|   | El maestro de la Belle Epoque.  En: Revista de la Universidad de México, v. 26, nº 
              2, octubre 1971,
 p. 6-7.
 "En el dorado crepúsculo de la 'Belle Epoque' 
              -damas de enormes sombreros emplumados y ceñidísimos 
              vestidos, caballeros de guantes y pecheras inmaculadas, de bastones, 
              galeras y polainas-, la palabra de José Enrique Rodó, 
              difundida desde Ariel (1900), aportó a todo el mundo 
              hispánico el mensaje que estaba esperando. El pequeño 
              libro, que marca el comienzo de un magisterio americano, que se 
              difunde y multiplica por todo el continente y aun por España, 
              va a expresar el anhelo común de la élite intelectual 
              de habla española. El hermoso discurso de Próspero 
              (máscara transparente que asume Rodó) enseña 
              las grandes verdades: esperanza renovada en la juventud, necesidad 
              de integrar armoniosamente la propia personalidad, conciliación 
              superior de la ética y la estética. Pero es también 
              un discurso polémico, y hasta político. Porque allí Rodó se atreve a indicar otros rumbos 
              a la juventud que los de la meditación desinteresada. También 
              pasea su mirada sobre esa hora caótica de América, 
              ve el poderío de Estados Unidos (representantes, para él, 
              del predominio anglosajón) y ve la desunión crónica 
              de la América Latina; asiste a la creciente vulgarización 
              de la vida democrática en nuestros países, descubre 
              los males del mercantilismo como doctrina económica e impuesta 
              desde fuera a estas tierras. Por todo ello, el joven maestro sufre. 
              Como a los españoles del 98 con quienes tiene tanto en común, 
              a Rodó le duele su patria americana, la Magna Patria que 
              canta en una de sus más conocidas páginas. Este pensador exquisito, educado en una imagen de Grecia que inventaron 
              Taine y Renan en la Francia burguesa del siglo diecinueve: este 
              sincero demócrata que teme a Calibán y no quiere renunciar 
              a los privilegios arielistas de la élite; este visionario 
              que sueña despierto con una América armoniosa, aparece 
              conmovido profundamente por la realidad americana. Pero aun en medio 
              del sufrimiento y la angustia, prefiere colocar el punto de mira 
              más alto y más lejos. En vez de ofrecer (como tantos otros escritores, antes y después 
              de Ariel) una panacea para los problemas inmediatos del continente, 
              señala lo que hay que salvar siempre: un alto sentido del 
              ideal, una esperanza en la vida futura de estos pueblos, un espíritu 
              de armonía y conciliación. Las profundas raíces 
              hispánicas y latinas de Rodó fueron hondamente conmovidas 
              por la guerra hispano-estadounidense de 1898. Pero como era un escritor 
              que medía sus palabras (conocía el valor de cada una 
              de ellas), quiso expresar su emoción en una forma clásica: Habría que decir todo esto: habría 
              que decir todo esto, bien profundamente, con mucha verdad, sin ningún 
              odio, con la frialdad de un Tácito. Estas son las palabras con que confía su proyecto a Víctor 
              Pérez Petit, amigo y futuro biógrafo, en las vísperas 
              de Ariel. Por eso, su hermoso discurso apenas sí contiene 
              un par de alusiones a la contienda entre España y Estados 
              Unidos por la posesión de Cuba, y prefiere centrar su crítica 
              a la poderosa nación del Norte en otros aspectos. Pro eso 
              va a utilizar el símbolo de Ariel para proclamar contra los 
              anglosajones una visión esencial del triunfo del espíritu 
              sobre la material, del genio del aire sobre el oscuro Calibán. El discurso fue leído y admirado, aplaudido y copiado, reproducido 
              en sus propias palabras o en pálidos facsímiles que 
              intentaban competir con un estilo cuyo secreto reside en lo más 
              hondo de la personalidad de tímido de Rodó. La palabra 
              de Ariel se convirtió en evangelio. La élite 
              intelectual de América hispánica encontró en 
              esa palabra una justificación para su vida de hermosos ideales, 
              para el sueño de una Grecia rediviva, para su ejercicio, 
              un poco abstracto, de la democracia parlamentaria, para la imitación 
              imposible de Europa. Pocos de sus primeros lectores siguieron leyendo a Rodó 
              después de Ariel. Él mismo solía quejarse 
              pudorosamente a sus íntimos de que su obra más ambiciosa, 
              Motivos de Proteo (1909), apenas sí había sido 
              abierta y hojeada. Con resabios pedagógicos solía 
              detener a alguno que lo felicitaba por dicho libro, y lo interrogaba 
              sobre tal o cual pasaje. Pocos pasaban el examen, y la convicción 
              de Rodó de ser mal leído se acentuaba. Si Ariel 
              había corrido como fuego sobre el mundo de habla española, 
              el destino de Motivos de Proteo -esa larga, vacilante, recurrente 
              meditación sobre las metamorfosis de la personalidad- fue 
              más sedentario: fue el destino de los libros que se compran 
              para ostentarlos en la biblioteca privada, que se suelen dejar (semiabiertos) 
              sobre las mesas de trabajo, que se citan a menudo pero se leen poco, 
              o nada. El Mirador de Próspero (grueso volumen de 
              estudios misceláneos de 1913), que recogía trabajos 
              medulares sobre América, sobre el trabajo obrero, sobre una 
              esperanza religiosa soterrada pero muy real, apenas si fue comentado. 
              La belle époque estaba conforme con Ariel y 
              no quería seguir a Rodó en sus posteriores iluminaciones. 
              En tanto que se continuaba explorando, agónica, existencialmente, 
              las contradicciones de la personalidad para encontrar la fórmula 
              de una secreta armonía (Reformarse es vivir), sus lectores 
              aplaudían pero no trataban de llevar a la práctica 
              sus enseñanzas: seguían tomando el sol en hermosos 
              jardines (una sombrilla protectora, un libro, tal vez Ariel, 
              cómodamente sostenido por una mano ociosa); seguían 
              acudiendo a importantes reuniones y asumiendo graves decisiones 
              económicas que comprometían el destino de América 
              en una ruta que no era precisamente la aconsejada por el idealista 
              de Ariel. La paradoja es obvia: Ariel fue para Rodó sólo 
              un punto de partida. El punto exacto en que comienza su meditación 
              americana en voz alta, un aclararse las ideas sobre los propósitos 
              esenciales de América antes de iniciar la marcha. El joven 
              de 29 años (había nacido en 1871) está en 1900 
              al borde la acción. Esa marcha que allí inicia significaría para él 
              sacrificios personales, la lucha parlamentaria, la actividad política 
              desde las trincheras de un diario, el desaire de los poderosos. 
              En vez de los renovados viajes a Europa de sus lectores, los viajes 
              cotidianos a la redacción del periódico en vez de 
              los veraneos en las hermosas quintas de los alrededores de Montevideo, 
              la redacción (lentísima, sacrificada, galeótica) 
              de Motivos de Proteo; en vez de la literatura como entretenimiento 
              y somnífero distinguido, la lucidez del que advierte que 
              el mundo, su mundo, corre vertiginosamente hacia la destrucción. Porque la otra, paradoja detrás de la imagen embellecida 
              por el tiempo de aquella hora feliz y dorada es que toda la belle 
              époque estaba al borde del colapso. La guerra de 1914 
              enfrentaría brutalmente a Europa con la conciencia de que 
              las civilizaciones también son mortales (como diría 
              más tarde Paul Valéry), que la Paz Europea había 
              concluido con el pistoletazo de Sarajevo, que la sangre propia también 
              tiende a derramarse y empapar suelo propio. Durante cuatro años, 
              esa Francia que Rodó y los latinoamericanos tanto amaban, 
              habría de convertirse en tierra de nadie, en hediondo cementerio. 
              En 1914 se entierra la belle époque en Europa. En 
              América Latina dura un poco más. Pero Rodó 
              fue de los primeros en descubrir la sentencia de muerte escrita 
              en todas las paredes del mundo occidental. Sus lectores, no. Sus lectores siguieron repitiendo frases de Ariel 
              (muchas veces fuera de contexto y sólo como fórmulas 
              incantatorias), siguieron haciéndose en aquella hermosa, 
              entonada, noble prosa. Pero Rodó sí había visto 
              y entendido. Él, que siempre creyó que era misión 
              del maestro predicar el entusiasmo -la pluma blanca del pájaro 
              negro es lo único que se ve en el cielo, como dijo en famosa 
              metáfora-; que siempre practicó un estoicismo de la 
              voluntad (La pampa de granito), sintió entonces flaquear 
              varias veces su fuerza, gritó y lloró en alguna página 
              íntima y secreta, dejó traslucir en los Nuevos 
              motivos de Proteo (que no llegaría a publicar), esas 
              crisis y perplejidades de su alma.  El destino fue piadoso con él. Le permitió un último 
              viaje a la anhelada Europa, cuando todavía no se había 
              derrumbado todo, lo dejó recorrer por algunos meses, a partir 
              del 1 de agosto de 1916, aquellas tierras con las que había 
              soñado de niño, lo llevó de la mano (en un 
              lento proceso de enfermedad, aniquilamiento gradual, muerte por 
              nefritis), hasta su tumba de Palermo. Era el 1 de mayo de 1917. 
              La fecha también resulta al cabo simbólica. Porque 
              Rodó muere en el día elegido para celebrar universalmente 
              el movimiento obrero: ese día que marca la iniciación 
              de un nuevo calendario. El mundo burgués, el mundo de la 
              cultura de la élite, al que había pertenecido 
              Rodó será suplantado a partir de la primera guerra 
              mundial por un mundo de revoluciones sociales, un mundo del despertar 
              de los grandes continentes adormecidos por el colonialismo económico, 
              como América Latina, o profundamente dormidos, como Asia, 
              África, Oceanía. Por eso parece poéticamente 
              justo que Rodó haya muerto en 1 de mayo. El vio venir la 
              gran marea obrera, él descubrió en el Montevideo finisecular 
              que empezaba a examinar en los cafés y en los incipientes 
              sindicatos los programas sociales traídos por inmigrantes 
              italianos, él pudo ver las primeras huelgas, las primeras 
              reivindicaciones proletarias, llegó a discutir en el Parlamento 
              uruguayo las primeras reducciones de la jornada de trabajo. Vio 
              el estallido de la Revolución Mexicana. Pero murió 
              poco antes de iniciarse la Rusa. Murió antes de que Lenin 
              fuera algo más que un agitador expatriado. Murió antes 
              de que empezara realmente el siglo veinte." |