|   | "Carol Reed : un maestro de la narración 
              cinematográfica"En Film, publicación de Cine Universitario, nº 
              11
 enero-febrero 1953, pp. 2-11.
 "Tres films bastaron para colocar a Carlos Reed en la primera 
              línea de los realizadores cinematográficos de hoy: 
              Odd Man Out (Larga es la noche, 1946-47), The Fallen 
              Idol (El ídolo caído, 1948) y The Third 
              Man (El tercer hombre, 1949) le aseguraron un puesto 
              que dieciséis películas anteriores -filmadas en un 
              lapso de diez años- no parecían prometer. Esa ascensión 
              en la estimativa crítica fue acompañada de un enorme 
              éxito popular. Mientras en todas partes del mundo los aficionados 
              hacían cola para ver sus films, la crítica agotaba 
              panegíricos. Uno de los principales creadores del documental inglés, 
              Basil Wright, no vaciló en escribir que Reed no sólo 
              era el primer gran director que Inglaterra había producido 
              hasta entonces -prefiriendo su obra a la de Anthony Asquith y Thorold 
              Dickinson, a la de David Lean y Laurence Olivier- sino que era uno 
              de los mejores en todas partes del mundo. Otros fueron más 
              sobrios en el elogio y, sin entrar a discernir prioridades, apuntaron 
              su sentido impecable de la narración cinematográfica, 
              su estilo individual, su predilección aparente por un determinado 
              tema (el hombre acosado) y determinado planteo (el cine de intriga). No faltaron voces francamente discordantes. Hubo quien destacó 
              una superficialidad general de su enfoque dramático, un gusto 
              por la exposición de ribetes sensacionalistas. Los que tal 
              actitud asumieron se negaron a ver en Reed a un creador y a lo sumo 
              reconocieron en él un habilísimo artesano. El estreno 
              de su último film, An Outcast of the Islands (El 
              paria de las islas, 1951), vino a replantear, en forma aguda, 
              este problema. En tanto que escasos fieles seguían aplaudiendo 
              su maestría, aumentaba el número de los que descreían 
              de su condición de gran creador y hasta un bromista propuso 
              que se escribiera una nota sobre The Fallen Reed. Tras estas apreciaciones críticas dispares, se palpa un 
              problema cuya correcta exposición exige algo más que 
              un censo de opiniones; exige, ante todo, un repaso de la carrera 
              de Carol Reed, un examen de sus films más notables. Años de aprendizaje Carol Reed llegó al cine por la vía del teatro. Nació 
              en Londres en 1906. Después de educarse en la King's School 
              de Canterbury y después de alguna ocupación juvenil 
              no memorable, se incorporó a a una compañía 
              teatral como actor (en un melodrama policial), pero pronto derivó 
              a la dirección escénica. El reconocimiento de su vocación 
              y de su excelencia vino de parte de quien nadie calificaría 
              de experto: Edgar Wallace. Para aumentar la ya extraordinaria difusión 
              de sus novelas policiales, Wallace las hizo adaptar (o las adaptó 
              él mismo), a la escena; formó una compañía 
              dramática y encargó a Reed, entonces su mano derecha, 
              de la dirección. Pronto reveló el joven un agudo sentido 
              de la puesta en escena, una imaginación inagotable para efectos 
              de suspenso, para la iluminación provocativa, una habilidad 
              para extraer lo mejor de actores rutinarios. Wallace, satisfecho 
              y parcial, llegó a decir que Reed era el mejor director de 
              escena que pudiera encontrarse en el mundo. Esta actividad de cinco años, fue prólogo deotra 
              que daría a Reed mayor fama. La muerte de Wallace, en 1932, 
              disolvió su compañía; Reed abandonó 
              el teatro y se incorporó a la Associated Talking Pictures, 
              donde realizó un entrenamiento de tres años. De allí 
              pasó a los Estudios Ealing como asistente del director 
              Basile Dean (The Constant Nymph, La eterna ninfa, 1934). 
              Con Dean trabajó en oscuras labores -director de diálogos, 
              encargado de producción- y aprendió lo que aun no 
              sabía del oficio cinematográfico. De 1935 es su primer 
              film, Midshipman Easy, que la historia registra sin asombro. 
              Su segunda película, Laburnum Grove (sobre una pieza 
              de J. B. Priestley), mereció por su incisivo realismo la 
              atención del crítico de The Spectator, uno 
              de los mejores semanarios londinenses. El crítico (que también 
              era escritor), se ocupaba por esos días de realizar en la 
              novela esa misma incorporación de la realidad cotidiana del 
              suburbio -sórdida y agria- que Reed aportaba al cine inglés. 
              Pero nada surgió de este primer encuentro entre el director 
              y el crítico Graham Greene. Etapas de una carrera Bank Holliday (1937) -el quinto de sus films- mereció 
              aplauso más unánime. Su tema (que Luciano Emmer reiteraría 
              a su manera en Domenica d'Agosto, 1950), no era tampoco entonces 
              novedoso: una docena de personas cruzaban sus variados destinos 
              en una playa superpoblada un feriado de verano. Otros críticos 
              reconocieron ya ese realismo imaginativo, esa capacidad de proyectar 
              la vida de los protagonista sobre el fondo abigarrado y nítido 
              que los enmarca, esa habilidad para el detalle significativo, esa 
              maestría en el manejo de actores, más o menos anodinos 
              (Margaret Lockwood, John Lodge, Hugh Williams), que luego todos 
              descubrirían en Reed. Los defectos del film también 
              eran obvios: la artificiosidad del planteo, las forzosas simetrías 
              de su desarrollo, la visión necesariamente superficial. Entre Bank Holiday y The Stars Lock Down (La avalancha, 
              o Las estrellas miran hacia abajo, 1939), Reed filmó 
              cuatro películas convencionales. La novela de A. J. Cronin, 
              en cambio, le facilitaba por primera vez un material de mayor, si 
              no excelsa calidad literaria; le facilitaba, sobre todo, un tema 
              de verdadera importancia humana y social. La acción de The 
              Stars Lock Down, transcurre en un pueblito minero del Norte 
              de Inglaterra, y allí se desarrolla un conflicto social, 
              paralelo al conflicto sentimental de su protagonista (Michael Redgrave). 
              Sin embargo, Reed no estuvo entonces a la altura de la oportunidad, 
              aunque algunas escenas (el desastre en la mina, el discurso del 
              protagonista a favor de la nacionalización), eran excelentes. 
              El tema social no aparecía integrado profundamente, y era 
              sustituido y superado por la historieta sentimental, donde el primer 
              personaje era Margaret Lockwood, que hacía la esposa adulterina 
              de Redgrave y era, como casi siempre, una perversa. Reed realizó cuatro films más antes de incorporarse 
              a las fuerzas armadas, incluyendo Kipps (1940), inadecuada 
              adaptación de la novela de H. G. Wells, y The Young Mr. 
              Pitt (El joven Pitt, 1941), ejercicio en historia novelada 
              que, aparte de las transparentes alusiones al momento político 
              y bélico en que fue realizada, no tenía otro interés 
              que el de una brillante interpretación de Robert Donat como 
              Pitt, Roberto Morley como Fox y Raymond Lovell como Príncipe 
              de Gales. La guerra total alistó a Reed en el Army Kinematograph 
              Service, para producir películas educativas. Lo acercó, 
              además, a una realidad que empezaba a faltar en sus últimos 
              films. Para el Ejército produjo Reed un film, The New 
              Lot, sobre el ajuste de los civiles a la vida militar; era de 
              mediana duración y su interés sugirió a un 
              productor la idea de utilizar el tema para un film comercial. Un 
              libreto de Eric Ambler y Peter Ustinov, y la dirección de 
              Reed, permitió la necesaria conversión. El resultado 
              fue The Way Ahead (Temples de acero, 1944), que mostraba 
              con mayor espacio la fusión en el ejército de gentes 
              de todas las condiciones sociales y humanas. Reed volvía 
              así -aunque con más experiencia y menos retórica- 
              a un estudio que, como se ha dicho, reiteraba una situación 
              básica de Bank Holiday. Las relaciones humanas eran 
              su tema y gracias a un elenco ajustadísimo el resultado fue 
              excelente; el film se colocó, junto a In Which We Serve 
              (Hidalgos de los mares, Noel Coward, 1942) entre las 
              más destacadas producciones inglesas de tiempos de guerra. 
              Antes de abandonar el Ejército, Reed produjo en colaboración 
              con el director norteamericano Garson Kanin, un documental, The 
              True Glory (1945), en que se conseguía un hábil 
              montaje de materiales tomados por camarógrafos de ochos naciones 
              aliadas. Un tour de force Llegada la paz, Reed regresa a los estudios con una renovada experiencia 
              y el deseo de relizar alguna obra grande. Elige la novela de F. 
              L. Green, Odd Man Out (1945), como vehículo de sus 
              ambiciones y durante dos años prepara minuciosamente un film 
              que algunos consideran su obra maestra. Su tema es la caza de un 
              hombre. Pero esta vez la caza no es realizada únicamente 
              por la policía. Porque todos buscan a ese asesino, prófugo 
              y moribundo; todos creen tener derechos sobre él. La huída 
              y la caza son únicamente los motivos iniciales del film, 
              el empuje que provoca un tema más hondo: qué vale 
              un hombre. Johnny MacQueen actúa como agente catalizador, 
              despertando en unos la sed de justicia y la venganza social, en 
              otros el amor y la compasión, en otros aun la avaricia o 
              el ansia de creación imposible. La policía reclama 
              al asesino; sus compañeros de causa, al correligionario; 
              hay una mujer que lo ama y lo quiere para ella antes de que sea 
              entregado a la ley o a la muerte; un sacerdote piensa en su alma; 
              un viejo pajarero ve sólo la oportunidad de una gran recompensa; 
              el estudiante de medicina ejerce su oficio en él; el pintor 
              loco quiere reflejar sus ojos que ya ingresan al otro mundo; ni 
              siquiera falta el episodio semihumorístico de las enfermeras 
              voluntarias que consiguen, al fin, un herido que atender. Pero lo 
              que cada uno encuentra en Johnny MacQueen, no es el hombre, individual 
              y único; encuentran sus ambiciones y sus defectos, sus ansias 
              y sus vicios; se encuentran a través de él. Y a través 
              de todos, el espectador reconoce al hombre. Este planteo demuestra el error de quienes compararon este film 
              con The Informer (El delator, John Ford, 1935); como 
              bien ha demostrado Wright, lo que aquí importa no es el carácter 
              de Johnny MacQueen sino el carácter de la sociedad en que 
              está inmerso, y por eso es superflua la objeción (que 
              algunos plantearon) de que a la postre nada se sabe de Johnny, ya 
              que lo que había que saber era de los otros, de ese mundo 
              que lo rodea y acaba por matarlo. Un tema tan rico y ambicioso obligó a Reed a un extraordinario 
              virtuosismo de exposición, en el lapso de pocas horas la 
              acción cambia incesantemente de escenario, ingresan nuevos 
              personajes, nuevos problemas, nuevas líneas de pensamiento; 
              el diálogo se hace profuso, los enfoques se multiplican. 
              Pero una estructura firme y minuciosa evitó la dispersión 
              expositiva. El film empieza en las tempranas horas de la tarde y 
              progresa hacia medianoche; un reloj, visible sobre una torre, va 
              marcando la constante presencia del tiempo que fluye, también 
              pautada por la luz y por el cambio de la atmósfera (buen 
              tiempo, lluvia, nieve), Hay un ajuste estricto y sutil entre las 
              etapas de la agonía de Johnny MacQueen y ese crecimiento 
              seguro de la noche. Una construcción severa no bastaba, sin embargo, para asegurar 
              unidad al film. Los episodios eran de valor desigual. Junto a personajes 
              totalmente dibujados (como el viejo pajarero), otros resultaban 
              apenas episódicos (las dos mujeres que atienden a Johnny) 
              e ineficaces (la joven enamorada, el sacerdote), y hasta absurdos 
              (el pintor loco). Estas fallas no son imputables, por cierto, a 
              Carol Reed sino al libreto del mismo F. L. Green y R. C. Sheriff: 
              sobreabundante y a veces latoso, no conseguía siempre expresar 
              ni en las situaciones dramáticas ni en un diálogo 
              literario el significado trascendente al que tan obviamente apuntaba. 
              Muchas veces el film se inmovilizaba en frases y hasta discursos; 
              o se perdía en efectos de barato expresionismo como en el 
              tribunal de cuadros en que culmina el delirio de Johnny en casa 
              del pintor. Pero la realización era impresionante. Reed orquestaba con 
              impecable sagacidad la atmósfera de la ciudad y el periplo 
              del asesino: una vida agitada e indiferente servía de marco 
              a esa caza, ese acoso múltiple. Toda la ciudad parecía 
              vivir en esos toques con que Reed enlazaba su historia con el mundo: 
              las calles patrulladas por la policía, los tranvías 
              llenos, el salón de baile entrevisto fugazmente, el puerto, 
              eran algo más que el escenario; eran una atmósfera 
              que también gravitaba sobre el problema central. Y dentro 
              de la masa de episodios de intención trascendente se destacaban 
              dos o tres, de pura factura cinematográfica, que apuntaban 
              a ese sentido dinámico y complejo del drama. El mejor era, 
              sin duda, el de la chiquilina de un solo patín, que descubría 
              a Johnny y luego revelaba a su amigo Dennis el escondite. Una interpretación excelente aumentaba la convicción 
              del espectáculo y hasta conseguía borrar fallas obvias 
              del libreto. Mejor que la pareja protagónica (James Mason 
              y Kathleen Ryan), estaban F. J. McCormick como pajarero, Robert 
              Beatty como Dennis, William Hartnell como dueño del bar y 
              Fay Compton como una de las mujeres que los auxilian. Robert Newton 
              exageraba las posibilidades grotescas del pintor. A la fuerza de su realización se debía sin duda el 
              efecto perdurable dejado por este film. Visto por segunda vez -o 
              visto al cabo de los años- algunas debilidades del libreto 
              resultaban casi insoportables, pero el film se mantenía sólido 
              por su factura, por su inteligente orquestación de atmósfera 
              y tipos, por la visión -irónica, fría, penetrante-, 
              con que eran opuestos y contrastados. Si no era una obra maestra, 
              era un tour de force. Aparece Graham Greene Carol Reed y Graham Greene volvieron a coincidir -aunque más 
              profundamente- en 1948. Su primera empresa conjunta fue la traslación 
              cinematográfica de un cuento (The Basement Room), 
              que Greene había escrito en 1935. El mismo autor ha indicado 
              cuál fue la alteración básica a que se sometió 
              su relato: el tema no se refería ya a un niño que 
              involuntariamente entrega a su mejor amigo a la policía, 
              sino que trataba en cambio de un niño que cree que su amigo 
              es un asesino y casi provoca su arresto por mentir en su defensa. 
              El tema perdió su carga moral (y la larga proyección 
              que esta traición tiene en la vida adulta del niño), 
              y se convirtió en una curiosa intriga de ribetes policiales. Pero fue algo más que eso. Reed vio las posibilidades cinematográficas 
              del tema; vio que la cámara debía registrar los dos 
              mundos que se oponían a cada instante: el mundo de los adultos, 
              incomprensible para el niño, y el mundo de éste, cerrado 
              para los adultos. El tema se convirtió en el contrapunto 
              entre ambos mundos, en la incapacidad de ambas partes por crear 
              una comunicación perdurable. Ese doble enfoque aparece magistralmente 
              ejecutado en una de las mejores escenas: cuando el niño descubre 
              a Baines y a su amante en una casa de té y asiste al diálogo 
              (patético, pero para él absurdo), con que se despiden. 
              La escena tiene mucho menos importancia en el cuento. Está 
              resumida por Greene, aunque del punto de vista del niño, 
              con ocasionales interferencias del autor (como cuando señala 
              que Baines, junto a la muchacha, tenía cara de bucanero). 
              Greene no utiliza el diálogo perdiendo así la oportunidad 
              de interferencia de los dos mundos en una sola conversación. 
              El film, en cambio, se prodiga en enfoques. Hay varios planos en 
              una misma escena: el del niño que no entiende nada o entiende 
              poco o entiende mal; junto a él coexiste el de los adultos, 
              con la sordidez del amor clandestino, los hoteles de dudosa reputación, 
              la mentira permanente, la indignidad. Hay un tercer plano -invisible 
              para los personajes, niño o adultos-: el del espectador que 
              ve simultáneamente los anteriores, que los contrapone y sintetiza. 
              Ese tercer plano es el ojo de la cámara. A ese tercer plano 
              pertenece la imagen del cartelito que dice Cerrado y que 
              se sacude sobre el portazo de la muchacha al irse; ese cartelito 
              que parece aludir al affaire clausurado, a la destrucción 
              de las relaciones, que es el tema profundo del episodio. Poco a poco, Reed había ido imponiendo su concepción 
              a Greene. Desaparecía, por completo, ese sentido horrible 
              de la traición forzosa que envenena en el cuento el alma 
              del niño; desaparecía también un sentido sórdido 
              del mundo: Baines era ahora Sir Ralph Richardson, la muchacha, la 
              refinada Michèle Morgan; hasta la esposa de Baines perdía 
              su carácter lamentable de vieja celosa y gastada, para convertirse 
              (gracias a Reed y a Sonia Dresdel), en una arpía de cuentos 
              de hadas. Quedaban en cambio, la experiencia completa y repetida 
              de esa incomunicación humana y ella sola bastaba para justificar 
              una intriga ingeniosa y (tal vez) artificial. El resultado era un espectáculo brillante y sutil, una exposición 
              sin tropiezos. Reed había enriquecido la anécdota 
              de efectos puramente cinematográficos que causaron el voceado 
              placer de los entendidos: el juego alucinante de las fundas en la 
              casa oscura y enorme, la huída del niño por las calles 
              húmedas y estratégicamente iluminadas. En pequeños 
              episodios adicionales demostraba su maestría para el detalle 
              significativo. El mejor consistía en la intromisión, 
              durante el careo de los amantes, de un hombre que venía a 
              dar cuerda a un valioso reloj y que proseguía, indiferente, 
              su tarea. Ese contraste de una vida mecánica y la tragedia 
              que se desarrolla a su lado, entre el hombre que cumple su función 
              y el que trata de salvar el pellejo, estaba dicho por Reed sin forzar 
              los tonos pero extrayendo hasta la última posibilidad de 
              una situación irónica. En este episodio queda también 
              en relieve un rasgo permanente de sus films: el humor que salta, 
              inesperado, hasta en las situaciones más dramáticas 
              (o melodramáticas), el comentario irónico que subyace 
              todas las escenas y devuelve a su verdadero lugar la valoración 
              de hombre y afanes. El film demostraba además otra faz del talento de Reed: 
              el dominio absoluto sobre los intérpretes. No sólo 
              extraía de Ralph Richardson y de Michèle Morgan dos 
              de sus mejores actuaciones, sino que convertía al niño 
              Bobby Henrey en un gran actor. Bobby no tenía ninguna experiencia 
              cinematográfica; su única calificación para 
              el papel era saber francés e inglés, tener los ocho 
              años necesarios, ser dócil a las indicaciones de Reed. 
              Toda la interpretación fue creada por Reed que actuó 
              ante Bobby hasta conseguir, despertando su sentido de imitación, 
              el resultado adecuado. La crítica habló de prodigio 
              y de precocidad hasta que supo quién era el que realmente 
              creaba el papel. Años más tarde, al filmar An Outcast 
              of the Island, Reed repetiría su hechizo sobre Kerima, 
              que tampoco nació actriz. Un entretenimiento La segunda empresa de este binomio, The Third Man, fue más 
              ambiciosa y el resultado más ambiguo. Greene escribió 
              especialmente un cuento que ocurría en la Viena de postguerra 
              y que desarrollaba una compleja intriga policial. El mundo de la 
              ciudad bombardeada y ocupada por los cuatro poderes, llena de militares 
              y expertos en mercado negro, servía de fondo a la investigación 
              de un equívoco crimen y al descubrimiento de un crimen mayor. 
              Las modificaciones que sufrió el relato fueron sustanciales. 
              Algunas derivaron del elenco mismo: al contratar a Cotten y a Welles 
              para los papeles de Martins y Lime, se debió cambiar la nacionalidad 
              (británica) de los personajes; otras modificaciones surgieron 
              de necesidades expositivas: un episodio del secuestro de Anna (Valli), 
              por las fuerzas rusas, debió ser modificado para evitar implicaciones 
              políticas. Una modificación aparentemente menor ilustra, 
              sin embargo, sobre un cambio radical de tono. Greene había 
              previsto un falso happy ending: Martins se quedaba con la 
              muchacha de Lime, porque así se acentuaba la sordidez de 
              todo el asunto, la falta de nobleza esencial aún en los buenos 
              (o ingenuos). A Reed le pareció cínico ese final y 
              lo sustituyó por otro en que Valli pasa junto a Cotten sin 
              mirarlo, como si no advirtiera siquiera su existencia, y que resultó, 
              cinematográficamente, excelente. Algunas otras modificaciones 
              resultaron de la natural expansión del relato en libreto. 
              La más interesante, sin duda, fue la de la intervención 
              de un niñito, especie de gnomo siniestro, que denuncia a 
              Martins como asesino de un portero. En el cuento era episódico; 
              pero en el film, Reed consiguió darle (en dos escenas) una 
              verdadera sugestión malsana. El autor había calificado el cuento de entretenimiento, 
              como subrayando su voluntaria trivialidad; la crítica no 
              tardó en reconocer el mismo signo en el film. Otra vez se 
              destacó la impecable maestría narrativa; la inteligencia 
              para mostrar el detalle significativo: la habilísima orquestación 
              de todos los elementos (imagen, música, el juego de los actores). 
              Pero casi todos se preguntaban para qué servía tanto 
              despliegue. El tema no salía de la superficie: los buenos 
              (Cotten, Valli, Trevor Howard), eran poco interesantes; el malo 
              (Welles), aparecía casi siempre escamoteado y sólo 
              en una escena retórica, en la rueda del parque de diversiones, 
              era posible advertir en él algo más que una máscara 
              cínica. Y aun en esa misma escena, el diálogo (al 
              que Welles aportó una línea memorable), era más 
              brillante y aun efectista que profundamente dramático. Una respuesta parcial a estas objeciones es que el film contiene 
              dos historias. Una, era la historia de Harry Lime, ese criminal, 
              casi sobrehumano, que desprecia a sus víctimas, y no vacila 
              ante cualquier forma de traición. Otra, la lenta revelación 
              (a través de una hábil intriga policial) de la desilusión 
              de Martins. Durante toda su vida, Martins había sido engañado 
              y traicionado por Lime, pero sólo ahora descubría 
              esa traición profunda. Esa convicción lo lleva a buscarlo 
              y a matarlo. El film cuenta esta segunda historia; la otra le sirve 
              de fondo, la enriquece con sus implicaciones, pero jamás 
              pasa a primer plano. De aquí que otra vez haya que aclarar 
              objeciones semejantes a la que se opusieron a Odd Man Out: 
              Reed no intentaba ahora contar la historia del criminal, sino que 
              quería revelar cómo descubren su traición quienes 
              con él conocieron. Una interpretación distinta promueve Hugh Ross Williamson, 
              al señalar, entre otras cosas, el valor del film como testimonio 
              sobre el mundo corrompido que dibuja. Williamson insiste en que 
              la importancia del film reside en el conflicto de valores entre 
              los personajes. Para Lime, sólo importa el individuo; para 
              el mayor Calloway, la sociedad; Martins cree en la amistad; Anna, 
              en el amor. Cada uno tiene su propia escala y actúa de acuerdo 
              con ella. Con sutileza señala el crítico que la exposición 
              no permite asegurar que una valoración sea superior a otra; 
              al fin y al cabo los crímenes de Lime, al traficar con penicilina, 
              al adulterarla, al provocar la muerte de tantos enfermos, no son 
              superiores a los del gobierno que ha mantenido la guerra y al que 
              sirve su tenaz perseguidor, el mayor Calloway. Esta interpretación 
              es inteligente, pero deriva del film (y sobre todo del relato). 
              No puede asegurarse que el film la proponga, aunque podría 
              sostenerse que la tolera. Pero interesa destacarla porque ella permite 
              advertir un rasgo permanente del arte de Reed: exponer conflictos 
              encarnados en individuos, mostrar el choque de valores y no tomar 
              partido, abstenerse cuidadosamente de todo mensaje, decir -con una 
              exposición minuciosa- lo que cada uno tiene que decir. A 
              lo sumo si algunos toques irónicos autorizan un descreimiento 
              final. El enfoque es cercano al más típico enfoque 
              de John Huston. Otra vez, como en Odd Man Out, como en The Fallen Idol, 
              la exposición es impecable. La integración de los 
              personajes y el ambiente se realiza magistralmente: una Viena en 
              ruinas preside las ruinas de una amistad y de un amor. La precisión 
              del montaje, la orquestación de las secuencias, casi perfecta, 
              y hasta la aplicación de la melodía de Antón 
              Karas, deben apuntarse en el haber de Reed. El mérito no 
              menor es el de haber sabido contestar, sin violencias, los estilos 
              interpretativos tan variados de los protagonistas. An Outcast of the Islands (El paria de las islas, 
              1951), vino a disolver el binomio y a aventar las esperanzas de 
              que Reed filmara la más importante novela de Greene: The 
              Heart of the Matter (El revés de la trama, 1948). 
              Pero Reed había decidido cambiar de ambiente y aún 
              de género. La novela de Conrad le atrapa como un experimento 
              en una atmósfera distinta y con problemas aparentemente nuevos. 
              Aunque ésta es su segunda novela, presenta a un Conrad inferior 
              e inmaduro. Su tema, como en casi todas las obras de este escritor, 
              es la traición. Willems le debe todo al capitán Lingard, 
              quien lo salva de la ruina y hasta le confía el secreto de 
              un paso entre arrecifes que justifica su éxito como comerciante. 
              Enloquecido de deseo por una mujer nativa, Willems vende el secreto 
              a unos rivales. Lingard, enterado, lo persigue, pero en vez de matarlo, 
              lo deja solo, en la selva, con la mujer por la que se ha degradado. 
              Aunque el libreto se salta una de las cinco partes en que se desarrolla 
              la compleja novela (particularmente la destrucción de Willems), 
              el film resulta demasiado rico de melodrama, demasiado confuso en 
              su exposición. Cada uno de los personajes (con excepción 
              de la mujer indígena, que sólo representa la tentación), 
              trae otros problemas al cuadro. Además de los dos hombres 
              enfrentados por la amistad y la traición, aparece Almayer 
              con su mujer. Su historia constituye un episodio que saca de quicio 
              la narración y destruye el equilibrio del relato. En manos 
              de actores brillantes, cada personaje reclama sobre sí la 
              mayor atención. En vez de concentrarse en expresar la pasión 
              que arrastra al protagonista (Trevor Howard) al crimen, el film 
              se distrae en detallar los virtuosismos histriónicos de Robert 
              Morley (Almayer), la sólida composición de Wendy Fuller 
              (la mujer de Almayer), y la fuerte personalidad de Richardson (el 
              capitán Lingard). Esta destrucción de la unidad y de la continuidad del relato 
              no resta todo valor al film. En realidad, la exposición del 
              deseo que despierta en Willems la indígena y la larga historia 
              de su acoso, están magistralmente logradas. La atmósfera 
              de sensualidad que va creando esa mujer inaccesible y silenciosa 
              se integra en el vasto escenario natural de las islas. El paisaje 
              y todo el coro humano de indígenas y blancos actúa 
              sobre la pasión y enmarca esa sensualidad, que estalla en 
              la posesión y en la horrible escena en que Willems humilla 
              a Almayer. Pero aunque este tema ocupa toda la parte central del film, no 
              basta para asegurar su validez. Todas las escenas previas al arribo 
              a las islas son poco interesantes y hasta incurren en errores técnicos 
              (como las transparencias y maquettes en el episodio del peso por 
              los arrecifes); después de consumada la traición, 
              el film pierde nuevamente empuje y apenas si hay escena final, con 
              la lluvia cayendo interminablemente sobre la degradación 
              de Willems, rescata alguna dramaticidad. Estos defectos lesionan 
              gravemente un film que evidentemente no era para el arte frío, 
              escasamente patético, de Reed. An Outcast marca un retroceso en la carrera de este director; 
              un retroceso que lo lleva a una etapa ya superada en Odd Man 
              Out, porque lo que falla aquí es la unidad profunda de 
              la obra, el sentido total de la creación, y de algunos episodios 
              aislados. Repaso, por ahora En Carol Reed se dan las condiciones naturales de un gran narrador 
              cinematográfico. El mismo ha expresado en palabras terminantes 
              su concepción del oficio de director: La tarea de un director 
              es simplemente la de contar una historia. Para esto debe usar actores 
              y lugares, y cámaras y micrófonos. Pero, primero y 
              ante todo, es un narrador. Aunque también ha dicho algo 
              que necesita escucharse: Si (el director) está 
              contando una historia ajena, entonces se convierte en algo así 
              como el productor de una obra teatral: toda su tarea consiste en 
              interpretar la historia de tal manera que tenga éxito cuando 
              se la exhiba. Y, en realidad, aunque Reed haya estado siempre 
              contando historias ajenas, sus films más cabales corresponden 
              a su colaboración con Greene, un libretista, que no sólo 
              era más creador que los otros, sino que también era 
              el que mejor se adecuaba (por afinidad, por contraste) con el propio 
              Reed. Aunque en algún lado ha señalado el director su desprecio 
              por los tecnicismos, su déficit no se encontrará en 
              la técnica, sino en la trama profunda de sus historias. Reed 
              posee una noción precisa e imaginativa del detalle, un sentido 
              impecable de tiempo y espacio cinematográficos, un notable 
              dominio sobre el actor. Pero nunca consigue revelar la pasión 
              profunda, implícita en los temas que aborda, y por eso puede 
              triunfar en el relato policial, y fallar cuando el tema exige, como 
              en An Outcast, una visión compleja, una madurez creadora. Estos rasgos no parecerán tan inesperados si se recuerdan 
              unas declaraciones que C. A. Lejeune transcribe y con las que Reed 
              limita su ambición: Hacer bien cada trabajo en particular 
              -cualquier trabajo- es lo que particularmente me interesa. No creo 
              que el tipo de tema importe, ¿no cree usted? Pese a cierto 
              deliberado tono provocativo, esas palabras apuntan a una condición 
              esencial de su producción: no le importa, en definitiva, 
              lo que el trabajo signifique. De aquí que sea varia la tentación 
              de excavar una temática a través de sus principales 
              obras, que todo análisis y toda búsqueda de significados 
              en sus films pertenezca a la literatura fantástica. Basil Wright sostiene que Carol Reed es el mejor director del cine 
              inglés, pero título tan alto y discutible no debe 
              hacer olvidar sus fallas. Hasta hoy, lo que importa reconocer en 
              Reed es esa maestría para la narración cinematográfica; 
              es un artesano consumado, pero un director cuya mejor obra puede 
              hallarse aún en el futuro." E. R. M. BIBLIOGRAFIA.-El libreto de Odd Man Out puede 
              leerse en Three British Screen Plays, publicados por Roger 
              Manvell (Londres, Methuen, 1950): un fragmento del libreto de The 
              Third Man, presentado por Reed, está publicado en The 
              Cinema 1952 (Harmondsworth, Penguin Books, 1952). Graham Greene 
              ha publicado en un volumen los dos relatos que filmó Reed 
              (Londres, Heinemann, 1950; trad. castellana: Buenos Aires, Emecé, 
              1950). El mejor estudio sobre Reed es el de Basil Wright en The 
              Year's Work in the Film 1949 (Londres, Longsman, 1949); del 
              mismo crítico puede verse una reseña favorable de 
              An Outcast en Sight and Sound (Londres, abril-junio, 1952). 
              El artículo de Williamson sobre The Third Man está 
              publicado en The Cinema 1950 (Harmondsworth, Penguin Books. 
              1950). La crónica de Le jieune sobre An Outcast 
              está en Britain Today  Nº192, abril 1952). 
              En la Revista Internacional del Cine Nº 1. Madrid, agosto 
              1952) hay un artículo de Carlos Fernández Cuenca, 
              con buen material informativo, pero escaso valor crítico. |