Mark Twain: La vida en el Misisipi 
                (Life on the Mississipi). Traducción de Carlos María 
                Reyes. Buenos Aires, Emecé Editores, 1947. 447 págs.
              "Una larga discusión se ha formado en torno de la 
                obra de Mark Twain. Con ella se pretende resolver si el autor 
                de Tom Sawyer y de What is Man?, de The Mysterious 
                Stranger y de A Tramp Abroad, es un artista o un mero 
                escritor de éxito. La pasión y el temperamento de 
                cada crítico, tanto como sus convicciones estéticas, 
                han orientado o desviado el debate. A la ingeniosa e improbable 
                interpretación de Van Wyck Brooks (The Ordeal of Mark 
                Twain, 1920) que propone un artista amargado y vencido por 
                la mediocridad del ambiente, se opone la del robusto y violento 
                Bernard DeVoto (Mark Twain's America, 1932) que ofrece 
                la imagen de un artista popular, intenso, irregular, disconforme, 
                inquieto, feliz. Un eco de esa polémica ya histórica 
                puede encontrarse en el libro quinto (capítulos IV-V) de 
                la Story of American Literature, donde el exigente Ludwig 
                Lewisohn casi se disculpa por elogiar la obra literaria de Mark 
                Twain. (Dice: "Pero yo al menos me sitúo moralmente 
                -si no estética y filosóficamente- junto a quienes, 
                por un sano y necesario instinto de la vida y de su continuidad, 
                rechazaban al estéril homosexual y su estilo novedoso, 
                que no era discurso ni canto, y aclamaban y todavía aclaman 
                a Mark Twain". El estéril en cuestión, 
                parece innecesario decirlo, es Walt Whitman).
              El mismo Mark Twain (que no se tenía mucha confianza como 
                artista) anticipó su posición en el debate, en una 
                memorable carta a Andrew Lang: "En realidad, he sido incomprendido 
                desde el principio. Nunca he tratado, en ningún caso, de 
                añadir cultura a las clases cultas. No estaba preparado 
                para ello ni por dotes naturales ni por educación. Y nunca 
                tuve ninguna ambición en ese sentido, sino que siempre 
                perseguí una caza mayor: las masas. Rara vez he intentado 
                instruirlas deliberadamente, pero he hecho todo lo posible por 
                entretenerlas". 
              Aquí, en Hispanoamérica, el problema puede parecer 
                desenfocado. Un gran talento artístico y una formación 
                intelectual precaria (y hasta insuficiente) parecen bastante compatibles. 
                Basta recordar el ejemplo familiar de Sarmiento, cuya cultura 
                -según la viva calificación de Rodó- era 
                inconexa y claudicante. Toda la obra de Mark Twain, si se exceptúan 
                algunos cuentos y su obra maestra Huckleberry Finn, lleva 
                el sello de la improvisación genial, del pensamiento alerta 
                pero indisciplinado y poco profundo, de la elaboración 
                por etapas desiguales (alternando bostezos y entusiasmos), de 
                la felicidad radical -felicidad que en los últimos años 
                se vio comprometida por agua desazón, por una inquietud 
                trascendente que no podía precisar y contra la que se estrellaba 
                su inteligencia práctica. Esa parece ser la verdadera interpretación 
                de este hombre, cuyas esencias pueden captarse más fielmente 
                en una lectura atenta de su obra.
              Se puede empezar por La vida en el Misisipi.
              Hacia 1874 Mark Twain publicó en The Atlantic Monthly 
                unas páginas sobre sus primeras experiencias en el 
                Misisipi en la época de oro de la navegación fluvial: 
                Old Tunes in the Mississipi. Ocho años después, 
                en 1882, su amigo, el editor James R. Osgood, le propuso que completara 
                esas páginas con un material nuevo y formara así 
                un volumen. Acordaron, luego, que el escritor realizara un viaje 
                por el río, esta vez como pasajero o espectador. Acompañado 
                por el mismo Osgood y por un taquígrafo (Roswell Phelps 
                de Hartford), Mark Twain volvió al escenario de sus mocedades. 
                El contraste era radical y un nuevo mundo se superponía 
                al que la memoria guardaba tan vivo y cálido. La navegación 
                del gran río estaba muerta y su peligroso romanticismo, 
                que llenara de inolvidable terror los sueños y las ambiciones 
                del muchacho, se había desvanecido. Ahora las boyas, los 
                faros, los diques, el dragado del fondo, urbanizaban su salvaje 
                belleza.
              Mark Twain odiaba escribir por encargo. En una carta a su amigo 
                (y censor privado) William Dean Howells confiesa: "El 
                acicate y la carga del contrato me son intolerables. No puedo 
                seguir soportando esa irritación. Ayer me puse al trabajo 
                a las nueve de la mañana y me acosté a la una de 
                la mañana. Resultados del día (en su mayor parte 
                robados a libros, aunque fidedignos): nueve mil quinientas palabras; 
                así, pues, en un día reduje mi carga en un tercio. 
                Fueron cinco días de trabajo en uno. Ya nada puedo pedir 
                prestado ni robar: el resto debe ser escrito. Representa diez 
                días de trabajo, y, a menos que aleo falle, todo quedará 
                terminado en cinco". Odiaba, además, escribir 
                continuamente una misma obra. En otra carta (a Jeanette Gilder, 
                esta vez) comunica su método: "Es mi costumbre 
                mantener siempre cuatro o cinco libros en proceso de construcción 
                y cada verano agrego unas hileras de ladrillos a dos o tres de 
                ellos, pero no podría anticipar a cuales. Lleva siete años 
                completar un libro con este método, pese a lo cual es un 
                buen método: proporciona un descanso al público". 
                Penosamente, pues, reunió los materiales y escribió 
                la segunda parte. Nació así Life on the Mississippi.
              A las páginas de Old Times -unos trece capítulos- 
                sumó tres capítulos de introducción (historia 
                y geografía mezcladas), incluso uno arrancado del manuscrito 
                abandonado de Huck Finn -capítulo que, por otra 
                parte, no incluyó en la novela al publicarla en 1885, pero 
                que sus más recientes editores (Bernard DeVoto, por ejemplo), 
                han restituido a su lugar. La primera parte de Life, etc., 
                se completó con historia del gravoso e impuntual Stephen, 
                y con el retrato del piloto Brown y su desastroso fin. En total: 
                seis capítulos adicionales. La segunda parte está 
                formada por una suerte de Diario del viaje realizado en 
                1882, más la acumulación (bastante irresponsable) 
                de cuentos, leyendas, descripciones, estadísticas, plagios 
                y apéndices, que engrosaron -según lo convenido 
                con el editor- el manuscrito original, hasta alcanzar los sesenta 
                necesarios capítulos.
              Como cualquiera puede advertir, semejante composición 
                conspiraba contra la posible unidad y el posible significado de 
                la obra. En realidad, el libro no pretendió ninguna unidad 
                formal. O mejor: la unidad (muy peculiar) está dada naturalmente 
                por el río, telón de fondo o protagonista de los 
                principales episodios, y por el genio del narrador.
              La parte más valiosa de esta Life es la que se 
                refiere al aprendizaje del río. La fascinación que 
                ejercía la gran corriente barrosa sobre el pequeño 
                Sam Clemens, la fascinación que conservan estas palabras: 
                "Cuando era muchacho, tanto yo como mis camaradas de mi 
                pueblo, situado sobre la margen oeste del Misisipi, teníamos 
                una sola ambición: ser marineros de un buque de vapor. 
                Teníamos asimismo ambiciones de otros géneros, pero 
                éstas sólo eran transitorias. Cuando un circo venía 
                y se iba, nos dejaba a todos entusiasmados con la idea de llegar 
                a ser payasos: la primera compañía de cantores negros 
                que llegó a nuestras tierras nos hizo envidiar la clase 
                de vida que llevaban esos artistas; de vez en cuando abrigábamos 
                la esperanza de que si vivíamos y éramos buenos, 
                Dios nos permitiría llegar a ser piratas. Esas ambiciones 
                se esfumaban una tras otra; pero la de ser marinero de un vapor 
                siempre subsistía"; -esa fascinación estaba 
                intacta cuando Mark Twain evocaba los viejos tiempos. Y el relato 
                de su duro e infinito aprendizaje de piloto, junto al implacable 
                Mr. Bixby (que le exigía grabarse en la memoria cada pedazo 
                del río, en su superficie y en el fondo, en sus engañosas 
                orillas, en su cambiante curso, a pleno sol o envuelto en la noche, 
                con niebla o con luna, a lo largo de dos mil kilómetros), 
                comunica hoy inalterable la impresión producida en el nervioso 
                joven. Una impresión tan duradera que acompañó 
                toda su vida al hombre, poblando tenaz y regularmente sus sueños 
                con la alucinación del río misterioso e ingobernable. 
                "Nunca pasa un mes", declara el escritor a su 
                biógrafo oficial, Albert Bigelow Paine, "sin que 
                sueñe que me encuentro en circunstancias difíciles 
                y obligado a volver al río a ganarme en vida. Ese sueño 
                no es nunca agradable. Me gusta pensar en aquellos días, 
                pero siempre hay algo doloroso en el pensamiento de que me veo 
                obligado a volver a ellos, y generalmente en mi sueño estoy 
                a punto de entrar en una sombra negra, sin poder precisar si es 
                el risco de Selma o Hat Island o sólo una negra cortina 
                de noche". En verdad: Mr. Bixby había cumplido 
                su fanática promesa. "Cuando digo que le ensenaré 
                el río a un hombre sé lo que digo. Puede estar seguro 
                de ello: se lo enseño o lo mato". A Sam Clemens 
                lo había marcado para siempre.
              Esa frescura de la primera impresión escasea en la segunda 
                parte del libro, pero está compensada por algunas de las 
                numerosas narraciones o digresiones que la integran. Entre las 
                más memorables pueden señalarse: la historia de 
                Murel, el traficante de negros, que serviría -cincuenta 
                años más tarde- para uno de los mejores relatos 
                de J. L. Borges: El espantoso redentor Lazarus Morell. 
                (Ver Historia universal de la Infamia, 1935): el diálogo 
                de los dos agentes viajeros -el vendedor de oleomargarina y el 
                de aceite de algodón-; el encuentro con el minucioso canalla 
                y empresario de pompas fúnebres de Nueva Orleans; la evocación 
                de aquellos muchachos traviesos de Hannibal, Missouri, que se 
                saben grandes pecadores y se arrepienten (intensa y tardíamente) 
                en una noche de tormenta, para olvidar sus delirantes promesas 
                de virtud con el esplendor del sol; la aguda descripción 
                de una típica mansión sureña: la abrumadora 
                casa del ciudadano más rico y más notable. En estas 
                páginas (y en alguna otra que olvido) el autor se recrea 
                en su mundo más inmediato, el de su experiencia más 
                íntima y cordial.
              Para completar su obra, Mark Twain echó mano -ya se sabe- 
                a toda clase de elementos. No se puede omitir lealmente la mención 
                de los más infelices por ejemplo: las estadísticas, 
                de interés limitadísimo; las leyendas (que el mismo 
                autor califica de idiotas); el puntual plagio de un mediocre folleto 
                de propaganda editado por una compañía ferroviaria; 
                la introducción de algunas historietas melodramáticas 
                y falsas, con de Ritter, cuya solución humorística 
                (la disputa verbal por el tesoro) no alivia la incomodidad, provocada 
                por el arrastrado y absurdo arrollo.
              Pero lo que presta a La vida en el Misisipi un encanto 
                inconfundible es el hombre que se revela en muchas de sus páginas. 
                De Voto tiene razón al indicar que ya no inducen risa al 
                leerlas, tan familiar es su humorismo -destino, puede agregarse, 
                compartido por el Quijote. Pero "si la risa desapareció 
                de ella" no han perdido, con la frecuentación, 
                su encanto original, que no dependía -como muchos creyeron- 
                de la sorpresa o de la abundante exageración de sus recursos 
                (Aunque la sorpresa sea tan legítima, a veces, como en 
                este ejemplo: Burlington "es una ciudad muy abstemia -al 
                menos por el momento-, pero en el Estado de Iowa, al que pertenece, 
                está por sancionarse un proyecto prohibiendo la fabricación, 
                la exportación, la importación, la compra, la venta, 
                la toma en arrendamiento, el préstamo, el robo, la posesión 
                por conquista, por herencia, intención, accidental o de 
                otra naturaleza, de todo brebaje deletéreo conocido por 
                la raza humana, excepto el agua. Esta medida fue aprobada por 
                toda la gente razonable del Estado; mas no por los jueces"; 
                o la exageración logre un efecto tan limpio como en este 
                párrafo: "Cuando el Eclipse y el A. L. Shotwell 
                compitieron en una carrera memorable, hace muchos años, 
                se dijo que hasta se quitaron los ornamentos que unían 
                las dos chimeneas del Eclipse, y que el capitán dejó 
                en sus guantes de gamuza y se afeitó la cabeza"). 
              
              El encanto reside (me parece) en el vivaz tono autobiográfico, 
                en el persuasivo acento oral que trascienden de estas páginas: 
                en la presencia de Mark Twain que revelan. Leemos el libro y nos 
                parece oírlo decir, y le creemos. Creemos en la verdad 
                esencial -no en la mezquina verdad de los hechos que cualquier 
                biógrafo escrupuloso puede verificar- de todo lo que cuenta. 
                Una verdad que le estaba reservada a Mark Twain poseer y expresar 
                en términos de arte: la verdad de una América primitiva 
                y poderosa, viva e inagotable en su memoria, eterna en las páginas 
                de Tom Sawyer, Life on the Missisippi,  Huckleberry 
                Finn.
              Con la publicación de este libro, la editorial Emecé 
                suma a su colección de clásicos norteamericanos 
                (Thoreau, Melville, Hawthorne, Henry James) uno de los valores 
                auténticos."
              NOTA. - Además de los libros citados en 
                el texto pueden verse, con provecho, los trabajos de Bernard DeVito, 
                Mark Twain at Work (1947, y DeLancey Ferguson, Mark 
                Twain, Man and Legend (1943).