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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"La narrativa hispanoamericana : tendencias actuales"
En Marcha, Montevideo, Nº 628, 1952.
p. 25-26.

"Estas páginas integran un estudio más extenso y en preparación sobre La novela contemporánea. Al publicarlas ahora no parece superfluo advertir que la índole misma de panorama o síntesis crítica no permite dilatarse en el análisis, que los títulos o autores invocados valen (casi siempre) por su carácter ejemplar, que muchos de los autores aquí examinados (verbigracia: Horacio Quiroga, Miguel Ángel Asturias, Juan Carlos Onetti, José Lins do Rego, Jorge Luis Borges) han sido ocasión de estudios más extensos, que no todas las omisiones son siempre deliberadas. Una primera redacción de este trabajo data de 1950 y fue entonces leída en una audición radial que organiza el Consejo de Enseñanza Secundaria. Se publica ahora por vez primera y considerablemente ampliada.

I

Una falsa oposición

Los estudios de la narrativa hispanoamericana han tendido a establecer una falsa oposición entre la narración de corte regionalista -que concede primacía al vasto escenario geográfico, que explota el color local y es costumbrista, que moviliza los principales problemas (morales, sociales, políticos, étnicos) de cada zona americana y la narración universal o cosmopolita (como la llamarían los modernistas) -es decir, la que transcurre en Quito o en Sao Paulo pero que igual hubiera podido ocurrir en Orán o en Copenhague; es decir, la que prescinde, o posterga, la geografía, que diluye o ignora lo típico, que aspira a plantear cuestiones de vigencia universal humana. Algunos críticos de América han tendido a enfrentar ambos tipos de narrativa. Han creído descubrir una dicotomía típicamente americana: el regionalismo o el arraigo, el cosmopolitismo o la evasión, han procedido así con el propósito -no siempre confesado no siempre lúcido- de exaltar el regionalismo. Y sin embargo es una falsa dicotomía, una manera de soslayar el verdadero problema. La única actitud posible es reconocer que el artista americano no puede estar obligado a confinarse en lo local, en lo típico. Si lo hace, si prefiere hacerlo así, que sea por la propia tendencia de su visión del mundo o por la naturaleza íntima de su arte; porque se siente capaz de expresar en términos fuertes y originales, el paisaje natural y humano en que aparece inscrito. Pero no debe haber (no puede haber) fórmulas ni consignas que fuercen su libertad creadora.

En realidad, el problema de la narrativa hispanoamericana debe ser considerado desde un ángulo más estrictamente literario. Y en vez de inventar esa falsa oposición entre regionalismo y universalismo, corresponde examinar las formas particulares que asumen en América hispánica las dos grandes tendencias que actualmente ocupan el terreno de la narración: la realista y la fantástica. Aquí se plantea una verdadera disyuntiva como se verá.

II

Realismo regionalista

Si se aceptan como igualmente legítimas para el artista hispanoamericano la fórmula regionalista y la fórmula universal, puede señalarse que es dentro del realismo regionalista donde se han producido las obras de más vasta proyección americana (y aún extranjera), aquellas que están en la memoria de todos y que suelen ser invocadas como paradigmas narrativos. Desde Los de abajo (1916) del mexicano Mariano Azuela hasta El mundo es ancho y ajeno (1941) del peruano Ciro Alegría, desde La vorágine (1924) del colombiano José Eustaquio Rivera hasta Las lanzas coloradas (1931) del venezolano Arturo Uslar Pietri, pasando por algunos clásicos como Los desterrados (1926) del uruguayo Horacio Quiroga, El águila y la serpiente (1928) del mexicano Martín Luis Guzmán, Doña Bárbara (1929) del venezolano Rómulo Gallegos, Sombras sobre la tierra (1933) del uruguayo Francisco Espínola o Pedra Bonita (1938) del brasileño José Lins do Rego.

No es casual que la producción realista sea tan numerosa y calificada. No es casual porque el hombre americano vive directamente vinculado a la tierra y al paisaje, porque América ofrece las fáciles tentaciones de su enorme y variada naturaleza, de su abundante pintoresquismo, a todo el que se acerque a expresarla con curiosidad o con amor. Es claro que esto no significa que el narrador hispanoamericano desemboque siempre en paisajista. O dicho de otro modo: el paisaje que el narrador hispanoamericano muestra es un paisaje con hombres, un paisaje en el que el hombre también cuenta. Pocos siguieron el primer planteo elemental de Horacio Quiroga, ese drama de dos desiguales antagonistas: la naturaleza omnipotente, omnipresente, y el hombre desgarrado o aniquilado por ella. El mismo Quiroga supo enfocar también el problema a escala humana; ahí están Los desterrados para certificar su visión penetrante y esencial.

Pero en general, el narrador regionalista puso el acento también en lo social y en lo político. Orientó la novela o el cuento hacia la crónica del pasado inmediato; revolución mejicana como en La sombra del caudillo (1929) de Martín Luis Guzmán o alzamiento pueblerino como en Todos iban desorientados (1951) del venezolano Antonio Arraiz; buscó expresar un conflicto moral o religioso como en El cristo de espaldas (1951) del colombiano Eduardo Caballero Calderón; o derivó a la denuncia de un abuso de una injusticia social, como la explotación de los yerbatales en El río oscuro (1943) del argentino Alfredo Varela o la esclavitud del indio en Raza de bronce (1919) del boliviano Alcides Arguedas. Es decir: el novelista hispanoamericano ya superó la etapa de inventario o registro del mundo. Quiso que su obra fuera testimonio de su tiempo y de su mundo; fue (es) regionalista pero no a la manera de un Thomas Hardy o de un Iván Turguenev. Lo es a la manera de los novelistas de la revolución rusa o de los norteamericanos que trazaron el proceso del capitalismo.

Esta intención testimonial o documental, esa voluntad de participar con la ficción en el vasto mundo real, explica el enorme lastre extraliterario que arrastran muchas de sus ficciones. Pocas veces consigue escapar el narrador a las tentaciones de lo sociológico o político; pocas veces consigue alzar su creación al plano puramente literario. De aquí tanta obra que, pese a cierta repercusión interesada o novelera, no alcanza la categoría de creación. Piénsese en la crudeza elemental, en la violencia de alegato, que tienen un Huasipungo (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza o un Cacau (1933) del brasileño Jorge Amado. Estas obras podrán tener algún valor (si lo tienen) para el historiador político, para el sociólogo, pero su torpe o nula elaboración literaria las coloca al margen de toda consideración crítica.

La tendencia estilística de este realismo regionalista ha sido bien sintetizada por Mario Benedetti en un estudio sobre Los temas del novelista hispanoamericano. Según él: "... el novelista no se preocupa exageradamente del estilo. Prefiere que su obra consolide por su importancia humana antes que por su refinada urdimbre literaria. Tiene demasiado que decir del personaje, del ambiente, de la reacción que prepara, de los hechos en sí, como para abdicar su ritmo ágil, desordenado, imprevisto, o detenerse a depurarlo". (Cf. Número, Año 2, Nº 10-11, Montevideo, setiembre-diciembre 1950). Es claro que, a veces, esa misma prisa, esa despreocupación, esconden una incapacidad creadora, una impotencia para narrar cabalmente.

III

Superación del realismo

No todos aceptaron, sin embargo, esta vía del realismo regionalista. Muchos intentaron superar ambos términos. Quizá la más famosa de esas empresas sea la del argentino Ricardo Güiraldes en Don Segundo sombra (1926). Si a primera vista puede incorporarse esta novela al movimiento arriba apuntado, cuando se la considera con más espacio se advierte su inequívoca raíz elegíaca, su profundo diseño lírico. Güiraldes (mejor reconocerlo de una vez) no era un gran narrador. Tuvo en grado mayor la condición de paisajista o de poeta lírico o de estudioso de emociones elusivas. Careció de ese don de contar, de esa capacidad mágica del alzar la anécdota y el personaje de un solo golpe creador. Su gran y famosa novela casi no existe como tal. No hay suceso, no hay personajes. O apenas sí hay uno: el relator reducido a la sensibilidad que repasa y evoca, que comenta, exagera y revive. Don Segundo -ese hombre que ha provocado tantas sospechosas efusiones críticas- no existe. Es decir, existe en su lugar un paisano borroso que el autor empuja a lo largo de la obra en un abuso de autoridad creadora, un personaje que es inferior a la expectativa que crea, que jamás justifica su aureola, que defrauda siempre. No se revela al lector; vaga como una imagen, como un nombre vacío. Güiraldes es impotente para hacerlo vivir y actuar.

Y, sin embargo, el libro vive. Vive porque detrás de la apócrifa estructura narrativa, hay una auténtica nostalgia, una evocación sentida, una experiencia humana que el artista sabe preservar en toda su calidez. La gran virtud (la gran hazaña) de Güiraldes consistió en convertir sus limitaciones de narrador en virtudes; en usarlas como fundamentos de una creación estilística que permitió saltar los límites del realismo regionalista e intentar una evasión duradera en busca de un tiempo perdido. Lo demás (los asombros de la crítica ante la gran creación de Don Segundo, ante la potencia narrativa de Güiraldes) es propaganda, es el deseo convertido en hecho.

Otros fueron más lejos que Güiraldes en su intento de trascender el realismo regionalista. Es curioso que haya sido un español quien marcó la ruta: Don Ramón María del Valle Inclán (como le gustaba llamarse) con su Tirano Banderas (1926, el mismo año de Los desterrados y de Don Segundo). En manos de Valle Inclán, el realismo sufre una deformación caricaturesca, de estirpe barroca, que desquicia no solamente el lenguaje y altera el trazo de la narración (el estilo, en fin) sino que impone una especial cosmovisión e instaura un mundo de garabato. No hay ánimo documental ni propósito denunciatorio en esta obra; la vida de un dictador de una republiqueta hispanoamericana es únicamente el pretexto para una composición personal, un ejercicio de digitación.

Veinte años después de Tirano Banderas publicó el guatemalteco Miguel Asturias El Señor Presidente, redactado (según declara el autor) entre 1922 y 1932, pero publicado por vez primera recién en 1946. Con mayor rigor documental y -quizá- menor inventiva de detalle, prolongaba Asturias esta visión caricaturesca y amarga del novelista gallego. Pero, por su propósito crítico, por su voluntad de denuncia o sátira, Asturias apuntaba mucho más lejos, y debajo de su ornamentada estructura era posible advertir la pasión que comprometía su palabra. Asturias no ha continuado esta línea. Después del ambiguo intermedio de Hombres de maíz, 1949, ha vuelto al realismo regionalista con una trilogía de carácter político-social de la que ha publicado hasta ahora sólo el primer volumen, Viento fuerte, 1950.

Una forma más compleja de la superación de algunas limitaciones regionalistas ha sido intentada por Mario de Andrade, poeta modernista brasileño, en su Macunaíma (1928). En esta peculiar novela reelabora Andrade con gracia incesante elementos folklóricos que provienen de todas las zonas de su vasto y caótico país. El experimento es único. No ha tenido y quizá no pueda tener continuación por señalar una posición extrema, una hazaña que sólo la cultura y la sensibilidad de Mario de Andrade hizo posible.

En cualquiera de los intentos apuntados -Güiraldes, Asturias, Andrade- la intención: última es estética. Su reacción parece indicar un desacuerdo profundo con las limitaciones del realismo regionalista. Pero esta reacción no necesita expresarse de manera tan radical. Los mismos narradores realistas han sabido trascender la transcripción mecánica o estadística de la realidad, han sabido convertir la crónica en testimonio, dar su versión, íntima o apasionada, del mundo americano. En este sentido, nada más pertinente que lo que apuntaba no hace mucho Enrique Anderson Imbert en un ensayo Sobre la novela en América: En las novelas de Rivera, Güiraldes, Gallegos, selvas, pampas, ríos viven, se agitan, quieren y actúan gracias al mismo arte impresionista y expresionista con que otros escritores se proyectan dentro de cosas que no son necesariamente paisajes. Desde el punto de vista de una fenomenología de lo estético el proceso de la fantasía ha sido el mismo en una metáfora de Rivera sobre la selva que en una metáfora de Torres Bodet sobre las sillas. (Cf. Número, Año 1 Nº 3, Montevideo, julio-agosto 1949).

IV

Realismo cosmopolita

El realismo no se confinó en las formas regionales. También sirvió para dar una visión cosmopolita de esta América. Mientras que el regionalismo se apoyaba en el campo o en la aldea, la visión novelesca universal tendía a instalarse en la gran ciudad especialmente en una formación cosmopolita como Buenos Aires. Podrían citarse muchos nombres en lo que va del siglo -y quizá sea injusto empezar por el de Roberto Arlt- pero ya que es forzoso escoger autores hoy significativos (o ejemplares) indicaré dos: el argentino Eduardo Mallea, el uruguayo Juan Carlos Onetti.

Mallea intentó expresar, desde La ciudad junto al río inmóvil (1936) hasta Los enemigos del alma (1945) a través del destino individual pero representativo de algunos personajes escogidos, el alma ciudadana, el individuo configurado por la gran ciudad. Ese destino parecía ser la soledad, la incapacidad de comunicarse, la falta de orientación de una sociedad nueva, la ausencia de tradición o de raíces. El intento no era nuevo. Ya en nuestro siglo los novelistas norteamericanos (un John Dos Passos por ejemplo) lo habían abordado memorablemente. Pero era importante que se emprendiera desde esta particular perspectiva porteña o rioplatense. Toda la obra de Mallea ha perfeccionado (o dilatado) esa empresa; se ha proyectado sobre toda la nación o se ha prolongado sobre el curso de varias generaciones y ha buscado expresar el alma de esa Argentina invisible que él, tan publicitadamente, reverencia. No el vestuario, no los accidentes del terreno, no las peculiaridades del color local, sino esa pasión que historia desde un famoso libro (1937). Su intento pertenece, aclaro, más al orden del ensayo que al de la narrativa; su obra carece de felicidad creadora. Recuerda las ficciones más discursivas de un Aldous Huxley, de un Albert Camus, y en general, queda muy por debajo de esos ejemplos europeos. Vale quizá más como actitud que como realización.

También Juan Carlos Onetti ha expresado el alma numerosa de la ciudad; también ha sabido leer a Dos Passos y -al mismo tiempo que lo hacía Sartre en Francia- buscar en Louis-Ferdinand Céline un estímulo literario para su enfoque amargo y a ratos cínico de la gran ciudad. Con pasión narrativa más profunda, quizá, que la de Eduardo Mallea y con duro acento, ha pintado -en El pozo (1939), en Tierra de nadie (1941), en Para esta noche (1943), en La vida breve (1950)- al hombre desorientado, al indiferente moral, que puebla ambas márgenes del Plata. Con su obra intensa y renovada ha señalado un camino; aunque también ha marcado una manera que no es posible imitar, que no conviene imitar.

Más reciente que ambos, Ernesto Sábato en El túnel (1948) ha querido mostrar no el alma de la ciudad o un destino ejemplar, sino la posición de un hombre acorralado frente al mundo hoy. Y ha prescindido totalmente de los fáciles recursos del color local, preocupándose, en cambio, de dar con absoluta sinceridad la tragedia de un hombre encerrado en la soledad como en un túnel. Su obra se vincula -y no por mera transcripción- con la de un Franz Kafka en Alemania, un Graham Greene en Inglaterra, un Sartre o Camus en Francia. Es decir, con la de quienes han pretendido comunicar en una dimensión más profunda que la del realismo, la angustia del hombre contemporáneo. Si Sábato no alcanza la patética fuerza de sus modelos y su arte refinado o brutal, consigue documentar en cambio una actitud que es también posible en nuestro medio.

Otro novelista argentino ha intentado apresar en una obra de monstruosas proporciones el alma multiforme de la gran ciudad. Me refiero a Adán Buenosayres (1948) de Leopoldo Marechal. Pero su reconocida servidumbre con respecto a otro ilustre esfuerzo (el Ulysses, 1922, de James Joyce), su estructura paródica y vulgar, su condición de impertinente y deforme burla literaria, impiden que sea considerada de otra manera que como una extensa extravagancia. Otro intento fallido (aunque por más nobles motivos) es la Eurídice (1947) de José Lins do Rego. En esta novela abandonó Rego el regionalismo que le había inspirado tan valiosas obras y centró su intriga en un Río de Janeiro lateral y todavía contaminado de regionalismo (el protagonista es un estudiante del interior que vive en una pensión de la rua Catete en la época de la dictadura de Vargas). Desorientándose en el terreno del psicoanálisis, Rego no consiguió expresar ni el alma torturada del protagonista ni ese mundo cosmopolita y caótico de la gran ciudad brasileña.

V

Literatura fantástica

Las novelas de Mallea, de Onetti y de Sábato trascienden el mero realismo por ahondar -en lo moral, en lo social, en lo psicológico- los problemas del hombre y del ciudadano. Pero no rompen con el realismo. Hay, sin embargo, toda una corriente en la narrativa hispanoamericana contemporánea que se aparta abiertamente de él. El nombre más destacado de este brote de literatura fantástica es el del argentino Jorge Luis Borges.

En una conferencia sobre el tema revindicó Borges para la literatura fantástica los prestigios de la tradición y de la venerable antigüedad. (En efecto, y según él mismo indicó, los primeros relatos del hombre son fantásticos; el realismo es una invención del siglo XIX). Los cuentos de Borges -ensayados equívocamente en Historia universal de la infamia, 1935, madurados ya en El jardín de senderos que se bifurcan, 1942, en Ficciones, 1944, en El aleph, 1949, en La muerte y la brújula, 1951- describen un universo imaginado e interpolado en la realidad por una sociedad secreta de eruditos, (Tlön, Uqbar, Orbis Tertius), una biblioteca total cuyos infinitos anaqueles contienen todos los libros posibles y aun algunos imposibles (La biblioteca de Babel), una lotería universal que acaba por regir al mundo, que sustituye con ventajas a la divinidad (La lotería de Babilonia), una raza de inmortales que llega a reducirse voluntariamente a la animalidad (El inmortal), un punto de la tierra desde el que pueden contemplarse simultáneamente todos los otros puntos (El aleph). ¿A qué seguir? Sus asombrosas ficciones no toleran una reducción tan radical. Más importante parece indicar que todas estas fábulas no son, en última instancia, más que metáforas de la realidad, y que el universo o los sorprendentes casos que inventa Jorge Luis Borges proceden de la misma fuente en que se nutren los realistas. Su arte consiste en trasponer en clave fantástica o alucinatoria, aunque sin deponer el rigor y la lucidez, su experiencia de un mundo rioplatense con su cosmopolitismo de aluvión. Sus ficciones son máscaras o cifra de una realidad cotidiana que angustiaba al creador con su falta de heroísmo, con su mediocridad, obligándolo a trascenderla en prosa no indigna de un admirador de Quevedo y de Unamuno.

En esta actitud es donde Borges se aparta quizá más radicalmente del grupo de escritores que lo rodea (el de la revista Sur) y que para muchos críticos, con error o exceso, son meros discípulos. La chilena María Luisa Bombal (que había publicado La última niebla en 1933, antes que cualquier ficción de Borges), los argentinos Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y José Blanco -para citar sólo a cuatro- están más cerca de Henry James o de Julien Green en su manejo del tema fantástico que el mismo Borges. Les falta esa tensión ajedrecística, ese no depuesto rigor intelectual, esa capacidad de juego metafísico, esa elaboración fría de lo poético, que están permanentemente presentes en Borges, y les sobra la inclinación de la niebla y dela voluntaria ambigüedad. No es que rechacen la influencia de Borges (y uno de ellos es algo más que un discípulo, es su colaborador en apócrifas historias), sino que, temperamentalmente, estéticamente, reaccionan de otra manera. Cualquiera que lea sus mejores producciones -La amortajada (1938) de María Luisa Bombal, La invención de Morel (1940) de Adolfo Bioy Casares, Sombras suele vestir (1944) de José Blanco, El impostor (1948) relato de Silvina Ocampo- pronto advertirá el sesgo personal, el enfoque nuevo o renovado.

No faltan, es claro, en este grupo de narradores las indicaciones regionales. Aunque Borges pueble sus relatos de nombres escandinavos y orientales, asoma bajo la elaborada y (casi siempre) apócrifa erudición, el enfoque rioplatense: la insaciable avidez cultural, la nostalgia de un tiempo de violencia y crimen (id est: de un tiempo en que ocurría algo), el color y el paisaje porteño y aún uruguayo que tantos días repetidos de observación y experiencia han preservado en la retina de este creador memorioso. En Blanco, en María Luisa Bombal, en Silvina Ocampo, no suele manifestarse ese deliberado exotismo borgiano. Ellos se instalan en lo nacional (paisaje, nombres, circunstancias locales) pero de inmediato lo superan al introducir un dato de la fantasía, interpolar un fantasma, una sobreviviente. De cualquier punto de vista que se les considere, expresan simultáneamente la nostalgia de lo viejo (hay toda una sociedad oligárquica que ellos documentan y que cada día se borra más) y la presencia avasallante de lo nuevo, la insaciable curiosidad que los hace moverse entre realidades que son símbolos, entre objetos que significan algo más en una dimensión mágica, con figuras que consiguen evadirse del tiempo y del espacio.

VI

Conclusión

No es posible resolver aquí el pleito subyacente instaurado entre realismo y literatura fantástica. Quizá lo único que corresponda hacer por ahora sea felicitarse de que sean posibles tantas formas narrativas; de que actualmente el creador hispanoamericano pueda escoger en tan vastos campos; de que no falten ni el brío ni la ambición ni -siquiera- el antagonismo. Todo parece ser buena señal."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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