|   | "Le Fantôme de Lautréamont"En: Revista Iberoamericana, nº 84-85, julio-diciembre 
              1973,
 p. 625-639.
 
 "En el último volumen de cuentos publicado por Julio 
              Cortázar, Todos los fuegos el fuego,(1) 
              hay uno, "El otro cielo", que sintetiza en forma 
              tal vez demasiado explícita, la visión del mundo y 
              del arte que tiene el escritor argentino. Es una narración 
              en primera persona, atribuida a un personaje que dice "yo" 
              y que vive simultáneamente en Buenos Aires (entre 1928 y 
              1945) y en París (hacia 1868). En el cuento, los tiempos 
              y los espacios son contiguos: el "yo" se mueve, dentro 
              del mismo párrafo y a veces dentro de la misma frase, sin 
              interrupción o aclaración alguna, de la Galería 
              Güemes en el Buenos Aires de 1928 al barrio de las galerías 
              cubiertas, cerca de la Bolsa de París, en 1868. El "yo" 
              es simultáneamente un joven argentino, tímido ante 
              el sexo y lleno de nostalgia por un mundo que no conoce (el otro 
              cielo), y un argentino habitante de París que corre tras 
              las prostitutas y está feliz de haber dejado en Buenos Aires 
              aquel frustrado "yo". En una sola línea ininterrumpida, 
              el narrador une los dos tiempos y los dos espacios, y entrelaza 
              inextricablemente las diferentes y complementarias experiencias 
              del mismo personaje. Porque hay un solo "yo", como lo 
              ilustran tantos pasajes. Por ejemplo, éste:  Todavía hoy me 
              cuesta cruzar el Pasaje Güemes sin enternecerme irónicamente 
              con el recuerdo de la adolescencia al borde de la caída; 
              la antigua fascinación perdura siempre, y por eso me gustaba 
              echar a andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento 
              entraría en la zona de las galerías cubiertas, donde 
              cualquier sórdida botica polvorienta me atraía más 
              que los escaparates tendidos a la insolencia en las calles abiertas. 
              La Galerie Vivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramas con 
              sus ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería 
              de viejo donde quizá nadie compre nunca un billete de ferrocarril, 
              ese mundo que ha optado por un cielo más próximo, 
              de vidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden 
              las manos para ofrecer una guirnalda, esa Galerie Vivienne a un 
              paso de la ignominia diurna de la rue Réaumur y de la Bolsa 
              (yo trabajo en la Bolsa), cuánto de ese barrio ha sido mío 
              desde siempre, desde mucho antes de sospecharlo ya era mío 
              cuando apostado en un rincón del Pasaje Güemes, contando 
              mis pocas monedas de estudiante, debatía el problema de gastarlas 
              en un bar automático o comprar una novela y un surtido de 
              caramelos ácidos en su bolsa de papel transparente, con un 
              cigarrillo que me nublaba los ojos y en el fondo del bolsillo, donde 
              los dedos lo rozaban a veces, el sobrecito del preservativo comprado 
              con falsa desenvoltura en una farmacia atendida solamente por hombres, 
              y que no tendría la menor oportunidad de utilizar con tan 
              poco dinero y tanta infancia en la cara. (pp. 169-170). En ese párrafo el "yo" parte del Pasaje Güemes 
              (impregnado en la nostalgia de la adolescencia) y entra en la zona 
              de las galerías cubiertas, en la Galerie Vivienne de París, 
              para volver a regresar al Pasaje Güemes, sin otra transición 
              que la establecida por un punto que divide el párrafo en 
              dos mitades. Pero el punto no separa las dos zonas ya que antes 
              y después del punto, la Galería Güemes abre paso 
              a la Galerie Vivienne, o viceversa. La unidad aparece revelada por 
              el uso sistemático de párrafos, como éste, 
              que se mueven de Buenos Aires en este siglo al París del 
              siglo pasado para volver a Buenos Aires, sin interrumpir la fluidez 
              de la narración. La contigüidad de los espacios así 
              como la simultaneidad de los tiempos quedan establecidas por el 
              movimiento de cada párrafo, de cada frase, de cada miembro 
              sintético. Esa unidad sintáctica sirve, además, para subrayar 
              la secreta unidad entre tiempos y espacios tan distintos como las 
              paralelas pero opuestas experiencias del "yo" de Buenos 
              Aires y el "yo" de París. Así, la narración 
              también establece sutilmente un paralelo histórico 
              que puede escapar a una lectura apresurada del cuento. En tanto 
              que Buenos Aires, entre 1928 y 1945, es progresivamente ocupada 
              por su propio ejército hasta que con el ascenso de Perón 
              a la Presidencia se consolida el completo control, París, 
              en los años de 1860 y tantos vive bajo la amenaza de una 
              invasión extranjera: los prusianos habrán de ocupar 
              Francia en 1870. De la misma manera, aunque las experiencias del 
              "yo" que vive en París y las del de Buenos Aires 
              son distintas, las mismas tensiones y miedos las subrayan. Para el adolescente de Buenos Aires, 1928, el sexo es una tentación 
              a la que no se atreve a sucumbir: pasa y repasa por la Galería 
              Güemes, mirando furtivamente los cines donde dan películas 
              pornográficas, los puestos de revistas prohibidas, los anuncios 
              de manicuras que encubren bajo esa especializada vocación 
              los servicios de la más antigua profesión del mundo. 
              Apretando el sobrecito que contiene el preservativo que (él 
              sabe) nunca se atreverá a usar, el adolescente de Buenos 
              Aires sufre las torturas de Tántalo. Para el joven que vive 
              en París, en cambio, la zona de las galerías cubiertas 
              es la zona de la libertad: allí encuentra las mujeres que 
              le facilitan el placer, allí realiza los sueños masturbatorios 
              del adolescente de la Galería Güemes. La oposición 
              encubre, sin embargo, un paralelo mucho más complejo, como 
              se verá. II Hay otra característica externa de esta narración 
              que sirve para subrayar la unidad textual. Cada una de las dos secciones 
              en que se divide el cuento se abre con un epígrafe en francés. 
              El primero dice:  
               
                Ces yeux ne t'appartient pas... 
                  où les a tu pris?............, IV, 5
 El segundo es un poco más largo:  
               
                Où sont-ils passés 
                  les becs de gaz? Que sont-elles devenues les vendeuses d'amour?............, VI, 1
 Aunque Cortázar muy explícitamente evita toda otra 
              identificación de ambos epígrafes que esas cifras 
              al pie de cada uno, en el texto del relato ofrece algunas indicaciones 
              que sugieren la fuente literaria: Les Chants de Maldoror, 
              largo poema narrativo que publica en París (precisamente 
              en 1868), Isidore Ducasse bajo el seudónimo de Conde de Lautréamont.(2)  Una consulta al original permite advertir que en el primero de 
              los dos epígrafes, el protagonista, Maldoror, enfrenta a 
              un fantasma que visita su habitación, una sombra intrusa 
              cuyos ojos lo hechizan. Maldoror lo apostrofa, reconoce en él 
              a un símbolo del mal, admite ser su discípulo (aunque 
              no pretende disputarle "la palme du mal") hasta que finalmente 
              termina por descubrir el secreto del fantasma:  
               
                Ce qui me reste à faire, 
                  c'est de briser cette glace, en éclats, à l'aide 
                  d'une pierre... C'est ne pas la première fois que le 
                  cauchemar de la perte momentanée de la mémoire 
                  établit sa demeure dans mon imagination, quand, par les 
                  inflexibles lois de l'optique, il m'arrive d'être placé 
                  devant la méconnaissance de ma propre image! (p. 187). Tenía razón Maldoror: esos ojos no eran del fantasma 
              sino suyos. El segundo epígrafe se refiere explícitamente al 
              barrio de las galerías cubiertas, barrio en el que vivió 
              Lautréamont/Ducasse los últimos meses de su corta 
              vida (murió en 1870) y que era también el barrio que 
              recorría Maldoror en sus delirios de la vigilia. Allí, 
              y poco después de las dos frases que cita Cortázar 
              en su epígrafe, Maldoror ve pasar el joven Mervyn, suerte 
              de doble byroniano de sí mismo, cuya figura llena las páginas 
              del canto sexto. La noción de doble se enriquece y complica 
              con este personaje. Pero lo que quisiera subrayar aquí no 
              es esto, sino la presencia (en el texto de Lautréamont como 
              en el de Cortázar) del espacio de las galerías como 
              espacio privilegiado para la aparición de esos jóvenes 
              solitarios y malditos, acicateados por el deseo, entregados a la 
              sistemática persecución de otras sombras. Un vínculo 
              sutil se establece así entre Maldoror/Mervyn por un lado, 
              y el "yo" parisino del narrador de "El otro cielo". Una observación complementaria. En una suerte de prefacio 
              al canto sexto, y antes de entrar a describir el barrio de las galerías, 
              Lautréamont define su propósito al escribir ese texto 
              que él califica de novela (roman) (p. 250). Una de 
              sus frases más notables merece citarse:  
               
                Les cinq premiers récits 
                  n'ont pas été inutiles; ils étaient le 
                  frontispice de mon ouvrage, le fondement de ma poétique 
                  future: et je devais à moi-même, avant de boucler 
                  ma valise et me mettre en marche pour les contrées de 
                  l'imagination, d'avertir les sincères amateurs de la 
                  littérature, par l'ébauche rapide d'une généralisation 
                  claire et précise, du but que j'avais résolu de 
                  poursuivre. En consequénce, mon opinion est que, maintenant, 
                  la partie synthétique de mon oeuvre est complète 
                  et suffisamment paraphrasée. C'est par elle que vous 
                  avez appris que je me suis proposé d'attaquer l'homme 
                  et Celui qui le créa. Pour le moment et pour plus tard, 
                  vous n'avez pas besoin d'en savoir davantage! (p. 251) Queda aquí en evidencia el propósito blasfematorio 
              de estos Cantos, que vincula hondamente la hazaña 
              de Lautréamont con la de otro gran rebelde, el Marqués 
              de Sade, como se verá luego. Pero ahora me interesa más 
              subrayar el sentido general de estos dos epígrafes en el 
              contexto de la narración cortazariana. El primer epígrafe 
              revela explícitamente el tema del doble: el fantasma que 
              hechiza a Maldoror es una reflexión especular de sí 
              mismo, de la misma manera que el "yo" Parisino es un reflejo 
              (en el espejo del otro cielo) del de Buenos Aires. El segundo epígrafe 
              parece subrayar explícitamente otro tema: el deseo que arrastra 
              a Maldoror a recorrer el barrio de las galerías cerradas 
              tras la figura de Mervyn, como arrastra al "yo" parisino 
              a recorrerlas tras la figura de Josiane. Pero implícito dentro 
              del tema del deseo está el tema del Otro, del doble, que 
              el texto de Lautréamont revela tan nítidamente. La unidad de las dos experiencias (la de Maldoror, la del doble 
              protagonista del cuento) resulta reforzada entonces por el diálogo 
              secreto que se establece entre los dos epígrafes y el texto 
              de Cortázar y que complementa el diálogo explícito. 
              Les Chants de Maldoror permite subrayar, de esta manera, 
              la unidad textual del cuento al mismo tiempo que proporciona una 
              clave para su análisis.(3) III El tema del doble puede ser encarado desde otros ángulos 
              en la lectura de "El otro cielo". Porque hay otros dobles. 
              Cuando el "yo" recorre las galerías en busca de 
              Josiane, la prostituta de la que está enamorado, el barrio 
              vive bajo el terror de un asesino de mujeres. Aunque menos minuciosamente 
              sádico que Jack the Ripper, ese asesino (Laurent) no es menos 
              eficaz: con sus grandes manos desnudas suele estrangular mujeres. 
              Los encuentros del "yo" con Josiane se realizan sobre 
              un fondo de terror y con el espasmo del miedo al asesino, invisible 
              pero omnipresente, como incentivo perverso para esos episodios en 
              el laberinto de las galerías. No es, sin embargo, Laurent 
              el único individuo que acecha a las prostitutas. Hay también un "sudamericano", muy alto y joven, 
              delgado, silencioso, que el narrador contempla desde lejos, sin 
              atreverse a abordar, aunque se siente tentado a hacerlo aunque más 
              no sea por ser él también sudamericano. Aquel solitario 
              tiene gustos perversos hasta el punto que una de las compañeras 
              de Josiane, La Rousse, se niega a satisfacerlos a pesar de la notoria 
              amplitud de miras de las prostitutas francesas en esta materia. 
              (No se dice cuál sea la perversión; tiene algo que 
              ver con una forma de voyeurismo, vinculada tal vez a la coprofilia, 
              según se insinúa en la p. 181.) Por algún tiempo, 
              las prostitutas sospechan que el "sudamericano" sea Laurent. 
              Luego el verdadero Laurent es encontrado junto al cadáver 
              de su última víctima: era un marsellés y no 
              tenía nada que ver con el "sudamericano". Pero la verdadera identidad de éste último es insinuada 
              en el texto por medio de referencias aisladas: es joven, vive aislado, 
              escribe mucho, muere solo en una piecita de hotel en el barrio de 
              la Bolsa, poco antes de la victoria prusiana. No es difícil 
              reconocer a Maldoror/Lautréamont/Ducasse en esta figura. 
              De esta manera se refuerza el diálogo establecido por los 
              epígrafes. Al convertir al autor de los Cantos en 
              personaje no explícitamente identificado de "El otro 
              cielo", Cortázar esta aludiendo a la función 
              de aquella obra en la concepción de su relato. Una detallada 
              comparación del cuento (sobre todo en los pasajes que se 
              refieren a la vida en el París de 1868) con el canto sexto 
              de Lautréamont permitiría advertir hasta qué 
              punto Cortázar utiliza el texto francés como fuente 
              de muchos detalles concretos del suyo. Este examen es aquí 
              imposible. Baste indicar que no se trata sólo de aislados 
              préstamos estilísticos. Se trata de algo mucho más 
              importante: la absorción de una. atmósfera y de un 
              lugar literario; la adopción de un sistema de visión; 
              la incorporación del tema y de las obsesiones del modelo; 
              el préstamo deliberado de una figura, de un "fantasma". Porque no sólo el "sudamericano" es Lautréamont/Ducasse. 
              Hay otras identidades más que el texto se encarga de insinuar 
              o de marcar explícitamente. Empecemos por la que se establece 
              entre Laurent y el "sudamericano". Al hablar de la muerte 
              sucesiva de ambos, el narrador comenta:  
               
                ... las dos muertes que de alguna 
                  manera se me antojaban simétricas, la del sudamericano 
                  y la de Laurent, el uno en su pieza de hotel, el otro disolviéndose 
                  en la nada para ceder su lugar a Paul el marsellés, y 
                  eran casi una misma muerte... (pp. 195-96). Esa identidad simbólica de Paul Laurent y el "sudamericano", 
              reflexión especular el primero del segundo, queda además 
              subrayada por otra circunstancia: la alusión a Lautréamont 
              contenida en el nombre de Laurent que escoge Cortázar para 
              el asesino. Es posible dividir ambos nombres para revelar mejor 
              esa identidad simbólica: Lau-re-nt y 
              Lau-tré-amo-nt comparten las mismas 
              letras subrayadas, y en la misma secuencia. Laurent es una reducción 
              de Lautréamont -una parte de éste. Ya se sabe que los dobles, o las imágenes especulares, tienden 
              a reproducir sólo una parte, y en forma distorsionada, del 
              ser que reflejan. En una de las más famosas novelas sobre 
              este tema, The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr Hyde, de 
              Stevenson, Hyde no sólo es más joven y vigoroso que 
              Jekyll; también es más pequeño y brutal; es 
              como una concentración, en el sentido del mal, del médico. 
              En otra célebre historia de dobles, el relato "The Jolly 
              Corner", de James, el otro yo del protagonista es una figura 
              repugnante y oscura, con una cicatriz que le cruza la cara. De la 
              misma manera, Laurent ofrece una imagen distorsionada, en el espejo 
              oscuro del crimen, de Lautréamont, el "montevideano", 
              como le gustaba llamarse. Si el "sudamericano" de Cortázar 
              es, como todo parece indicar, el "montevideano", entonces 
              Laurent y el "sudamericano" aparecen no sólo unidos 
              por sus muertes sino por esa identidad simbólica que se revela 
              en la terminación de sus destinos. Sólo sus muertes 
              (como en Stevenson) revelan la identidad. IV La simultaneidad de las muertes de Laurent y el "sudamericano" 
              también contribuye a llamar la atención, en forma 
              indirecta, sobre una cierta comunidad en el mal que vincula a esos 
              dos personajes, y que se transfiere naturalmente también 
              al modelo, Lautréamont. Aunque es obvio que Maldoror/Lautréamont/Ducasse 
              nunca cometieron ningún crimen "real", la creación 
              de Les Chants de Maldoror, ese libro deliberadamente blasfemo 
              y hasta satánico, como se ha visto, puede ser considerada 
              como una transgresión que tiene las características 
              de un crimen. Hasta el nombre del personaje central del libro puede 
              ser descodificado como Mal d'aurore, el Mal naciente. Para poder entender mejor ese nivel de significación del 
              libro y del personaje es necesario remitirse a algunas interpretaciones 
              que derivan, originariamente, de ciertos textos de Georges Bataille. 
              Esa lectura de Bataille apunta a una concepción de la literatura 
              como transgresión, de la escritura como blasfemia, del acto 
              de escribir como un crimen. En uno de los más luminosos ensayos 
              de Severo Sarduy, "Del Yin al Yang", se intenta la reconstrucción 
              parcial de lo que podría ser el sistema de Bataille. No es 
              casual que el ejercicio de Sarduy tenga como uno de sus temas precisamente 
              un texto de Cortázar, en el que la huella del autor de Les 
              Larmes d'Éros es más visible. Por eso me parece 
              necesario detenerme un momento en el repaso del ensayo de Sarduy.(4) Su propósito explícito es seguir la trayectoria de 
              una imagen, desde el libro citado de Bataille hasta Rayuela 
              y Farabeuf, del mexicano Salvador Elizondo, pasando por la 
              Storia di Vous, del italiano Marmori. Para este recuento 
              es posible prescindir tanto de Marmori como de Elizondo. Lo que 
              no es posible es prescindir del Marqués de Sade, con quien 
              abre Sarduy su investigación. Lo primero que subraya Sarduy 
              es que, en su delirio textual, el Marqués busca una sola 
              cosa: "Fijar, impedir el movimiento" (p. 11). Es decir: 
              privar al Otro de su libertad, reducirlo al estado de objeto, atado, 
              fijado; esto restituye al sádico "su total arbitrio, 
              lo devuelve al estado inicial de posible absoluto, lo libera, lo 
              'desata'." (p. 11). Es sabido que, en la realidad histórica, Sade casi nunca 
              realizó su propósito. Hay alguna oscura historia de 
              prostitutas, cantáridas, flagelación y sodomía, 
              pero qué mediocre resulta todo esto frente a los excesos 
              textuales de sus Obras completas. Donde Sade sí realizó 
              su experiencia fue en el texto; su trasgresión fue, sobre 
              todo, literaria. Prosiguiendo su análisis, Sarduy muestra 
              luego que el sadismo, como ideología, supone un espacio que 
              es, primero, cristiano, y que, al ser refutado por Sade, 
              pasa a ser deísta para terminar siendo gobernado por 
              un Dios malvado (p. 13). Esa "refutación de la impostura 
              divina se complace en su reiteración continua. (...) este 
              rechazo, esa plegaria al revés, ese otro conjunto, tienen 
              un valor erótico." (p. 13). Me parece innecesario subrayar hasta qué punto esta interpretación 
              de la blasfemia en Sade coincide con la posible interpretación 
              de la blasfemia en Les Chants de Maldoror. Ya se ha visto 
              que, en el prefacio al canto sexto, Lautréamont indica muy 
              explícitamente este aspecto de su obra. De la misma manera, 
              lo que Sarduy dice sobre Bataille en su ensayo citado, también 
              permite iluminar ciertas zonas de Maldoror. Para Bataille, en la 
              síntesis de Sarduy, tres son las posibles transgresiones 
              del pensamiento: el propio pensamiento, el erotismo y la muerte. 
              Las tres transgresiones han sido castigadas por la sociedad burguesa 
              en su origen aunque, de las tres, la que no perdona es, sobre todo, 
              la primera: que el pensamiento se piense a sí mismo, que 
              la lengua y la literatura se hablen a sí mismas.  
               
                Blasfemia, homosexualidad, incesto, 
                  sadismo, masoquismo y muerte son ya transgresiones relativamente 
                  toleradas. (No hablo de la transgresión pueril que es 
                  el arte "de denuncia"; el pensamiento burgués 
                  no sólo no se molesta, sino que se satisface ante la 
                  representación de la burguesía como explotación, 
                  del capitalismo como podredumbre.) Lo único que la burguesía 
                  no soporta, lo que la "saca de quicio", es la idea 
                  de que el pensamiento pueda pensar sobre el pensamiento, 
                  de que el lenguaje pueda habar del lenguaje, de que un 
                  autor no escriba sobre algo, sino escriba algo (como proponía 
                  Joyce). Frente a esta transgresión, que era para Bataille 
                  el sentido del despertar, se encuentran, repentina y 
                  definitivamente de acuerdo, creyentes y ateos, capitalistas 
                  y comunistas, aristócratas y proletarios, lectores de 
                  Mauriac y de Sartre. (pp. 19-20). La literatura como transgresión última del pensamiento; 
              la literatura como expresión de otras transgresiones (el 
              erotismo, la muerte): tales serían las fórmulas en 
              que vendrían a coincidir Sade y Bataille con Lautréamont. 
              Que también Cortázar puede sumarse a ese escogido 
              grupo es lo que concluye de demostrar el ensayo de Sarduy al estudiar 
              la relación que hay entre un episodio de Rayuela y unas páginas 
              de Les Larmes d'Éros. Me refiero a las fotografías 
              que ilustran la tortura china de los cien pedazos, o Leng-Tch'e, 
              a las que hace referencia Wong en el capítulo 14 de la novela 
              de Cortázar, y que son reproducidas parcialmente por Bataille 
              en las pp. 232-234 de su libro citado.(5) 
              En la lectura que hace Wong de esas fotografías, como en 
              las interpretaciones de Bataille, están íntimamente 
              ligadas las tres transgresiones: el erotismo sádico y la 
              muerte en la tortura misma; la transgresión literaria en 
              los textos que ilustran o completan verbalmente las fotografías. Hasta aquí, Sarduy y las observaciones que su admirable 
              ensayo suscita. Al volver al relato "El otro cielo", conviene 
              observar que esa interpretación de la literatura como transgresión 
              final permite advertir un lazo más que vincula al asesino 
              Laurent con el "sudamericano". Es cierto que este personaje, 
              como Lautréamont, es inocente de todo otro crimen que el 
              de escribir pero lo que él escribe es una transgresión 
              para la sociedad burguesa en que se inscribe su obra, una blasfemia, 
              equivalente a la del erotismo o la muerte. Su mismo voyeurismo 
              es como un emblema de la otra transgresión: es culpable por 
              querer ver más, por querer violar el tabú con la mirada, 
              de la misma manera que su escritura viola también otros tabúes. En las alusiones de "El otro cielo" a Les Chants de 
              Maldoror hay otra forma de vincular al "sudamericano" 
              con Laurent: ambos recorren el barrio de las galerías, acosados 
              por el mismo impulso de ir más allá, de transgredir; 
              ambos terminan por cometer actos (asesinar, escribir) que son formas 
              de transgresión última contra la sociedad; ambos mueren 
              igualmente condenados. De esta manera, Laurent se convierte en el 
              doble, o fantasma, del "sudamericano". Pero hay más, 
              como se verá. V La pareja Lautréamont-Laurent implícita en la del 
              "sudamericano" con Laurent, también arroja, alguna 
              luz sobre la pareja formada por el "yo" de Buenos Aires 
              y el de París. La misma oposición sexual que se crea 
              entre el voyeur y el asesino (el impotente que mira, el que actúa) 
              se encuentra entre las dos imágenes del narrador. El ritual 
              que ejecuta el adolescente en la Galería Güemes de 1928, 
              su búsqueda voyeurística de alguna satisfacción 
              vicaria para sus frustrados deseos, contrasta en forma reiterada 
              con el ritual que ejecuta el joven en el barrio parisino de las 
              galerías. Este entra en el laberinto, elige a Josiane, sube 
              con ella a la buhardilla, la posee, se siente sexualmente liberado. 
              Cumple el acto sexual ("la petite morte", en que metaforizan 
              los franceses el orgasmo) como Laurent cumple el acto criminal. 
              Al usar sus enormes manos desnudas para estrangular a sus víctimas, 
              Laurent alcanza el orgasmo. Para él, el asesinato es una 
              experiencia erótica. Él realiza la "petite morte" 
              en forma que no es enteramente metafórica. El paralelo entre 
              Laurent y el "yo" parisino se hace visible por medio de 
              este doble orgasmo y esta doble muerte. De la misma manera, el "yo" de Buenos Aires y el "sudamericano" 
              comparten semejantes tendencias voyeurísticas, la misma impotencia 
              para satisfacer sus deseos. Aunque el argentino se casa al fin, 
              resulta bastante claro que ese matrimonio no traerá la satisfacción 
              de sus deseos. El seguirá anhelando el otro cielo de las 
              galerías parisinas, la libertad que tiene su "yo" 
              de 1868. Tendrá tanta envidia de él como el "sudamericano" 
              podría tener de Laurent. Por eso, y de modo similar, en tanto 
              que el "sudamericano" encuentra en la escritura, la transgresión 
              literaria, un equivalente de los crímenes sexuales de Laurent, 
              el "yo" de Buenos Aires encuentra en sus sueños 
              sobre el "yo" de París una compensación 
              para sus frustraciones. Del mismo modo, si Laurent es el doble deformado en el espejo del 
              "sudamericano", el "yo" parisino es la imagen 
              deforme del de Buenos Aires: una imagen distorsionadamente feliz 
              que se proyecta en la nostalgia de los sueños. Está 
              enamorado de Josiane, encuentra el verdadero amor sexual en sus 
              brazos, es libre. O lo parece. Porque hay otros fantasmas en este 
              relato circular que termina por convertirse en un laberinto de ambiguas 
              significaciones. El "yo" de Buenos Aires tiene un padrastro 
              que no quiere que el muchacho fume tabaco rubio y que profetiza 
              que acabará ciego si lo hace (p. 168). Esa prohibición 
              y esa profecía parecen enmascarar otras, más comunes 
              en el Buenos Aires de 1928: la vinculación del tabaco rubio 
              con la mariconería; la de todo exceso sensual con la masturbación 
              y con la decadencia física. Pero si el "yo" argentino 
              tiene este padrastro, el de París no está libre de 
              otra figura paterna, más o menos distorsionada. Josiane, 
              naturalmente, es explotada por un "maquereau" que es su 
              verdadero amo y amante. El amor que da Josiane al narrador está 
              limitado y frustrado por la presencia ocasional de ese hombre. Él 
              podrá poseer a Josiane pero el Otro es su dueño. La configuración edípica de todo el cuento se revela 
              en esta doble pareja del padrastro y el "maquereau". Lo 
              que esta pareja sugiere es que el "yo" parisino no está 
              tan liberado como cree. Aún en el otro cielo de las galerías 
              él debe aceptar la presencia, invisible pero dominante, del 
              Otro, el verdadero dueño. Por eso, lo que el "yo" 
              realmente alcanza en París es sólo un simulacro de 
              liberación: la limitada libertad sexual de un hombre que 
              alquila una mujer por unas horas. Su amor por Josiane también 
              tiene la configuración de un sueño masturbatorio. Él lo sabe. En un momento privilegiado de la narración, 
              cuando está a punto de hablar con el "sudamericano", 
              y tiene cortedad y no lo hace, siente que hizo mal al no hablar, 
              que "estuvo al borde de un acto que hubiera podido salvarme" 
              (p. 181). Cuál es la salvación, es lo que no dice. 
              Pero puede conjeturarse que no es la salvación por el amor 
              homosexual, aunque las implicaciones homosexuales de la figura Lautréamont/ 
              Maldoror/Ducasse son conocidas. Es posible adelantar otra explicación. Si lo que realmente libera a Laurent no es el sexo sino el asesinato, 
              entonces lo que libera al "sudamericano" no es el sexo 
              tampoco (que le está vedado, en la forma perversa que él 
              quiere practicarlo), sino la escritura. Esos "muchos papeles 
              borroneados" que ve un día en su cuarto la prostituta 
              Kikí (p. 181), esa "consola atestada de libros y papeles" 
              que se describe al hablar de su muerte (p. 195), atestiguan su profesión 
              de escritor. En ambos casos, la liberación llega a través 
              de la transgresión final del crimen o la escritura. La configuración 
              doblemente sádica que implica esta identificación 
              entre el asesinato y la literatura -no hay que olvidar que el marqués 
              de Sade escribía sus crímenes, como subraya 
              Bataille- facilita la respuesta adecuada a ese problema de la salvación 
              a que alude el "yo" de París. Él también, 
              como el "sudamericano", terminará por recontar 
              (es decir: escribir) sus "crímenes". VI Hay otros importantes elementos en la configuración sádica 
              de este cuento. Si Laurent utiliza sus grandes manos para estrangular 
              a sus víctimas, ahogándolas con un movimiento que 
              simboliza la masturbación, su gesto también implica 
              la conversión de la victima (siempre una mujer) en un objeto 
              fijo, completamente inmovilizado para que el sádico pueda 
              ejercer sobre él su libertad. El "sudamericano", 
              al negarse a tener relaciones normales con las prostitutas y exigir 
              una perversión que implica la mirada, esta también 
              revelando la configuración sádica: la mirada inmoviliza, 
              fija al Otro, en su condición de objeto, lo reifica, para 
              liberar así al sádico. La misma configuración funciona en forma aún más 
              clara en un episodio lateral del relato que se convierte, sin embargo, 
              en emblema del cuento entero. Es la ejecución de un condenado 
              a la que asisten Josiane con el narrador y sus amigos. La guillotina 
              decapita a la víctima (apenas una mancha blanca en los brazos 
              negros de los verdugos, lo que enfatiza el paralelo con las actividades 
              estrangulatorias de Laurent) mientras Josiane sufre espasmos de 
              terror, clava las uñas en el brazo de "yo" y tiene 
              un sacudimiento que equivale a un orgasmo brutal. Otra vez la muerte 
              sádica y la "pequeña muerte" aparecen indisolublemente 
              unidas. Al convertir al condenado en un objeto de contemplación, 
              al inmovilizarlo con la mirada, mientras ella practica la libertad 
              y alcanza el éxtasis, Josiane está actuando como Laurent 
              con sus víctimas, como el "sudamericano" quisiera 
              actuar con las prostitutas. Hay otra alusión en la forma en que es ejecutado el hombre. 
              La muerte por decapitación es una forma simbólica 
              de la castración; la ceguera con que amenaza el padrastro 
              de Buenos Aires es otra forma de castración. Entre una y 
              otra imagen corre la narración entera, va y viene, se vuelve 
              sobre sí misma, se enrosca sobre sus propios pasos, para 
              llevar al lector a un desenlace irónico en que el "yo" 
              de Buenos Aires acepta pasivamente todo: una mujer que no quiere 
              (y que ni siquiera, probablemente, desea), un trabajo que odia, 
              un país que se hunde rápidamente en el pantano de 
              la dictadura militar. Es decir: acepta la Muerte. Porque lo que 
              lo mantenía vivo era la capacidad de salir a recorrer Buenos 
              Aires en un año cualquiera de este siglo y entrar en el barrio 
              de las galerías del París de 1868. Lo que lo mantenía 
              vivo era la posibilidad de soñar despierto con una existencia 
              libre (o aparentemente libre) en el otro cielo de París. 
              Pero al aceptar Buenos Aires, el "yo" pierde la capacidad 
              de encontrar el camino de las galerías, deja de vivir en 
              París, deja de soñar despierto. Su destino aparece 
              ahora como la inversión exacta del que corresponde al protagonista 
              de "The Jolly Corner". En tanto que el "yo" 
              decide quedarse en Buenos Aires y olvida encontrar el pasaje que 
              lo llevaba antes a París, el protagonista de James descubre 
              en el monstruoso doble que lo enfrenta en Nueva York una confirmación 
              de que tuvo razón al elegir Europa. VII  Otros diálogos podrían establecerse entre el cuento 
              de Cortázar y varios textos publicados antes por él, 
              como el cuento "Las puertas del cielo" que recoge Bestiario 
              (1950). En esta versión, más torpe, llena de fabricado 
              color local, la que vive simultáneamente en dos mundos opuestos, 
              aunque no en dos tiempos lejanos, es la protagonista, una ex-prostituta. 
              También se podría establecer un paralelo entre "El 
              otro cielo" y ese cuento, "Las babas del Diablo", 
              que Antonioni y Tonino Guerra convirtieron en Blow-up (1967): 
              la misma sádica configuración del fotógrafo 
              voyeur, la misma insinuación de amor homosexual (más 
              explicita en la segunda narración), la misma concepción 
              del arte como forma de salvación, como una redención 
              del Mal. El pasaje de una a otra ciudad, de Buenos Aires a París, 
              está presentado en forma mucho más elaborada en Rayuela 
              (1963), novela en la que ese pasaje aparece pautado por la múltiple 
              presencia de dobles y por la misma configuración sádico-edípica. 
              También aparece allí un emblema del asesinato ritual. 
              En vez de la guillotina se encuentra en la novela una descripción 
              detallada de la tortura china de los cien pedazos que deriva de 
              Les Larmes d'Éros, como se ha visto. Una comparación con 62. Modelo para armar (1968), 
              sería de rigor porque esta novela utiliza, como el cuento, 
              el pasaje de tiempos y espacios, la comunicación imaginaria 
              de ciudades distintas que componen al cabo una ciudad, el tránsito 
              especular de destinos. También en esta novela, Cortázar 
              desarrolla aún más la vinculación ritual entre 
              el sexo y el crimen, en la variante lesbiana esta vez. Finalmente, 
              la exploración de algunos episodios de Los premios (1961) 
              y del uso en esta novela del símbolo de la popa como el centro 
              inaccesible, y tabú, de ese laberinto que es el barco, permitiría 
              descubrir el mismo tema implícito de la salvación 
              a través del arte o del amor homosexual. Pero hay otro diálogo, no menos importante, que sí 
              conviene señalar, y que también ocurre en la superficie 
              del cuento, "El otro cielo": es el que se establece entre 
              la persona triple de Isidore Ducasse/Lautréamont/Maldoror, 
              y la del escritor Julio Cortázar. Al convertir a Ducasse, 
              el "montevideano", en el "sudamericano" de su 
              cuento, Cortázar no sólo esta expandiendo voluntariamente 
              hasta el continente entero el limitado ámbito topográfico 
              del modelo: está subsumiendo la específica nacionalidad 
              de Ducasse en otra, más general, que lo abarca a él 
              también. De esa manera, Lautréamont se convierte en 
              su antepasado. Una última pareja queda en evidencia gracias a esta operación 
              geográfica: Isidore Ducasse se convierte en el doble, especularmente 
              invertido, de Cortázar. En tanto que aquél nació 
              en Montevideo (1846), de padres franceses, Cortázar nació 
              en Bruselas (1941) de padres argentinos. Ducasse fue educado en 
              Francia y se convirtió en escritor francés, en tanto 
              que Cortázar fue educado en Buenos Aires y se convirtió 
              en escritor argentino. El aquí y allí tienen 
              significaciones simétricamente opuestas para Lautréamont 
              y Cortázar, como la izquierda y la derecha en las imágenes 
              especularmente opuestas. Para Ducasse, que escribe en francés 
              para un público francés, París es siempre aquí, 
              y la región rioplatense en que nació es siempre allí; 
              para Cortázar, que escribe en español y para un público 
              hispánico, Buenos Aires es aquí y las orillas 
              del Sena son allí. Si se descodifica el seudónimo 
              de Lautréamont como L'autre monde (el otro mundo = 
              el otro cielo), el seudónimo apunta a América del 
              Sur, el otro mundo del que viene el "montevideano", en 
              tanto que para Cortázar como escritor, América Latina 
              es su mundo, el aquí  eterno de su literatura. (Que 
              Cortázar esté radicado en Francia desde hace mis de 
              veinte años, que se haya hecho ciudadano francés últimamente, 
              son accidentes de su biografía, no de su escritura.) Estas configuraciones simbólicas, esta simetría especular, 
              no ha impedido sin embargo que Cortázar haya intentado una 
              identificación final con Lautréamont. Al contrario, 
              ellas se acentúan por las mismas diferencias y ayudan a proyectar 
              al escritor dentro del "yo" que narra "El otro cielo", 
              ese personaje que casi habla con el "sudamericano" 
              en el texto de 1868. En el diálogo que el texto del cuento 
              establece con el texto de Les Chants de Maldoror el "casi" 
              es redimido del mundo de posibilidades irrealizadas y el "yo" 
              se encuentra con el poeta, Cortázar finalmente se enfrenta 
              con el fantasma de Lautréamont." Emir RODRÍGUEZ-MONEGALYale University.
 
 (1) Todos los fuegos el fuego 
              fue publicado originariamente por Sudamericana (Buenos Aires, 1966). 
              Cito por la presente edición, "El otro cielo" está 
              en las pp. 167-97.(2) Cito por la edición de Oeuvres Complètes, 
              publicada par GLM, en París, 1938. Les Chants de Maldoror 
              está en las pp. 1-294.
 (3) Alejandra Pizarnik ha escrito un fino artículo sobre 
              este mismo cuento. Allí examina algunas relaciones entre 
              el texto de Lautréamont y el de Cortázar pero llega 
              a conclusiones diferentes a las de este trabajo. Su artículo 
              está recogido en el volumen colectivo La vuelta a Cortázar 
              en nueve ensayos (Buenos Aires: Carlos Pérez, 1968), 
              pp. 55-62.
 (4) Escrito sobre un cuerpo (Buenos Aires: Sudamericana, 
              1969), pp. 9-30.
 (5) Les Larmes d'Éros ha sido publicada por Jean-Jacques 
              Pauvert (Paris, 1961). Rayuela, por Sudamericana (Buenos 
              Aires, 1963), el capítulo 14 está en las pp. 70-72. 
              En su última novela, Cobra (Buenos Aires: Sudamericana, 
              1972), Severo Sarduy también alude al Leng-Tch'e. 
              Véase, especialmente, las pp. 114-115. Hay un artículo 
              mío sobre esta novela, "Severo Sarduy: Las metamorfosis 
              del texto" (publicado en Plural, México, 1973), 
              en que se analizan estas relaciones entre Bataille, Cortázar 
              y Sarduy.
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