. La plástica se subordina a la palabra, a su realidad 
              sensual en la voz de los actores. No se agotan con esto las conversiones que operó Olivier. 
              Cuando la palabra parecía sólo poesía y no 
              drama, procede a un verdadero doblaje visual. Los raccontos 
              (Ofelia contando a su padre la patética visita de Hamlet, 
              el ataque de los piratas, la muerte de Ofelia) fueron dados así 
              con variada felicidad. Los monólogos fueron también 
              ilustrados, aunque pareció más convincente la simple 
              ilustración dramática del primero que los símbolos, 
              a veces triviales, del famoso To be or not to be. Cuando 
              la pieza pareció justificar una secuencia de acción 
              como en la escena del duelo final Olivier agotó 
              los recursos del cine. Si la obra no alcanza la unidad perfecta que Olivier había 
              concebido, ello quizá se deba a un resto (inevitable) de 
              convenciones teatrales y a una (también inevitable) cuota 
              de aprendizaje que el realizador debió pagar. Más 
              de una vez la cuidadosa estructura vacilaba, la desigualdad del 
              elenco y sus resabios teatrales disolvían la armonía, 
              la unidad era rota por una nota de mal gusto ocasional. Fue un Hamlet 
              que no era ya teatro, aunque no llegaba a ser completamente cine; 
              que no era de Shakespeare sin ser tampoco de Olivier. Más audaz, más genial tal vez, fue Welles con Macbeth. 
              También aquí la pieza fue descompuesta en sus elementos 
              y luego reconstruída según una estructura distinta; 
              también aquí se prefirió una sola línea 
              de interpretación del protagonista (la barbarie homicida) 
              a la matizada y ambigua que Shakespeare dibujó. Pero la recreación 
              cinematográfica fue mucho más feliz. Toda la concepción 
              plástica y dinámica estaba comentando entre líneas 
              los versos de Shakespeare. El film era irrespetuoso de algunos elementos 
              de la obra original, ofrecía un mal elenco, abrumaba al espectador 
              con desplantes innecesarios; pero era una creación íntegramente 
              concebida para el cine. Y aunque trataba a Shakespeare como a cualquier 
              libretista contemporáneo, indicaba al mismo tiempo un camino 
              para la filmación del teatro poético: la recreación, 
              la recomposición total, y no el compromiso. Tanto las versiones mediocremente fieles como estas concepciones 
              más audaces han debido afrontar un difícil conflicto 
              de lealtades: ¿Cómo ser fiel a la esencia del cine 
              sin traicionar lo que hay en Shakespeare de literatura, de pura 
              poesía verbal, y sin desvirtuar la esencial teatralidad de 
              su obra? Desde el punto de vista de Shakespeare no hay solución: 
              se necesitaría otro Shakespeare para dar sus obras en el 
              nuevo medio. Desde el punto de vista del cine el problema es distinto. 
              Junto al registro más o menos inspirado de algunas piezas 
              shakespereanas es posible concebir algunas películas que 
              a partir de Shakespeare consigan una pura expresión cinematográfica. 
              En este sentido parecen estar dirigidos los esfuerzos de Orson Welles.   Realismo teatral Las dificultades que ofrecía Shakespeare (y con él 
              todo el teatro poético) parecen desaparecer si se considera 
              el realismo teatral del siglo pasado que se prolonga hasta estos 
              días. Si en efecto, este teatro tiende principalmente a la 
              representación minuciosa de la realidad, el cine es su mejor 
              vehículo, su más fiel aliado. En este sentido, nada 
              es más ilustrativo que el ejemplo de Pagnol. El cine se le 
              presenta a Pagnol, primariamente, como un medio de aumentar su público, 
              de difundir sus creaciones en un ámbito más extenso. 
              Hacia 1934, trasladó al cine su trilogía marsellesa: 
              Fanny, Marius, César. El resultado es, desde un punto 
              de vista cinematográfico, poco más que teatro en lata, 
              aunque no puede desdeñarse la excelencia de un elenco que 
              incluía a Raimu, a Charpin, a Pierre Fresnay. Lo paradójico 
              es que estos films sin ningún mérito cinematográfico 
              fueron los que pusieron a Pagnol en la verdadera pista de su costumbrismo 
              neorrealista. A través de las escasas escenas en que Pagnol 
              debió sacar fuera del estudio sus cámaras, se fue 
              filtrando en sus films una veta neorrealista que había de 
              culminar en trabajos ya alejados de lo teatral: Joffroi (1934), 
              Regain (Retoño, 1937), La femme du boulanger 
              (La mujer del panadero, 1938) y La fille du puisatier (La 
              hija del pocero, 1940). El ejemplo de Pagnol no es único. Casi todo el teatro filmado 
              de estos últimos veinte años deriva de la vertiente 
              realista. Muchos de estos films han pretendido ocultar su origen 
              teatral multiplicando los escenarios, interpolando exteriores, buscando 
              ya que no la difícil acción, la agitación y 
              el movimiento. Entre tanto producto así adulterado, se han 
              deslizado algunas producciones que no han temido incurrir en el 
              calificativo de teatrales. La más ilustre de todas quizá 
              sea The Little Foxes. Aunque la adaptación de Daniel 
              Mandell y Lillian Hellman no preservó intacta la estructura 
              teatral, la labor del director Wyler consistió en acentuar 
              hasta el máximo la dramaticidad de las situaciones, sacrificando 
              cualquier consideración de orden cinematográfico a 
              su concepción de la pieza como estructura dramática. 
              Wyler comprendió que lo que importaba conservar no era tal 
              o cual línea de diálogo, tal o cual discurso, sino 
              la tensión en que se desarrolla el conflicto, la oposición 
              de los personajes, y la revelación de un mensaje por la dialéctica 
              de sus relaciones. De ahí que pusiera por encima de todo 
              la concentración dramática. Orientado hacia la creación 
              de un drama cinematográfico, Wyler llegaba a su formulación 
              por el camino más desesperado: el del teatro. La magnitud 
              de su hazaña no pudo ser asimilada en su momento. Y sólo 
              pareció evidente cuando otros films suyos (particularmente 
              The Best Years of Our Lives, Lo mejor de nuestra vida, 1946, 
              y The Heiress, La heredera, 1949) la popularizaron. Wyler no tuvo imitadores inmediatos. Recién en 1946 aparece 
              una concepción semejante de la adaptación aunque 
              más desesperada cuando Jean Cocteau traslada al cine 
              casi literalmente su pieza teatral Les parents terribles. 
              Cocteau ha señalado posteriormente que su propósito 
              fue el de poner el cine al servicio de lo teatral, subrayando con 
              ello el carácter ambivalente de su obra. Es cierto que al 
              filmarla no modificó para nada el texto, que vertió 
              directamente el conflicto ya llevado a escena; es cierto que su 
              labor como cinematografista se redujo a acechar de cerca el juego 
              de los actores, a perseguirlos con el lente magnificador de la cámara, 
              a convertir en primeros planos cada una de las réplicas de 
              un diálogo copioso; es cierto que no amplió la obra 
              y que por el contrario la concentró, que no mostró 
              ningún exterior, que logró que el escenario actuara 
              sobre los personajes, ahogándolos poco a poco. Pero nunca 
              la obra fue más teatral que al explotar algunos recursos 
              que el cine le facilitaba, particularmente en lo que se refiere 
              a la presencia opresiva del ambiente, a la velocidad y concentración 
              del tiempo cinematográfico, a la cercanía del rostro 
              del actor. Les parents terribles es un ejemplo de cómo 
              salvaguardar la teatralidad de una pieza y de cómo aumentarla 
              gracias a recursos típicamente cinematográficos.   El expresionismo Una categoría distinta es la de las piezas que usan técnicas 
              derivadas del expresionismo teatral. El problema aquí resulta 
              más complejo por tratarse de obras concebidas para un teatro 
              que es coetáneo del cinematógrafo y que supone un 
              conocimiento de su estética. Esto lo ha señalado muy 
              bien Laslo Benedek al comentar algunos aspectos de Death of a 
              Salesman, pieza de Arthur Miller cuya versión cinematográfica 
              él mismo ha dirigido. La pieza escribe 
              tomaba en préstamo con entera libertad la técnica 
              cinematográfica. La razón, me parece, es obvia. El 
              mismo proceso de la evocación, de la fantasía, del 
              soñar despierto o aún de la imaginación es 
              esencialmente similar al del film. Tiene en común el movimiento 
              vívido, las rápidas transiciones, el "fundido", 
              algunas veces la vaguedad de las imágenes fuera de foco, 
              otras la precisión de los primeros planos. Aquí se puntualiza algo que es esencial a la pieza de Miller 
              pero que es válido para todo el teatro expresionista: el 
              autor trabaja con la imaginación, a la que guía por 
              procedimientos que disuelven las convenciones espacio-temporales 
              del teatro realista. Para apelar a la imaginación, el teatro 
              expresionista se vale de recursos de estirpe cinematográfica 
              pero los desarrolla con tal audacia que vuelven al cine como recién 
              inventados. Esto parece evidente si se analiza, así sea parcialmente, 
              Fröken Julie (La señorita Julia, 1950). La pieza 
              fue concebida por Strindberg antes de que existiera el cine. Por 
              su distorsión del naturalismo finisecular anuncia ya el expresionismo. 
              Alf Sjöberg la llevó al teatro utilizando toda la experiencia 
              del expresionismo teatral y cuando la filmó recreó 
              su estructura en términos cinematográficos, tomando 
              en préstamo al teatro (y en particular a Death of a Salesman) 
              el recurso de hacer coexistir en un mismo espacio más de 
              un tiempo. Lo que en Strindberg era relato, discurso, resulta en 
              la versión cinematográfica acción vivida en 
              distintos tiempos y en el mismo escenario. Es claro que Sjöberg 
              no limitó a esta innovación su aporte cinematográfico. 
              Toda la obra fue trasladada al lenguaje del cine. Pero lo que importa 
              subrayar es este préstamo del cine al teatro que ahora vuelve 
              al cine. Al filmar Death of a Salesman Laslo Benedek no podía 
              desaprovechar la innovación. Él mismo se ha encargado 
              de subrayar la enorme concentración dramática que 
              se logra por esta coexistencia de tiempos y espacios. Nunca pensé 
              escribe que esta obra pudiese ser encarada en 
              un estilo "naturalista". Es completamente real y profundamente 
              verdadera pero su naturaleza toda la terrible concentración 
              de su historia, la retórica de su escritura es únicamente 
              aceptable en un estilo "teatral". De ahí que 
              su función como director haya sido la de preservar este estilo 
              teatral. Su tarea aparecía simplificada porque lo que era 
              específicamente teatral en Miller era un elemento que podía 
              darse fácilmente en términos de cine, un elemento 
              que el propio Miller había concebido en términos visuales. 
              Y así, aunque la pieza pueda haber impresionado a muchos 
              como cinematográfica, y el film haya parecido a otros muy 
              teatral, lo cierto es que su estructura (o su estilo, para usar 
              la palabra de Benedek) es ambivalente. Lo que no pasaba en Shakespeare.   Algunos creadores Las tres instancias apuntadas Shakespeare y el teatro poético, 
              el teatro realista, el expresionismo no consiguen agotar las 
              categorías posibles. Apenas si permiten advertir la complejidad 
              del problema que se pretende englobar en la escueta fórmula: 
              teatro filmado. Habría que tener en cuenta aún una cuarta categoría 
              posible: el teatro cinematográfico. Es decir, las obras esencialmente 
              teatrales que han sido escritas para el cine. El ejemplo más obvio parece proporcionarlo la producción 
              entera de Joseph L. Mankiewicz y en particular su tan discutida 
              All About Eve (La malvada, 1950). Hay en sus películas 
              una concepción teatral del conflicto dramático, una 
              solución del mismo en que el diálogo y el juego de 
              los actores predominan sobre todo otro elemento más cinematográfico. Mucho más ilustrativo es el caso de Iván el Terrible, 
              concebida por Eisenstein (como se ha indicado) según la estructura 
              de una tragedia. Con esta obra el gran director coronaba no sólo 
              sus experimentos cinematográficos sino una labor paralela 
              y no menos fecunda de director escénico. Después de 
              la concepción épico plástica de Alejandro 
              Nevsky esta morosa tragedia pareció desconcertante. No 
              faltó quien la calificara de ópera, aludiendo con 
              ello a su síntesis de elementos dramáticos, visuales 
              y musicales. Pero lo que la obra realmente revela es una necesidad 
              de trasladar al cine los elementos más hieráticos 
              y directos de la tragedia, la imposición de un ritmo y un 
              estilo que parecen extracinematográficos. No puede pensarse 
              en una improvisación de Eisenstein. Seguramente su decisión 
              de hacer de Iván una tragedia estuvo orientada por 
              la naturaleza misma de su enfoque del personaje y de la época. 
              De todos modos, lo que interesa señalar es la nueva luz que 
              arroja esta obra sobre las relaciones entre la creación cinematográfica 
              y el teatro.   Final provisorio El ejemplo de Orson Welles empecinado en glosar a Shakespeare; 
              el de Wyler en busca de una dramaturgia cinematográfica; 
              el de Cocteau transcribiendo en una escritura más tensa, 
              más concentrada, sus propias piezas; el de Sjöberg aprovechando 
              recursos del expresionismo teatral en sus realizaciones cinematográficas; 
              el de Olivier ensayando una mise-en-scene más amplia 
              y generosa; el de Eisenstein escribiendo una tragedia para el cinematógrafo, 
              parecen ejemplos bastante elocuentes del hecho de que no hay una 
              forma del teatro filmado; de que es imposible desechar el teatro 
              filmado en nombre de un dogma absoluto sobre qué es cine 
              y qué no lo es. El cine no se agota en el espectáculo 
              visual ni en el registro de la naturaleza, ni en la exposición 
              de un conflicto ni en la crónica de un proceso. El cine es 
              todo eso y mucho más. Es capaz de reconocer una inagotable 
              variedad de géneros; es capaz del registro mecánico 
              y de la creación original. El planteo del problema del teatro filmado debe ser otro. Habrá 
              que empezar por examinar los fundamentos técnicos de ambas 
              artes; habrá que empezar por el análisis de sus distintos 
              recursos, de sus limitaciones, de sus posibilidades. Sólo 
              así podrá llegarse a determinar un estilo de lo teatral 
              y un estilo de lo cinematográfico. Sólo entonces se 
              podrán (quizá) dictar excomuniones, emitir decretos, 
              instaurar el ostracismo. Hasta entonces, el fenómeno de la 
              popularidad creciente del teatro filmado deberá requerir 
              la mayor atención, el más minucioso comentario. 
 Bibliografía Es sumamente extensa. Para la presente nota se consultó 
              un artículo de Henry Raynor sobre Shakespeare filmed 
              en Sight and Sound (Londres, julio-setiembre 1952). En la 
              misma revista (octubre-diciembre 1952) constan las declaraciones 
              de Laslo Benedek sobre Death of a Salesman. Sobre la concepción 
              de Iván el Terrible de Eisenstein puede verse Film 
              8."   |