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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Carol Reed : un maestro de la narración cinematográfica"
En Film, publicación de Cine Universitario, nº 11
enero-febrero 1953, pp. 2-11.

"Tres films bastaron para colocar a Carlos Reed en la primera línea de los realizadores cinematográficos de hoy: Odd Man Out (Larga es la noche, 1946-47), The Fallen Idol (El ídolo caído, 1948) y The Third Man (El tercer hombre, 1949) le aseguraron un puesto que dieciséis películas anteriores -filmadas en un lapso de diez años- no parecían prometer. Esa ascensión en la estimativa crítica fue acompañada de un enorme éxito popular. Mientras en todas partes del mundo los aficionados hacían cola para ver sus films, la crítica agotaba panegíricos.

Uno de los principales creadores del documental inglés, Basil Wright, no vaciló en escribir que Reed no sólo era el primer gran director que Inglaterra había producido hasta entonces -prefiriendo su obra a la de Anthony Asquith y Thorold Dickinson, a la de David Lean y Laurence Olivier- sino que era uno de los mejores en todas partes del mundo. Otros fueron más sobrios en el elogio y, sin entrar a discernir prioridades, apuntaron su sentido impecable de la narración cinematográfica, su estilo individual, su predilección aparente por un determinado tema (el hombre acosado) y determinado planteo (el cine de intriga).

No faltaron voces francamente discordantes. Hubo quien destacó una superficialidad general de su enfoque dramático, un gusto por la exposición de ribetes sensacionalistas. Los que tal actitud asumieron se negaron a ver en Reed a un creador y a lo sumo reconocieron en él un habilísimo artesano. El estreno de su último film, An Outcast of the Islands (El paria de las islas, 1951), vino a replantear, en forma aguda, este problema. En tanto que escasos fieles seguían aplaudiendo su maestría, aumentaba el número de los que descreían de su condición de gran creador y hasta un bromista propuso que se escribiera una nota sobre The Fallen Reed.

Tras estas apreciaciones críticas dispares, se palpa un problema cuya correcta exposición exige algo más que un censo de opiniones; exige, ante todo, un repaso de la carrera de Carol Reed, un examen de sus films más notables.

Años de aprendizaje

Carol Reed llegó al cine por la vía del teatro. Nació en Londres en 1906. Después de educarse en la King's School de Canterbury y después de alguna ocupación juvenil no memorable, se incorporó a a una compañía teatral como actor (en un melodrama policial), pero pronto derivó a la dirección escénica. El reconocimiento de su vocación y de su excelencia vino de parte de quien nadie calificaría de experto: Edgar Wallace. Para aumentar la ya extraordinaria difusión de sus novelas policiales, Wallace las hizo adaptar (o las adaptó él mismo), a la escena; formó una compañía dramática y encargó a Reed, entonces su mano derecha, de la dirección. Pronto reveló el joven un agudo sentido de la puesta en escena, una imaginación inagotable para efectos de suspenso, para la iluminación provocativa, una habilidad para extraer lo mejor de actores rutinarios. Wallace, satisfecho y parcial, llegó a decir que Reed era el mejor director de escena que pudiera encontrarse en el mundo.

Esta actividad de cinco años, fue prólogo deotra que daría a Reed mayor fama. La muerte de Wallace, en 1932, disolvió su compañía; Reed abandonó el teatro y se incorporó a la Associated Talking Pictures, donde realizó un entrenamiento de tres años. De allí pasó a los Estudios Ealing como asistente del director Basile Dean (The Constant Nymph, La eterna ninfa, 1934). Con Dean trabajó en oscuras labores -director de diálogos, encargado de producción- y aprendió lo que aun no sabía del oficio cinematográfico. De 1935 es su primer film, Midshipman Easy, que la historia registra sin asombro. Su segunda película, Laburnum Grove (sobre una pieza de J. B. Priestley), mereció por su incisivo realismo la atención del crítico de The Spectator, uno de los mejores semanarios londinenses. El crítico (que también era escritor), se ocupaba por esos días de realizar en la novela esa misma incorporación de la realidad cotidiana del suburbio -sórdida y agria- que Reed aportaba al cine inglés. Pero nada surgió de este primer encuentro entre el director y el crítico Graham Greene.

Etapas de una carrera

Bank Holliday (1937) -el quinto de sus films- mereció aplauso más unánime. Su tema (que Luciano Emmer reiteraría a su manera en Domenica d'Agosto, 1950), no era tampoco entonces novedoso: una docena de personas cruzaban sus variados destinos en una playa superpoblada un feriado de verano. Otros críticos reconocieron ya ese realismo imaginativo, esa capacidad de proyectar la vida de los protagonista sobre el fondo abigarrado y nítido que los enmarca, esa habilidad para el detalle significativo, esa maestría en el manejo de actores, más o menos anodinos (Margaret Lockwood, John Lodge, Hugh Williams), que luego todos descubrirían en Reed. Los defectos del film también eran obvios: la artificiosidad del planteo, las forzosas simetrías de su desarrollo, la visión necesariamente superficial.

Entre Bank Holiday y The Stars Lock Down (La avalancha, o Las estrellas miran hacia abajo, 1939), Reed filmó cuatro películas convencionales. La novela de A. J. Cronin, en cambio, le facilitaba por primera vez un material de mayor, si no excelsa calidad literaria; le facilitaba, sobre todo, un tema de verdadera importancia humana y social. La acción de The Stars Lock Down, transcurre en un pueblito minero del Norte de Inglaterra, y allí se desarrolla un conflicto social, paralelo al conflicto sentimental de su protagonista (Michael Redgrave). Sin embargo, Reed no estuvo entonces a la altura de la oportunidad, aunque algunas escenas (el desastre en la mina, el discurso del protagonista a favor de la nacionalización), eran excelentes. El tema social no aparecía integrado profundamente, y era sustituido y superado por la historieta sentimental, donde el primer personaje era Margaret Lockwood, que hacía la esposa adulterina de Redgrave y era, como casi siempre, una perversa.

Reed realizó cuatro films más antes de incorporarse a las fuerzas armadas, incluyendo Kipps (1940), inadecuada adaptación de la novela de H. G. Wells, y The Young Mr. Pitt (El joven Pitt, 1941), ejercicio en historia novelada que, aparte de las transparentes alusiones al momento político y bélico en que fue realizada, no tenía otro interés que el de una brillante interpretación de Robert Donat como Pitt, Roberto Morley como Fox y Raymond Lovell como Príncipe de Gales.

La guerra total alistó a Reed en el Army Kinematograph Service, para producir películas educativas. Lo acercó, además, a una realidad que empezaba a faltar en sus últimos films. Para el Ejército produjo Reed un film, The New Lot, sobre el ajuste de los civiles a la vida militar; era de mediana duración y su interés sugirió a un productor la idea de utilizar el tema para un film comercial. Un libreto de Eric Ambler y Peter Ustinov, y la dirección de Reed, permitió la necesaria conversión. El resultado fue The Way Ahead (Temples de acero, 1944), que mostraba con mayor espacio la fusión en el ejército de gentes de todas las condiciones sociales y humanas. Reed volvía así -aunque con más experiencia y menos retórica- a un estudio que, como se ha dicho, reiteraba una situación básica de Bank Holiday. Las relaciones humanas eran su tema y gracias a un elenco ajustadísimo el resultado fue excelente; el film se colocó, junto a In Which We Serve (Hidalgos de los mares, Noel Coward, 1942) entre las más destacadas producciones inglesas de tiempos de guerra. Antes de abandonar el Ejército, Reed produjo en colaboración con el director norteamericano Garson Kanin, un documental, The True Glory (1945), en que se conseguía un hábil montaje de materiales tomados por camarógrafos de ochos naciones aliadas.

Un tour de force

Llegada la paz, Reed regresa a los estudios con una renovada experiencia y el deseo de relizar alguna obra grande. Elige la novela de F. L. Green, Odd Man Out (1945), como vehículo de sus ambiciones y durante dos años prepara minuciosamente un film que algunos consideran su obra maestra. Su tema es la caza de un hombre. Pero esta vez la caza no es realizada únicamente por la policía. Porque todos buscan a ese asesino, prófugo y moribundo; todos creen tener derechos sobre él. La huída y la caza son únicamente los motivos iniciales del film, el empuje que provoca un tema más hondo: qué vale un hombre. Johnny MacQueen actúa como agente catalizador, despertando en unos la sed de justicia y la venganza social, en otros el amor y la compasión, en otros aun la avaricia o el ansia de creación imposible. La policía reclama al asesino; sus compañeros de causa, al correligionario; hay una mujer que lo ama y lo quiere para ella antes de que sea entregado a la ley o a la muerte; un sacerdote piensa en su alma; un viejo pajarero ve sólo la oportunidad de una gran recompensa; el estudiante de medicina ejerce su oficio en él; el pintor loco quiere reflejar sus ojos que ya ingresan al otro mundo; ni siquiera falta el episodio semihumorístico de las enfermeras voluntarias que consiguen, al fin, un herido que atender. Pero lo que cada uno encuentra en Johnny MacQueen, no es el hombre, individual y único; encuentran sus ambiciones y sus defectos, sus ansias y sus vicios; se encuentran a través de él. Y a través de todos, el espectador reconoce al hombre.

Este planteo demuestra el error de quienes compararon este film con The Informer (El delator, John Ford, 1935); como bien ha demostrado Wright, lo que aquí importa no es el carácter de Johnny MacQueen sino el carácter de la sociedad en que está inmerso, y por eso es superflua la objeción (que algunos plantearon) de que a la postre nada se sabe de Johnny, ya que lo que había que saber era de los otros, de ese mundo que lo rodea y acaba por matarlo.

Un tema tan rico y ambicioso obligó a Reed a un extraordinario virtuosismo de exposición, en el lapso de pocas horas la acción cambia incesantemente de escenario, ingresan nuevos personajes, nuevos problemas, nuevas líneas de pensamiento; el diálogo se hace profuso, los enfoques se multiplican. Pero una estructura firme y minuciosa evitó la dispersión expositiva. El film empieza en las tempranas horas de la tarde y progresa hacia medianoche; un reloj, visible sobre una torre, va marcando la constante presencia del tiempo que fluye, también pautada por la luz y por el cambio de la atmósfera (buen tiempo, lluvia, nieve), Hay un ajuste estricto y sutil entre las etapas de la agonía de Johnny MacQueen y ese crecimiento seguro de la noche.

Una construcción severa no bastaba, sin embargo, para asegurar unidad al film. Los episodios eran de valor desigual. Junto a personajes totalmente dibujados (como el viejo pajarero), otros resultaban apenas episódicos (las dos mujeres que atienden a Johnny) e ineficaces (la joven enamorada, el sacerdote), y hasta absurdos (el pintor loco). Estas fallas no son imputables, por cierto, a Carol Reed sino al libreto del mismo F. L. Green y R. C. Sheriff: sobreabundante y a veces latoso, no conseguía siempre expresar ni en las situaciones dramáticas ni en un diálogo literario el significado trascendente al que tan obviamente apuntaba. Muchas veces el film se inmovilizaba en frases y hasta discursos; o se perdía en efectos de barato expresionismo como en el tribunal de cuadros en que culmina el delirio de Johnny en casa del pintor.

Pero la realización era impresionante. Reed orquestaba con impecable sagacidad la atmósfera de la ciudad y el periplo del asesino: una vida agitada e indiferente servía de marco a esa caza, ese acoso múltiple. Toda la ciudad parecía vivir en esos toques con que Reed enlazaba su historia con el mundo: las calles patrulladas por la policía, los tranvías llenos, el salón de baile entrevisto fugazmente, el puerto, eran algo más que el escenario; eran una atmósfera que también gravitaba sobre el problema central. Y dentro de la masa de episodios de intención trascendente se destacaban dos o tres, de pura factura cinematográfica, que apuntaban a ese sentido dinámico y complejo del drama. El mejor era, sin duda, el de la chiquilina de un solo patín, que descubría a Johnny y luego revelaba a su amigo Dennis el escondite.

Una interpretación excelente aumentaba la convicción del espectáculo y hasta conseguía borrar fallas obvias del libreto. Mejor que la pareja protagónica (James Mason y Kathleen Ryan), estaban F. J. McCormick como pajarero, Robert Beatty como Dennis, William Hartnell como dueño del bar y Fay Compton como una de las mujeres que los auxilian. Robert Newton exageraba las posibilidades grotescas del pintor.

A la fuerza de su realización se debía sin duda el efecto perdurable dejado por este film. Visto por segunda vez -o visto al cabo de los años- algunas debilidades del libreto resultaban casi insoportables, pero el film se mantenía sólido por su factura, por su inteligente orquestación de atmósfera y tipos, por la visión -irónica, fría, penetrante-, con que eran opuestos y contrastados. Si no era una obra maestra, era un tour de force.

Aparece Graham Greene

Carol Reed y Graham Greene volvieron a coincidir -aunque más profundamente- en 1948. Su primera empresa conjunta fue la traslación cinematográfica de un cuento (The Basement Room), que Greene había escrito en 1935. El mismo autor ha indicado cuál fue la alteración básica a que se sometió su relato: el tema no se refería ya a un niño que involuntariamente entrega a su mejor amigo a la policía, sino que trataba en cambio de un niño que cree que su amigo es un asesino y casi provoca su arresto por mentir en su defensa. El tema perdió su carga moral (y la larga proyección que esta traición tiene en la vida adulta del niño), y se convirtió en una curiosa intriga de ribetes policiales.

Pero fue algo más que eso. Reed vio las posibilidades cinematográficas del tema; vio que la cámara debía registrar los dos mundos que se oponían a cada instante: el mundo de los adultos, incomprensible para el niño, y el mundo de éste, cerrado para los adultos. El tema se convirtió en el contrapunto entre ambos mundos, en la incapacidad de ambas partes por crear una comunicación perdurable. Ese doble enfoque aparece magistralmente ejecutado en una de las mejores escenas: cuando el niño descubre a Baines y a su amante en una casa de té y asiste al diálogo (patético, pero para él absurdo), con que se despiden. La escena tiene mucho menos importancia en el cuento. Está resumida por Greene, aunque del punto de vista del niño, con ocasionales interferencias del autor (como cuando señala que Baines, junto a la muchacha, tenía cara de bucanero). Greene no utiliza el diálogo perdiendo así la oportunidad de interferencia de los dos mundos en una sola conversación. El film, en cambio, se prodiga en enfoques. Hay varios planos en una misma escena: el del niño que no entiende nada o entiende poco o entiende mal; junto a él coexiste el de los adultos, con la sordidez del amor clandestino, los hoteles de dudosa reputación, la mentira permanente, la indignidad. Hay un tercer plano -invisible para los personajes, niño o adultos-: el del espectador que ve simultáneamente los anteriores, que los contrapone y sintetiza. Ese tercer plano es el ojo de la cámara. A ese tercer plano pertenece la imagen del cartelito que dice Cerrado y que se sacude sobre el portazo de la muchacha al irse; ese cartelito que parece aludir al affaire clausurado, a la destrucción de las relaciones, que es el tema profundo del episodio.

Poco a poco, Reed había ido imponiendo su concepción a Greene. Desaparecía, por completo, ese sentido horrible de la traición forzosa que envenena en el cuento el alma del niño; desaparecía también un sentido sórdido del mundo: Baines era ahora Sir Ralph Richardson, la muchacha, la refinada Michèle Morgan; hasta la esposa de Baines perdía su carácter lamentable de vieja celosa y gastada, para convertirse (gracias a Reed y a Sonia Dresdel), en una arpía de cuentos de hadas. Quedaban en cambio, la experiencia completa y repetida de esa incomunicación humana y ella sola bastaba para justificar una intriga ingeniosa y (tal vez) artificial.

El resultado era un espectáculo brillante y sutil, una exposición sin tropiezos. Reed había enriquecido la anécdota de efectos puramente cinematográficos que causaron el voceado placer de los entendidos: el juego alucinante de las fundas en la casa oscura y enorme, la huída del niño por las calles húmedas y estratégicamente iluminadas. En pequeños episodios adicionales demostraba su maestría para el detalle significativo. El mejor consistía en la intromisión, durante el careo de los amantes, de un hombre que venía a dar cuerda a un valioso reloj y que proseguía, indiferente, su tarea. Ese contraste de una vida mecánica y la tragedia que se desarrolla a su lado, entre el hombre que cumple su función y el que trata de salvar el pellejo, estaba dicho por Reed sin forzar los tonos pero extrayendo hasta la última posibilidad de una situación irónica. En este episodio queda también en relieve un rasgo permanente de sus films: el humor que salta, inesperado, hasta en las situaciones más dramáticas (o melodramáticas), el comentario irónico que subyace todas las escenas y devuelve a su verdadero lugar la valoración de hombre y afanes.

El film demostraba además otra faz del talento de Reed: el dominio absoluto sobre los intérpretes. No sólo extraía de Ralph Richardson y de Michèle Morgan dos de sus mejores actuaciones, sino que convertía al niño Bobby Henrey en un gran actor. Bobby no tenía ninguna experiencia cinematográfica; su única calificación para el papel era saber francés e inglés, tener los ocho años necesarios, ser dócil a las indicaciones de Reed. Toda la interpretación fue creada por Reed que actuó ante Bobby hasta conseguir, despertando su sentido de imitación, el resultado adecuado. La crítica habló de prodigio y de precocidad hasta que supo quién era el que realmente creaba el papel. Años más tarde, al filmar An Outcast of the Island, Reed repetiría su hechizo sobre Kerima, que tampoco nació actriz.

Un entretenimiento

La segunda empresa de este binomio, The Third Man, fue más ambiciosa y el resultado más ambiguo. Greene escribió especialmente un cuento que ocurría en la Viena de postguerra y que desarrollaba una compleja intriga policial. El mundo de la ciudad bombardeada y ocupada por los cuatro poderes, llena de militares y expertos en mercado negro, servía de fondo a la investigación de un equívoco crimen y al descubrimiento de un crimen mayor. Las modificaciones que sufrió el relato fueron sustanciales. Algunas derivaron del elenco mismo: al contratar a Cotten y a Welles para los papeles de Martins y Lime, se debió cambiar la nacionalidad (británica) de los personajes; otras modificaciones surgieron de necesidades expositivas: un episodio del secuestro de Anna (Valli), por las fuerzas rusas, debió ser modificado para evitar implicaciones políticas. Una modificación aparentemente menor ilustra, sin embargo, sobre un cambio radical de tono. Greene había previsto un falso happy ending: Martins se quedaba con la muchacha de Lime, porque así se acentuaba la sordidez de todo el asunto, la falta de nobleza esencial aún en los buenos (o ingenuos). A Reed le pareció cínico ese final y lo sustituyó por otro en que Valli pasa junto a Cotten sin mirarlo, como si no advirtiera siquiera su existencia, y que resultó, cinematográficamente, excelente. Algunas otras modificaciones resultaron de la natural expansión del relato en libreto. La más interesante, sin duda, fue la de la intervención de un niñito, especie de gnomo siniestro, que denuncia a Martins como asesino de un portero. En el cuento era episódico; pero en el film, Reed consiguió darle (en dos escenas) una verdadera sugestión malsana.

El autor había calificado el cuento de entretenimiento, como subrayando su voluntaria trivialidad; la crítica no tardó en reconocer el mismo signo en el film. Otra vez se destacó la impecable maestría narrativa; la inteligencia para mostrar el detalle significativo: la habilísima orquestación de todos los elementos (imagen, música, el juego de los actores). Pero casi todos se preguntaban para qué servía tanto despliegue. El tema no salía de la superficie: los buenos (Cotten, Valli, Trevor Howard), eran poco interesantes; el malo (Welles), aparecía casi siempre escamoteado y sólo en una escena retórica, en la rueda del parque de diversiones, era posible advertir en él algo más que una máscara cínica. Y aun en esa misma escena, el diálogo (al que Welles aportó una línea memorable), era más brillante y aun efectista que profundamente dramático.

Una respuesta parcial a estas objeciones es que el film contiene dos historias. Una, era la historia de Harry Lime, ese criminal, casi sobrehumano, que desprecia a sus víctimas, y no vacila ante cualquier forma de traición. Otra, la lenta revelación (a través de una hábil intriga policial) de la desilusión de Martins. Durante toda su vida, Martins había sido engañado y traicionado por Lime, pero sólo ahora descubría esa traición profunda. Esa convicción lo lleva a buscarlo y a matarlo. El film cuenta esta segunda historia; la otra le sirve de fondo, la enriquece con sus implicaciones, pero jamás pasa a primer plano. De aquí que otra vez haya que aclarar objeciones semejantes a la que se opusieron a Odd Man Out: Reed no intentaba ahora contar la historia del criminal, sino que quería revelar cómo descubren su traición quienes con él conocieron.

Una interpretación distinta promueve Hugh Ross Williamson, al señalar, entre otras cosas, el valor del film como testimonio sobre el mundo corrompido que dibuja. Williamson insiste en que la importancia del film reside en el conflicto de valores entre los personajes. Para Lime, sólo importa el individuo; para el mayor Calloway, la sociedad; Martins cree en la amistad; Anna, en el amor. Cada uno tiene su propia escala y actúa de acuerdo con ella. Con sutileza señala el crítico que la exposición no permite asegurar que una valoración sea superior a otra; al fin y al cabo los crímenes de Lime, al traficar con penicilina, al adulterarla, al provocar la muerte de tantos enfermos, no son superiores a los del gobierno que ha mantenido la guerra y al que sirve su tenaz perseguidor, el mayor Calloway. Esta interpretación es inteligente, pero deriva del film (y sobre todo del relato). No puede asegurarse que el film la proponga, aunque podría sostenerse que la tolera. Pero interesa destacarla porque ella permite advertir un rasgo permanente del arte de Reed: exponer conflictos encarnados en individuos, mostrar el choque de valores y no tomar partido, abstenerse cuidadosamente de todo mensaje, decir -con una exposición minuciosa- lo que cada uno tiene que decir. A lo sumo si algunos toques irónicos autorizan un descreimiento final. El enfoque es cercano al más típico enfoque de John Huston.

Otra vez, como en Odd Man Out, como en The Fallen Idol, la exposición es impecable. La integración de los personajes y el ambiente se realiza magistralmente: una Viena en ruinas preside las ruinas de una amistad y de un amor. La precisión del montaje, la orquestación de las secuencias, casi perfecta, y hasta la aplicación de la melodía de Antón Karas, deben apuntarse en el haber de Reed. El mérito no menor es el de haber sabido contestar, sin violencias, los estilos interpretativos tan variados de los protagonistas.

An Outcast of the Islands (El paria de las islas, 1951), vino a disolver el binomio y a aventar las esperanzas de que Reed filmara la más importante novela de Greene: The Heart of the Matter (El revés de la trama, 1948). Pero Reed había decidido cambiar de ambiente y aún de género. La novela de Conrad le atrapa como un experimento en una atmósfera distinta y con problemas aparentemente nuevos. Aunque ésta es su segunda novela, presenta a un Conrad inferior e inmaduro. Su tema, como en casi todas las obras de este escritor, es la traición. Willems le debe todo al capitán Lingard, quien lo salva de la ruina y hasta le confía el secreto de un paso entre arrecifes que justifica su éxito como comerciante. Enloquecido de deseo por una mujer nativa, Willems vende el secreto a unos rivales. Lingard, enterado, lo persigue, pero en vez de matarlo, lo deja solo, en la selva, con la mujer por la que se ha degradado. Aunque el libreto se salta una de las cinco partes en que se desarrolla la compleja novela (particularmente la destrucción de Willems), el film resulta demasiado rico de melodrama, demasiado confuso en su exposición. Cada uno de los personajes (con excepción de la mujer indígena, que sólo representa la tentación), trae otros problemas al cuadro. Además de los dos hombres enfrentados por la amistad y la traición, aparece Almayer con su mujer. Su historia constituye un episodio que saca de quicio la narración y destruye el equilibrio del relato. En manos de actores brillantes, cada personaje reclama sobre sí la mayor atención. En vez de concentrarse en expresar la pasión que arrastra al protagonista (Trevor Howard) al crimen, el film se distrae en detallar los virtuosismos histriónicos de Robert Morley (Almayer), la sólida composición de Wendy Fuller (la mujer de Almayer), y la fuerte personalidad de Richardson (el capitán Lingard).

Esta destrucción de la unidad y de la continuidad del relato no resta todo valor al film. En realidad, la exposición del deseo que despierta en Willems la indígena y la larga historia de su acoso, están magistralmente logradas. La atmósfera de sensualidad que va creando esa mujer inaccesible y silenciosa se integra en el vasto escenario natural de las islas. El paisaje y todo el coro humano de indígenas y blancos actúa sobre la pasión y enmarca esa sensualidad, que estalla en la posesión y en la horrible escena en que Willems humilla a Almayer.

Pero aunque este tema ocupa toda la parte central del film, no basta para asegurar su validez. Todas las escenas previas al arribo a las islas son poco interesantes y hasta incurren en errores técnicos (como las transparencias y maquettes en el episodio del peso por los arrecifes); después de consumada la traición, el film pierde nuevamente empuje y apenas si hay escena final, con la lluvia cayendo interminablemente sobre la degradación de Willems, rescata alguna dramaticidad. Estos defectos lesionan gravemente un film que evidentemente no era para el arte frío, escasamente patético, de Reed.

An Outcast marca un retroceso en la carrera de este director; un retroceso que lo lleva a una etapa ya superada en Odd Man Out, porque lo que falla aquí es la unidad profunda de la obra, el sentido total de la creación, y de algunos episodios aislados.

Repaso, por ahora

En Carol Reed se dan las condiciones naturales de un gran narrador cinematográfico. El mismo ha expresado en palabras terminantes su concepción del oficio de director: La tarea de un director es simplemente la de contar una historia. Para esto debe usar actores y lugares, y cámaras y micrófonos. Pero, primero y ante todo, es un narrador. Aunque también ha dicho algo que necesita escucharse: Si (el director) está contando una historia ajena, entonces se convierte en algo así como el productor de una obra teatral: toda su tarea consiste en interpretar la historia de tal manera que tenga éxito cuando se la exhiba. Y, en realidad, aunque Reed haya estado siempre contando historias ajenas, sus films más cabales corresponden a su colaboración con Greene, un libretista, que no sólo era más creador que los otros, sino que también era el que mejor se adecuaba (por afinidad, por contraste) con el propio Reed.

Aunque en algún lado ha señalado el director su desprecio por los tecnicismos, su déficit no se encontrará en la técnica, sino en la trama profunda de sus historias. Reed posee una noción precisa e imaginativa del detalle, un sentido impecable de tiempo y espacio cinematográficos, un notable dominio sobre el actor. Pero nunca consigue revelar la pasión profunda, implícita en los temas que aborda, y por eso puede triunfar en el relato policial, y fallar cuando el tema exige, como en An Outcast, una visión compleja, una madurez creadora.

Estos rasgos no parecerán tan inesperados si se recuerdan unas declaraciones que C. A. Lejeune transcribe y con las que Reed limita su ambición: Hacer bien cada trabajo en particular -cualquier trabajo- es lo que particularmente me interesa. No creo que el tipo de tema importe, ¿no cree usted? Pese a cierto deliberado tono provocativo, esas palabras apuntan a una condición esencial de su producción: no le importa, en definitiva, lo que el trabajo signifique. De aquí que sea varia la tentación de excavar una temática a través de sus principales obras, que todo análisis y toda búsqueda de significados en sus films pertenezca a la literatura fantástica.

Basil Wright sostiene que Carol Reed es el mejor director del cine inglés, pero título tan alto y discutible no debe hacer olvidar sus fallas. Hasta hoy, lo que importa reconocer en Reed es esa maestría para la narración cinematográfica; es un artesano consumado, pero un director cuya mejor obra puede hallarse aún en el futuro."

E. R. M.

BIBLIOGRAFIA.-El libreto de Odd Man Out puede leerse en Three British Screen Plays, publicados por Roger Manvell (Londres, Methuen, 1950): un fragmento del libreto de The Third Man, presentado por Reed, está publicado en The Cinema 1952 (Harmondsworth, Penguin Books, 1952). Graham Greene ha publicado en un volumen los dos relatos que filmó Reed (Londres, Heinemann, 1950; trad. castellana: Buenos Aires, Emecé, 1950). El mejor estudio sobre Reed es el de Basil Wright en The Year's Work in the Film 1949 (Londres, Longsman, 1949); del mismo crítico puede verse una reseña favorable de An Outcast en Sight and Sound (Londres, abril-junio, 1952). El artículo de Williamson sobre The Third Man está publicado en The Cinema 1950 (Harmondsworth, Penguin Books. 1950). La crónica de Le jieune sobre An Outcast está en Britain Today Nº192, abril 1952). En la Revista Internacional del Cine Nº 1. Madrid, agosto 1952) hay un artículo de Carlos Fernández Cuenca, con buen material informativo, pero escaso valor crítico.

 

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