"Carta desde Inglaterra. Algo acerca de Eva y 
              del cine norteamericano"
              En Marcha, Montevideo, nº 571, 13/04/1951.
              p. 11.
             
              I
              "Puede considerarse sintomático del estado actual 
                del cine norteamericano el hecho de que la mejor película 
                de esa procedencia estrenada estos últimos meses sea All 
                About Eve (La Malvada) -estimulante híbrido 
                de cine y teatro que ha preparado el libretista-director Joseph 
                L. Mankiewicz. Porque All About Eve en ningún momento 
                pretende engañar al consumidor: es una historia de gente 
                de teatro (actrices temperamentales, directores de escena, autores, 
                críticos) charlada en el mejor estilo de diálogo 
                dramático que Hollywood puede ofrecer. Toda consideración 
                de (digamos) arte cinematográfico - toda objeción 
                de puristas o plásticos- es desatendida de antemano y sin 
                mayores escrúpulos. Dice la primera a la última 
                escena (que es la misma, incidentalmente, ya que el libretista 
                no ha querido prescindir del cómodo y mecánico expediente 
                del racconto) sus personajes hablan hasta por los codos, 
                sin excluir, es claro, el monólogo interior. Pero no conversan 
                para la cámara; sino que luchan, trampean, sufren y se 
                revelan, con ardor y vehemencia, con amor y egoísmo, con 
                bajeza. Y su diálogo es esencialmente dramático: 
                acción, conflicto. (Nada del preciosismo literario en que 
                suelen incurrir los franceses de Achard, de Jeanson, de Jacques 
                Prévert.) De aquí que el seducido espectador olvide 
                que está en el cine y asista con deleite a este virtuosismo 
                de teatralidad -de cocina teatral, realmente- en el mejor sentido 
                de la palabra.
              Aceptada esta premisa -y qué difícil o inocente 
                parece querer resistirse- todo el espectáculo se desenvuelve 
                con esa precisión a que nos tiene acostumbrados Mankiewicz 
                desde Carta a tres esposas. La historia del ascenso de 
                Eva desde el anonimato a la cumbre de Broadway resulta entonces 
                uno de los espectáculos más estimulantes del cine 
                norteamericano de los últimos años. No detallar 
                el argumento. Baste inventariar los medios de que se vale Eva 
                (un corderito perdido en nuestra gran selva de piedra, la definen 
                los que no la conocen): disimulo, mentira, chantaje, seducción 
                (o intento de), prostitución y otros etcéteras igualmente 
                eficaces. Su única excusa parece ser que el fin justifica 
                los medios; o puesto en términos más hipócritas: 
                una auténtica vocación exige toda clase de sacrificios 
                sobre todo ajenos. El fin aquí (objetivado en un premio 
                a la mejor actuación teatral del año) es la gloria: 
                aplausos como olas de amor que vienen de detrás de las 
                candilejas y nos envuelven, según ella misma dice.
              Pero Mankiewicz no quiere (no puede) justificar a esta dulce 
                canalla. Porque a pesar de que su film parece dispuesto a contar 
                todo acerca de Eva, en realidad debe contar todo acerca 
                de Margo. (En el fondo es lo mismo: una actriz dramática 
                equivale a otra; toda mujer, sugiere el título, es Eva.) 
                La razón de este equívoco, de esta veloz sustitución 
                de personalidades, puede encontrarse en la mecánica hollywoodense; 
                vale decir: en el elenco. El papel de Eva no le corresponde a 
                Bette Davis sino a Anne Baxter. Y es bien sabido que Miss Davis 
                es la protagonista de sus películas. (Sí, ya me 
                acuerdo de El hombre que vino a cenar).
              Mankiewicz se encontró entonces con dos películas 
                posibles: una que contaba el ascenso inaudito de Eva; la otra 
                que pintaba (casi a la manera de Toulouse-Lautrec) el retrato 
                de una actriz cuarentona, asaltada por el horror a los años, 
                histérica, apasionada por un hombre bastante menor; o sea: 
                Miss Davis. Con inteligencia, con habilidad, consiguió 
                Mankiewicz equilibrar ambas películas, fundirlas en una 
                sola, dando a Bette Davis al primer plano, pero dejando que la 
                narración (la intriga) descansara en las maquinaciones 
                de Eva. Consiguió así dos vitales e infrecuentes 
                en el cine norteamericano: contar una excelente historia, trazar 
                dos caracteres intensos y disímiles. Es cierto que el precio 
                que debió pagar (el sacrificio parcial de Anne Baxter, 
                cuyo talento interpretativo hubiera justificado una película 
                para ella sola) fue bastante grande; también es cierto 
                que rescató; de tanta olvidada y reciente mediocridad a 
                Bette en la mejor oportunidad de sus (en tantos sentidos) últimos 
                años.
              II
              Hay, sin duda, otras maneras de enfocar este film. Por ejemplo, 
                éstas dos para desocupados: desde un punto de vista de 
                ortodoxia eisensteniana (ni lo fotografía excelente de 
                Milton Krasner podría salvarse); desde un punto de vista 
                de ortodoxia teatral. Dejando a la crítica fantástica 
                esas seductoras posibilidades, propongo dos más:
               A) Sin necesidad de ser T. S. Eliot (de hacerse el) es fácil 
                comprender que All About Eve no es una gran comedia dramática, 
                que ni siquiera es una original comedia dramática. Su argumento 
                es ingenioso pero los recursos de que se vale son bastardos. Algunos 
                expedientes (la fatal intervención de Celeste Holm, desteñida 
                en su papel de mejor amiga de Miss Davis; el chantaje a la segunda 
                potencia que para cumplir con la censura ejerce George Sanders 
                sobre la perversa Eva) son de pacotilla. No es mejor, infelizmente, 
                el equívoco happy ending en que Margo renuncia al 
                teatro por el amor, y que sólo se justifica por la presión 
                del público femenino al que, secreta, vergonzosamente, 
                está dedicado este film. (Este público se deleitará 
                al saber que la protagonista se casó en la vida real con 
                su galán, Gary Merrill.) Todo esto no importa mucho, sin 
                embargo. Porque la virtud principal de All About Eve reside, 
                sobre todo, en la intensidad de los caracteres y en el conflicto 
                que estalla, incontenible, entre ellos. Por eso las mejores escenas 
                (larga, profiscua borrachera en casa de Margo; disputa en el escenario, 
                después del brillante primer ensayo de Eva) no son de índole 
                narrativa. Sólo sirven para desnudar la pasión y 
                la violencia, el incesante histrionismo en que una auténtica 
                criatura de teatro (no de carne y sangre) debe vivir.
              B) Como El ciudadano, como La luna y seis peniques, 
                como tantas otras, All About Eve tiene clave. Todos saben 
                en Hollywood que Margo se llama en la vida real Tallulah Bankhead 
                y que domina la escena en Broadway. (Interrogada Miss Bankhead 
                si Bette Davis la imitaba en el film contestó: ¿Acaso 
                no es lo que ha hecho siempre?) Es claro que esto no significa 
                que fuera del publicitado círculo de Hollywood la clave 
                tenga algún valor. Vale decir, que en Montevideo (Uruguay, 
                South América quiera decir algo. Y toda la eficacia (o 
                la gracia) de que Miss Davis contamine sus patentados artificios 
                cinematográficos con los más frenéticos y 
                estimulantes de Miss Bankhead se pierde para casi todos los espectadores 
                al sur del Río Grande. En cuanto a los que saben algo más 
                del asunto y que han leído al menos lo que la prensa escandalosa 
                de los Estados Unidos pregona, ésos extrañarán 
                sin duda la pasteurización a que ha sido sometido el retrato, 
                ya que el rubro bebidas, drogas y sexo resulta lamentablemente 
                aguado o ausente. (Acusada de robar a su ama, la secretaria y 
                doncella particular de Miss Bankhead contestó al juez que 
                había empleado el dinero en comprarle cosas a la actriz; 
                literalmente: cocaína, marihuana, licores, aguardiante, 
                whisky, champagne y sexo.)
              III
              Estos tres últimos meses no superan (en el mejor de los 
                casos) la condición de entretenimiento. No incluyo en esa 
                categoría, es claro, a mazacotes seudo-históricos 
                como Sansón y Dalila, en que Cecil B. de Mille trata 
                de vender una vez más sus cromos coloreados y la fría 
                sensualidad de Hedy Lamarr, o como The Flame and the Arrow, 
                con el acrobático Burt Lancaster en una carnavalesca Edad 
                Media; ni las apócrifas Minas del Rey Salomón, 
                por segunda vez explotadas en la pantalla, ahora con Stewart Granger 
                y la desperdiciada Deborah Kerr; ni la apología de la nonchalance 
                vocal de Bing Crosby en Mr. Music; ni la historia para 
                voraces consumidoras de bombones (las tías a que siempre 
                aludía R. A. Despouey) que George Cukor cocinó para 
                Lana Turner; ni los triangulares conflictos de "conciencia" 
                entre Joan Fontaine, Joseph Cotten y Jessica Tandy con los que 
                William Dieterle interrumpe algunas hermosas vistas de Italia 
                (Roma, Nápoles, Pompeya, Capri, Florencia) en September 
                Affair; ni el sentimentalismo seudo victoriano de The Mudlark, 
                resucitado anacrónicamente por los exbrillantes libretista 
                Nunnally Johnson, director Jean Negulesco, fotógrafo Georges 
                Perinal y actores Irene Dunne, Andrew Ray y Finlay Currie. (Excluyo 
                la extraordinaria composición de Disraeli por Alec Guinness.) 
                Cualquiera de esos films podrán merecer el apoyo económico 
                al que aspiran sin rodeos, pero no cumplen ni siquiera mínimamente 
                con las apetencias de un público adulto. 
              Dentro de una producción científicamente prostituida, 
                el talento, el oficio y el humor rescatan algunas películas. 
                En esa modesta categoría puede incluirse Mister 880 
                (20th Century Fox) que escribió el ex-colaborador de 
                los mejores films de Capra, Robert Riskin y dirigió Edmund 
                Goulding. Tal como la contó brillantemente el New Yorker, 
                era la casi fabulosa historia de un modesto falsificador de billetes 
                de a dólar que escapó, durante diez largos años, 
                a los esfuerzos especializados de la policía del Tesoro 
                norteamericano. Su método burdamente primitivo, su producción 
                escasa (unos cincuenta dólares al mes), lo convertían 
                paradojalmente en presa inasible. Algo de esa fascinante contradicción 
                aparece en la figura que encarna Edmund Gwenn. Pero para el standard 
                de Hollywood un anciano desdentado no puede justificar una 
                hora y media de celuloide, y para salvar otros dólares 
                injertan un romance (no demasiado estúpido) entre los competentes 
                Burt Lancaster y Dorothy McGuir.
              Podrían integrar, también, esta misma ideal categoría 
                dos films en que una prisión juega el papel central. El 
                más ruidoso es White Heat que devuelve a James Cagney 
                a la Warner Brothers y a uno de sus papeles tipificados: el gángster 
                prepotente y sanguinario. Una leve (ahora nada novedosa) variante 
                se ha introducido desde la edad de oro (Scarface y secuelas); 
                el gángster es un tipo patológico con un grueso 
                complejo de Edipo. (Quiero decir: lo que Hollywood cree que Freud 
                creyó que era el complejo.) Pero no hay nada sensual, entre 
                otras cosas porque la madre es un marimacho admirablemente interpretado 
                por Margaret Wycherly. El elenco, que incluye además a 
                Edmond O'Brien, Steve Cochrane, Paúl Guilfoyle y el cuerpo 
                de Virginia Mayo, es competente; la dirección de Raoul 
                Walsh, precisa y eficaz. Pero toda la sangrienta historia no pasa 
                de ser el desarrollo convencional de un tema que la pantalla norteamericana 
                ha estilizado con la misma frialdad de una tragedia de Voltaire. 
                (Descontada la poesía.) 
              Menos convencional pretende ser la otra muestra: Caged (también 
                de la Warner). Con un ojo puesto en El nido de las víboras 
                y el otro en la censura, el director John Cromwell trata de 
                contar la segura degradación de una muchachita (Eleanor 
                Parker) dentro de una prisión cualquiera. Los golpes de 
                efecto, el melodrama y los usuales trucos del género carcelero, 
                aparecen contrabalanceados por alguna crudeza auténtica, 
                alguna verdad, particularmente en la interpretación de 
                Agnes Moorehead como la bienintencionada e impotente directora 
                del establecimiento. Pero hay tantas omisiones -nada de problema 
                sexual, nada de problema social (apenas se mencionan los vagos, 
                casi legendarios "políticos")- y tanto 
                sobreentendido inocuo que la beata advertencia del comienzo: Esta 
                película no describe el estado real de ninguna prisión 
                norteamericana o inglesa, parece no la cobardía que es 
                sino una verdad paradojal: el estado real tiene que ser peor. 
                Es cierto que al final se trata de rescatar en parte el mensaje, 
                y cuando Miss Parker (crudamente pintada, con un gesto amargo) 
                se despide diciendo: Se puede decir que por los pocos dólares 
                que robé me han dado una educación, y sube al 
                coche de los gángsters que la esperan a la puerta, 
                algo de la verdad se ha salvado. 
              Dentro del rubro policial, pero enfocado desde el ángulo 
                de la ley, Unión Station (Paramount) trata de repetir 
                el éxito de La ciudad desnuda. La narración 
                tiene como centro de operaciones la inmensa estación neoyorkina 
                carece del rigor ajedrecístico, de la engañosa objetividad 
                del modelo. Pero cuenta con tolerable intensidad (imputable, quizá, 
                al oficio de su director, Rudolph Maté) la habitual historieta 
                de suspenso. Barry Fitzserald repite su bonachón inspector, 
                junto a los eficaces William Holden y Nancy Olsen, que facilitan 
                además, la escasa cuota de romance.
              Y eso sería todo (o casi todo) si a Charles Chaplin no 
                se le hubiera ocurrido reponer mundialmente Luces de la ciudad 
                (1930). Recuerda que cuando el estreno de este clásico, 
                mi niñez se deleitó varias tardes con la comicidad 
                de Carlitos y lamentó el exceso de sentimentalismo que 
                envuelve todo. A los niños les abruma como una obscenidad 
                el jarabe sentimental y su severidad es -puede llegar a ser- implacable. 
                Ahora que los años me han ablandado un poco, que me han 
                acercado al Chaplin que concibió, dirigió e interpretó 
                esta modesta parábola de las costumbres de nuestro tiempo, 
                pude emocionarme de veras con la historia de la cieguita florista 
                y del vagabundo que roba y va a la cárcel para conseguir 
                el dinero de la operación milagrosa que le salvará 
                la vista. Y la última escena en que Chaplin mezcla fuertemente 
                la humillación de la muchacha al ver por primera vez al 
                que creía millonario, y la dicha irreprimible del hombrecito 
                al encontrarla curada -sólo atina a morderse las yemas 
                con una húmeda sonrisa de los ojos- parece una obra maestra 
                de la emoción, precisamente porque se desarrolla en un 
                territorio equívoco, impuro, lindante con la cursilería 
                y por eso mismo crudamente humano. De la comicidad intachable 
                del film nada nuevo se puede (ni vale la pena) decir.
              Si la colección de películas que congrega este 
                artículo es sintomática del estado actual del cine 
                norteamericano (personalmente, creo que sí) nada bueno 
                parece deducirse. El clisé, la receta, el plagio, la hipocresía, 
                parecen ser los procedimientos más populares. Para una 
                película como All About Eve (con todos sus peros), 
                tantos bastardos, tantos inmemorables. Más vale no concluir. 
                Más vale seguir alimentando la fugaz esperanza de que de 
                tanta falsificación deliberada, salga ocasionalmente alguna 
                creación."
              EMIR RODRÍGUEZ MOMEGAL
                Cambridge, 1951.