MARIANO AZUELA: LA MALDICIÓN. México, 
                Fondo de Cultura Económica (Letras mexicanas, nº 21), 
                1955. 227 pp. 
                MARIANO AZUELA: ESA SANGRE. México, Fondo de Cultura 
                Económica (Letras Mexicanas, nº 24), 1956, 196 pp.
              "Para muchos lectores hispanoamericanos, Mariano Azuela 
                es -únicamente- el autor de Los de abajo (1916), 
                una de las mejores, sino la mejor, de las novelas de la revolución 
                mexicana. Sin embargo, a su muerte (en 1952) Azuela había 
                publicado aproximadamente veinticinco títulos, entre novelas, 
                cuentos, biografías noveladas y piezas de teatro. Y aunque 
                ninguna de sus otras obras alcanza la categoría de Los 
                de abajo -esa sabia mezcla de narración literaria intensa 
                y documento, esa visión objetiva y penetrante de una importante 
                hora revolucionaria-, es indudable que el conjunto de sus libros 
                constituye una de las más interesantes sumas de las letras 
                contemporáneas de América. Esa obra se ha aumentado 
                recientemente de dos novelas que antes de morir había dejado 
                preparadas para editarse: La maldición, Esa sangre.
              El tema de la primera novela -los provincianos que vienen a la 
                capital y tratan de abrirse camino a todo precio en ella- no es 
                nuevo en Azuela. Ya se había visto en Regina Landa (1939), 
                en Nueva burguesía (1941), algunas variantes del 
                mismo; ya había anticipado el novelista en esos títulos 
                su visión amarga y satírica de la nueva sociedad 
                mexicana que se forma a partir de la revolución, cuando 
                la orgía de sangre ha cesado y las clases más pobres 
                tratan confusamente de alcanzar sino el poder, los beneficios 
                materiales del mismo. Pero en esta última obra, la visión 
                de Azuela se vuelve (si cabe) más caricaturesca, más 
                agria. La historia de Emilia y de sus dos hijos (Magdalena, Rodulfo), 
                su ascenso en la dura ciudad a través de la coima (la mordida, 
                dicen en México) y de la complacencia y hasta la prostitución, 
                la lenta entrega a una corruptela y un apetito que devora todo, 
                hasta que los más tiernos (o primarios) afectos se evaporan, 
                ese ingreso paulatino en los círculos infernales, está 
                contado por Azuela sin piedad para los personajes y sin piedad 
                para el lector.
              Su escritura es rápida y elíptica. Azuela no tiene 
                nada de esa morosa complacencia modernista (a pesar de que por 
                el año de su nacimiento, 1873, está más cerca 
                de un Enrique Larreta, por ejemplo, que de Jorge Icaza), y su 
                mismo estilo contribuye a aumentar más la tensión 
                satírica del relato.
              Porque Azuela parece escribir con odio hacia esa clase que la 
                revolución liberó de su servidumbre agrícola 
                o pueblerina pero no preparó para la vida moderna; esa 
                clase a la que se dio voto y hasta tierras pero a la que no se 
                dio educación política y social que le permitiera 
                usar el voto y trabajar las tierras con perspectiva comunal. Una 
                clase que en definitiva fue la que pagó con su sangre la 
                revolución para que los beneficios inmediatos los cosecharan 
                los demagogos.
              Es curioso que este escritor, de los primeros en unirse al movimiento 
                revolucionario (fue médico de las fuerzas de Pancho Villa), 
                a partir del triunfo de la revolución se haya ido separando 
                cada vez más de la midma. La verdad es que la revolución 
                también se fue separando de los que la iniciaron. Azuela 
                ya era en 1910 un hombre demasiado formado como para que los nuevos 
                avatares revolucionarios le resultaran aceptables. En sus primeras 
                novelas expresó lo que la revolución tenía 
                de hermoso como movimiento popular espontáneos (Los 
                de abajo, por ejemplo) pero dijo también, y esto ya 
                se apunta en el personaje del licenciado Cervantes en la famosa 
                novela, lo que la revolución tenía de caldo de cultivo 
                de demagogos. Y a partir del momento en que la lucha se estabiliza 
                y empieza a buscarse ciegamente el orden (aún a costa de 
                negociados e injusticias), Azuela vuelve la espalda a la revolución 
                y se convierte en el cronista de sus defectos. En este sentido 
                La maldición es tal vez su novela más cruda, 
                y más eficaz también. Porque el relato está 
                escrito con notable brío y pujanza y aunque termina abruptamente 
                (casi podría pensarse que la novela ha quedado inconclusa), 
                su misma suspensión contribuí e al efecto de violencia 
                que busca el narrador por este y otros medios. 
              Distinto es el caso de Esa sangre. Aquí se contrasta 
                el tema de lo viejo y lo nuevo en la historia de Julián 
                Andrade, latifundista que estuvo unido (por cautela) a los villistas 
                y que al huir de los mismos en una situación peliaguda, 
                acaba refugiándose en la Argentina; veinte años 
                después, hecho una ruina física y moral, Andrade 
                viene a reclamar sus tierras. Toda la novela consiste en el retrato 
                del personaje (y de su hermana, la dura y hombruna beata Refugito); 
                ambos personajes aparecen contrastados violentamente con el México 
                posrevolucionario. Andrade viene con la tabla de valores de antes 
                del alzamiento y se encuentra con que nadie lo recuerda y si lo 
                recuerdan en para echarle en cara sus crímenes y su anterior 
                prepotencia.
              Porque Julián Andrade es un ser despreciable. Y cuando 
                era el año sólo había sabido tiranizar, violentar, 
                matar. De ahí que la visión negra de Azuela resulte 
                ahora proyectada en las dos direcciones del relato. Hacia el presente, 
                con sus cohechos, el machismo desenfrenado y criminal del charro, 
                la constante beodez de todos; hacia el pasado, en la historia 
                (reconstruida por fragmentos) de los Andrade y los Ramírez, 
                historia sin otro sentido que el atropello y la furia personal. 
                De modo que el juicio agrio que pasa Azuela sobre el presente 
                se proyecta también hacia el pasado. Se comprende mejor 
                entonces que no es por una imposible nostalgia del paraíso 
                porfirista que Azuela censura el México de hoy, que no 
                es por refugiarse en una visión como la de muchos escritores 
                sureños de Estados unidos (las hermosas casas aristocráticas, 
                el penetrante olor a magnolias, los esclavos convenientemente 
                amaestrados para proveer el musical coro) que Azuela censura la 
                realidad. Es por otra cosa.
              Azuela no es un reaccionario: es un moralista. Y es por eso que 
                no tolera la imperfección del mundo. No la tolera porque 
                también él creyó (hacia 1910) que la sangre 
                derramada en los campos, y la muerte de los de arriba, era vías 
                directas para la solución de todas las injusticias, para 
                el reino de la felicidad sobre la tierra, para imponer (al fin) 
                el respeto de unos hombres por otros. Y lo que vio Azuela, lo 
                que vio el moralista, fue una corrupción sustituida por 
                otra, una violencia de arriba sustituida por la violencia de los 
                de abajo (vueltos ahora los de arriba). Vio eso, y sólo 
                vio eso. No vio que la revolución había hecho, y 
                hace, entre tanta obra mala, obra buena. Por no haberlo comprendido 
                nunca, sus novelas (a partir de Los de abajo y cada vez 
                en forma más cruda) se han convertido en la más 
                nítida denuncia de la realidad moral que yace bajo y sobre 
                la gran realización revolucionaria de México. La 
                sinceridad de su denuncia es lo único que salva, en definitiva, 
                a Azuela. Esa entereza de su actitud negativa que confirma lo 
                dicho por González de Mendoza: le dolía México, 
                como le dolía España al célebre vasco. Ese 
                dolor, esa llaga que no pudo cerrarse ni con la muerte, explica 
                aunque no justifican la actitud, la pasión, el encono, 
                con que queda retratado México en su vasta galería 
                de la que estas novelas póstumas son el agrio final."