|   | Anacronismos: Mário de Andrade y Guimarães 
              Rosa en el contexto de la novela hispanoamericana. En: Revista Iberoamericana, v. 43, nº 98-99, enero-junio 
              1977,
 p. 109-115.
 I "Todos sabemos que Macunaíma y Grande Sertão: 
              Veredas fueron escritas en portugués y en el Brasil, 
              y que fueron publicadas (en São Paulo y Río 
              de Janeiro, respectivamente) por primera vez en ediciones brasileñas. 
              También sabemos que el lector español no dispone aún 
              de una traducción completa de Macunaíma al 
              castellano (aunque ya hay una pronta) y que la edición española 
              de Grande Sertão: Veredas salió unos diez años 
              después de la original. Esos datos son de dominio público 
              y están al alcance de todos. Los estudiosos de la literatura 
              brasileña los conocen de memoria. Para ellos (para todos) 
              no hay duda de que el contexto cultural en que se han leído 
              y deben leerse estas obras es uno solo: el brasileño. De 
              acuerdo. Pero ¿qué pasaría si, por un momento, 
              nos imagináramos que ambas obras fueron escritas en español 
              y publicadas en un país de América Latina que no existe 
              pero que si existiera se parecería sospechosamente al verdadero 
              Brasil? O, dicho de otro modo: ¿qué pasaría 
              si Macunaíma estuviera originariamente escrita en 
              la lengua tal vez primera de Wenceslao Pietro Pietra (al fin y al 
              cabo, el gigante antropófago de esa novela venía del 
              Perú), y qué pasaría asimismo si la gran novela 
              de Guimarães Rosa se llamase: Gran pampa: caminitos 
              ? No quiero proponer un juego inútil. Quiero sugerir modestamente 
              otra cosa: ¿por qué no insertar Macunaíma 
              y Grande Sertão: Veredas en el contexto de la novela 
              hispanoamericana y ver qué pasa? Al fin y al cabo, ambos 
              libros fueron escritos y publicados en América Latina por 
              escritores que no sólo leían los mismos autores europeos 
              que leían los hispanoamericanos sino que (más importante 
              aún) estaban insertados en los mismos contextos culturales, 
              en la misma realidad americana general, en dos lenguas cuyas semejanzas 
              (y diferencias) son tantalizadoras. Lo único que separaba 
              (pero ya casi no separa) los textos de Guimarães Rosa y Mário 
              de Andrade de los de sus colegas hispanoamericanos era una compartamentalización 
              de la cultura latinoamericana que sólo sirve a los intereses 
              (no precisamente culturales) de los grandes imperios. De modo que leer Macunaíma y Grande Sertão: 
              Veredas en el contexto de la novela hispanoamericana no es privarlas 
              del contexto brasileño (operación no sólo ridícula 
              sino imposible): es enriquecer ese contexto al ampliarlo para abarcar 
              una literatura paralela y tan cercana. Pero es, también, 
              enriquecer el contexto de la literatura hispanoamericana por la 
              operación, en apariencia mágica pero tan común, 
              de situar esas obras en su centro. El juego (que no es tal, cuando 
              se piensa bien) consiste pues en leer ambas novelas anacrónicamente 
              -como proponía Pierre Menard, o tal vez sólo su inventor, 
              Jorge Luis Borges. II Si Macunaíma hubiese sido publicada en español 
              en 1928, en un Brasil en que todos hablasen español, en un 
              continente unificado del todo por la lengua, ¿con qué 
              libros habría sido comparado? Ese año de 1928 hacía 
              sólo dos que José Eustasio Rivera había publicado 
              en Colombia La vorágine, la gran novela de la selva 
              que también se sitúa en la cuenca amazónica. 
              En Buenos Aires, Ricardo Güiraldes había publicado, 
              también en 1926, Don Segundo Sombra, elegía 
              intimista de la muerte de un prototipo gauchesco, cuidadosamente 
              disfrazada de novela. Un año después de Macunaíma, 
              aparecería en España la novela más famosa del 
              escritor venezolano, Rómulo Gallegos: Doña Bárbara, 
              increíble supervivencia del "romance" del siglo 
              XVIII en las letras contemporáneas. Estos libros marcaban 
              entonces un punto más alto de la novela hispanoamericana. 
              ¿Qué papel haría entre ellos Macunaíma? Es obvio que un papel extraño, curioso, tan escandaloso 
              como el que produjo en el contexto brasileño en que por mucho 
              tiempo se la tomó por un chiste, una locura, por un disparate 
              hasta que Cavalcanti Proença primero, y Haroldo de Campos 
              después, demostraron minuciosamente que no sólo estaba 
              rigurosamente documentada sino (lo que es más importante) 
              que estaba brillantemente estructurada. En el contexto de la novela 
              hispanoamericana, Macunaíma habría hecho explotar 
              ya en 1928 la concepción aún demasiado apegada al 
              realismo del siglo XIX de los que fueron entonces llamados "novelistas 
              de la tierra". En tanto que Rivera, Güiraldes y Gallegos 
              se sometían a contar una historia, a crear situación 
              verosímiles, a desarrollar un paisaje, y una aventura coherentes, 
              Mário de Andrade saltaba por encima de las convenciones del 
              realismo y se instalaba en pleno mito. Mientras Rivera debía 
              apelar a la grandilocuencia romántica del discurso y hasta 
              a una forma demagógica de la prosopopeya para hacer vivir 
              la selva amazónica, Mário de Andrade la daba por sentada, 
              la dramatizaba en su vocabulario, la hacía patente en la 
              parodia de sus mitos. Güiraldes buscaba la exaltación 
              elegíaca por el camino de una épica literaria que 
              convertía un oficio duro pero rutinario (el de los troperos) 
              en una permanente hipérbole. Más sabio, Mário 
              de Andrade apelaba a la parodia y a la carnavalización para 
              sugerir las dimensiones desaforadas de esa naturaleza y de ese mundo 
              en que tiene sus raíces el Brasil. El enfoque de Gallegos 
              volvía a Sarmiento para definir una dicotomía (civilización 
              o barbarie) que ya era anacrónica en este siglo, y sólo 
              conseguía escapar de las limitaciones de su enfoque realista 
              y su cosmovisión positivista al reinventar (tal vez inocentemente) 
              el género romance en que los personajes son arquetípicos, 
              la acción simbólica y un aura de irrealidad poética 
              lo contamina todo. El mismo efecto lo conseguía Mário 
              de Andrade por el humor popular injertado en la ironía más 
              sofisticada posible. Una última paradoja: tanto Rivera como Güiraldes y 
              Gallegos, se instalaban en el realismo para dar a sus novelas una 
              dimensión documental. Los tres querían rescatar una 
              imagen de esos mundos americanos en que la naturaleza devora al 
              hombre y en que sólo la ejemplaridad del prototipo (Santos 
              Luzardo o Segundo Sombra) puede aportar una solución. Mário 
              de Andrade usaba el mito, la parodia, la carnavalización 
              para restituir al Brasil una imagen deformada pero real: la imagen 
              de una vitalidad, de un apetito canibalesco, de un deseo inagotable. 
              El intento de Mário de Andrade resultaba no menos sino más 
              real que los esfuerzos (demasiado miméticos) de sus compañeros 
              de continente. Al prescindir del realismo, Mário de Andrade 
              estaba dándonos una lección: el realismo no 
              es la realidad sino una forma literaria una convención. Y 
              lo que le interesaba a Mário de Andrade no era limitar la 
              realidad sino descodificarla. III Otros son libros de la literatura hispanoamericana a los que es 
              posible aproximar Macunaíma. Esos libros no existían 
              aún en 1928 pero empezaron a existir unos años después. 
              El más conocido es, tal vez, Hombres de maíz, 
              de Miguel Angel Asturias, que se publicó por primera vez 
              en 1949. En esta novela, el narrador guatemalteco presenta el conflicto 
              entre un sector de la población indígena que quiere 
              seguir cultivando el maíz sólo para alimentarse porque 
              el maíz tiene un sentido religioso para ellos (los hombres 
              fueron hechos de maíz por los dioses), y otro sector ya occidentalizado 
              que quiere cultivar maíz para venderlo. En el primer grupo 
              predominan las raíces indígenas y una cosmovisión 
              mítica que proviene de la cultura maya; en el segundo, el 
              desarrollismo que es signo de la sociedad latinoamericana actual. 
              Pero si el resumen hace pensar que se trata de una novela del realismo 
              socialista (como las que infortunadamente practicó en parte 
              Asturias en su posterior trilogía bananera), la narración 
              misma de Hombres de maíz contrasta la visión 
              de los indígenas (maravillosa, mágica) con la de los 
              desarrollados. Los límites entre la convención realista 
              y la mágica se borran. Los personajes son simultáneamente 
              campesinos guatemaltecos y animales totémicos o piedras sagradas. 
              Como en Macunaíma, el mito es más fuerte que 
              la mimesis realista. Las distancias entre ambas obras son, sin embargo, abismales. No 
              hay en Macunaíma el propósito pedagógico 
              de Asturias. Le falta a Hombres de maíz el sentido 
              de la parodia, de carnavalización de la realidad ficticia 
              que hace de Macunaíma un libro tan delicioso. Y sin 
              embargo, los dos libros se han propuesto algo similar: el rescate 
              de una mitología y de una cosmovisión que aunque aparentemente 
              destruida por la cultura occidental sigue viva en las entrelíneas 
              del texto de la realidad latinoamericana. Los une otra cosa: tanto 
              Asturias como Mário de Andrade llegaron a descodificar los 
              mitos originales de sus respectivos países a través 
              de monumentos de erudición europea. Asturias descubrió 
              las ruinas mayas no en Guatemala sino en el British Museum, y estudió 
              la cultura de su propio país en los cursos de la Sorbonne 
              que dictaba el profesor Raynaud. Hasta su traducción en español 
              del Popol Vuh (el libro sagrado de los mayas) está 
              hecha del francés. Mário de Andrade, a su vez, encontró 
              en un eruditísimo estudio de los mitos amazónicos, 
              organizado por el profesor alemán Koch-Grünberg, la 
              materia prima de los mitos que recrearía en Macunaíma. 
              Pero si los dos traen de la cultura europea la erudición 
              necesaria, los dos llevan en su lengua y en su propia sangre ese 
              mestizaje fundamental que caracteriza desde los primeros siglos 
              al hombre y la cultura americanos. Otro mestizo, Severo Sarduy, en que lo blanco, lo negro y lo amarillo 
              se dan hermosamente integrados, habría de escribir y publicar 
              en 1966 un libro que es para Cuba lo que Macunaíma 
              es para el Brasil. Se llama De donde son los cantantes, y 
              en tres momentos narrativos expone las raíces culturales 
              de la isla. Un primer episodio que se centra en el barrio chino 
              de La Habana y que gira en torno de la pasión de un general 
              cubano por un travestido chino, da el aporte oriental: pequeño 
              pero decisivo para la cultura habanera. El segundo episodio es la 
              vida, muerte y resurrección (poética) de la cantante 
              mulata, Dolores Rondón. En el tercer episodio, Sarduy celebra 
              la lengua española, a través de un gigantesco periplo 
              que se inicia en la España mozárabe y concluye con 
              la entrada de una imagen corrompida de Cristo en La Habana del futuro: 
              una Habana en la que cae la nieve y siniestros helicópteros 
              vigilan todo. Con la libertad de Mário de Andrade (aunque 
              sin conocer naturalmente su obra), Severo Sarduy se instala en el 
              centro de una novelística que asume las formas antes reservadas 
              a lo poético para desconstruir un mundo en que nada es lo 
              que parece ser y todo es, sin embargo, más real (aunque no 
              realista) que los simulacros de la mimesis. IV El propósito de Guimarães Rosa en Grande Sertão: 
              Veredas parece más reducido. Aunque su libro es extenso, 
              está fanáticamente concentrado en un área muy 
              específica de la realidad cultural del Brasil y toma de esa 
              área apenas unos caminos. Pero lo que Guimarães Rosa 
              pierde en extensión lo gana en concentración. Su libro 
              es un microcosmos. Si se hubiera publicado en América hispánica 
              en 1956, ¿con qué obras habría sido posible 
              compararlo? Ni Fuentes, ni Vargas Llosa, ni García Márquez, 
              ni Cabrera Infante, ni Sarduy, ni Lezama Lima, habían publicado 
              aún sus novelas. Pero había ya otros autores que estaban 
              ensayando contar de una forma que superase el realismo regionalista 
              sus historias de tierra adentro. Dos años después 
              de Grande Sertão: Veredas, el narrador peruano José 
              María Arguedas habría de publicar un libro hermoso: 
              Los ríos profundos. Gran conocedor del quechua y del 
              mundo indígena, Arguedas había reconstruido con una 
              autoridad de la que carecía su compatriota, Ciro Alegría, 
              el mundo real (mitológico tanto como realista) de aquellas 
              poblaciones indígenas del Perú. Pero su libro no resiste 
              la comparación con el de Guimarães Rosa. Lineal, lírico, 
              sutil, carece de esas dimensiones extraordinarias que hacen de la 
              obra de Rosa un summa abismal. No, el único libro hispanoamericano de aquellos años 
              que se podría colocar junto al de Rosa es Pedro Páramo, 
              del mexicano Juan Rulfo. Aunque Rulfo practica la concentración 
              y la elipsis como formas narrativas básicas, en tanto que 
              Guimarães Rosa usa y abusa de la proliferación y la 
              reiteración, ambos libros son esencialmente semejantes. Hay 
              en ambos una búsqueda de la identidad que se desarrolla tanto 
              en el nivel temático como en el lingüístico. 
              En tanto que el protagonista de Grande Sertão: Veredas, 
              desarrolla en un interminable monólogo la historia de su 
              vida (que es la historia de una pregunta: ¿Hice un pacto 
              con el Diablo?), el protagonista de la novela de Rulfo no se pregunta 
              nada: como una fuerza elemental actúa, para convertir al 
              mundo, su mundo, en un doble de sí mismo. Al morir asesinado 
              por uno de sus hijos bastardos, Pedro Páramo se derrumba 
              como un montón de piedras en el páramo en que su codicia 
              ha convertido al pueblo. Pero si Pedro Páramo no se pregunta, 
              otro de sus hijos, Juan Preciado sí lo hace, Juan viene a 
              Comala a vengar a su madre, de las afrentas que le ha hecho el padre, 
              pero viene sobre todo a descubrir quién es. La oposición es muy clara: Riobaldo (que es hijo del hombre 
              a quien siempre tomó por padrino), huye de su padre al saber 
              la verdad: se hunde en el sertão, se hace jagunço 
              para descubrir quién es. Juan Preciado huye hacia su padre. 
              Pero los dos movimientos son el mismo. Cualquier lector de Edipo 
              Rey sabe que Edipo huyó de Argos (que él creía 
              su tierra natal) para no cumplir la maldición del oráculo, 
              y que en Tebas (que era su verdadera tierra) mató a un desconocido 
              que era su padre. Hijos que huyen de sus padres, hijos que huyen 
              hacia sus padres, los desiertos de América están llenos 
              de seres desesperados en busca de su identidad. Las mujeres también buscan. En Pedro Páramo, 
              Susana San Juan tiene una fijación de odio en su padre, Bartolomé, 
              que tal vez la hizo su amante. En Grande Sertão: Veredas, 
              Deodorina/Diadorim busca vengar la muerte de su padre, y en su venganza 
              se fija en la imagen masculina: viste ropas de jagunco, oblitera 
              en ella lo que no sea la sagrada misión. Pero no hay que 
              exagerar los paralelos y los contrastes temáticos. En los 
              dos libros, la naturaleza asiste al espectáculo de seres 
              atormentados por el deseo, por el incesto, por maldiciones que ya 
              no consiguen entender. Pero en tanto que Pedro Páramo 
              está escrito bajo el signo de la muerte (hacia la mitad del 
              libro se descubre que todos los personajes ya están muertos 
              y que los narradores yacen en una tumba de polvo), en Grande 
              Sertão: Veredas hay una esperanza de salvación. 
              Riobaldo cuenta su historia al doctor que no habla pero toma notas, 
              y al ir desenvolviendo el hilo de la misma concentra simbólicamente 
              en tres días de evocación y pesquisa todo un tratamiento 
              psicoanalítico. Al final, aunque no hay respuesta se entiende 
              que hay una solución: la pregunta es ya una respuesta. Riobaldo 
              ha llegado al fondo de su búsqueda. Rulfo sintetiza en su breve novela toda la realidad mexicana. No 
              sólo la revolución de 1910, a la que Pedro Páramo 
              traiciona como traiciona todo en el libro, sino esa realidad fuera 
              de la historia y que mantiene vivo el mundo azteca debajo de las 
              estructuras superficiales del México moderno. El culto de 
              la muerte que los conquistadores españoles no erradicaron 
              sino que enriquecieron con la deslumbrante iconografía masoquística 
              del Calvario y la Pasión, está paradójicamente 
              vivo en Pedro Páramo: es claro que es la vida de ultratumba, 
              la vida de la voz de sus personajes muertos. En Grande Sertão: 
              Veredas, la única voz que se oye directamente, la del 
              narrador Riobaldo, está viva de otra manera. Presa en el 
              mundo cíclico de su monólogo, la voz de Riobaldo desarrolla 
              su discurso pero circularmente: una y otra vez vuelve al momento 
              focal, el centro del laberinto, esa ausencia que es una pregunta: 
              hizo o no un pacto con el Diablo en el desierto. La pregunta sólo 
              es comprensible en el contexto cristiano. Además, sólo 
              es comprensible si se entiende que enmascara otra pregunta que el 
              narrador apenas si se atreve a hacer: ¿ es posible desear 
              a otro ser igual a uno? El angélico Diadorim es el Diablo 
              porque es el Deseo de lo que está prohibido, pero es también 
              el Angel de la Guarda, porque en realidad no está prohibido: 
              sólo lo parece. En realidad (en la realidad de esta ficción), 
              Diadorim/Deodorina no es Diablo ni Angel: es otro ser aún 
              más fundamental. Es el Andrógino: la criatura original 
              que reúne en sí los dos sexos, los dos polos, de la 
              realidad. Por este camino, Grande Sertão: Veredas sale de la 
              órbita de Pedro Páramo (que no admite otra 
              solución para el incesto que la muerte de todos) y se enlaza 
              con el tema central de otro libro de la novela hispanoamericana: 
              Paradiso, del cubano José Lezama Lima, que se publicó 
              exactamente diez años después del de Guimarães 
              Rosa. En Paradiso, Lezama explora muchas cosas pero sobre 
              todo explora una: el origen del deseo homosexual que él encuentra 
              en el mito del Andrógino, el ser que posee ambos sexos y 
              que encuentra en la dualidad de su ser, la unidad de su deseo. Ser 
              que se mira a un espejo y que busca lo mismo, no lo otro, el Andrógino 
              es para Lezama algo más que un prototipo sexual. Es también 
              el prototipo del poeta, como lo hace más explícito 
              el personaje de Oppiano Licario, Orfeo cubano que rescata para el 
              protagonista, José Cemí, el mensaje de ultratumba 
              que le ha dejado su padre. Pero que es también el taumaturgo 
              que lo inicia en el ritmo secreto que rige la poesía y el 
              mundo. Busca de la identidad, mediadores órficos, andródigos 
              que tientan como demonios, los temas y prototipos de estas dos novelas 
              son permutables. Un modelos común las unes: el aprendizaje, 
              el rito de pasaje. Todas son, en medida más o menos explícita, 
              variantes de un modelo narrativo: el Bildungsroman. Ya 
              Don Segundo Sombra (con la que tiene semejanzas superficiales 
              Grande Sertão: Veredas) lo había anticipado 
              pero en una forma demasiado lineal. Por su parte, Rulfo, Guimarães 
              Rosa y Lezama Lima una búsqueda de identidad que no se manifiesta 
              sólo a nivel temático. En tanto que Rulfo construye 
              su novela por el collage de textos breves, nítidamente 
              recortados, que remiten a una doble visión fundamental -el 
              diálogo de muertos que preside Juan Preciado, los fragmentos 
              pétreos de la vida de Pedro Páramo, presentados sin 
              explicaciones por un narrador anónimo y omnisapiente-, Grande 
              Sertão: Veredas instaura desde la primera palabra un 
              diálogo polifónico en que la voz del narrador único 
              se desdobla en funciones (narrativa, crítica, dialéctica) 
              que Irlemar Chiampi Cortez ha analizado en un trabajo reciente. 
              Lezama Lima recurre a una narración en tercera persona que 
              a partir de la mitad empieza a romperse para admitir no sólo 
              las visiones del protagonista sino textos literarios incrustados 
              que tal vez sean de su maestro. Tanto en la novela mexicana como 
              en la brasileña o la cubana, la narración lineal desaparece 
              o resulta recargada de dimensiones inesperadas. Por el camino de 
              su discurso narrativo, la búsqueda de la identidad (esta 
              vez, literaria) persiste. V Once años después de publicado Grande Sertão: 
              Veredas, Gabriel García Márquez habría 
              de publicar el popularísimo Cien años de soledad. 
              La búsqueda de la identidad personal no desaparece aunque 
              es trasladada a la búsqueda de la identidad de toda una estirpe; 
              el tema de la tentación del incesto encuentra en la historia 
              de una familia su habitat natural; hasta la figura del Andrógino 
              reaparece sutilmente en esas parejas contrastadas de cuestas: Aureliano 
              y José Arcadios que atraviesan la novela con sus soledades 
              a cuestas: mitades irreconciliables de seres que el destino partió 
              en dos. Si en Grande Sertão: Veredas, como en Macunaíma, 
              hay una piedra mágica, en Cien años de soledad 
              hay un texto mágico: el libro de Melquíades, cuya 
              pérdida y recuperación dan centro invisible al largo 
              hilo narrativo. En Paradiso, el objeto mágico es el 
              ritmo hesicástico que José Cemi descubre en las palabras 
              de Oppiano Licario. Piedra preciosa, talismán, libro mágico, 
              ritmo poético: todos estos objetos aluden a una dimensión 
              de la realidad que no es la que querían instaurar los trabajosos 
              novelistas del realismo regionalista. Esa realidad que se da en 
              México como en Cuba, en Brasil como en Guatemala, en Colombia 
              como en el Río de la Plata (el habitat de Borges, Bioy Casares 
              y Cortázar, no se olvide) es la realidad latinoamericana 
              que esta lectura cruzada y anacrónica de textos ha tratado 
              de evocar. La realidad que los viejos cánones del realismo 
              mimético no pueden alcanzar y que estos brasileños, 
              como aquellos mexicanos o cubanos o argentinos o colombianos, han 
              logrado capturar en libros que hoy ya no pertenecen a un país 
              sino al continente entero. Yale University" * La presente es una versión algo más 
              desarrollada de la conferencia sobre el mismo tema dictada en la 
              Universidad de Sao Paulo en setiembre 26, 1975. |