(*) Virginia Wolf: Diario de una 
                escritora (A Writer's Diary). Traducción de 
                José M.Coco Ferraris. Buenos Aires, Editorial Sur, 1954. 
                323 pp. La edición inglesa ha sido publicada por la Hogarth 
                Press (London, 1953, 372 pp.) que ella misma fundara con su marido 
                en 1917. Hay un interesante comentario de este libro por Victoria 
                Ocampo: Virginia Woolf en su Diario (Buenos Aires, Editorial 
                Sur, 1954). De él se dio noticia ya en Marcha (Nº 
                727, julio 9, 1954).
              El Diario de una escritora es sólo un fragmento 
                de la vasta obra que fue creando Virginia Woolf a lo largo de 
                sus días: una parte editable de los 26 volúmenes 
                (uno por cada año) que cubrió, con sus nerviosos 
                trazos, entre 1915 y 1941. La parte que se refiere a su actividad 
                de creadora y de crítica, la parte que la muestra emergiendo 
                de la faena (peor que parto, dice) de cada nuevo libro, agotada 
                y temblorosa, sin jugos como naranja exprimida, incapaz de soportar 
                la tortura de ser leída y juzgada y analizada; la parte 
                de ella que vivía en la creación y para la creación. 
                Por esos su marido y editor, el penetrante Leonard Woolf, advierte 
                que la imagen de la escritora que ofrece este libro singular, 
                es casi caricatura.
              Ya el diario (como creación autobiográfica) suele 
                presentar un solo lado de la personalidad: el azaroso lado de 
                sombra. (No escribimos diarios cuando nos sentimos felices.) A 
                esa inevitable tendenciosidad del género hay que agregar 
                aquí todas las supresiones, todo lo que ha quedado inédito 
                para no herir la susceptibilidad de los vivos o la memoria de 
                algunos muertos, para no descubrir a ajenos lo que más 
                vale en dejar en silencio. (La relación con su padre es 
                uno de los temas más soterrados, más fascinantes.)
              Sí: un fragmento del ser Virginia Wolf; un fragmento tendencioso 
                y especializado, incompleto (por definición). Pero qué 
                irresistible y qué revelador. Qué absorbente y dominante. 
                Y cómo a través de él, a través delo 
                que dice y lo que sugiere, de lo que obstinadamente calla e involuntariamente 
                revela, se pueden alcanzar otros fragmentos, otras visiones de 
                la provocativa,. De la discutible, de la patética, Virginia 
                Wolf. Aún a riesgo de errar, aún con la conciencia 
                de lo incompleto y de lo desconocido, cómo resistir a la 
                tentación de reconstruir (con la parte emergente a la vista) 
                el resto de esa personalidad sumergida, cómo evitar la 
                reordenación -tal vez demasiado personal y arbitraria- 
                tal de las notas (algunas notas) que tan vivas e intensas yacen 
                todavía entre las páginas de ese libro. Aún 
                sabiendo que es posible equivocarse y que la imagen ofrecida es 
                parcial. Es caricatura.
              Primer círculo: la vanidad
              Al releer su primer novela, The Voyage Out (1915),anota 
                Virginia Woolf en su Diario (febrero 4, 1915): En conjunto 
                me gusta considerablemente la mentalidad de la joven. Qué 
                galantemente toma partido -y a fe mía, qué don para 
                la pluma y la tinta. Sí, es de ella misma, de Virginia 
                Wolf, joven de 33 años, que está escribiendo. El 
                aplauso se trueca en autocomplacencia, en vanidad pueril, expuesta 
                sin rebozo. No es ésta la única nota en que Virginia 
                explaya el deleite que le provoca su propia obra. Hay muchas más. 
                No faltan, es claro, aquellas otras notas lúgubres en que 
                denuncia sus fracasos y se lamenta sin pausa de sus limitaciones. 
                Pero lo que la primera mirada superficial registra es la vanidad. 
                Cómo me interesó a mí misma, apunta otro 
                día. Ese interés por sí misma por su obra 
                literaria, por su puesto en la literatura inglesa contemporánea, 
                por el éxito de sus contemporáneos inmediatos, contamina 
                casi todas las horas de este Diario, asoma en cada vuelta 
                de página y (con uno u otro disfraz) está detrás 
                de muchas de sus mejores reflexiones.
              Ningún creador puede tragar a un contemporáneo, 
                apunta rápidamente en abril 20, 1935, después de 
                recordar un juicio adverso de Lytton Strachey sobre su facultad 
                de análisis. Como para dar fe de esta afirmación 
                contundente deja caer en las páginas del Diario 
                sus objeciones a los más ilustres de sus colegas, desde 
                Catherine Mansfield (escribe mal, es superficial) hasta James 
                Joyce (el Ulises le parece un libro analfabeto, maleducado) 
                o Aldous Huxley (Pount Counterpoint es crudo, está 
                mal cocinado).Su franqueza (redacta notas personales que nadie 
                presumiblemente leerá) la lleva a reconocer que envidia 
                a Lytton Strachey o a T. S. Eliot: Cuando Desmond (McCarhty) 
                elogia East Coker, y me pongo celosa, paseo por los 
                bañados diciendo: Yo soy yo. Esta sensibilidad herida, 
                estos celos, esta capacidad de estar siempre especulando sobre 
                sí misma, sobre su fama, es mera vanidad, es claro. Pero 
                cómo duele y cómo enferma, cómo espolea.
              Cada tanto, cuando está por publicarse un nuevo libro 
                o cuando vacila en momento de crear otro, inquiere sobre su lugar 
                en las letras contemporáneas. Es curioso seguir la huella 
                de esa valorización objetiva intentada por ella misma. 
                Al principio (marzo 6, 1921) parece conformarse con ser conocida; 
                poco después se fortalece advirtiendo que recibe bastante 
                consideración (febrero17, 1922). Pero esto no bastará. 
                Habrá que pasar por tres etapas, como cuando se siente 
                calificada como una "interesante" novelista (no 
                como "grande", todavía) o en que ya se 
                reconoce como "Famosa" y descubre que la fama 
                es vulgar y un estorbo (mayo 4, 1928), pero no deja de anotar 
                cada opinión favorable y de analizas las agonías 
                que desata una palabra de censura. Y habrá otras etapas 
                aún: cuando sienta que su poder creador declina y se vea 
                vieja y gastada y enferma, y sufra los ataques de una nueva generación 
                irrespetuosa, o las corteses, evasivos, silencios de sus mejores 
                amigos ante la nueva obra. Entonces creerá fracasar y elaborará, 
                para sobrevivir, una teoría que la muestra como una rebelde, 
                como fuera del juego literario, no compitiendo, consiguiendo así 
                excusa para no perder, para no ser postergada, para no tener que 
                asimilar el silencio ofensivo.
              En ningún momento de su carrera literaria (cíclica, 
                porque cada salida la devuelve al punto de partida) es esta agonía 
                de la opinión ajena más evidente que cuando se prepara 
                a lanzar un nuevo libro. El sufrimiento es entonces intolerable. 
                No puede vivir sino pensando en las reseñas críticas; 
                aparta la vista cuando pasa por el cuarto en que se encuentran 
                los paquetes de los libros que serán enviados a los críticos. 
                Se aferra al Diario para fortalecerse: anota en él 
                sus propósitos de no atender a los juicios adversos, de 
                continuar su obra impávida. Pero no puede escribir una 
                sola línea y debe esperar como una condenada. O, como ella 
                misma dice en setiembre 22, 1931, como la liebre, a millas 
                de ventaja de los sabuesos, mis críticos. A millas 
                de ventaja, pero, en realidad, puesta por ella misma en sus fauces 
                y entregada sin defensas al sacrificio.
              Una censura se hunde en la carne y la hace vacilar: un día 
                (diciembre 4, 1930) lee en el Times Literary Supplement una 
                palabra de leve mofa y decide alterar completamente The Waves, 
                su mayor intento novelesco y en el que trabajaba desde hace años; 
                unas palabras de elogio de Lytton Strachey (cuyo juicio temía 
                y no siempre se atrevía a pedir) la ponen fuera de sí 
                y se olvida de comprar café y recorre el puente de Hungerford, 
                agitada y vibrante. Ese miedo al juicio ajeno, a la exposición 
                pública de sus defectos (reales o imaginados por el crítico), 
                algo que ella llama ser expuesta como payaso, calaba tan hondo 
                que se convierte en enfermedad: crónica e inevitable, de 
                diagnóstico seguro y evolución previsible hasta 
                en el menor detalle. La edad no trae la sabiduría. Apenas 
                sí trae un elemento patético más al dejar 
                descubierto a la invalidez de esta espléndida escritor 
                ante la menor palabra de censura o elogio.
              Una egoísta, demasiado interesada por sí misma, 
                enfermizamente preocupada de su reputación y de su fama, 
                celosa del éxito de sus contemporáneos (amigos o 
                desconocidos), neurótica y excesiva. Sí todo eso. 
                Pero no sólo eso. Este es el primer círculo, el 
                más superficial, el más olvidable, de los que describe 
                este Diario terrible. Por eso, cuando se encuentra uno 
                en sus páginas frases engendradas por la amargura y la 
                soledad (nadie se ocupa de los demás; no puedo soportar 
                a mis semejantes), debe pensar que son el producto de una zona 
                del espíritu de Virginia Woolf: de esa zona superficial 
                y llagada de su ser, expuesta inevitablemente al contacto más 
                áspero y a la incomprensión. Pero la piel únicamente 
                del ser entero que yace más profundo.
              Segundo círculo: la creación
              Si este libro sólo fuera el registro de las torturas de 
                Virginia Woolf ante la opinión ajena tendría seguramente 
                un gran valor para el sicoanalista pero no interesaría 
                más que lateralmente al crítico. Pero es, por encima 
                de todo, un extraordinario testimonio sobre la creación 
                literaria: uno de los más extraordinarios que posea la 
                literatura occidental desde las cartas de Flaubert. Porque Virginia 
                Woolf huye sobre todo un creador, un ser que no podía no 
                crear, para quien crear era como una condena inevitable (hay que 
                oírla, ya envejecida, implorando a seres instalados dentro 
                de sí misma que no la obliguen a crear un libro tan agotador 
                como The Years). De ella pudo haber dicho Hegel lo que dijo de 
                los filósofos: El que está condenado por Dios 
                a ser un creador.
              Porque era un creador, vivió siempre la desgarradora experiencia 
                de ser habitante simultáneo de dos mundos. O para repetir 
                sus palabras: el esfuerzo de vivir en dos esferas: la novela; 
                la vida; es una tensión. Y de ese esfuerzo, del tránsito 
                brusco o preparado, de un mundo a otro hay abundantes ejemplos 
                en este Diario. Hundida: en la creación de un mundo 
                novelesco absolutamente personal (no un facsímil de la 
                realidad, sino la realidad comprimida, esencializada, despojada 
                de lo adventicio y no significativo); espoleándose por 
                todos los medios posibles para llegar a esa excitación, 
                ese calculado frenesí, en que la realidad novelesca empieza 
                a tomar cuerpo y fluye, incontenible, transformada en palabras, 
                en imágenes, en ritmos: tiranizándose para ser verdadera 
                y no resbalar sobre la frase hecha, la anécdota contada, 
                la observación de segunda mano. Virginia Woolf emergía 
                súbitamente de ese mundo de la palabra para chocar contra 
                la realidad cotidiana. Cada acto (hundirse, emerger) es un combate 
                que deja huellas y que, en su frágil naturaleza, significa 
                dolores de cabeza, náuseas y, a veces, el peligroso orillar 
                en la locura.
              Pocos escritores han podido declarar con tanto acierto, con tan 
                desnuda elocuencia, ese combate incesante. Lo que Rodó 
                en las huellas de Flaubert llamó la gesta de la forma, 
                pero mucho más todavía: no sólo el combate 
                moroso y bizantino con la palabra, sino la lucha cuerpo a cuerpo 
                con la realidad, con la visión interior, que acompaña 
                sin pausa al artista y que se superpone casi siempre a su visión 
                normal. En este Diario describe Virginia un paseo por los 
                alrededores de su casa de campo en Rodnell con su marido y concluye:Leonard 
                vio una gris ave heráldica; yo sólo vi mis pensamientos 
                (febrero 11, 1940).
              Por eso cuando la guerra llega y está entregada a la composición 
                de su Roger Fry: A Biography puede escribir (setiembre 
                10, 1938): No siento que la crisis sea real -no tal real, al 
                menos, como Roger en 1916 en Gordon Square (su casa de soltera 
                en Londres), sobre la que he estado escribiendo. No. No 
                se trata del intelectual encerrado en su torre de marfil (como 
                habrá de verse luego) sino del artista encerrado inescapablemente 
                en la órbita de su visión, casi un místico 
                o un médium -como ella misma apunta en algún lado-, 
                para emerger de allí no con las manos vacías sino 
                con la cosecha de su obra: un nuevo mundo, una realidad interpolada 
                por el esfuerzo y su agonía en la realidad de todos.
              Porque se trata precisamente de eso: otra realidad. Quienes se 
                enfrentan a las novelas de Virginia Woolf y protestan porque no 
                pueden reconocer en ellas la realidad cotidiana que un Arnold 
                Bennett o un Theodor Dreiser o un Blasco Ibáñez 
                les ofrece están especulando no con la realidad que a todos 
                nos envuelve sino con una forma (la naturalista) de ofrecer literariamente 
                la realidad. Y Virginia Woolf pertenece precisamente a ese gran 
                impulso de renovación de la novela contemporánea 
                que intenta apresar otras zonas de la realidad que las caben, 
                en su inventario de sastrería o en los contratos de arrendamiento.
              En uno de sus libros de ensayos, en el provocativo A Room 
                of One's Own (1929), se ha preguntado Virginia Wolf: ¿Qué 
                es la realidad? Y ha contestado: Parecería ser algo 
                muy errático, muy poco de fiar -que podría encontrarse 
                ora en un camino polvoriento, ora en un pedazo de diario en una 
                calle, ora en un narciso al sol. Ilumina un grupo reunido en su 
                cuarto o marca algún dicho casual. Lo abruma a uno cuando 
                camina de vuelta a casa bajo las estrellas y convierte el mundo 
                del silencio en algo más real que el de la palabra -y también 
                está allí en un ómnibus detenido en el fragor 
                de Piccadilly. A veces, asimismo, parece morar en formas demasiado 
                alejadas de nosotros para que podamos discernir qué naturaleza 
                tienen. Pero cualquier tema que toque, lo fijan y hacen permanente. 
                Eso es lo que permanece cuando la corteza del día ha sido 
                arrojada sobre el seto: eso es lo que queda del pasado y de nuestros 
                amores y nuestros odios.
              En realidad, que el escritor penetra mejor que nadie (según 
                apunta ella misma a continuación) es la realidad esencial 
                de la visión del poeta: la realidad de las cosas despojadas 
                de sus accidentes y liberadas del tiempo. A la exploración 
                de esa realidad que subyace lo interno dedicó todo su arte 
                y toda su sensibilidad y toda su visión Virginia Wolf. 
                Por eso (salvo en algunos intentos primerizos poco exitosos) rehusó 
                reconstruir la realidad a partir de lo puramente anecdótico; 
                por eso de despojó de argumentos y de intrigas y en sus 
                mejores novelas se limitó a contrastar dos destinos que 
                se cruzan un mismo día (Mrs.Dalloway, 1925), o un 
                momento del tiempo visto desde tres perspectivas distintas y complementarias 
                (To the Lightouse, 1927), a los monólogos de seis 
                personajes que viven y evolucionan inmersos en una realidad temporal 
                cuyo fluir incesante encuentra su mejor símbolo en el oleaje 
                (The Waves, 1931).
              Casi sin personajes ni anécdotas, sin progresión 
                dramática, ni peripecia, Virginia Woolf creó un 
                orbe personal y coherente, una realidad que no por estar esencializada 
                es menos real que la de los novelistas de la topografía 
                y las artes aplicadas, de las enumeraciones y los diálogos 
                fonográficos, de las estadísticas y la ficha antropométrica. 
                Esa realidad es el producto de una visión, agudísima, 
                desintegradora y penetrante, de la realidad cotidiana, -como ha 
                demostrado magistralmente Erich Auerbach en el último capítulo 
                de su Mimesis (México, Fondo de Cultura Económica, 
                1950).
              Que para llegar a esa creación, partió Virginia 
                Woolf de experiencias personales únicas es lo que documenta 
                ahora este Diario. Porque se trata de algo distinto a una 
                resistencia a la vulgaridad de la novela naturalista (como parecían 
                creer algunos enemigos) o a una irremediable tendencia poética 
                que ella misma descubría y analizaba en su naturaleza. 
                Se trata de una mirada que ve en la realidad cotidiana algo más 
                que lo que ella ofrece al hombre corriente: una mirada que penetra 
                como en trance místico la realidad: algo que veo ante 
                mí (escribe en setiembre 10, 1928): algo abstracto; 
                pero que reside en los downs o en el cielo; ante lo cual nada 
                existe; en lo cual descansaré y continuaré existiendo. 
                Realidad lo llamo. Y me imagino a veces que es la cosa más 
                necesaria para mí: lo que busco. Pero ¿quién 
                sabe? ¿apenas se toma la pluma y se escribe? Qué 
                difícil es no ir convirtiendo en realidad esto o aquello, 
                en tanto que es una sola cosa. Ahora bien: tal vez es éste 
                mi don: esto tal vez lo que me distingue de otra gente: creo que 
                es raro tener un sentido tan agudo de algo semejante -pero de 
                nuevo ¿quién sabe? Me gustaría expresarlo.
              Es esa visión -tan única y personal, tan verdadera 
                (como las montañas de Persia que ve al atravesar Russell 
                Square un día de 1926), tan difícil de resumir en 
                sus argumentos- lo que yace debajo de sus novelas: es su realidad 
                poética y visionaria. Porque la mujer que escribe estas 
                notas es una visionaria: una visionaria que ha conseguido traspasar 
                sus visiones del mundo real al mundo poético de sus novelas, 
                hasta que lo visionario (explica en julio 19,1937) se convirtió 
                en parte de la vida ficticia, no de la real. Pero esa visión 
                no carece de forma: es una visión trasmutada en arte y 
                para el arte es sobre todo la ordenación de la realidad. 
                La creación ordena al mundo y le da significado (descubre 
                alborozada un día de 1934). Y su misma preocupación 
                por la forma garantiza la responsabilidad estética de su 
                visión, la sienta en un mundo en que el tiempo fluyente, 
                rescatado de la destrucción por la eternidad de la creación. 
                Como en Marcel Proust (al que leía con admiración 
                y sin envidia), rescata en sus novelas el mundo de las garras 
                del tiempo; pero a diferencia de él, no va a buscar en 
                el pasado los instantes maravillosos de eternidad, sino que hunde 
                su mirada visionaria en el instante y lo ve, rico de pasado y 
                de futuro, inmóvil y a la vez fluyente, con todo el peso 
                de lo eterno en su instante de fugacidad.
              Tercer círculo: la muerte
              Hay un tercer círculo dentro de éste: el de la 
                vida o, si se quiere, el de la muerte. A medida que crecen los 
                libros y se anota trémulamente las oscilaciones de la fama, 
                a medida que los volúmenes se acumulan y se visitan países 
                y se anotan conversaciones y se comentar libros, un proceso se 
                cumple inexorable: la Vida. O el crecimiento de la muerte en cada 
                uno (que es lo mismo). Tenía una sensibilidad exacerbada 
                para registrar las etapas de ese crecimiento. Cada 25 de enero 
                (días antes, días después), su Diario 
                inserta alguna alusión al cumpleaños; pero no 
                un mero registro de tiempo que pasa sino una anotación 
                de lo que trae y quita cada año: el tiempo pesando sobre 
                la cabeza de Virginia, el tiempo manifestado en la cara que no 
                quiere asomarse al espejo y que rehusa con fastidio ser fotografiada, 
                el tiempo dicho en la cada vez menor resistencia al dolor de cabeza 
                o en los ojos que duelen y necesitan de lentes para leer o en 
                la irritabilidad que produce el mundo cotidiano. Ese tiempo que 
                devora al mundo todo, devora cada día este libro de Virginia 
                Wolf. Hoy es un amigo que muere y ella anota, sin comentarios, 
                que era dos o tres años menor; mañana es la obra 
                de un joven novelista que lee obligada y que por su sola presencia 
                decreta la inanidad de muchos de sus experimentos anteriores; 
                otro día es el reconocimiento de que se acerca la edad 
                crítica o de que sea ha perdido un diente o de que es más 
                difícil vencer la tentación del sueño.
              No hay barato patetismo en estas anotaciones, ni hay una queja 
                universal o plañidera. Hay algo más grave: hay auténtico 
                dolor, soledad y sufrimiento sin remedio. Porque esta mujer que 
                fue tan hermosa siempre, que pasó de la severa tutela de 
                un padre rico y culto a la de un esposo solícito, que fue 
                siempre feliz en su matrimonio, que conoció pronto el mayor 
                éxito como crítico y como novelista; esta mujer 
                que pareció siempre rodeada de cariños y de cuidados 
                (tal vez demasiado rodeada), cuya conversación era vibrante 
                y cuyo contacto se buscaba con avaricia, esta mujer fue siempre 
                desdichada. No porque no pudiera sentir la felicidad o entregarse, 
                en horas de expansión, a la risa (como han testimoniado 
                tantos amigos), al más cálido contacto humano. Sino 
                porque su sensibilidad, esa misma cualidad que la hacía 
                tan magnífica como creadora, la dejaba completamente desamparada 
                ante el mundo.
              No pudo tener hijos. En el Diario es una nota constante, 
                aunque discreta, esa soledad esencial. Una vez habla de los ojos 
                (los anchos y tristes ojos lacustres) de una mujer sin 
                hijos; otra vez, de su hermana Vanessa y de cómo se completa 
                y prolonga en sus hijos. Y aunque alguna vez se diga orgullosa 
                que su creación vale bien por los hijos de otros o se felicite 
                de no estar estorbada de hijos, el tema (se ve) ha dejado huella 
                honda en ella. La creación es, en este sentido, como un 
                sucedáneo.
              La sociedad vigilada y protegida en que vive, entregada a su 
                creación, levantándose en las primeras horas del 
                día (envuelta en su salto de cama y sin arreglarse) a proseguir 
                la obra comenzada, a volcarse como fanática en ese otro 
                mundo visionario de su ficción, esa soledad está 
                hecha de algo más que de la ausencia de hijos: está 
                hecha de la constante amenaza de la locura. Aunque el Diario 
                no sea tal vez demasiado explícito, algunas alusiones 
                sobrenadan. Una vez (octubre 6, 1934) recuerda qué cerca 
                estuvo del suicidio en 1913 y menciona otra nueva instancia, después 
                de componer To the Lighthouse en 1927, de la que no hay 
                rastros en el Diario publicado. Toda la inteligencia y 
                la sensibilidad y el apetito creador de Virginia Woolf lucharon 
                contra esa enfermedad, contra esa locura que se instalaba subrepticiamente 
                en su ser. En 1936 (entre abril y junio) hay una nueva crisis 
                de la que emerge con la seguridad de no haber estado nunca tan 
                cerca del precipicio. Véase la fecha: en junio de 1936; 
                es decir, poco más de un mes antes de que el estallido 
                de la guerra civil española pusiera al descubierto la endeblez 
                absoluta del mundo sobre el que había construido Virginia 
                Woolf su universo de ficción y de vida: el mundo de Bloomsbury, 
                culto y liberal y agnóstico, que había heredado 
                de su padre Sir Leslie Stephen y que ella y su grupo habían 
                pulido y perfeccionado como una rara flor de arte.
              Poco después, el Diario, este Diario incompleto 
                de una escritora, empezaría a llenarse de notas sobre el 
                fascismo y sobre Hitler, sobre los patéticos refugiados 
                de Bilbao que atraviesan el barrio, sobre el chantaje de Munich, 
                sobre Danzig bombardeado, sobre la guerra inevitablemente declarada. 
                Virginia Woolf lucha entonces con dos libros: la biografía 
                de su amigo, el crítico de arte Roger Fry, y una novela 
                breve, Between the Acts, en que experimentaba una vez más 
                con el Tiempo y con la transcripción poética de 
                la Realidad. Salía del mundo ficticio parta entrar en las 
                agonías del mundo real o escapaba de los bombardeos de 
                Londres y del incendio de sus posesiones para sumergirse en el 
                universo, ya clausurado, que contemplaron los ojos de Fry o que 
                convocaban los movimientos de sus creaturas en la novela. 
                La tensión de crear y la tensión de vivir eran demasiado. 
                Virginia había concertado con Leonard que si los alemanes 
                invadían Inglaterra, se suicidarían juntos: cuando 
                algún avión nazi aparecía en el cielo se 
                acerca a Leonard, así (anota) podrían eliminar dos 
                pájaros de un tiro. Pero esos expedientes no hacían 
                sino agudizar más la tortura, prolongarla sin alivio. Sentía 
                (en los momentos en que podáis sentir con más pureza) 
                que la vida ya no tenía futuro, que se encontraba con la 
                cara contra un muro. Terminó todavía el libro sobre 
                Fry; y terminó la novela (al menos en una primera cuidadosa 
                redacción)y unía, eligió para su paseo habitual 
                en el campo la rivera del ríos Ouse. No volvió: 
                en las orillas del río encontraron el bastón que 
                siempre la acompañaba en sus paseos y en la casados notas: 
                una para Vanesa y otra para Leonard. La de éste decía: 
                Estoy segura de que me estoy volviendo loca de nuevo. Siento 
                que no podremos volver a pasar otra de esas experiencias. 
                Y se no se recobrará otra vez.
              En su Diario había escrito, cuatro días 
                antes, la última anotación. Allí señalaba 
                su propósito de no practicar la introspección y 
                recordaba la frase de Henry James: observa perpetuamente: se proponía 
                algunas tareas (leer libros de Historia en el Museum, elegir una 
                figura dominante en cada época y escribir en torno suyo 
                y acerca suyo): decía, se decía: la ocupación 
                es esencial. Pero en el mismo texto, u como si también 
                tuviera el mismo sentido estimulante y optimista, había 
                escrito: Me hundiré con todas las banderas desplegadas. 
                Y eso fue lo que supo hacer".
              E.R.M.