"El 13 de octubre de 1878 apareció el primer número 
                de La Razón, periódico de propaganda liberal; 
                uno de sus fundadores y su primer director fue Daniel Muñoz 
                que habría de popularizar allí su seudónimo 
                de Sansón Carrasco. Tenía entonces Daniel 
                Muñoz menos de treinta años (había nacido 
                en marzo 10, 1849); en una década de intensa faena periodística 
                produjo una colección de artículos que cuentan entre 
                lo más vivo que ofrece nuestra literatura. Su carrera periodística 
                se interrumpió en 1888, fecha en que ingresa en la Administración 
                Pública como Secretario del Banco Nacional. Desde entonces 
                Daniel Muñoz es un ciudadano, no un escritor. La muerte 
                (en junio 10, 1930) restablece la valoración literaria 
                de su figura y subraya fuertemente la importancia de los primeros 
                cuarenta años.
              Como tanto periodista, Daniel Muñoz no se ocupó 
                de recoger en volumen sus artículos. En vida suya se publicaron 
                dos volúmenes seleccionados y ordenados por mano ajena; 
                ambos ofrecían muestras de su labor de costumbrista y aunque 
                azarosos y hasta desordenados e incompletos, bastaron para rescatar 
                una imagen que (en su género, en su medida) no tenía 
                igual en las letras nacionales. A estos dos volúmenes (de 
                1884 y 1893) se han entregado póstumamente otros dos que 
                reiteran y amplían parcialmente el caudal de sus páginas 
                rescatadas dr la prensa decimonónica.
              Sobre ellos, y no sobre la consulta directa de sus colaboraciones 
                periódicas, está edificada la imagen que la posteridad 
                de Daniel Muñoz levanta. Sus críticos (Roxlo, Zum 
                Felde, Fernández Saldaña, Pereira Rodríguez) 
                han apuntado con rara unanimidad y a veces en un solo par de adjetivos, 
                la calidad inusual del estilo de Daniel Muñoz. Ninguno 
                de ellos parece haberse detenido a considerar verdaderamente esa 
                calidad, de dónde nacía su singularidad. La reedición 
                de sus Artículos en la Biblioteca Artigas 
                puede ser el pretexto para intentar semejante examen y para apuntar 
                por escrito algunos de sus resultados.
              La visión: primera instancia
              Ya ha señalado José María Fernández 
                Saldaña (Diccionario Uruguayo de Biografías, 
                1945, p. 872) uno de los caracteres más notables de los 
                Artículos de Daniel Muñoz: su valor documental. 
                Significan, dice el erudito salteño, "un variado 
                y enorme caudal de noticias y pormenores sobre el pasado montevideano 
                y sus costumbres, vistas al través de un temperamento desaprensivo 
                y tolerante". En efecto, la primera actitud del evocador 
                (la apetencia del dato olvidado, el afán de rescatar el 
                momento sepultado ya por el tiempo) se da nítidamente en 
                este escritor. El mismo se revela en uno de los mejores retratos 
                de estos Artículos: el de Misericordia Campana. 
                "Debe este negro tener larga historia, dice, y 
                su memoria debería ser un depósito inagotable de 
                anécdotas e incidentes curiosos, pero, desgraciadamente 
                para mí, ha caído en mis manos cuando ya los años 
                le han tapiado los oídos y perturbado los recuerdos a tal 
                punto que es necesario valerse más de la mímica 
                que de la palabra para despertarle las ideas."
              Esta apetencia se traduce en el vigor con que Daniel Muñoz 
                preserva, vivos y actuantes, los recuerdos; en la fuerza con que 
                reconstruye personas y lugares, objetos de un mundo que ya sólo 
                tiene espacio en la memoria. Cualquier artículo es depositario 
                de esas imágenes punzantes en que alienta todavía 
                una sociedad muerta o casi completamente olvidada. A veces se 
                trata sólo de una imagen, como al evocar al Corneta Sayago 
                y su recuerdo de la Matriz, "ubicada entonces en el solar 
                que hoy ocupa el Club Inglés, techada de paja, y dando 
                frente a un potrero en que pastaban vacas y caballos, que eso 
                y no otra cosa era por aquella fecha nuestra Plaza Constitución, 
                adornada hoy con fuentes y bancos de mármol" (agrega, 
                con evidente orgullo).
              Otras veces, a la evocación del pasado se incorpora la 
                memoria directa del cronista, nacida la imagen dentro de su propia 
                historia personal y teñida de su emoción y de su 
                nostalgia, como cuando evoca a una morena vieja, célebre 
                por sus pasteles y empanadas. "Yo la recuerdo todavía, 
                a Tía Catalina, con su canasto de caña tejida, equilibrado 
                en la cabeza sobre un rodete de trapo, contoneándose por 
                esas calles, con su rebozo a media espalda, y la mano apoyada 
                en la cadera, recorriendo las casas de sus marchantes. Y recuerdo, 
                también, cuando ponía en el suelo su canasto, y 
                ella en cuclillas, quitaba primero la blanca toalla que lo cubría, 
                y en seguida iba levantando una tras otra las frazadas dobladas 
                que servían de abrigo a los pasteles, arreglados allá 
                en el fondo en una doble camada, humeantes todavía como 
                si acabasen de salir del horno. Más de una vez, yo muchacho 
                y goloso, quise meter la mano en el canasto para tomar alguna 
                hojaldre suelta, almibarada con el azúcar revenida por 
                el calor de la masa, y más de una vez, también, 
                Tía Catalina castigó mi golosina pegándome 
                en la mano, indignada de la profanación de su canasto, 
                consagrado como urna sagrada de la pastelería, donde sólo 
                ella podía resolver sin desarreglar el orden de la estiba, 
                en lo cual estribaba el secreto de conservarse la mercadería 
                caliente".
              Pero el modelo indiscutido de este tipo de artículo en 
                que domina la visión del pasado (reconstruida por los datos 
                de la tradición oral y animada por el fuego de la memoria 
                personal) es el titulado Los carnavales y del que hace 
                bastante caudal Roxlo en las páginas de su acrítica 
                y desordenada Historia crítica de la Literatura Uruguaya 
                (tomo II, 1914, pp. 194/98). Se mezclan y funden allí 
                la visión del pasado con la del presente, sirviendo una 
                de contrapunto a la otra y rectificando aquélla con su 
                cálida evocación la imagen de este presente, de 
                su presente.
              La visión: segunda instancia
              Un historiador o un memorialista, sí. Pero no sólo 
                eso y ni siquiera eso como carácter dominante. Porque Daniel 
                Muñoz tenía los ojos (sobre todo, los ojos) demasiado 
                abiertos sobre el espectáculo de su tiempo para fijar una 
                mirada miope sobre la realidad, una mirada que sólo distinguiera 
                el mundo del pasado. El mismo lo dijo en uno de sus artículos, 
                precisamente en el que acaba de invocarse, Los carnavales. 
                Al abrir su evocación de su tiempo ya abolido hace unos 
                quince años, apunta la vanidad de los que lucen erudición 
                extemporánea y fácil, de los que (escribe) "se 
                dan ínfulas de ser sabedores de cosas de otros siglos, 
                sin darse cuenta, las más de las veces, de lo que acontece 
                en el que viven, como que va mucho de copiar lo que otros dijeron 
                a hacer por sí las observaciones y comentarios a que se 
                presta lo que nos rodea".
              De aquí que no haya nada de arqueología en su evocación 
                y restauración ocasional del pasado y que, si por un lado 
                su arte linda con el de un delicioso primitivo como fue don Isidoro 
                de María por otro tiene sus más evidentes vinculaciones 
                (como ha señalado ya la crítica) con los cronistas 
                de lo coetáneo, con los historiadores del presente, con 
                los costumbristas que tanto abundan en las letras hispánicas.
              En sus Artículos se echa una mirada a la realidad 
                del tiempo -una década entre 1878 y 1888, pero concretada 
                principalmente en los años 1882 y 1893-; se hunde la penetrante 
                vista en el espectáculo vivo y cambiante de una sociedad 
                que empezaba a organizarse a partir del caos de las guerras de 
                independencia y de la ardua defensa del suelo nacional y que pasaba 
                por la crisis de los movimientos cuarteleros y las dictaduras 
                militares de la segunda mitad del siglo. Aunque Daniel Muñoz 
                tuvo militancia política (hasta el punto de poder sostenerse 
                que su actividad literaria es sólo fecundo paréntesis 
                de esa actividad dominante), al entregarse a la composición 
                de sus artículos de costumbres la visión política 
                cede el paso a la social. Quedan, es cierto, como bien ha puntualizado 
                y examinado Pereira Rodríguez, suficientes alusiones como 
                para traslucir en las entrelíneas el clima político 
                tenso. Pero es lo social, en todas sus ricas y desiguales manifestaciones, 
                lo que captan los ávidos ojos de este observador.
              Nada es suficientemente vulgar o insignificante para que Daniel 
                Muñoz lo soslaye. La basura de la capital o una fábrica 
                de porcinos son temas de sendos artículos, tan legítimamente, 
                como las gracias de Aquiles Lambertini (actor de cinco años) 
                o la poesía cadavérica y tumbal de otro prodigio, 
                Rafael A. Fragueiro. Con toda comodidad, Daniel Muñoz se 
                traslada de una gran evocación costumbrista (a modo de 
                fresco colorido que levanta con minucia de flamenco) a un retrato 
                en movimiento de algún ser humilde pero denso de vida vivida. 
                Junto a La feria, En el Mercado, una Caravana de bohemios, 
                Una quemazón, escribirá Daniel Muñozel 
                retrato del original maestro español Juan Manuel Bonifaz 
                (que dictaba en verso sus lecciones de gramática con desdoro 
                de ambas disciplinas) o presentará en breves y eficaces 
                imágrnes, a figuras ya divulgadas por la fama como el poeta 
                Zorrilla o el Martillero Piria.
              En sus páginas puede pasarse del tumulto provocado por 
                los canillitas en el patio de El Nacional (el nombre de 
                canillitas es posterior y ocurrencia de Florencio Sánchez) 
                a la lenta evocación de Montevideo en un día de 
                lluvia ("Las cocineras vuelven del mercado tapando bajo 
                el rebozo la canasta de las provisiones. Y cubriéndose 
                de la lluvia con sus paraguas viejos, desvencijadas las varillas 
                y agrietado el género, recogiéndose la pollera al 
                atravesar la calle, con la pierna estirada en busca de las piedras 
                salientes para evitar el agua") 
              En sus páginas están los accidentes de un viaje 
                a Minas (laboriosa faena entonces) y la vivida evocación 
                del día, mayo 18, 1879, en que se reunieron los próceres 
                literarios en La Florida para premiar a quien con más inspiración 
                (según dice la fraseología de la época) cantase 
                la epopeya de la independencia. Entonces Daniel Muñoz, 
                dibuja a Angel Floro Costa, que consagró el acto, "con 
                aquel célebre discurso, que hizo servir como escaparate 
                para exhibir todo lo que sabía que sabía, remontándose 
                hasta la edad de piedra y cargando la mano sobre cuanto esdrújulo 
                le cayó al alcance, todo para anunciar que ha puesto un 
                huevo, como decía la rana de los cacareos de la gallina". 
                Y evoca también al vencedor moral, Zorrilla de San Martín, 
                que se inició allí su famosa carrera de poeta y 
                recitador. "El rostro y el ademán (escribe 
                Daniel Muñoz) traducían aquel desaliento que 
                postraba al patriotismo inerme e impotente. Apagado el brillo 
                de la mirada, la frente velada con las sombras de la tristeza, 
                desmayada la voz, la acción desfallecida, parecía 
                el poeta la encarnación del pueblo abatido por el infortunio". 
                De esta depresión del tono y la voz, saldría el 
                poeta del trance de histrión al llegar el albor (luego 
                la aurora y el nimbo de luz de la colina) que anuncia en su poema 
                de epopeya libertadora.
              No hay tema pequeño ni demasiado importante para este 
                observador del mundo real. Los grandes nombres de su época 
                y los desconocidos, los temas triviales y aquellos en que ardían 
                no sólo el fuego político sino el confesional, se 
                agitan en sus páginas y vino por la fuerza comunicativa 
                de su palabra, por el vigor de que fueron encerrados en las páginas 
                efímeras de un diario de la novena década del siglo 
                diecinueve.
              La visión: tercera instancia
              Más de setenta años separan estas imágenes 
                de Daniel Muñoz del lector de hoy. Lo que el periodista 
                captó con la inmediatez y frescura de una instantánea 
                es hoy historia, tiempo fijado irrevocablemente y muerto, o vivo 
                sólo en páginas que llegan del pasado. De modo que 
                lo que era cotidiano y familiar en el momento en que Daniel Muñoz 
                lo veía y lo fijaba en el papel, es ahora reliquia. Su 
                visión coetánea, tan viva y actual, tan aliviada 
                de arqueología, tiene para sus lectores de hoy un sabor 
                que él no pudo gustar en el momento de la creación: 
                el sabor documental. De este modo se cierra el ciclo de su visión, 
                se vuelve al origen y Daniel Muñoz se confunde con los 
                cronistas del pasado.
              La perspectiva es paradójica y, esencialmente falsa, pero 
                cómo evitarla. Cómo impedir que sus páginas 
                sean leídas con el ímpetu nostálgico (apócrifo 
                y superpuesto por el lector) de quien contempla un mundo enterrado, 
                un mundo en que Pocitos, tan horizontalizada hoy, ofrecía 
                intactos sus médanos blancos que "brillaban como 
                si sus arenas estuviesen sembradas de pequeños prismas 
                de cristal"; un mundo en que los viajeros a Minas matan 
                el hastío especulando sobre las posibilidades de encontrar 
                o no matreros en el camino y el autor apunta, con gesto de implícita 
                disculpa, que "cansado del viaje y rendido del madrugón 
                del día anterior me apretó el sueño y SOLO 
                a las ocho de la mañana dí señales de vida..."; 
                un mundo en que "el caserío de la Aguada" 
                se encontraba en los alrededores de Montevideo, en que apenas 
                salidos de la Estación Central "van raleando las 
                casas, y el tren recorre un largo trayecto franjeado a ambos lados 
                por las sementeras de las huertas que median de Montevideo a la 
                Unión".
              Pero no sólo un mundo estático, fijado en sus estampas 
                de ciudad y campos, en sus ropas y gestos, en sus imágenes 
                de color y sonido; sino un mundo vivo y animado por los hombres 
                que lo pueblan y que Daniel Muñoz detalla en línea 
                y carácter. Valga el ejemplo de un jugador típico 
                de los carnavales hacia 1870: "el orillero de sombrero 
                gacho, poncho, pañuelo de golilla y en la mano otro, atado 
                por las cuatro puntas, dentro del cual llevaba su provisión 
                de hasta dos docenas de huevos, bastantes para divertirse los 
                tres días. A buen seguro que mi hombre lanzase un huevo 
                a la ventura. Apuntaba como quien va a tirar al blanco, revoleaba 
                el brazo dos o tres veces y si consideraba dudoso el golpe, volvía 
                a guardar su huevo para no malgastarlo". O este otro 
                ejemplo, que supera lo descriptivo para ingresar en el mundo de 
                la narración: el rancho que emerge de la niebla en Una 
                acampada, con la sugestiva imagen de la muchacha de menos 
                de veinte años.
              Un mundo vivo también, por las entrelíneas de pasión 
                política y religiosa que lo animan. No abundan en estos 
                Artículos las referencias políticas (aunque 
                las que hay son bien concretas y están enderezadas, casi 
                siempre, contra un funesto Fiscal del Crimen de la época). 
                Pero las alusiones a la polémica religiosa que dividía 
                la sociedad montevideana de entonces son tan notorias y están 
                colocadas por Daniel Muñoz con mano tan deliberada que 
                no es posible pasarlas por alto. Ellas traducen una actitud anticlerical, 
                polémica y satírica, que no sólo ejemplifica 
                el clima del momento (que tan cuidadosamente ha estudiado Arturo 
                Ardao) sino que también ilumina las raíces del pensamiento 
                de Daniel Muñoz. Pero este es otro tema.
              Un mundo recuperado en su visión del pasado y del presente, 
                en su placer de la observación y en su apunte satírico, 
                en sus entrelíneas políticas y en su ardor anticlerical: 
                eso es lo que ofrecen para el lector de hoy estos Artículos 
                de Daniel Muñoz. Pero también ofrecen algo más.
              Los niveles del estilo: primero
              En su citada Historia Crítica (II, pp. 187/88) 
                dice Roxlo: "El estilo, sin embargo, es lo que más 
                vale en aquellos artículos, cuya casticidad, cuyo sabor 
                arcaico, cuyos ricos matices, cuyos variados tonos, cuyas sabrosas 
                burlas y cuya elegancia sin amaneramientos no han encontrado aún 
                verba que los iguale o que los supere". Y a continuación 
                dedica diez páginas de su copiosa obra a la transcripción 
                de pasajes, -purple patches se diría en inglés- 
                en que el arte descriptivo de Daniel Muñoz parece más 
                evidente (al menos para el gusto no muy seguro de Roxlo). Más 
                breve y escaso es aún Zum Felde en su Proceso Intelectual 
                del Uruguay (1930, 1941). En la página 147 de la segunda 
                y reiterada versión apunta: "cultivó especialmente 
                la crónica literaria, género intermedio entre el 
                periodismo y la literatura, distinguiéndose sus cuadros 
                de impresiones y sus artículos de costumbres, -que firmaba 
                con el pseudónimo de Sansón Carrasco-, por la fina 
                sátira y la galanura de la prosa".
              El estilo de Daniel Muñoz merece una consideración 
                más detenida. Ante todo, porque es uno de los estilos más 
                viables y elegantes de su época en nuestras letras. Tiene 
                la fluidez característica del gran escritor nato; tiene 
                la funcionalidad esencial que reclama el lector, todo lector. 
                No es un estilo de galeote (para aludir a la imagen divulgada 
                desde Flaubert) y más de un dómine de su tiempo, 
                y del nuestro, lo habría calificado de gacetillero, reservando 
                para sí sin duda las bostezadas delicias de un estilo castigado. 
                Sobre esas dos notas (fluidez, funcionalidad) descansa la eficacia 
                de Daniel Muñoz como estilista. Es directo sin grosería, 
                conciso sin desmedro de la nitidez, elocuente en un plano no meramente 
                retórico, con una elocuencia que se enraiza algunas veces 
                en la observación poética. Su estilo general tiene 
                además una tercera nota: la ironía que se ejerce 
                (como toda buena y sana ironía) no sólo sobre otros 
                sino sobre sí mismo.
              Esta última nota, tan ausente de casi todo lo que escribió 
                otro estilista nacional, José Enrique Rodó, da a 
                los textos de Daniel Muñoz una frescura que todavía 
                alcanza al lector de hoy. Leerlo, a pesar de la diferencia de 
                ritmo, a pesar de sus giros castizos (de eficacia tan disminuida 
                ahora), a pesar de la distancia que impone su visión decimonónica. 
                Leerlo no es saltar hacia el pasado. Es sumergirse en lo intemporal 
                literario.
              Pero no todo su estilo ha sido respetado por el tiempo. Hay en 
                él un primer nivel fácil, demasiado fácil, 
                en que abunda el retruécano no siempre ingenioso (como 
                cuando apunta que un negro tenía las canas verdes y luego 
                habla de sus verdes años), en que se insiste en 
                juegos galantes en desmedro del verdadero chiste (señala 
                cierta vez que fue despertado de un sueño profundo en que 
                se hallaba en "los brazos de ... no te tapes los ojos, 
                lectora, que no hay que ruborizarse, pues has de saber que esto 
                de los brazos es puramente una metáfora mitológica. 
                Era Morfeo, quien me tenía tan estrechamente abrazado"), 
                en que se suele incurrir en la alusión cursi o en el desarrollo 
                blandamente sentimental (véase la descripción de 
                la llegada del actor Carmona hasta el lecho en que yace su hijo 
                muerto, en la mejor tradición del Ridi, Pagliaccio), 
                en que se naufraga, a veces, en un estilo poético a priori, 
                deliberadamente elevado y pomposo (una vez habla de "las 
                galanuras del paisaje que lo rodea, siempre primaveral bajo este 
                cielo benigno que sólo se nubla por regar con fertilizantes 
                lluvias por los campos, volviendo a sonreír inmediatamente 
                el sol que fecunda los prolíferos senos de la madre común, 
                engarzado en el eterno esmalte azul"; y otra vez apunta: 
                "Ya no hay alboradas de nácar ni tardes de ópalo. 
                Las flores viven con la corola inclinada, llorando las perlas 
                líquidas que antes bebían en sus cálices 
                los rayos juguetones del sol naciente").
              Estas defecciones del estilo, estas sensiblerías, son 
                el precio que hay que pagar a la posteridad, lo que Rodó 
                llamaba con frase rotunda el pontazgo del tiempo. En Daniel 
                Muñoz constituyen una parte apenas de su estilo: el primer 
                nivel del mismo.
              Los niveles del estilo: segundo
              En un plano más profundo es posible encontrar por debajo 
                del estilo funcional ydirecto o despejándose de falsas 
                galas oratorias o pseudo poesía prosaica, el segundo nivel 
                -el verdaderamente creador- el estilo de Daniel Muñoz . 
                La excelencia de ese estilo radica fundamentalmente en la misma 
                característica que ya se ha comentado en este trabajo: 
                en la naturaleza de la visión del escritor. Esa avidez 
                por contemplar el mundo real y por penetrar sus significados, 
                esa pasión por registrar sus matices (una forma, un color, 
                un objeto, un ser humano, un paisaje) y por decir su esencia, 
                son el fundamento del nivel creador de su estilo. Con una agudeza 
                que deriva de Larra y anticipa (en raros momentos) a Ramón 
                Gómez de la Serna, Daniel Muñoz vuelca sus ojos 
                sobre el mundo. Y ve.
              Ve "las coles, con sus hojas inmensas y crespas, aljofaradas 
                todavía con las gotas de rocío de la noche; los 
                alcauciles mostrando sus hojas moradas y puntiagudas; los rábanos 
                dispuestos en manojos que parecen un ramo de capullo de rosas; 
                las zanahorias con sus raíces anaranjadas; cortados en 
                tajadas que muestran los zapallos con su cáscara oscura 
                y llena de verrugas, concentran la pulpa amarillentas (...) las 
                cebollas con su cabeza blanca coronada con una cabellera de raíces; 
                las lechugas frescas, rescatando el cogollo, con su alegre color 
                verdeclaro que contrasta con el plomizo de las hojas carnosas 
                de las coliflores. (Repetidas veces pinta esta naturaleza 
                muerta de coliflores y cebollas. En otro texto opone "las 
                hojas crespas de color verdeceniza de las coliflores" 
                a las "carnosas y lacias de las cebollas"; en 
                otro aún, las coliflores, con su color "oscuro 
                y aplomado" son enfrentadas al "verde vivo y 
                chillón de las lechugas").
              También ve este ojo otras cosas. Ve "la sarta 
                de pescados colgados por la boca, con los ojos lechosos y apagados, 
                y las aletas plegadas contra el vientre", que lleva la 
                compradora de la mano al retirarse apresurada del Mercado. Ve 
                el desgaste del sol sobre la mercadería expuesta en el 
                Mercado ("las anchoas se derriten manchando el mármol 
                con los sudores oleosos de su carne"; ve la cola de un 
                caballo que vuelve ya del baño, "puntiaguda como 
                un pincel que va goteando"; ve correr en tropel a los 
                cerdos y los describe "con un galopito clavado, como si 
                estuvieran maneados, abanicándose con sus grandes orejas 
                que se movían al compás del galope".
              Su visión se enriquece de seres y momentos. Una vez es 
                Dalmiro Costa, pianista precoz, que Daniel Muñoz evoca 
                en un tono entre sentimental e irónico en un excelente 
                artículo; allí lo fija para siempre, ejecutando 
                una música sencilla y tierna y "conjuntamente con 
                la música, parece que muere Dalmiro, los ojos en blanco, 
                el rostro pálido, agitando todo el cuerpo con un temblor 
                nervioso, y entreabiertos los labios como próximos a exhalar 
                el último aliento". Otra vez es apenas la visión 
                de un instante encerrada en una frase de seis palabras: el mismo 
                Dalmiro Costa, ya marcado por los años, "entrecano, 
                entrecalvo, entre mozo y viejo", con el que se encuentra 
                en lo de Mousqués.
              En una última prueba de su poder de observación 
                llega Daniel Muñoz a la metáfora que arroja (generoso 
                e impremeditado en sus hallazgos) en las páginas vivas 
                de sus Artículos. Aquí apunta la salida de 
                los profesores de la orquesta, "llevando los unos los 
                féretros negros de los violines, y los otros las trompas 
                y fagotes cuidadosamente abrigados dentro de fundas de género"; 
                más allá, advierte que en el depósito de 
                pianos y harmonios descuella "un inmenso glyptodon de 
                concha de carey negro, un Steinway de cola, mostrando la ancha 
                dentadura del teclado". Otra vez es la aurora lo que 
                el ojo ve: "Las estrellas se borran del cielo como lavadas 
                por la gran esponja amarilla oculta todavía tras el horizonte". 
                O el sol abrasador que "desciende como un globo rojo, 
                desprovisto de todos sus rayos, como si los hubiese dejado clavados 
                en la tierra. Parece una almohadilla sin alfileres".
              Entre 1882 y 1883 Daniel Muñoz escribió los Artículos 
                que lo incorporan definitivamente a nuestra literatura y leaseguran 
                en ella un lugar destacado. En sus páginas la prosa periodística 
                alcanza categoría literaria indiscutible. Una visión 
                penetrante y original da fundamentos a esa prosa y la sostiene 
                hoy, a más de setenta años de distancia, con un 
                vigor y una comunicabilidad que no alcanzaron prosistas y poetas 
                coetáneos de más noble ambición y menor potencia 
                creadora. Así enfocado, el caso de Daniel Muñoz 
                adquiere proporciones ejemplares."