|   | "Claude Autant Lara"En Film, publicación de Cine Universitario, nº 
              9
 noviembre 1952, pp. 17-25.
 "El estreno en Francia de Le Diable au Corps (El 
              diablo y la dama, 1946), marcó con escándalo el 
              triunfo de un equipo de realizadores. Como la novela de Raymond 
              Radiguet que le había servido de base, el film suscitó 
              una organizada indignación. En Burdeos el clero intentó 
              impedir su exhibición; los padres de los escolares, la Asociación 
              de Veteranos, y otras organizaciones similares sostuvieron en Bretaña 
              que la obra era moral y políticamente inaceptable; al exhibirse 
              en el Festival de Bélgica (1947) el Embajador francés 
              se retiró de la sala (y ante la protesta pública aclaró 
              que lo hizo porque siempre se acuesta temprano); la prensa de derecha, 
              en varias ciudades, atacó al film con el previsible arsenal 
              de epítetos. Hubo defensores, y entre esos alguno católico 
              como el Padre Richard que en Témoignage chrétien 
              aseguró que se trataba de una obra de arte, o como Jean 
              Cocteau que levantó la voz del sarcasmo y dijo: Un jour 
              viendra, hélas, oú les jornalistes écriront 
              "C'est une honte de montrer un film en couleurs á des 
              mères en deuil" (Vendrá un día, ay, 
              en que los periodistas escriban: Es una vergüenza mostrar films 
              en colores a madres de luto). Pero la importancia del film sobrepasaba los límites de 
              la crónica amarilla. Salida apenas de los años oscuros 
              y renovadores de la ocupación alemana, la cinematografía 
              francesa imponía a la consideración de un público 
              ya familiarizado con René Clair y Jacques Feyder, con Renoir 
              y Spaak, con Prévert y Carné, con Duvivier y Jeanson, 
              el nombre de Claude Autant-Lara y sus dos libretistas, Jean Aurenche 
              y Pierre Bost. En todas partes, la crítica más alerta 
              debió preguntarse qué obra anterior había anunciado 
              a estos realizadores tan maduros, tan hábiles, tan seguros 
              de sus medios. Los orígenes de Autant-Lara (nacido en Luzarche, 1903) se 
              encuentran en la vanguardia francesa, de la que fue teórico 
              y, ocasionalmente, realizador. Ingresó al cine por la vertiente 
              de la escenografía (había estudiado pintura en la 
              Escuela de Artes Decorativas y en la de Bellas Artes) y sus primeros 
              trabajos son los escenarios de Carnaval des Vérités 
              (1919), L'homme du large (1920), Villa destin (1921), 
              Don Juan et Faust (1922), Le diable au coeur (1926) 
              que realiza para el director Marcel l'Herbier. Trabaja en la misma 
              capacidad para Jean Renoir en Nana (1926), el primer film 
              comercial de este director y, según parece, un ilustre fracaso, 
              en más de un sentido. Con René Clair, y como asistente 
              de dirección, filma Paris qui dort (1923) y Le 
              voyage imaginaire (1925), fantasías en que domina el 
              más fresco y drolático humor de Clair. Seguramente 
              que este aprendizaje junto al gran director, entonces en toda la 
              fuerza de su inventiva, debió haber sido fundamental para 
              Autant-Lara. En 1923 tienta la dirección con Fait-divers (corto 
              de vanguardia) al que siguen Construire un feu (1925, sobre 
              un relato de Jack London) y Vittel (1926, documental). No 
              ha encontrado todavía Autant-Lara un estilo. Estos años 
              son de busca y aprendizaje. Modesto, pero seguro de su vocación, 
              no vacila en trasladarse a Hollywood para filmar versiones francesas 
              de films norteamericanos. Aprende allí, sin duda, la importancia 
              de una industria bien organizada y del trabajo con equipo competente. 
              Nada memorable queda, sin embargo, de su paso por los estudios de 
              la MGM. Vuelto a Francia en 1932 realiza sucesivamente cinco 
              cortos y un largo metraje: Ciboulette (1933) sobre libreto 
              de Jacques Prévert. Este film marca, además, sus primeras 
              escaramuzas con la censura. En 1936, hace un viaje a Londres para 
              filmar My partner Master Davis, y de regreso colabora con 
              Maurice Lehmann en la dirección de L'affaire du courier 
              de Lyon (El correo de Lyon, 1937) en que se lucía 
              Pierre Blanchar junto a Dita Parlo. El libretista de este film era 
              Jean Aurenche. También para Maurice Lehmann filma en 1938 
              Le ruisseau con Françoise Rosay y en 1939 Fric-Frac, 
              con Fernandel. La ocupación alemana que separó a los grandes de 
              la cinematografía francesa en dos grupos (fuera de Francia 
              quedaron Clair, Renoir, Duvivier, y en Francia sólo Carné) 
              permitió paradójicamente la revelación de algunos 
              nuevos: Robert Bresson, Henri-George, Clouzot, Jacques Becker, René 
              Clément, hasta el renovado Cocteau, tuvieron su oportunidad, 
              más que todos ellos, tal vez, la tuvo Autant-Lara que supo 
              aprovechar en su favor una de las condiciones impuestas por los 
              ocupantes: el tratamiento de temas sin contenido político, 
              la aparentemente inofensiva comedia de costumbres, el alejamiento 
              en el tiempo. NACIMIENTO DE UN EQUIPO Hacia 1937 Autant-Lara había conocido al libretista Jean 
              Aurenche. Durante la ocupación formaron un equipo que realizó 
              cuatro películas: Le Mariage de Chiffon (El casamiento 
              de Chiffon, 1941), Lettres d'amour (1942), Douce (Pasión 
              de una noche, 1943) y Sylvie et le fattóme (1945). 
              A partir de Douce se les incorporó el novelista Pierre 
              Bost y el músico René Cloerec. La protagonista de 
              los cuatro films fué Odette Joyeux, que se había revelado 
              en vísperas de la guerra con Entrée des artistes 
              (Entrada de artistas, Marc Allégret, 1938). Estos 
              cuatro films sirvieron para ajustar eintegrar el equipo que habría 
              de crear Le diable au corps; pero sirvieron para algo más: 
              para lograr un estilo personal de exposición cinematográfica. El más complejo es Douce, según una novela 
              de Michel Davet, que se ambienta en el París de 1887. Una 
              intriga trivial la pretexta: la adolescente Douce se enamora de 
              un empleado de su padre, mientras este último (viudo, lisiado, 
              tímido) se enamora de la institutriz de Douce. Para perfeccionar 
              este esquema simétrico, el empleado y la institutriz son 
              amantes. El film se mueve simultáneamente en dos planos: 
              el psicológico de las pasiones encontradas, el costumbrista 
              de un conflicto de clases. Sobre ambos, trágica e impotente 
              como un dios, se alza la figura de la imponente abuela a la que 
              Marguerite Moreno prestaba toda su autoridad histriónica. La habilidad de los realizadores consistía en no tomar partido 
              en la lucha; en ser fieles al mundo que evocaban y a las criaturas 
              que lo habitan. Todo su arte de decorador y de pintor, toda su minuciosa 
              observación de estilos en la ropa y en las habitaciones, 
              sirvió a Autant-Lara para recomponer una realidad que no 
              fuera mero decorado sino circunstancia exigente einevitable para 
              los cinco personajes. El diálogo de Aurenche y Bost (que 
              casi nunca se permite los excesos de escritura artística 
              de un Jeanson o un Prévert) iluminaba por dentro, discretamente, 
              a cada uno de los agonistas. Un elenco excelente, uno de los más 
              ajustados que pudiera reunir el cine francés, redondeaba 
              la eficacia de este film. Sin embargo, Douce, no es obra perfecta. Su falla no consiste 
              sólo (como se ha escrito) en que el final melodramático 
              sobrevenga con fuerza demasiado externa, en que los realizadores 
              no consigan hacer verosímil la diferida entrega de Douce 
              y su muerte, innecesaria, en el incendio del teatro. Más 
              grave es que ambas escenas destruyan el tono estilístico 
              del film y pretendan sustituir con su fácil agitación 
              lo que era preciso y cálido análisis. Al intentar 
              una exposición más subjetiva, más concentrada 
              en lo que Douce podía sentir y sufrir, los realizadores fracasaron. 
              En vez de crecer, la figura de Douce puso al desnudo toda su fragilidad 
              literaria. Y a pesar de que en la última escena el film recobra 
              su enfoque, el daño impuesto anteriormente impide la buscada 
              perfección. Menos ambiciosa pero tanto más difícil fué 
              la siguiente empresa de Autant-Lara. Sylvie et le fantôme 
               postula, en nuestro siglo, la existencia de una muchacha enamorada 
              de un fantasma del que sólo conoce un retrato. Al instalar 
              la fábula en un castillo los realizadores conseguían 
              el necesario alejamiento; también contribuía a esto 
              el dibujo de la protagonista, empecinada en preservar una infancia 
              a través de la adolescencia y de la pubertad. La misma equívoca 
              condición de Odette Joyeux, -una mujer, pero con el rostro 
              de una niña, y de una niña que sabe demasiado- facilitaba 
              esa cadena de equívocos en que necesariamente debía 
              apoyarse la absurda y poética historieta. Pero, otra vez como en Douce, no radicaba en la exposición 
              de la ventura psicológica la fuerza persuasiva del film sino 
              en la fina construcción del ambiente, en la intriga graciosa 
              e ingenua, en el feliz contrapunto de personajes, en la melodía 
              de Cloerec que subrayaba apenas la levedad del estilo. Y también 
              como en Douce el elenco (magistralmente dirigido por Autant-Lara) 
              soportaba el peso de la obra. Odette Joyeux como Sylvie y Jean Debucourt 
              (otro veterano en los films de este equipo) como su padre, repetían 
              esfuerzos anteriores. La novedad la aportaban Jacques Tati como 
              fantasma, Louis Salou en una buena macchietta de cómico 
              decadente y, sobre todo, François Périer en el papel 
              de ladrón que se ve envuelto entre fantasmas y muchachas. 
              Ya su interpretación de Lettres d'amour había 
              merecido los aplausos de la crítica. En un papel pequeño 
              pero esencial, Périer conseguía despertar a Sylvie 
              para el verdadero amor sin poder aprovechar ese nacimiento. La fina 
              melancolía de su estilo de actor, la delicada comicidad de 
              sus recursos, hacían convincente un personaje que lindaba 
              con la cursilería sentimental. Esto es lo que supo soslayar siempre Autant-Lara. Con temas endebles 
              y fáciles, con un público que sólo capta lo 
              obvio, Autant-Lara había sabido crear un estilo de exposición 
              refinada y transparente, una forma de decir sin apostar demasiado, 
              de bordear lo cursi sacándole partido. Había hecho 
              algo más: había conseguido dos libretistas que supieran 
              expresar temas de novela y de teatro en términos de cine, 
              y había descubierto un músico original. Sólo 
              le faltaba un gran tema, y Le diable au corps se lo ofrecería. ADAPTACIÓN En 1923 Le diable au corps fué una novela de escándalo. 
              Contra la exaltación oficial de la guerra y del heroico combatiente 
              levantaba Radiguet su relato de la experiencia de un adolescente 
              (él mismo) que sufre una aventura de hombre con la mujer 
              de un soldado. Si la historia original tenía bastantes elementos 
              de cinismo, de desafío a una moral burguesa y hasta de exhibicionismo 
              adolescente, más cínico y exhibicionista era aún 
              el estilo en que contaba todo el protagonista. Una elegancia precisa 
              y seca, un arte de la elipsis y de la frase epigramática, 
              revelaban buenas lecturas aprovechadas, desde Mme. de La Fayette 
              hasta Cocteau, pasando por Laclos y Proust. La historia sentimental 
              (el despertar del amor, la revelación de la sensualidad, 
              la pasión destruida por la muerte) quedaba envuelta y hasta 
              un poco asfixiada por el estilo frío y cruel. El escándalo 
              no se hizo esperar. Pero Radiguet no pudo aprovecharlo porque murió 
              de tifus el mismo año. El film, que permaneció fiel a casi todos los aspectos emocionales 
              de la novela, traicionaba deliberadamente su enfoque. Autant-Lara 
              y sus libretistas conservaron la pasión adolescente, el amor 
              acechado por la muerte, el pueril desafío al mundo de los 
              mayores. Pero se vieron forzados a envejecer algo al protagonista. 
              Además, la guerra -que es alusión y no presencia en 
              la novela- resultó el marco obsesionante de esta aventura 
              cinematográfica. El enfoque saltó de lo psicológico 
              a lo costumbrista. El propio Jean Aurenche lo reveló en unas 
              palabras de una entrevista: Une unité nous est donnée 
              par l'armistice, et c'est autour de ce côté folklorique, 
              si l'on peut dire, que tourne le film. Car l'enterrement a lieu 
              le 11 novembre, et sert de leit-motiv, introduit le récit 
              et partage l'action en quatre tronçons. (Una unidad la 
              proporciona el armisticio y es en torno de ese lado folklórico, 
              si así puede decirse, que gira el film. Pues el entierro 
              ocurre el 11 de noviembre y sirve de leit-motiv, presenta 
              el relato y divide la acción en cuatro trozos.) Pero la modificación fundamental de la adaptación 
              reside en el tono: la novela es deliberadamente cínica y 
              cruel; el film es tierno y sentimental. Aunque con sobriedad, toda 
              la historia está expuesta en la película con esa finura 
              para lo sentimental que caracteriza a Autant-Lara, y también 
              con ese buen gusto que evita todo exceso. Quedan rastros del antiguo 
              cinismo en el personaje de François, pero la tónica 
              de ambas obras es fundamentalmente distinta. Es significativo, por 
              eso mismo, que casi todas las supresiones de los adaptadores coincidan 
              con pasajes del libro en que se evidencia el cinismo (y también 
              la impotencia) del protagonista. Podrá justificarse, sin 
              duda, que el film omita toda emoción a dos aventuras eróticas 
              de François que en la novela sirven para mostrar, por contraste, 
              la fuerza de los lazos que lo unen a Martha; pero parece injustificable 
              que se haya suprimido el episodio en que François obliga 
              a Martha, embarazada de muchos meses, a seguirlo a París 
              y ya en la ciudad no se atreve a entrar a un hotel a pedir habitación. 
              Con su acostumbrada lucidez, analiza Radiguet este episodio: Cette 
              nuit des hótels fut décisive, ce dont je me rendis 
              mal compte aprés tant d'autres extravagances. Mais si je 
              croyais que toute une vie peut boiter de la sorte, Marthe, elle, 
              dans le coin du wagon de retour, épuisée, aterrée, 
              claquant des dents comprit tout. Peat-être méme vit-elle 
              qu'au bout de cette course d'une année, dans une voiture, 
              follement conduite, il ne pouvait y avoir d'autre issue que la mort. 
              (Esta noche de los hoteles fue decisiva, lo que comprendí 
              mal después de tantas extravagancias. Pero si yo creía 
              que toda una villa puede cojear así, Marthe, en el rincón 
              del vagón de regreso, agotada, aterrorizada, castañeteando 
              los dientes, comprendió todo. Tal vez hasta vio que 
              al cabo de esta camara de un año, en un coche locamente dirigido, 
              no podía haber otra salida que la muerte.) El episodio es horrible, pero Radiguet quería que fuera 
              horrible. Él solo daba la tónica del relato y dibujaba 
              los extremos de la irresponsabilidad y de la crueldad de este adolescente. 
              Suprimirlo significaba algo más que omitir una escena; significaba 
              cambiar todo el enfoque. El film pudo ser cruel y pudo ser trágico; 
              recuérdese toda la exposición central de Manon 
              (Henri-Georges Clouzot, 1948). Pero sus realizadores no lo quisieron. 
              Prefirieron derivar hacia lo sentimental, hacia lo folklórico. 
              Y esto es lo que no han subrayado bastante quienes lo analizaron 
              en Francia. El mismo Cocteau, que fuera el promotor de Radiguet 
              y luego su albacea literario, dio el visto bueno a la adaptación, 
              pareciendo más preocupado de no renovar el escándalo 
              que de ser fiel a ese deliberado pastiche de Rimbaud que 
              supo ser, hasta su muerte, Raymond Radiguet. CASI UNA OBRA MAESTRA Le diable au corps debe valer independientemente de la novela 
              de Radiguet. Al filmar este tema se encontraba Autant-Lara con un 
              conflicto y unos personajes que además de ser interesantes 
              tenían profundidad psicológica. No sólo había 
              un mundo que reinventar (Francia, hacia 1918), sino también 
              personajes que revelar. El libreto de Aurenche y Bost partía 
              de una frase de Radiguet para justificar la técnica del racconto: 
              "Ensuite, comme une seconde déroule aux yeux d'un 
              morant tous les souvenirs d'une existence, la certitude me dévoila 
              mon amour avec tout ce qu'il avait de monstrueux". (Luego, 
              como un segundo desarrolla a los ojos de un moribundo todos los 
              recuerdos de una existencia, la certidumbre me reveló mi 
              amor con todo lo que tenía de monstruoso.) El entierro de 
              Marthe, que hacían coincidir con la noticia del armisticio, 
              llevaba a François a recorrer la casa de su amante y luego 
              la iglesia donde la velan. En la habitación vacía, 
              ante el espejo de la chimenea, se produce la primera evocación; 
              otras dos ocurren en la iglesia, durante la misa fúnebre. 
              (En la versión mutilada que se estrenó en el Uruguay, 
              sólo constaron contactos entre presente y pasado, al comienzo 
              y al final del film.) Cada retorno al presente marca una etapa nítida 
              de la historia sentimental. Invirtiendo un procedimiento expresionista, 
              Autant-Lara ha filmado las escenas de racconto en un tono 
              objetivo; las escenas del presente están, en cambio, dadas 
              más subjetivamente: la cámara exagera sus ángulos, 
              el tono es más sombrío. La explicación podría 
              ser la de que durante la evocación François está 
              en crisis, y la visión de la cámara se subordina a 
              su estado; en cambio, el pasado que evoca vuelve, no en las imágenes 
              deformadas del recuerdo, sino en su plenitud objetiva, eintacto. 
              Hay aquí una nueva alteración al espíritu de 
              la obra de Radiguet, porque lo que en ésta importaba no eran 
              los sucesos sino el efecto que produjeron al protagonista, la forma 
              en que lo marcaron para siempre. La técnica de exposición es muy sutil pero no tiene 
              artificios evidentes; apenas si en alguna escena se usa del travelling 
              para subrayar algún efecto (el ejemplo más notable 
              es la escena de la primera posesión, en que la cámara 
              se desplaza y rodea la cama en que están los amantes, travelling 
              que se repite cuando la muerte de Marthe, enlazando ambos episodios). 
              Hay delicadas simetrías a lo largo de todo el film, pero 
              no asustan (o despiertan) al espectador; sólo ayudan a contar 
              y detallar una historia. Tampoco son particularmente notables las 
              decoraciones (de Max Douy) y sin embargo son exactas y contribuyen 
              a la delicada estilización con que está recreado el 
              mundo de 1918. La música de René Cloerec acentúa 
              el efecto sentimental y el alejamiento en el tiempo. La labor de los dos intérpretes era muy importante. Micheline 
              Presle supo poner algo más que oficio de actriz; su misma 
              figura estilizada y graciosa, su rostro tan sensible, hicieron creíble 
              el personaje de Marthe. Sobre todo, Gérard Philipe fué 
              François; su juego escénico, tierno, caprichoso y 
              un poco cruel, rescató mucho de lo que Radiguet había 
              puesto en el libro. Tal vez el film sea una obra maestra, pero es difícil saberlo 
              ahora. Hay en ella un elemento que puede envejecer rápidamente 
              y que sin embargo está muy de acuerdo con el momento de su 
              creación: el sentimentalismo del enfoque. La historia. La 
              historia es frágil, el problema es pequeño, y sólo 
              la autenticidad de personajes y de realización los sostienen. 
              En el enfoque escogido hay un tono complaciente (tan poco Radiguet) 
              que puede dañar al film, hacerlo datar pronto. OTROS TIEMPOS, OTROS TEMAS La noticia de que Autant-Lara y su equipo se preparaban a filmar 
               Occupe-toi d'Amélie, vaudeville de Georges Feydeau, 
              pareció primero una broma de mal gusto. Parecía imposible 
              que los realizadores de Le diable au corps se comprometieran 
              en una empresa tan desesperada y poco cinematográfica como 
              ésta. Pero había aquí un error de perspectiva: 
              no se trataba de los adaptadores de la novela de Radiguet, sino, 
              mejor, de quienes ya habían hecho Le mariage de Chiffon 
              y Sylvie et le fantôme. Por otra parte, Autant-Lara 
              había sido censurado por realizar films "negros" 
              o siquiera melancólicos; una comedia vivaz era un paso adecuado. La pieza de Feydeau (que en una versión dinámica 
              fué estrenada por Jean-Louis Barrault en Montevideo, 1950) 
              presenta a una joven cocotte, amante oficial de un militar, 
              que por exigencias de una elaborada intriga pasa por distintas manos 
              para volver al fin a las de su disgustado militar. Los adaptadores 
              no modificaron el tono de la obra, que es francamente jocoso y amoral; 
              apenas si sustituyeron por otra la solución que proponía 
              Feydeau. Pero tuvieron que desmontar la obra pieza por pieza, según 
              escribieron, para poder hacerla viable en un medio distinto al teatral, 
              y siguieron el ejemplo de Laurence Olivier en Henry V (1945); 
              dar el teatro en cine como teatro. Al iniciarse el film, y mientras se indican los nombres de sus 
              realizadores, un hombre viene corriendo y desvistiéndose 
              a lo largo de una galería; es un actor que llega retrasado 
              al teatro en que ha de representarse Occupe-toi d'Amélie. 
              El espectador es trasladado así a un teatro fin de siglo; 
              sentado en la platea asiste al comienzo de la obra. Y mientras ésta 
              se desarrolla (y sin transición) los decorados visiblemente 
              falsos de la escena son sustituidos por los más auténticos 
              del cine. La cámara explora el escenario y ya no es un escenario 
              limitado. La sala de la casa de Amélie no linda con los bastidores 
              sino que da a un vestíbulo o a un dormitorio: es una casa 
              de verdad. Este salto del teatro al cine se realiza en sentido inverso 
              al final de cada acto. Cuando un movimiento de cámara puede 
              descubrir las hasta entonces invisibles candilejas, o un viaje en 
              auto puede hacer desembocar detrás de un decorado. Y cuando 
              el viejo y engañado tío de Bélgica despide 
              a Amélie y a su flamante esposo en la estación, y 
              parte el tren y él queda agitando la mano, se está 
              en el cine todavía, pero cuando se vuelve hacia la cámara 
              y se quita la peluca y los postizos, cae el telón final sobre 
              el escenario teatral. Algunos puristas podrán gritar que esto no es cine, como 
              si existiese, fijada para siempre, una fórmula de cine. Sin 
              duda alguna, es cine y del más excitante, porque sólo 
              en cine es posible jugar de tal modo con el tiempo y con el espacio. 
              Allí demuestra Autant-Lara que no es imposible repetir, con 
              las condiciones aparentemente tan distintas del cine sonoro, una 
              hazaña como la de René Clair en Un chapeau de paille 
              d'Italie (1928) y demuestra asimismo que la única manera 
              de hacerlo, era no reproducir mecánicamente lo hecho, sino 
              inventar una nueva manera. Es cierto que Clair utilizaba escenarios 
              de teatro en el falso racconto de su protagonista, pero era 
              precisamente para subrayar la mentira, y no como aquí para 
              jugar con las dimensiones del mundo. Como siempre, hasta los menores 
              detalles del film aparecen muy cuidados. Los decorados de Max Douy 
              merecieron premio en Cannes (1950); el elenco, encabezado por Danielle 
              Darrieux y Jean Desailly, incluía a Carette en una excelente 
              viñeta como el crapuloso pero formulista padre de Amélie. L'auberge rouge fue filmada luego, con libreto de Aurenche, 
              Bost y Autant-Lara, sobre un asunto del primero. Cuenta una fábula 
              de 1830: un cura (Fernandel) llega a una posada perdida precediendo 
              a otros viajeros mejor equipados; cuando están todos juntos, 
              el cura se entera de que los posaderos (Carette y Françoise 
              Rosay) acostumbran asesinar a sus huéspedes. Según 
              la mejor crítica francesa el film prueba nuevamente el virtuosismo 
              cinematográfico de Autant-Lara y su equipo. Pese a su tono 
              jocoso, el film tiene sus ribetes satíricos y sólo 
              la gran habilidad con que el libreto muestra sin apoyar, alude sin 
              decir, ha impedido que se denunciara su irreverencia y hasta su 
              impiedad. El último de los trabajos de este equipo integra el film 
              colectivo Les septs pechés capitax (Los siete pecados 
              capitales, 1951-52). Un argumento de Jean Aurenche trataba de 
              mostrar el orgullo a través de la aventura de una muchacha 
              arruinada que en una fiesta roba unos bizcochos para su madre. El 
              tema es viejo y, tal vez, no muy ilustre. Pero el libreto de Aurenche, 
              Bost y Autant-Lara lo hacía casi creíble. Particularmente 
              acertadas eran las escenas iniciales que planteaban, rápida 
              y vigorosamente, la situación de Françoise Rosay y 
              Michèle Morgan. Pero la descripción satírica 
              de la fiesta era quizá demasiado grosera y superficial; por 
              otra parte el juego refinado de Michèle Morgan contrastaba 
              demasiado con la exagerada vulgaridad de todos. Probablemente se 
              hubiera requerido más espacio para preparar adecuadamente 
              el obvio final. Sin embargo este sketch (que sobresalía 
              nítidamente en un film mediocre y hasta horrible) importaba 
              desde otro punto de vista: era la primera vez que Autant-Lara trataba 
              un tema contemporáneo. Es cierto que al ambientarse en una 
              familia en decadencia (que vive del pasado) y al culminar en una 
              fiesta (en que todos se disfrazan de pasado), el alejamiento en 
              el tiempo que él considera condición imprescindible 
              de todo film, se conseguía de algún modo. Pero también 
              es cierto que todo lo que era estrictamente contemporáneo 
              estaba presentado con una ferocidad quizá desmedida. Como 
              tantos tímidos, Autant-Lara lleva un violento dentro de sí. RASGOS DE UN ESTILO Il n'y pas de bon film qui ne soit, en soi, un document. Un 
              film est avant tout un témoignage sur unétat de choses, 
              une époque, un milieu, et cela, on ne peut le faire avec 
              seulement une histoire sentimentale. (No hay buen film que 
              no sea, en sí, un documento. Un film es ante todo un testimonio 
              sobre un estado de cosas, una época, un medio, y no es posible 
              hacer esto sólo con una historia sentimental.) Esta frase 
              de Autant-Lara encierra todo un ideario cinematográfico. 
              Y también una estética elemental. Ella explica, si 
              hiciera falta alguna explicación, los rasgos permanentes 
              de su obra. Cada film es un documento y un testimonio: de una época 
              y de un medio; cada film es documento y testimonio, asimismo, de 
              una psicología (la de esa época y ese medio); cada 
              film cuenta una historia sentimental. Eso es todo. Michel Davet 
              o Raymond Radiguet, Georges Feydeau o Jean Aurenche, la materia 
              literaria (novela, teatro, libreto cinematográfico) es siempre 
              el pretexto inicial. Autant-Lara y sus libretistas habrán 
              de trabajarla hasta extraer de ella una historia sentimental, aunque 
              tenga ribetes cínicos; habrán de enmarcarla en una 
              época pasada para poder trabajar objetivamente y denunciar 
              sus lacras sin terror a la censura; habrán de reinventar 
              el medio de tal modo que revele sus limitaciones y sus preferencias, 
              que transparente su modalidad psicológica; habrán 
              de contarla en una forma que evoque la sustancia original pero que 
              no desconozca las reglas del juego cinematográfico. Lo único 
              que falta agregar a esta glosa de la frase de Autant-Lara es el 
              enfoque cómico que acompaña casi siempre, como irónico 
              contrapunto, sus creaciones. Esta concepción del film domina el estilo Autant-Lara. Cada 
              obra suya es una creación escenográficamente perfecta, 
              limitada minuciosa e imaginativamente en el tiempo; es también 
              la reconstrucción de un ambiente social y psicológico. 
              Jamás incurre en el primitivismo de una descripción 
              panorámica de ambiente (lo que correspondería al capítulo 
              inicial de las novelas de Balzac); siempre empieza en medio del 
              asunto y a medida que la cámara expone el conflicto, se van 
              indicando discreta, sutilmente, los elementos que ayudan a completar 
              el cuadro total. De aquí que las casas y los muebles y los 
              trajes de sus películas no tengan un valor meramente decorativo 
              sino un valor funcional. Hablan de quienes viven en y entre esos, 
              de quienes se cubren con ellos; revelan sus gustos y sus caprichos, 
              sus medios y sus ambiciones. En este sentido, Douce es casi 
              perfecta. El vestuario sirve para iluminar los caracteres: Douce, 
              con su ropa de coquetería aniñada, descubre su ardida 
              sensualidad inocente; la institutriz, con sus trajes sobrios y rígidos, 
              traduce un anhelo más que una realidad: es sensual y vulgar 
              pero quiere ascender, quiere llegar a ser una llama. Del mismo modo, 
              en la enorme casa, con el ascensor abierto para la vieja llama (o 
              para el padre inválido), con el pino de Navidad, cada uno 
              de los elementos juega su carta en la progresiva revelación 
              del conflicto. En los films de Autant-Lara no hay visión arqueológica 
              del tiempo, ni tampoco visión turística. Los personajes 
              viven inmersos en un tiempo que es, para ellos, único; el 
              tiempo de amar y equivocarse, de matar o ser burlados. Ellos no 
              saben que ese tiempo es ya pasado y que el ojo de la cámara 
              los registra como historia. Y el realizador se cuida de indicárselo. Una comparación con William Wyler parece inevitable. También 
              el realizador de The Little Foxes (La loba, 1941) 
              parece preocupado por situar sus personajes en un ambiente y en 
              una época determinados; también parece inclinado a 
              la comedia sentimental. También es un minucioso que supervisa 
              todos los aspectos de la filmación y dirige con mano firme 
              y suave a los actores. Pero ahí se agota el paralelo. Así 
              como Wyler parecería incapaz de realizar una película 
              como Occupe-toi d'Amélie o como L'auberge rouge, 
              también Autant-Lara parecería incapaz de las mejores 
              tragedias de Wyler: de Dead End (Callejón sin salida, 
              1937), de Wuthering Heights (Cumbres borrascosas, 
              1939), de The Little Foxes. Esta aproximación con 
              Wyler permite subrayar más fuertemente la condición 
              última del arte de Autant-Lara: su habilidad para mantenerse 
              en un terreno neutro entre la tragedia y el melodrama, para hacer 
              crónica sentimental y no historia. Sin embargo, ahí está Le diable au corps que 
              ahonda más de lo calculado, que remueve temas y personajes 
              de mayor significación, que redondea su materia en forma 
              difícil de olvidar. La existencia de esta película 
              basta para desbaratar toda teoría de un Autant-Lara meramente 
              superficial y divertido. A menos que se resuelva el problema calificándola 
              de excepción. Lo que no es sino escamotear el verdadero planteo. 
              Porque no se puede saber si en Le diable au corps acertó 
              Autant-Lara con un tema y unos personajes que sobrepasan su medida 
              normal o, por el contrario, si encontró allí por vez 
              primera en una industria que deja poco resquicio para la creación 
              o para la rebelión auténtica, la oportunidad de expresar 
              toda su medida." E. R. M. Bibliografía. No parece existir un estudio 
              de conjunto sobre Autant-Lara. Para el período de la ocupación 
              alemana puede consultarse Cinéma de France de Roger 
              Regent (Editions Bellefaye, París, 194&). En Sequence 
              12 (Londres, 1950, hay una buena reseña de Sylvie 
              et le fantôme. En los Cahiers de l'IDHEC Jean Prat 
              y Jacques Tournier han estudiado exhaustivamente Le diable au 
              corps, aunque no señalan la diferencia de tono entre 
              novela y film. Pueden consultarse otras reseñas sobre el 
              film, de Jean Desternee (en Revue du Cinéma 7, París, 
              1947) y de Gavin Lambert (en Sequence 5, 1948). Las declaraciones 
              de Autant-Lara se pueden ver en Revue du Cinéma 6 (1947) 
              y 19-20 (1949); las de Jean Aurenche en Ecran 61 (28 agosto 
              1946). |