"La reciente publicación en castellano de La forja 
                de un rebelde, trilogía autobiográfica de Arturo 
                Barea, permite examinar esta obra -conocida ya a través 
                de versiones a nueve idiomas europeos, mucho antes de publicarse 
                en su lengua original- a la luz de una perspectiva literaria exacta. 
                La obra de Arturo Barea aparece ahora inscripta en la tradición 
                del realismo novelesco español. En una línea que 
                arranca de las novelas decimonónicas de Benito Pérez 
                Galdós, atraviesa el vasto y monótono mundo novelesco 
                de Pío Baroja, el barroco y escorzado de Valle Inclán, 
                el periodístico y simbólico de Ramón J. Sender, 
                para situarse junto a las ficciones que alimentó la guerra 
                civil española; junto a Campo cerrado y Campo 
                de sangre de Max Aub, junto a La cabeza del cordero de 
                Francisco Ayala. Entre ellas, sobresale la empresa novelística 
                de Barea, por la ardida fuerza de su testimonio, por la brutal 
                inmediatez de su narración, por la sostenida objetividad 
                de su actitud, por la creación estilística que representa.
              ***
              Escasean en la literatura española los testimonios autobiográficos. 
                El hombre español parece más celoso de su vida interior, 
                más fieramente orgulloso de sus debilidades que sus otros 
                vecinos europeos. De aquí que sólo excepcionalmente 
                ocurra en su vasta y rica literatura la ejemplaridad de La 
                forja de un rebelde, a medio camino entre la autobiografía 
                y la novela. Centrada en torno de la experiencia autobiográfica 
                de un hombre, la obra no se propone, sin embargo, contarlo todo. 
                Lo que quiere contar su autor es la forja de un rebelde. Su narración 
                se concentrará, pues, en aquellos episodios -y sólo 
                en aquellos- que iluminen mejor esa forja.
              La narración no es, por tanto, continua. Entre la primera 
                y la segunda parte (entre La forja y La ruta) hay 
                un lapso de unos seis años: 1914-1920. Entre la segunda 
                y la tercera (La llama), el lapso es mayor; abarca diez 
                años: 1925-1935. Ocasionalmente una ojeada hacia atrás, 
                un racconto, enlaza las partes, cubre el espacio (o tiempo) 
                perdido, sintetiza los años sin historia, las experiencias 
                inmemorables. 
              Esta selección no obedece, sin duda, a un propósito 
                de estilización de la propia vida. Cuando Barea saltea 
                algo es porque, a su juicio, carece de valor significativo, no 
                agrega nada. Y de aquí que se de esta circunstancia a primera 
                vista paradójica: una obra extensa que carece de adiposidades, 
                de materia superflua. Cuando algo omite Barea no es para embellecerse; 
                es para ganar tiempo y alcanzar lo que importa.
              Es esta libertad del novelista frente a su sustancia narrativa, 
                y que asume Barea frente a su vida, la que da carácter 
                ligeramente ficticio a lo que cuenta. Barea, como artista que 
                es, escoge y concentra. La materia de su propia vida aparece así 
                organizada en torno de tres centros de interés: la infancia 
                en el Manzanares, la juventud en Marruecos, la experiencia de 
                la guerra civil en Madrid. Subordinados a esos centros, se encuentran 
                los restantes elementos narrativos.
              Cada una de esas experiencias básicas tiene un doble valor: 
                por un lado, es experiencia personal y formativa: gracias a ella 
                se forja este rebelde; por otro lado, es experiencia colectiva 
                y a través de la anécdota de este rebelde se ve 
                una generación que aventó la guerra civil, un mundo 
                destrozado e irrecuperable. Para todo un grupo humano, Marruecos 
                primero, y la guerra civil después, fueron experiencias 
                definidoras.
              El signo de esta autobiografía novelesca es la objetividad. 
                Barea se planta ante su propia historia sin ánimo de concesiones. 
                No quiere parecer mejor de lo que es; tampoco se complace -como 
                han hecho muchos- en multiplicar los cargos contra sí mismo. 
                Barea se da por sentado y a partir de esa aceptación (que 
                no significa aprobación incondicional) relata su experiencia. 
                De aquí la brutalidad e inmediatez de su historia. Porque 
                nada esencial queda omitido. Ni el amor profundo por la madre 
                ni la crueldad infantil de los primeros juegos; ni la pasión 
                encendida en forma perdurable por Ilsa ni las primeras turbias 
                experiencias del sexo. Pero en este terreno de la sinceridad (de 
                la objetividad) Barea llega más lejos aún. No omite 
                el registro de sus egoísmos para con otras mujeres, el 
                tratamiento duro que no les ahorró, el desapego con que, 
                en general, trata los asuntos llamados sentimentales; es decir: 
                todo lo que otros más piadosos (o más cobardes) 
                dejan languidecer en el equívoco, no se atreven a enfrentar. 
                En una página de la tercera parte escribe: "Comprendía 
                perfectamente la actitud de María y sus esperanzas, pero 
                no tenía intenciones de realizarlas. Un divorcio seguido 
                de un nuevo hogar con o sin el requisito previo de un matrimonio, 
                no suponía más que el cambio de una mujer por otra, 
                con el futuro abierto a más chicos y el aburrimiento de 
                la vida de casado sin amor. Maria era perfecta mientras trabajara 
                conmigo y simpatizara con mis disgustos y problemas personales; 
                era perfecta como un consuelo. Todo desaparecería con un 
                matrimonio. Perdería la secretaria y el oyente cariñoso". 
                Y, en seguida, comenta el autor: "Indudablemente mi actitud 
                era fría y egoísta. Me daba cuenta de ello y me 
                producía un escalofrío en la boca del estómago. 
                Me daba disgusto mi actitud y a la vez resentía la de ella".
              Este no es, puede asegurarse, un retrato retocado.
              Y esa misma objetividad que se manifiesta en el relato autobiográfico 
                está presente, asimismo, en el testimonio histórico. 
                Objetividad, ya se sabe, no significa carencia de posición, 
                de partido. Significa tratar de ser leal consigo mismo y con el 
                adversario, no deponer la lucidez ni la crítica. De aquí 
                la crudeza con que este libro describe la vida en los barrios 
                pobres de Madrid o la censura con que denuncia la indigna administración 
                española de Marruecos o los crímenes de esa guerra 
                colonial.
              Cuando Barea llega al duro trance de historiar la guerra civil 
                española se atiene minuciosamente a este doble principio: 
                contar sólo lo que ha visto; contarlo sin erigirse en juez. 
                Esto da fuerza a su testimonio. A través de las páginas 
                de La llama surge entero el pueblo resistente de Madrid, 
                cercado por el ejército faccioso, improvisando una defensa; 
                ese pueblo que se agolpa en la noche pidiendo "armas, 
                armas", como un largo canto; ese pueblo que se entremata 
                enconadamente por la posesión de un cuartel; ese pueblo 
                que cede a los instintos de la brutalidad a la seducción 
                del miedo, e inicia la caza del fascista, haciendo caer también 
                a tanto inocente. Ningún escritor ha dado con tanta simplicidad, 
                con menos propaganda, la resistencia imposible y patética 
                del pueblo de Madrid: una resistencia de dos años, cuatro 
                meses y tres semanas.
              Esta misma objetividad, obliga a Barea a denunciar el caos administrativo, 
                las rivalidades de los distintos grupos políticos, la lucha 
                suicidad por el poder, que continuaron alimentando las contadas 
                horas de la República Española. Su testimonio lo 
                es no sólo de la heroicidad del pueblo español sino 
                también de su falta de lucidez, de su descomunal locura.
              ***
              "For better or for worse -and I believe for better- we 
                can no longer perceive reality through the medium of a novel, 
                unless it makes us see the interplay of forces the inner life 
                of people, the third dimension as it were". Las palabras 
                de Arturo Barea en un articulo de 1946 sobre el Realism in 
                the Modern Spanish Novel definen agudamente su posición 
                de escritor realista. A primera vista podría creerse que 
                su obra es sólo crónica; que el escrito sólo 
                ha efectuado una trasposición mecánica de la realidad 
                al libro.
              Ya se ha indicado el valor novelístico de esta autobiografía, 
                su selección de temas, su tratamiento dramático, 
                su concentración en tres motivos básicos. Pero no 
                sólo aquí se pone de manifiesto la elaboración 
                estética. La realidad misma aparece tratada por una sensibilidad 
                que escoge y reacciona. Nada más ejemplar, en este sentido, 
                que todo el primer volumen, La forja.
              Para contar su infancia y adolescencia ha utilizado Barea un 
                recurso de probada eficacia literaria: la narración en 
                presente de indicativo. Barea ha reconstruido el mundo de la infancia 
                tal como era (tal como aparecía a sus ojos de niño). 
                Nada más alejado del realismo fotográfico (o fonográfico). 
                Gracias a este procedimiento, acceden a las páginas del 
                libro, con toda su frescura, con toda su fuerza y calor humanos, 
                las impresiones de un mundo que se va inventando con la mirada, 
                un mundo que sólo existe cuando lo vemos: el de la infancia.
              El mismo Barea ha definido su propósito hacia el final 
                de la obra: "Comencé a escribir un libro sobre 
                el mundo de mi niñez y juventud. Al principio lo quería 
                titular Las raíces, y describía en él 
                las condiciones sociales entre los trabajadores de Castilla al 
                comienzo del siglo, en los pueblos y en los barrios pobres que 
                yo había conocido. Pero me encontré escribiendo 
                demasiadas declaraciones y reflexiones, que creía necesario 
                suprimir, por que no brotaban de mi propia experiencia ni de mi 
                propio ser. Traté de limpiar la pizarra de mi mente, dejándola 
                vacía de todo razonamiento y tratar de retroceder a mis 
                orígenes, a las cosas que había olido, visto, palpado 
                y sentido, y cuáles de estas cosas me habían forjado 
                con su impacto. Al principio de mi vida consciente me encontré 
                con mi madre. Con sus manos roídas por el trabajo, hundiéndose 
                en el agua helada del río. Con sus dedos suaves, enredándose 
                en mis cabellos revueltos. El viejo puchero, tapizado de negro 
                en el que ella cocía y recocía su café de 
                posos. En el fondo de mi memoria encontré la pintura del 
                arco, para mí inmenso, visto desde el río, del Puente 
                del Rey, con el coche real, escoltado por los jinetes vestido 
                de blanco y rojo, pasando sobre nuestras cabezas; las lavanderas 
                golpeando la ropa con sus palas; los chiquillos pescando pelotas 
                de goma en el agua negra y maloliente de la alcantarilla de Madrid; 
                y la voz de la mujer asturiana que cantaba:
              Por debajo del puente
                No pasa nadie,
                Tal sólo el polvo
                Que lleva el aire...
              Así empecé. Titulé el libro La forja, 
                y lo escribí en el idioma, las palabras y las imágenes 
                de mi niñez. Pero tomó mucho tiempo escribirlo porque 
                tenía que ahondar profundamente en mi mismo."
              Ocasionalmente, y como para acentuar el distinto plano narrativo, 
                el tiempo que no ha transcurrido en vano, se interpola en La 
                forja alguna reflexión de la madurez, alguna página 
                de ahora (y no de aquel presente intemporal) que enriquece de 
                ambigüedad el relato, haciendo saltar al lector del mundo 
                evocado hasta éste de ahora, el de la reminiscencia consciente, 
                el del buceo en el fondo de sí mismo. "Veo hoy 
                la escena con ojos que entonces no tenía", dice 
                el autor en algún pasaje de La forja, en tanto que 
                otro pasaje canta el poder mágico de la evocación, 
                el rescate del tiempo perdido: "Es difícil volver 
                atrás. Si se mira al cielo, se ven cabalgatas de nubes 
                que amasa el aire, sin cansarse de darles forma. O se ve sólo 
                un fanal azul que vibra con el sol. De noche es igual, aunque 
                el sol se ha escondido y con las estrellas y la luna las únicas 
                que alumbran: Invisibles, de día y de noche, en este cielo 
                cabalgan las ondas. De toda la tierra se tiran voces y canciones 
                al aire, a voleo, mezcladas, amasadas como las nubes por el viento. 
                Un hilo de cobre tendido sobre el tejado de una casa las recoge 
                todas, y se estremece su cuerpecillo delgado de alambre al choque. 
                Hay un ánodo y un cátodo. Se tiran uno a otro esas 
                voces y estos cantos tal como vienen, mezclados en oleadas, y 
                la mano paciente del que escucha va regulando el saltar loco de 
                los electrones para aislar una voz o una partitura. Pero siempre 
                hay un fondo de ruido que domina a todos. Una onda más 
                tenaz que las demás que se oye siempre. Madrid, viejo, 
                mi Madrid de niño, es una oleada de nubes o de ondas. No 
                sé. Pero, sobre todos los blancos y los azules, sobre todos 
                los cantos, sobre todos los sones, sobre todas las ondas, hay 
                un leit motiv: Avapiés" (el barrio donde Barea 
                vivía).
              Si la creación literaria aparece evidente en el primer 
                volumen, si nadie se atrevería a desconocer esa tercera 
                dimensión del realismo que en definitiva allí obtiene 
                el autor, menos evidente parece el tratamiento en los otros dos 
                volúmenes. El mundo ya está creado; el hombre circula 
                ante una realidad que conoce (o que cree conocer); ya tiene preparadas 
                las respuestas para todos los problemas. Y sin embargo, sin embargo, 
                también se trata aquí de una máscara del 
                realismo.
              Porque la visión que ofrece Barea en su crónica 
                es doble: por un lado, la realidad cotidiana en su tumulto, en 
                su expresividad, en su asco, en su abrumadora mediocridad; por 
                el otro -y subyacente, sintiéndose a veces sólo 
                como un vacío, una falta, un sordo dolor que no aflora 
                a la superficie, que no se localiza- el hombre que busca un sentido 
                profundo al mundo, que no se conforma con vivir, que pregunta 
                y padece una agonía interior.
              Ese hombre está solo y aislado desde el principio, desde 
                antes de saber qué es; no consigue disolverse en el ambiente, 
                no acepta lo que le ha tocado como destino: la miseria, el pequeño 
                empleo de adolescente, la destrucción de su España. 
                Ya en la niñez, el equívoco de su posición 
                -hijo de una lavandera, criado por parientes ricos: niño 
                pobres en un establecimiento religioso para ricos- le hace sentir 
                su alteridad. Al ingreso en su juventud, se lo grita duramente 
                su hermana, que se ha entregado al trabajo sin salida:
              "-Eso es envidia- exclamo yo.
                - Envidia? De quién? De ti? Si vas a ser más desgraciado 
                que ninguno. Nosotros somos pobres y no nos da vergüenza. 
                Los hijos de la señora Leonor la lavandera! Pero tú 
                eres el señorito que le da vergüenza decir que tu 
                madre lava en el río y que vives en una buhardilla. A que 
                sí? Yo he traído aquí, a casa, a mis compañeras 
                y a mis amigas, porque a mí no me da vergüenza que 
                vengan a casa. Pero tú, cuándo has traído 
                a un amigo? Un señorito del Banco, a que sepan que vives 
                en una buhardilla y que tu madre lava ropa?"
              Esa diferencia se la seguirán gritando toda la vida, en 
                cualquier circunstancia en que se encuentre; vivirá apartado 
                por su inteligencia, por su sensibilidad, por la fuerza de su 
                carácter, de los otros reclutas en Marruecos; separado 
                de los otros pasajeros en el autobús que lo lleva a Noves, 
                el pueblo en el que habrá de convivir, ambiguamente, con 
                los que tienen más y con lo que nada tienen; aislado hasta 
                de sus conciudadanos al iniciarse brutalmente el sitio de Madrid 
                ("Pero aquella tarde me sentí agobiado. La lucha 
                estaba entablada, era mi propia lucha, y sin embargo me sentía 
                repetido y frío hasta el tuétano"); ajeno 
                hasta de sus compatriotas de exilio en Francia, hasta verificar 
                que tampoco en su propio oficio -descubierto ras los tanteos de 
                una vocación segura pero rebelde- tampoco tiene lazos: 
                "Las concepciones del arte de los escritores profesionales 
                (escribe hacia el final de la obra) no me ayudaban; apenas 
                me interesaban. Un escritor francés me había llevado 
                dos veces a una peña literaria, pero las manifestaciones 
                de los reunidos, girado exclusivamente alrededor de un 'maitre'aquí 
                y otro allá, me llenaban de un aburrimiento asombrado y 
                un disgusto vergonzoso. Ahora me deprimía pensar que no 
                pertenecía a grupo alguno..."
              Barea seguiría sintiéndose solo y aislado hasta 
                el momento en que descubriera -ya maduro y aparentemente liquidado 
                por el desastre de su patria- no sólo a la mujer que daría 
                sentido a su vida personal sino su verdadera, su profunda vocación. 
                Ese descubrimiento es paulatino y va alumbrándose en el 
                fragor de la contienda, espantado por el miedo que crece con el 
                agotamiento, con la odisea cotidiana. Ante todo se manifiesta 
                como una separación, como una diferencia supuesta: "Yo 
                había creído, y aún creía, en una 
                España libre con un pueblo libre. Había querido 
                que esto llegara sin derramamientos de sangre, a fuerza de trabajo 
                y de buena voluntad. ¿Qué podía hacer si 
                esta esperanza, este futuro se estaba destruyendo? Tenía 
                que luchar por ello. Y así, ¿tenía que matar 
                a otros? ¿Sabía que la mayoría de los que 
                estaban luchando con las armas en la mano, matando o muriendo, 
                no pensaban en ello, sino estaban animados por las fuerzas desatadas 
                de su propia fe. Pero yo estaba obligado a pensar..."
              Luego descubre la vocación esencial: "Trataba 
                de ver dónde podía encajar en aquella maquinaria 
                y no conseguía más que torturarme al ver que nada 
                de lo que lo podía dar se utilizaba en la guerra. Lo único 
                que encontraba que podía hacer, era escribir el libro de 
                Madrid que había planeado. Y no era más que un recipiente 
                que debía vaciarse de los que tenía dentro". 
                Pero no era un recipiente indiferente, como lo demuestra más 
                tarde, al escribir: "Si otros no tenían la urgencia 
                de buscar la causa y el encadenamiento de causas, yo la sentía. 
                Si ellos se contentaban con hablar de la culpabilidad del fascismo 
                y del capital y de la victoria final del pueblo, yo no. No era 
                bastante; estábamos todos remachados a la misa cadena y 
                teníamos que luchar todos para librarnos de ella. Me parecía 
                que podía entender mejor lo que estaba pasando en mi pueblo 
                y a nuestro mundo, si descubría las fuerzas que me habían 
                forzado a mí, el hombre solo, a sentir, actuar, errar y 
                luchar co,o lo había hecho". Hasta que al fin, 
                se impone Barea de su verdadero destino y afirma: "...escribir 
                era para mi parte de la lucha, parte de nuestra guerra contra 
                la vida y la muerte, y no sólo una expresión de 
                mí mismo".
              El crudo realismo de superficie resulta así trascendido 
                por esta visión profunda del hombre y su destino. Se acaba 
                por ingresar a un mundo infinitamente más complejo y rico: 
                allí donde están "las fuentes escondidas 
                de las cosas", para citar las mismas palabras del autor.
              ***
              Hay una tercera creación en la obra, la creación 
                de un lenguaje.
              La formación casi autodidacta de Arturo Barea explica 
                su posición heterodoxa en el conjunto de la literatura 
                española contemporánea. Barea se planta frente a 
                los grupos literarios, a las capillas intelectuales, con una actitud 
                iconoclasta e inconformista; se levanta, incluso, ajeno a la noción 
                misma de intelectual. Desde allí, crea su propia obra, 
                desde el centro mismo del pueblo. En este sentido, es iluminadora 
                su desilusión ante Don Ramón del Valle Inclán, 
                irascible dictador de café literario, o su actitud ante 
                los escritores franceses (tal como la expresa un pasaje ya citado).
              Es claro que al afirmar que Barea crea su obra desde el centro 
                mismo del pueblo, no es posible olvidar el equívoco que 
                encierra esta palabra, la pluralidad de mundos que encierra. El 
                pueblo desde cuyo centro escribe Barea es el Madrid del Avapiés, 
                el Brunete de sus vacaciones, el Marruecos de la guerra colonial 
                la oficina de patentes de Madrid, la Telefónica en la que 
                trabaja y lucha como censor. Allí recogerá el autor 
                ese lenguaje hablado que tanto habría de impresionar, durante 
                la guerra civil, a sus oyentes del pueblo; "ese estilo 
                crudo y desprovisto de florilegios de lenguaje", según 
                él mismo lo califica. Frente a la estilización literaria 
                de un Valle Inclán (que ahora exhuma y amplía un 
                Max Aub), frente a un lenguaje como el de Ayala en que se escuchan 
                ecos y reminiscencias del usado por creadores del siglo de oro, 
                este de Arturo Barea tiene la inmediatez y la eficacia, la incorrección 
                y al fuerza, del habla popular.
              No quiere esto decir que no se puedan reconocer a esta obra antecedentes 
                literarios. No parece difícil señalar en la prosa 
                de Barea la huella de un Barea (aunque no de la flaccidez en que 
                ha caído últimamente este escritor). Tampoco está 
                ausente otra voz -ésta inesperada-, la de Ramón 
                Gómez de la Serna. Aunque Barea no degenere jamás 
                en juegos barrocos (la naturaleza inmediata y angustiada de su 
                testimonio no se lo permitiría) aparece vinculado a la 
                manera literaria de Ramón, o por lo menos: a una de las 
                maneras de Ramón, la que traiciona una misma avidez por 
                lo material, una sensibilidad herida por las cosas.
              Por medio de estas vinculaciones literarias la obra novelesca 
                de Artur Barea resulta inscripta en la tradición novelesca 
                española -a la que está vinculada ya por la naturaleza 
                de su testimonio, por el realismo profundo de su visión. 
                Esta tradición resulta enriquecida en sus manos por el 
                testimonio objetivo de la creación de una tercera dimensión 
                del realismo, por la invención de una lengua."