|   | El Martín Fierro en Borges y Martínez 
              Estrada.En: Revista Iberoamericana, v. 40, nº 87-88, abril-setiembre 
              1974, p. 287-302.
 
 I "Es imposible leer hoy el Martín Fierro como 
              fue leído en 1873. También es inútil. Porque 
              toda obra grande está hecha no sólo del texto que 
              fue escrito y publicado en tal o cual fecha sino de los textos superpuestos 
              por algunos lectores privilegiados: textos variados y tan válidos 
              como el original, si es que existe un "original". Por 
              eso, en este año del centenario, me ha parecido mejor volver 
              al poema de Hernández por el camino, tal vez laberíntico, 
              de dos lecturas famosas, hechas en este siglo, dos lecturas que 
              ya son (para nosotros, al menos) prácticamente inseparables 
              del texto del poema. Me refiero a la múltiple lectura de 
              Borges en varios ensayos, un librito de crítica y algunos 
              relatos, y a la enciclopédica lectura de Martínez 
              Estrada en los dos volúmenes de Muerte y transfiguración 
              de "Martín Fierro". Inútil aclarar que el enfoque fragmentario de Borges y el 
              totalizador de Martínez Estrada poco tienen de común 
              en apariencia. En tanto que Borges elabora a lo largo de unos treinta 
              años, una visión crítica del poema (matizada 
              en el detalle pero esencialmente la misma), Martínez Estrada 
              despliega en un libro escrito continuadamente un análisis 
              exhaustivo no sólo de la obra sino de su contexto histórico, 
              social, político, económico, cultural, literario. 
              Pocas cosas quedan por escudriñar a Martínez Estrada; 
              muy pocas son objeto de la constante atención de Borges. 
              Y sin embargo, la diferencia de enfoque, la oposición de 
              proyectos, el contraste de las dimensiones (Borges concentra lo 
              principal en un librito de 77 páginas de cuerpo grande; Martínez 
              Estrada necesita de dos tomos de 393 y 520 páginas respectivamente); 
              todo lo que separa a uno del otro, no destruye una unidad básica 
              de la actividad crítica. Tanto Borges como Martínez 
              Estrada aportan a sus respectivas lecturas no sólo una visión 
              enriquecedora de la realidad argentina y una pasión nacional 
              (explícita en Martínez Estrada, disimulada por la 
              ironía en Borges) sino que aportan una imaginación 
              crítica, una capacidad de traspasar las capas de estuco acumuladas 
              sobre el texto por la crítica anodina para llegar a la interlínea, 
              para revelar la intertextualidad, para descubrir el palimpsesto. 
              Leer el Martín Fierro que sus lecturas re-escriben 
              es leer una obra infinitamente superior a la que piadosas lecturas 
              conmemorativas nos tienen acostumbrados. Por eso, no es arbitrario reunir en esta doble lectura la ambición 
              de Martínez Estrada y el miniaturismo borgiano; la vasta 
              persecución de connotaciones que, en definitiva, define el 
              sistema hermenéutico de Martínez Estrada, y el fragmentarismo 
              de brillantes intuiciones y cortes tajantes en la textura del poema 
              que constituye el método de Borges. Ambas lecturas cubren 
              a su manera el texto, lo re-escriben, lo descodifican. En el caso 
              de Borges, esa descodificación se extiende hasta la parodia: 
              dos episodios del Martín Fierro habrán de servir 
              de base a dos de sus relatos. Pero la parodia (ya es sabe); es una 
              de las formas más eficaces de la crítica literaria, 
              como lo han demostrado Cervantes y Cabrera Infante, para no citar 
              sino a dos maestros. Una última observación preliminar: elegir a Borges 
              y a Martínez Estrada no significa ignorar tantas otras lecturas 
              válidas del Martín Fierro, desde las que hace 
              el propio Hernández en algunos textos autocríticos, 
              hasta las de Pagés Larraya y Amaro Villanueva, pasando naturalmente 
              por las de Eduardo Gutiérrez (responsable del enfoque matrero 
              del gaucho), de Lugones (que funda el mito nacional del "gaucho"), 
              de Güiraldes (¿no es Don Segundo acaso el último 
              avatar, la sombra, de Martín Fierro), o las de Julio Mafud. 
              Habría que escribir un trabajo sobre estos y otros lectores 
              del poema: en ellos, como en Borges y Martínez Estrada, el 
              texto sigue re-escribiéndose. 2 El mismo Borges ha contado en qué curiosas circunstancias 
              leyó por primera vez el Martín Fierro: tuvo 
              que comprarlo a escondidas porque en su casa el libro estaba prohibido. 
              Su autor, por ser federal, era enemigo de los Borges y los Acevedo. 
              Para Doña Leonor, aquél era un libro sólo digno 
              de maleantes o gente ignorantes. Además, la imagen del gaucho 
              que presentaba era falsa. Por eso, Georgie debió leer el 
              libro clandestinamente, porque para su familia era un libro políticamente 
              pornográfico. Al contar la reacción de Madre en su "Autobiographical 
              Essay" (en la edición norteamericana de The Aleph, 
              1970), Borges no se toma el trabajo de aclarar que ella estaba equivocada, 
              que Hernández había denunciado reiteradamente a Rosas 
              en sus escritos políticos. Pero ya en su librito sobre El 
              "Martín Fierro", de 1953, Borges había 
              reconocido que Hernández no era rosista; apoyado en una cita 
              de Pagés Larraya, afirma entonces: "era federal, pero 
              no rosista". Esta rectificación de 1953 no pudo haber afectado la lectura 
              que hace Borges (o mejor dicho: Georgie) hacia la primera década 
              del siglo. Para los Borges y los Acevedo, Hernández era, 
              no podía no ser, rosista. El matiz se les escapaba como se 
              les escaparía a muchos contemporáneos. Las cosas se 
              complicaban aún más por el hecho de ser Hernández 
              pariente de los Pueyrredón que eran enemigos de Rosas. Esto 
              lo hacía más repudiable: era un tránsfuga de 
              la causa unitaria, de la causa de la "gente bien", como 
              lo sería (muchos años más tarde) el Che Guevara. El libro, además era repudiable por su intención 
              política: era una defensa del gaucho, una reivindicación 
              de sus derechos civiles. El poema no sólo cuenta una aventura 
              y un destino; también propone una lectura de la historia 
              argentina, lectura diametralmente opuesta a la efectuada sobre el 
              cuerpo de la realidad por los Borges y los Acevedo. No hay que olvidar 
              que el abuelo paterno, el coronel Francisco Borges, fue precisamente 
              Comandante de Campaña y como tal habrá tenido que 
              lidiar más de una vez con gauchos (para él) rebeldes 
              y desertores, como Fierro. La abuela paterna, Fanny Haslam, que 
              descubrió a Georgie el mundo imaginario de las letras inglesas 
              antes que se le hubiese revelado el de las hispánicas, también 
              compartió con su marido la vida de campaña. El padre 
              de Borges fue engendrado en esa tierra de fronteras; allí 
              murió, en un combate de las guerras civiles, el abuelo. Era 
              en 1874, cuando Martín Fierro sólo había 
              cumplido un año.  En ese contexto familiar, es comprensible que Georgie tuviera prohibida 
              la lectura del Martín Fierro y que, por eso mismo, 
              lo comprara a escondidas y lo leyera clandestinamente. Hoy parece 
              casi inconcebible que los viejos criollos argentinos hayan tenido 
              una actitud tan negativa frente al gaucho. Pero hay que recordar 
              que antes de 1916 (fecha de El payador, de Lugones) el gaucho 
              no es el símbolo de la nacionalidad argentina; es, más 
              bien, el símbolo de la barbarie que la nueva orgullosa nación 
              quiso no sólo erradicar sino obliterar por el olvido. En 
              su librito sobre el poema, trazará Borges un cuadro histórico 
              que permite situar mejor su perspectiva de clase frente al poema: Con la acción de Ayacucho, librada por los 
              ejércitos de Sucre en 1824, se consumó la Independencia 
              de América; medio siglo después, en campos de la provincia 
              de Buenos Aires, la Conquista no había tocado aún 
              a su fin. Al mando de Carriel, de Pincén o de Namuncuré, 
              los indios invadían las estancias de los cristianos y robaban 
              la hacienda; más allá de Junín y de Azul, una 
              línea de fortines marcaba la precaria frontera y trataba 
              de contener esas depredaciones. El ejército cumplía 
              entonces una función penal; la tropa se componía, 
              en gran parte, de malhechores y de gauchos arbitrariamente arreados 
              por las partidas policiales. Esta conscripción ilegal, como 
              la ha llamado Lugones, no tenía un término fijo; Hernández 
              escribió el Martín Fierro para denunciar ese 
              régimen. Se propuso evidenciar que esas levas eran la ruina 
              de la gente de campaña. (MF, 30) Aunque la reticencia británica de Borges le impide decirlo 
              es evidente que al dictar esas frases a su colaboradora, Margarita 
              Guerrero, él no pudo no pensar que su abuelo, el coronel 
              Francisco Borges, habría tenido que recibir en su calidad 
              de Comandante de Campaña a muchos gauchos como Fierro y que 
              el poema, escrito para defender a un elemento mal integrado socialmente, 
              o francamente asocial, era un ataque a esa misma clase que había 
              oprimido y destruido al gaucho. Desde este punto de vista, Hernández 
              no sólo había traicionado a los suyos al ser federal; 
              los había vuelto a traicionar al escribir el poema. Era un 
              doble tránsfuga para los Borges y los Acevedo. El texto de Borges arriba citado contiene una paradoja no explícita. 
              Porque las hazañas de la Independencia de América 
              fueron cumplidas por los mismos gauchos que luego serían 
              confundidos con malhechores en las levas efectuadas medio siglo 
              más tarde de Junín. Aunque tal vez no sea correcto 
              decir que eran los mismos gauchos. Entre el gaucho de la Independencia 
              y el sometido a la leva en la frontera hay no sólo la distancia 
              de medio siglo: hay toda una transformación social y política. 
              El gaucho ya no es el dueño de la pampa, el jinete invencible: 
              es un paisano sometido a una autoridad arbitraria, enfrentado a 
              un enemigo mucho más diestro (el indio), emasculado por el 
              Estado de su virilidad. Pero esa paradoja está sólo 
              implícita en el texto de Borges y era, seguramente, invisible 
              para su abuelo. El coronel Borges no sería excepción en su clase: 
              para la gente pudiente de entonces, el gaucho representaba la ralea, 
              la barbarie, las masas armadas que tanto podían servir para 
              una causa justa (la Independencia) como para ponerse al servicio 
              de estancieros bárbaros y ambiciosos (como Rosas y los demás 
              caudillos); masa que al desintegrarse en unidades, perdía 
              toda grandeza. Esta es la visión oficial de la historia argentina 
              de entonces, la que aparece reflejada en otra obra que Georgie sí 
              encontró en la biblioteca de Padre. Es el Facundo, 
              de Sarmiento, cuyo subtítulo, "Civilización y 
              barbarie" recoge la dicotomía sobre la que se edifica 
              la Argentina, la oficial. En este libro, y no en el Martín 
              Fierro, encontrará Georgie la visión histórica 
              que lo confirma en su clase y su cultura. En la misma biblioteca 
              paterna están la Historia Argentina, de Vicente Fidel 
              López, y las heroicas biografías de San Martín 
              y Belgrano, por el general Bartolomé Mitre. Pero lo que me importa subrayar ahora es que a pesar de la prohibición 
              familiar, Georgie adquiere el libro a escondidas y lo lee. Esa lectura 
              habrá de tener inesperadas consecuencias. 3 Las primeras huellas del Martín Fierro pueden reconocerse 
              en los ensayos críticos que Borges publica en volumen a partir 
              de 1925. Aunque el que recoge (en Inquisiciones, de ese año) 
              no está dedicado al poema sino a Ascasubi, ya puede situarse 
              en esa fecha la preocupación explícita por el tema 
              gauchesco. Al artículo sobre Ascasubi, sigue otro sobre Estanislao 
              del Campo (El tamaño de mi esperanza, 1926) en que 
              recuerda que el autor "fue amigo de mis mayores". Sólo 
              en 1931, aborda directamente el Martín Fierro, en 
              un trabajo que recoge en Discusión (1932). El largo 
              rodeo es explicable: lentamente decide Borges acercarse en público 
              al libro prohibido. Ascasubi (unitario, anti-rosista) es de los 
              "nuestros", como lo es del Campo, amigo de sus mayores. 
              Pero ya en 1931, Borges siente tal vez que ha cumplido con la piedad 
              filial y puede leer en público el Martín 
              Fierro. El tabú ha sido desafiado, la vieja prohibición 
              ha perdido su efecto. Esa primera lectura será el origen de una serie de lecturas 
              posteriores (algunas con muy pequeñas variantes) que Borges 
              efectuará en el curso de dos décadas: hay una conferencia 
              en Montevideo (1945), recogida en panfleto en 1950, Aspectos 
              de la literatura gauchesca; hay el librito compilado con la 
              colaboración de Margarita Guerrero, en 1953; hay el prólogo, 
              redactado en colaboración con Adolfo Bioy Casares, a una 
              antología en dos volúmenes de las obras centrales 
              de la Poesía gauchesca (1955). En ese contexto, la 
              imagen del Martín Fierro en la obra crítica 
              de Borges termina por fijarse en algunos puntos centrales. Su lectura 
              descodifica ciertos elementos, y casi siempre los mismos. Por razones 
              de síntesis se examina aquí sólo el texto más 
              largo. Conviene advertir, en primer lugar, que el librito fue escrito 
              de encargo para una colección "Esquemas" y que 
              por eso contiene mucho material informativo, imprescindible por 
              el carácter pedagógico de la colección pero 
              poco habitual en los trabajos de Borges. Lo más importante 
              no es esa información, que es posible encontrar (mejor, más 
              abundante) en otras obras, sino los toques borgianos de su texto. 
              Ya en el prólogo se advierte: Hace cuarenta o cincuenta años, los muchachos 
              leían el Martín Fierro como ahora leen a Van 
              Dine o a Emilio Salgari; a veces clandestina y siempre furtiva, 
              esa lectura era un placer y no el cumplimiento de una labor cultural. 
              (MF, 7). Inútil observar que el "ahora" de Borges es anacrónico: 
              en 1953, los muchachos no leían a Van Dine y a Salgari, 
              sino a William Irish y a Ellery Queen. Lo que importa es que al 
              definir la lectura de Martín Fierro ("clandestina", 
              "furtiva", placentera), Borges está definiendo 
              su primera lectura, la de Georgie. El librito mismo articula en seis capítulos el estudio del 
              poema: (1) La poesía gauchesca que examina la obra precursora 
              de Hidalgo, Ascasubi, del Campo, y el "olvidado" Lussich, 
              y es un resumen de trabajos anteriores; (2) Jose Hernández, 
              que da la biografía del poeta y cita opiniones de su restante 
              obra literaria; (3) El gaucho Martín Fierro y (4) La vuelta 
              de Martín Fierro, que estudian las dos partes del poema; 
              (5) Martín Fierro y los críticos, que examina 
              las opiniones más famosas; (6) Juicio general, en que resume 
              su punto de vista y adelanta algunos enfoques válidos. Una 
              Bibliografía selecta completa el librito. Los cuatro últimos capítulos lo justifican. Allí 
              Borges repasa sintéticamente el poema y acumula felices observaciones 
              de detalle sobre:  (a) La ficción autobiográfica en que se basa el poema 
              y que postula una "extensa payada" llena de "quejas 
              y bravatas del todo ajenas a la mesura tradicional de los payadores" 
              (p. 31);  (b) La ausencia de lo épico en el poema ya que "Hernández 
              quería ejecutar lo que hoy llamaríamos un trabajo 
              antimilitarista y esto lo forzó a escamotear o mitigar lo 
              heroico, para que los rigores padecidos por el protagonista no se 
              contaminaran de gloria" (p. 35); (c) La presencia de un elemento "sobrenatural" en el 
              poema: "En el Martín Fierro como en el Quijote, 
              ese elemento mágico está dado por la relación 
              del autor con la obra" (p. 45); (d) El error de extrapolar los consejos del viejo Vizcacha fuera 
              del contexto que da la historia del personaje: "son parte del 
              retrato y no deberían ser otra cosa" (p. 57); (e) La mise en abîme de una payada (la general de 
              Martín Fierro) que incluye otra (la del protagonista con 
              el negro), efecto que Borges vincula a operaciones similares de 
              Hamlet y Las mil y una noches (p. 61); (f) La circunstancia de que el final del libro sugiere episodios 
              fuera del mismo: "Podemos imaginar una pelea más allá 
              del poema, en la que el moreno venga la muerte de su hermano", 
              dice Borges apuntando hacia un cuento que él escribirá 
              (p. 65);  (g) El error de leer el Martín Fierro como epopeya: 
              "Esa imaginaria necesidad de que Martín Fierro 
              fuera épico, pretendió así comprimir (siquiera 
              de un modo simbólico), la historia secular de la patria con 
              sus generaciones, sus destierros, sus agonías, sus batallas 
              de Chacabuco y de ltuzaingó, en el caso individual de un 
              cuchillero de mil ochocientos setenta" (p. 70); (h) La mayor cercanía de Martín Fierro al 
              género novelesco: "La epopeya fue una preforma de la 
              novela. Así, descontado el accidente del verso, cabría 
              definir al Martín Fierro como una novela. Esta definición 
              es la única que puede trasmitir puntualmente el orden de 
              placer que nos da y que condice sin escándalo con su fecha, 
              que fue ¿quién no lo sabe? la del siglo novelístico 
              por excelencia: el de Dickens, el de Dostoievski, el de Flaubert" 
              (p. 74); (i) La ambigüedad final del protagonista, calificado por unos 
              de hombre justo, por otros, de "siciliano vengativo" (la 
              frase es de Macedonio Fernández); Borges acepta la ambigüedad 
              como condición de la naturaleza novelesca de la obra: "La 
              épica requiere la perfección en los caracteres; la 
              novela vive de su imperfección y complejidad" (pp. 74-75); 
             (j) La identificación del lector con el protagonista que 
              constituye uno de los méritos del libro: "Si no condenamos 
              a Martín Fierro, es porque sabemos que los actos suelen calumniar 
              a los hombres. Alguien puede robar y no ser ladrón, matar 
              y no ser asesino. El pobre Martín Fierro no está en 
              las confusas muertes que obró ni en los excesos de protesta 
              y bravata que entorpecen la crónica de sus desdichas. Está 
              en la entonación y en la respiración de los versos; 
              en la inocencia que rememora modestas y perdidas felicidades y en 
              el coraje que no ignora que el hombre ha nacido para sufrir. Así, 
              me parece, lo sentimos instintivamente los argentinos. Las vicisitudes 
              de Fierro nos importan menos que la persona que las vivió" 
              (pp. 75-76). La lectura de Borges es sutil. Rectifica muchos lugares comunes 
              de la crítica anterior, como las que lo consideran un poema 
              épico (ver b, g y h, sobre todo), o presentan 
              el carácter del protagonista como si fuera monolítico 
              (ver i y j, en particular). Pero a esas necesarias 
              rectificaciones, agrega Borges otras perspectivas, muy suyas. Una 
              es el reconocimiento de una "perspectiva abismal", técnica 
              que él utiliza en sus cuentos y que en Martín Fierro 
              le permite advertir la payada dentro de la payada; (ver e 
              pero también a y c); lo que que da a su lectura 
              el elemento "sobrenatural" y "mágico" 
              tan ausente de otras interpretaciones realistas, y aun pedestres. 
              Otra perspectiva apunta a la vida de la obra fuera de la obra: la 
              posibilidad (esbozada en f) de prolongar imaginariamente 
              los episodios de Hernández. Esa posibilidad no fue descuidada 
              por Borges, el narrador. 4 Su lectura del Martín Fierro, como la del Quijote 
              por "Pierre Menard", es idiosincrática. En ningún 
              lado se ve mejor que en los dos cuentos que Borges dedica a "expandir" 
              la acción del poema. Ya en la elección de los episodios 
              se advierte esa manera lateral y hasta oblicua de leer que es característica 
              suya: en el cuerpo abundante del poema Borges sólo elige 
              la historia de Cruz y el enfrentamiento final de Fierro con el payador 
              negro. (Hay otro eco del poema en un tercer cuento, del que hablo 
              luego.) El más famoso desde este punto de vista estrictamente 
              borgiano es "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)". 
              Fue escrito en 1944 y está recogido en El Aleph (1949) 
              . A primera vista, el cuento no tiene nada que ver con el personaje 
              del poema. Sólo en las últimas líneas, Borges 
              identifica a su Cruz con el de Hernández. La "biografía" 
              es un minucioso ejercicio de reconstrucción que cubre todo 
              el texto de Hernández pero para poner los énfasis 
              en otro lado, y despistar así al lector. Uno de los recursos 
              que utiliza es la precisión de nombres, lugares y fechas, 
              a empezar con ese Tadeo Isidoro que desplaza la atención 
              del apellido e impide reconocer al personaje. (Hernández 
              sólo lo llama Cruz.) Para distraer más a su lector, 
              Borges utiliza detalles históricos que vienen de su historia 
              familiar: el general Suárez del comienzo del cuento es su 
              bisabuelo materno; el rancho donde trabaja Cruz, pertenece a otro 
              pariente materno, Francisco Xavier Acevedo; el Laprida que lucha 
              contra los indios es también pariente suyo. De esa manera, 
              Borges saca al personaje de Hernández de su contexto novelesco, 
              sin fechas, sin precisiones, sin nombres históricos reconocibles, 
              y lo sitúa en otro contexto biográfico imaginario 
              pero exacto. Sólo al final, cuando los destinos de Fierro 
              y Cruz se juntan, Borges deja de inventar variantes y se limita 
              a resumir a Hernández. Pero en ese momento ya no importa: 
              el lector está a punto de saber quién es Cruz y de 
              dónde viene: de un texto literario y no de la mera realidad. 
              La técnica de Borges es la del relato policial, pero es también 
              la de la parodia. En unos comentarios a la traducción norteamericana del cuento, 
              Borges ha contado por qué se sintió atraído 
              por ese episodio del poema: el hecho de que el sargento Cruz abandone 
              su puesto en la partida policial y se ponga de parte de un matrero, 
              le resultó siempre incomprensible. Escribió el cuento 
              para explicarse ese destino. En el cuento, Cruz deja de ser el personaje 
              algo indeciso y débil que presenta Hernández (Martínez 
              Estrada lo calificará aún más duramente) para 
              convertirse en uno de esos prototipos borgianos: un ser cuyo destino 
              consiste en un sólo instante verdadero y que vive sólo 
              para esa iluminación. Borges, como era de prever, convierte 
              a Cruz en materia propia. El otro cuento que deriva del poema es "El fin", que 
              ya estaba anunciado en la página 65 del librito sobre El 
              "Martín Fierro" (ver f), y que fue escrito 
              también en 1953. (Está en la segunda edición 
              de Ficciones, 1956). Como en la biografía de Cruz, 
              sólo en las últimas líneas se sabe que uno 
              de los personajes deriva del poema de Hernández. Es un cuento 
              breve y enfocado desde la perspectiva de un pulpero, Recabarren, 
              que está inmovilizado en un catre por una hemiplejía. 
              Desde allí asiste al desafío de dos hombres y al duelo 
              en que uno (el negro) mata al otro. Es un ajuste de cuentas. Insertado 
              en el contexto del poema, este duelo cierra la payada con que concluye 
              narrativamente la Vuelta. Pero lo cierra a la manera de Borges. 
              Precisamente una manera que Hernández se había negado 
              a sí mismo. La Vuelta debe terminar con una reconciliación 
              (como la del Quijote con la realidad); esa reconciliación 
              significa que el gaucho Martín Fierro, que el gaucho a secas, 
              acepta el nuevo lugar que le ha destinado la sociedad, acepta la 
              ley y el orden. Insertar el duelo aquí (como hace Borges) 
              es desmentir el poema. Pero en el contexto de su propia obra, "El fin" dice 
              otra cosa: el duelo es repetición ritual del duelo de Martín 
              Fierro con el hermano del negro, siete años antes. Hay mínimos 
              detalles que los unen: después de matar a Fierro, el negro 
              limpia el cuchillo en el pasto, como había hecho el protagonista 
              después de matar a su hermano. Pero en la repetición 
              ritual se ha deslizado un elemento indiscutiblemente borgiano que 
              las últimas líneas del cuento ilustran: Limpió el facón ensangrentado en el 
              pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. 
              Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho: era 
              el otro: no tenía destino sobre la tierra y había 
              matado a un hombre. (F., 1956, p. 189) Había cumplido su destino: ya no era nadie. ¿Cuantas 
              veces estas palabras (estos conceptos) aparecen en los textos de 
              Borges? El personaje de Hernández es un personaje limitado 
              pero reconocible; el de Borges es un prototipo, intercanjeable. 
              La visión de Hernández es, a pesar de toda su melancolía 
              y su tono a veces lacrimógeno, una visión que se detiene 
              de este lado de la realidad; la de Borges, atraviesa la realidad 
              y busca su sentido más allá: en el destino condensado 
              en un sólo instante; en la aniquilación de la individualidad; 
              en la magia del texto que desrealiza todo. El Martín Fierro 
              de Hernández se ha convertido en el de Borges. Queda un tercer cuento en que se pueden encontrar ecos de la lectura 
              de Hernández. Es "El Sur", también de 1953, 
              también recogido en la segunda edición de Ficciones. 
              En el desenlace de este cuento, el protagonista, Juan Dahlmann llega 
              (como en sueños) a una pulpería de la provincia de 
              Buenos Aires, es desafiado por un compadrito y recibe la ambigua 
              ayuda de un viejo gaucho que a él se le figura un arquetipo: 
              "una cifra del Sur (del Sur que era suyo)". A un nivel 
              de lectura, el que está sugerido por el protagonista del 
              cuento, el gaucho trata de ayudar a Dahlmann, arrojándole 
              una daga, así podrá pelear con el compadrito. El gaucho 
              sería como la prolongación, o última decadencia, 
              de Don Segundo Sombra. Pero una segunda lectura permite advertir 
              que la acción del gaucho habrá de contribuir no a 
              su salvación sino a su muerte previsible. Ya su figura no 
              aparece como el prototipo del padrino (sombra) sino como prototipo 
              de un personaje canallesco del Martín Fierro, el viejo 
              Vizcacha. Es precisamente la ambigüedad del personaje en este 
              cuento, la que define finalmente la ambigüedad última 
              de la lectura (la re-escritura) de Borges. Su Martín Fierro, 
              fragmentario, caprichoso, es tan insondable como el original, aunque 
              es definitivamente otro. 5 A partir de un prólogo a la edición Jackson de Martín 
              Fierro (1938), Martínez Estrada desarrolla durante unos 
              diez años el estudio que habrá de culminar en Muerte 
              y transfiguración de "Martín Fierro" 
              (1948) . Paradójicamente, aunque él escribió 
              mucho más y su escritura crítica cubre más 
              completamente el modelo, su lectura es más fácil de 
              sintetizar que la de Borges. Por ser más sistemático, 
              por aparecer organizado en una unidad de discurso, por contener 
              su propia glosa, su vasto libro es más simple. Esto no quiere 
              decir que sea menos complejo. Al contrario. Aquí sólo 
              se examinará un aspecto de esta obra capital. Porque sería 
              posible estudiarla no en el contexto del Martín Fierro 
              sino de la obra ensayística entera de Martínez Estrada. 
              Entonces habría que verla como la pieza central en una exploración 
              de la realidad argentina que se inicia con Radiografía 
              de la Pampa (1933), y que tiene en La Cabeza de Goliat 
              (1940), Sarmiento (1946) y Los invariantes históricos 
              en el "Facundo" (1947), sus otros hitos fundamentales. 
              Pero este enfoque excede los límites de este trabajo. La obra se divide en dos volúmenes: (I) Las figuras; (II) 
              Las perspectivas. En (I) hay tres partes: (1) Las personas, dividida 
              en dos capítulos: (a) La primera persona: el cantor; (b) 
              Los personajes, entre los que se cuenta a Martín Fierro separando 
              así la "persona" del cantor, de la personalidad 
              del protagonista; (2) La Frontera, estudia en tres capítulos 
              los siguientes temas (a) El territorio; (b) Los habitantes: La lucha 
              contra el indio; (c) Los habitantes del gaucho; (3) El orbe histórico, 
              que consta de un solo capítulo. En (II) hay siete partes: 
              (1) Morfología del poema; (2) Las estructuras: (3) Los valores; 
              (4) El "mundo" de Martín Fierro, subdividido en 
              tres capítulos: (a) Los temas; (b) Miscelánea; (c) 
              La vida; (5) El habla del paisano; (6) Lo gauchesco; (7) Las esencias. Por este mero resumen se advierte la intención totalizadora 
              de Martínez Estrada y su esfuerzo por estructurar un análisis 
              que descubra en definitiva no sólo el entronque de Martín 
              Fierro con una realidad nacional (sobre todo en I, 2, 3; pero 
              también en Il, 3, 4, 5, 6 y 7), sino también revele 
              la naturaleza poética de la obra, tarea a la que dedica buena 
              parte del tomo I, y toda una sección del II (la primera). 
              El resultado es un análisis que por un lado participa del 
              múltiple enfoque lógico-psicoanalítico-existencialista, 
              y por otro explica algunas técnicas aprendidas en la estilística 
              y en la escuela alemana de la crítica morfológica. 
              No hay unidad en el enfoque ni hay un propósito (como el 
              de Goldmann en su libro sobre Pascal y Racine, o como Sartre en 
              el Saint Genet) por reducir la multiplicidad de enfoques 
              a una sola visión. Martínez Estrada se prevalece de 
              la ambigüedad original del texto -que es un panfleto político 
              a la vez que un poema -para pasar del poema a la realidad y viceversa, 
              para saltar de la sociología a la estilística, de 
              la morfología al psicoanálisis existencial. El resultado es algo abrumador, aunque casi siempre interesante 
              y, a ratos, deslumbrante. La inteligencia de Martínez Estrada, 
              su finísima sensibilidad, su imaginación para las 
              palabras, rescatan muchas veces su texto de algunas evitables arideces, 
              del desmedido afán enciclopédico, de la reiteración, 
              la tautología. Libro para ser leído por sí 
              mismo, como una obra autónoma sobre la pampa, los gauchos 
              y un momento decisivo de la nacionalidad argentina, también 
              puede leerse como un estudio del poema: el más ambicioso, 
              el más iluminador. No es posible examinar aquí todo lo que descubre Martínez 
              Estrada en su lectura. Me limitaré a señalar algunos 
              de los puntos más interesantes de su análisis. En 
              el primer volumen (I) apunto: (a) Al analizar la personalidad de Hernández y su rebeldía 
              contra los Pueyrredón, Martínez Estrada revela un 
              aspecto del poema que se le había escapado por completo a 
              la mayoría de sus lectores, y a los Borges en particular: 
              Esta es una obra censurada, en el sentido psicoanalítico 
              del término. "Lo feo que pinta encubre lo más 
              feo que calla. No era lo más malo aquello que describía 
              sino 'lo más malo de lo que la censura patriótico-gentilicia 
              le permitía decir' " (p. 30); (b) Hay una transferencia del personaje al autor ("Soy un 
              padre al cual ha dado su nombre su hijo", dijo Hernández 
              una vez) que se basa en que lo gauchesco en éste nace de 
              un complejo de inferioridad: el campo es para él una dolorosa 
              experiencia; abrazó el partido de los gauchos "por disgusto, 
              por reacción contra ellos. Es un amor que nace por ambivalencia 
              del odio" (pp. 32-35); (c) Martín Fierro carece de personalidad humana; sólo 
              la tiene alegórica, ya que es "una imago, un 
              ser producido por una transferencia y por una censura" (p. 
              46); (d) Establecida la transferencia, Martínez Estrada indica 
              que el Martín Fierro es el primer poema gauchesco 
              en que el autor "resuelve ceder al protagonista el papel de 
              narrador" (p. 47); (e) Al empezar a analizar el poema, lo primero que advierte es 
              que el corte entre la Primera y la Segunda Parte (la "Vuelta") 
              no está bien hecho, y que su estructura se resiente por ello 
              (p. 55); también observa que en la Payada culmina el poema 
              y la personalidad del protagonista (p. 57)  (f) La diferencia mayor entre la Primera y la Segunda Parte del 
              poema, está en el cambio que sufre el protagonista: en la 
              Primera lamenta su destino en forma viril; en la Segunda, sus quejas 
              son las de un vencido (p. 71); ese cambio también se traduce 
              en la relación simbólica del autor con el protagonista: 
              "En la Primera Parte Hernández era Martín Fierro, 
              en la Segunda, Martín Fierro es Hernández" (p. 
              74); (g) Cruz le parece el doble simiesco, la caricatura de Fierro (p. 
              80); su personaje ha sido esbozado cronológicamente antes 
              que el de Fierro, y ocupa el segundo lugar en un desarrollo que 
              va de Picardía (el núcleo inicial y canallesco) hasta 
              Fierro, en que se depuran las cualidades negativas más repelentes 
              de ambos (p. 82); h) Vizcacha es más honrado que Martín Fierro, ya 
              que al aconsejar la desconfianza, el egoísmo, la prudencia 
              y la doblez no hace sino poner de acuerdo su enseñanza con 
              su experiencia; Fierro, en cambio, no lo hace y sus palabras "suenan 
              a sermón preparado de antemano" (p. 88); por eso, Martínez 
              Estrada califica a Vizcacha de "la creación máxima 
              de todo el Poema, dentro del rigor de veracidad que el autor se 
              había impuesto como norma" (p. 88);  (i) La figura del Hijo Mayor le parece de estatura kafkiana (p. 
              90); (j) Distingue entre lo que cuenta Hernández y lo 
              que comenta: lo primero está tomado de la realidad; 
              lo segundo ya es literario: "Siempre es la interpretación 
              lo malo. Hay en Hernández un élan hacia lo 
              legendario, y el acomodo del cantor harapiento en los cánones 
              del héroe, la metamorfosis de un ser real en un ser ideal 
              ya está operada en su Martín Fierro" (p. 
              256); de ahí que hasta cierto punto, Hernández sea 
              responsable de la posterior canonización y exaltación 
              nacional del protagonista: "una nueva superchería: (...) 
              un ídolo con el que se puede crear toda una liturgia de festejos 
              y de oratoria, pero en el que nadie cree" (p. 258). El segundo tomo (II) estudia más en detalle el poema. El 
              análisis es tan minucioso, y se reiteran tanto los temas 
              de (I), que resulta imposible esquematizarlo. Me limitaré 
              a subrayar algunos enfoques particularmente penetrantes: (a) Al discutir el problema del género al que pertenece 
              el poema, y después de apuntar que es "una obra tan 
              desordenada y compleja" (p. 106), cita a Borges (que se inclina 
              por considerarla novela) y concluye: "No es excesivo, pues, 
              suponer un yerro inicial al intentar condicionar el Poema en la 
              tesitura de una elegía, y de ese antagonismo, latente cuando 
              no palmario, resulta un tipo de relato que puede ser colocado en 
              compañía de las concepciones igualmente híbridas 
              de Kafka, Proust y Joyce" (p. 110); (b) Subraya el arte de la litote (aunque no usa esta figura) 
              que define la poética de Hernández: "Todo en 
              el Poema está elaborado con suma conciencia artística, 
              con el propósito de extraer mucho provecho de poco" 
              (p. 146); (c) Hay una contradicción entre el tema de la obra y su 
              tono: "Hernández plantea el destino de una 'clase derrotada' 
              y, sin embargo, su obra queda comprendida en las características 
              de las obras tragicómicas. La lectura del poema suscita dos 
              sentimientos contrarios: a lo largo de la lectura, las vidas de 
              los personajes no impresionan por sus desdichas, pero el recorrido, 
              en casi todos los versos, es de tono jocoso" (p. 171); esto 
              vincula aún más al poema con el género picaresco, 
              como ya había antes observado Martínez Estrada;  (d) También subraya el carácter grotesco del poema: 
              "No es una parodia sino una obra grotesca en que la urdimbre 
              es de la más pura calidad dramática, en lo humano, 
              y el bordado de la más hilarante apostura humorística. 
              Hernández no ha eliminado lo cómico en la poesía 
              gauchesca: lo ha llevado al paroxismo, superando los límites 
              de lo épico y lo dramático" (pp. 175-176): (e) Insiste en la importancia de lo que falta en el poema, 
              las ausencias que dan relieve a lo que hay: "Diría que 
              el fondo del Poema, lo que lo envuelve, el cielo, el campo, el silencio, 
              la soledad, la muerte, la tristeza, lo que no está contado 
              como tal cosa, aludido, evitado, es lo sublime" (p. 184); (f) Señala la necesidad de una lectura palimpséstica 
              del texto: "Los ejemplos, los consejos, todo ello coloca en 
              primer término un texto, y la lectura ha de hacerse en el 
              revés de la página, en el otro lado. Acaso un valor 
              inédito provenga de los errores de plan y de composición 
              del Martín Fierro, que le obligan a circunloquios 
              y equívocos, a superposiciones: de ahí un arabesco 
              rico en la simplicidad del dibujo, aquí un trasfondo de palimpsesto 
              en la lectura literal de la letra clara, escolar" (188); y, 
              más adelante, insiste: "El Poema es una escritura jeroglífica; 
              mejor dicho, una criptografía" (196); (g) Hernández concibe a Martín Fierro no sólo 
              como un tipo humano sino ya como personaje de un poema: "Martín 
              Fierro es considerado como un libro. (...) El modelo era ya para 
              él una obra literaria: lo que copiaba no lo convertía 
              de realidad en poesía, sino que lo tomaba ya así, 
              en su doble significado de cosa y de valor" (p. 237). Vuelvo a insistir: esta selección de juicios e intuiciones 
              no pretende agotar la infinita abundancia del estudio de Martínez 
              Estrada. Apenas si busca apuntar, con algunas válidas muestras, 
              su variedad, su penetración, su luz. 7 No sería imposible trazar un paralelo entre estas dos lecturas 
              y mostrar los puntos centrales de sus simpatías y diferencias. 
              Así ambos coinciden en negar, contra la opinión corriente 
              y las lecturas patrióticas, el carácter épico 
              del poema e insisten, por el contrario, en sus vinculaciones la 
              novela (Borges, b, g y h: Martínez Estrada, 
              II, a, c y d). La matización es más 
              delicada en Martínez Estrada, que destaca por ejemplo mejor 
              el carácter de "obra abierta" (aunque no usa esta 
              expresión, que emplearía Umberto Eco mucho más 
              tarde), de obra grotesca, lo que acentúa el parecido con 
              Dickens, ya apuntado por Borges, el que había agregado además 
              los nombres de otros dos maestros del grotesco: Dostoievski, Flaubert 
              (el de Bouvard et Pécuchet, es claro). También coinciden en subrayar el carácter literario 
              del texto de Hernández que queda establecido por la peculiar 
              relación del autor con la obra (Borges, c) y la utilización 
              de la mise en abîme para situar una payada dentro de 
              otra (Borges, e); tema que Martínez Estrada desarrolla, 
              con otro vocabulario pero enfoque similar, al señalar (II, 
              g) cómo Hernández concibe al protagonista no 
              sólo como un tipo humano sino también como "personaje" 
              de un "poema". Finalmente, aunque sus métodos críticos 
              son tan distintos, vuelven a coincidir en el mérito final, 
              poético, del libro (Borges, j; Martínez Estrada, 
              e). Esas coincidencias apuntan a una que las subsume: tanto Borges 
              como Martínez Estrada practican una lectura palimpséstica 
              del texto; es decir: una lectura que lee la entrelínea, el 
              envés, que practica la confrontación intertextual. 
              Por eso, las lecturas de ambos resultan armonizadas al final. Esto 
              no quiere decir que cada uno no defina básicamente un territorio 
              que le es propio. Sería inútil buscar en Borges el 
              tipo de análisis psicoanalítico-existencial en que 
              abunda el libro de Martínez Estrada (sobre todo, en I, a, 
              b, c, d, y algo de j). Es conocido el desprecio de Borges 
              por el psicoanálisis, particularmente de tipo freudiano; 
              aunque el enfoque de Jung le parece mejor, lo considera válido 
              sólo como folklore. Por eso, su análisis de las relaciones 
              de Hernández con la obra se detienen en el contexto biográfico-histórico 
              explícito, o sólo apuntan (como en a y c) 
              una relación literaria del autor y el poema. También 
              está ausente del librito de Borges el estudio enciclopédico 
              de la realidad argentina que intenta Martínez Estrada y que 
              el subtítulo de su obra ilustra precisamente: "Ensayo 
              de interpretación de la vida argentina". Esto no quiere decir que no haya una notable coincidencia en muchos 
              de los juicios sobre el pasado argentino. Pero el examen del tema 
              escapa a este trabajo. Ahora preferiría indicar otro vínculo 
              entre las lecturas de Borges y Martínez Estrada: por ser 
              coetáneas, es posible trazar algunas líneas constantes 
              que las unen. En primer lugar, Martínez Estrada cita reiteradamente 
              los trabajos de Borges en el texto de su obra (I, pp. 66, 79-80; 
              II, 11, 49, 107, 147, 222, 350). Casi todas las veces, lo hace para 
              subrayar una coincidencia. Es cierto que en la Bibliografía 
              los estudios de Borges están omitidos, pero esto puede deberse 
              a una descuidada corrección de las pruebas. En el Indice 
              de obras citadas reaparece Borges, aunque también hay aquí 
              algunas erratas y omisiones menores. Lo que importa no es esta minucia 
              sino que el propio Martínez Estrada subraye varias veces 
              las coincidencias y acuerdos. Por su parte, Borges resume con estas 
              palabras su juicio sobre el libro de su colega:  Trátase menos de una interpretación 
              de los textos que de una recreación; en sus páginas, 
              un gran poeta que tiene la experiencia de Melville, de Kafka y de 
              los rusos, vuelve a soñar, enriqueciéndolo de sombra 
              y de vértigo, el sumo primario de Hernández. Muerte 
              y transfiguración de Martín Fierro inaugura un 
              nuevo estilo de crítica del poema gauchesco. Las futuras 
              generaciones hablarán del Cruz, o del Picardía, de 
              Martínez Estrada, como ahora hablamos del Farinata de De 
              Sanctis o del Hamlet de Coleridge. (MF, 72-73). Por este juicio, Borges no sólo celebra el libro de Martínez 
              Estrada sino que, tácitamente, subraya el vínculo 
              profundo con su propia lectura, la de los cuentos tanto como las 
              de los ensayos: en Martínez Estrada, como en Borges, el Martín 
              Fierro vuelve a ser escrito. La lectura crítica se transforma 
              así en escritura." EMIR RODRIGUEZ MONEGAL Yale University. Nota bibliográfica He utilizado principalmente los siguientes textos 
              de Borges: (1) El "Martín Fierro", escrito 
              en colaboración con Margarita Guerrero (Buenos Aires, Editorial 
              Columba, 1953); (2) Ficciones (Buenos Aires, Emecé 
              Editores, 1956); (3) El Aleph (Buenos Aires, Editorial Losada, 
              1949); (4) The Aleph and Other Stories (New York, E. P. Dutton, 
              1970). Para Martínez Estrada, utilicé Muerte y 
              transfiguración de "Martín Fierro" (México, 
              Fondo de Cultura Económica, 1948, dos volúmenes). 
              Cuando Martínez Estrada cita a Borges lo hace por Discusión 
              (Buenos Aires, Gleizer Editor, 1932), o por la edición primera 
              de El Aleph (Ver no. 3).- E.R.M. |