"La imagen tradicional del artista -todavía 
                tiene alguna validez en la imaginación burguesa- parece 
                moldearse en el bohemio de una descuidada que vive en bohardillas 
                o cuevas, en altillos o en sótanos de inquilinatos y que, 
                entre ocultaciones menos publicitables (como pintar o escribir 
                o cantar) dedica su tiempo al amor, a la bebida, al insulto. Bohemios 
                de Murger o de Pucini, existencialistas de Saint-Germain des Prés 
                o de Chelsea o (apenas) de Las Telitas, los artistas parecen seres 
                que viven al margen de las convenciones normales y cuya aventura 
                vital es más interesante que su arte.
              No importa que en la nueva versión de La Vie de Bohème 
                Mimi Pinson llegue fatigada por la velocidad de su Jaguar al apartamento 
                que algún millonario del petróleo le costea, en 
                el Bois de Boulogne; no importa que hoy la bohemia se radique 
                más en Saint-Tropez y entre las stars del cine internacional 
                que entre los ignorados genios de la rive gauche; no importa 
                que Bernard Buffet y Françoise Sagan y Brigitte Bardot 
                sean sus dioses (por ahora). Para la orientalidad burguesa la 
                verdadera vida de bohemia se caracteriza por ser eso: vida antes 
                que otra cosa. Pero el arte no es vida. O no es sólo vida.
              UNA DISCIPLINA, UNA TÉCNICA
              La verdadera vida de bohemia no es la fea cantante italo-griega 
                despertándose un día de golpe como la deslumbrante 
                Maria Callas; la verdadera vida de bohemia no es Colin Wilson 
                saltando de los bosques de Hampstead Heath (donde dormía 
                en una bolsa de tela) a los moderados lujos de un apartamento 
                en Chelsea; la verdadera vida de bohemia no es el parricida David 
                Viñas recibiendo el premio de la Editorial Guillermo Kratt. 
                O para decirlo con una imagen más conocida: No es el momento 
                en la carrera de la Cenicienta en que el Príncipe Azul 
                recoge el zapatito en la sala de baile. La verdadera vida de bohemia 
                son los días y las noches en que la Cenicienta lavó 
                los platos y fregó los pies y vistió a las hermanastras. 
                Los días y noches que luchó la Callas por LA CALLAS, 
                los miles de volúmenes que digirió (o trató 
                de digerir) Colin Wilson en la quieta solemnidad del British Museum; 
                las montañas de borradores y novelas desechadas que Viñas 
                consumió antes de llegar al premio. Es decir: la sangre, 
                sudor y lágrimas que están en la base del arte, 
                de todo arte, incluso de aquel que parece más espontáneo 
                y milagroso, más dado por divino don.
              Si lo que el artista ofrece es únicamente la sensación 
                de un instante, la pasajera intuición de una sensibilidad 
                despierta, si no ofrece más que eso, el artista será 
                devorado por el momento, por ese mismo tiempo que ha contribuido 
                a excitar por algunos segundos. El arte no es el resultado de 
                las horas culminantes y cinematográficas de la vida del 
                artista, sino de esas otras horas muertas en que el duro y lento 
                aprendizaje de una técnica, la creación de una disciplina 
                interior sobre las penas y alegrías de experiencia, arrojan 
                un resultado distinto y único, una expresión (palabra 
                en el papel, o pintura en la tela o notas sobre un pentagrama) 
                que antes no existía y que sólo existe porque un 
                hombre supo despojarse de lo adventicio en sí mismo, supo 
                resistir a las tentaciones de su propia facilidad, supo luchar 
                y vencerse.
              Su vida anecdótica, lo único que interesa a la 
                gran prensa de escándalo que trafica con los amoríos 
                de los artistas, con sus irregularidades, con sus epidermis; la 
                circunstancia occidental en que esa creación suele realizarse, 
                es en definitiva la falsa vida de bohemia, la que pueden compartir 
                también los demás, aquellos que no aguantarían 
                la árida disciplina de estudio y renunciamiento, la incesante 
                búsqueda de la perfección personal, que todo esfuerzo 
                artístico pone. Aquí, en este reducto nada amoroso, 
                está la verdadera vida de bohemia.
              Todo esto para decir que lo que importa en la carrera de Raquel 
                Satre (o Ana Raquel Satre como la llaman aquí en Europa) 
                no es la aparición fulminante en el concierto de Voces 
                del Mañana en el Wigmore Hall de Londres en enero de 1957, 
                ni de su sostenido éxito en Aix-en-Provence y en Viena, 
                en Bruselas y en Wexford, en Carcasonne y todas partes en donde 
                ha cantado; lo que realmente e importa es que Ana Raquel Satre 
                es una de las artistas más dedicadas y auténticas 
                con que cuenta actualmente el mundo musical, un artista para la 
                que el milagro de la súbita revelación no es sino 
                el resultado de años y años de la labor interior, 
                de empecinada busca.
              Aunque esto de los años deba entenderse más en 
                profundidad que en extensión. Porque lo primero que impresiona 
                al espectador (no cabe hablar sólo de oyente) es la apostura 
                deslumbrante de esta soprano uruguaya. Y hasta los críticos 
                más recalcitrantes no pueden dejar de pagar tributo a esa 
                apariencia que uno de ellos ha calificado recientemente de regia. 
                Y otro (una mujer sin envidia) ha comparado con la máscara 
                trágica de Ana Pavlova o de la Garbo.
              Lo que es, por otra parte, secundario.
              TAMBIÉN CANTO EN LA SORBONA
              Hace muchos años Alberto Gerchunoff satirizó amablemente 
                la manía suramericana de conquistar Europa en un cuento 
                (El hombre que habló en la Sorbona) cuyos detalles 
                he olvidado pero cuyo blanco era esa vanidad del intelectual criollo 
                que quiere hacer roncha en las grandes capitales de Europa. La 
                verdad es que todos los días, miles de personas hablan 
                en todos los centros culturales del mundo y que, como dijo alguien 
                con acierto, una golondrina no hace verano. ¿Cuántos 
                de nuestros artistas vienen a Europa, padecen en silencio los 
                días y meses de total indiferencia y luego glorifican toda 
                su vida ese instante (maravilloso, único, ay) en que consiguieron 
                un auditorio para sus lugares comunes, un público dócil 
                para sus lucubraciones o sus esforzados ejercicios musicales? 
                Pero por más que la bien domesticada publicidad local diga 
                lo contrario, esos éxitos europeos (aunque sean ciertos) 
                nada tienen que ver con una carrera en Europa.
              Una carrera en Europa es otra cosa. Es, ante todo, una dedicación 
                completa y profesional. Implica todo un mundo de negocios y de 
                agentes, de contratos y de compromisos a plazo fijo, que el amateurismo 
                suramericano es incapaz de comprender. Implica, como condición 
                básica, la alta retribución del artista. Porque 
                no se trata de persuadir a un auditorio cómplice y más 
                o menos portugués, a que aplauda en el momento indicado. 
                Se trata de satisfacer las exigencias de quien ha pagado para 
                tener el derecho de aplaudir o silbar, de coronar un esfuerzo 
                o enterrarlo con su desaire siempre.
              Significa, además, moverse en un mundo que la competencia 
                convierte en selva y en que el menor desliz, el más ligero 
                tropiezo, cuenta como pecado capital. La ausencia a un ensayo 
                (aunque sea por enfermedad) puede implicar la pérdida de 
                un contrato, una sola performance que no esté a la altura 
                de las anteriores es el primer paso en un plano inclinado que 
                están acechando (con secreto regocijo) los beneficiarios 
                del error. Es un mundo en que sólo cuenta la perfección 
                más absoluta, y en que el artista debe dar, día 
                tras día, lo mejor de sí mismo, sin detenerse a 
                considerar cuánto cuesta. Lo que le cuesta.
              En ese mundo vive hace tres años Ana Raquel Satre.
              Es cierto que cantó en la Sorbonne (una cantata de Bach, 
                con orquesta) pero es más cierto aún que ese concierto 
                fue el resultado de su éxito fulminante en Londres, donde 
                se presentó junto con seis otras cantantes en un programa 
                organizado con toda profesionalidad por la empresaria Lies Askonas. 
                La Sorbonne, o cualquiera de las docenas de lugares en que ya 
                ha cantado, no fue obtenida por patrocinio oficial, por amistad 
                o por cualquiera otro medio extraartístico. Porque Ana 
                Raquel Satre tiene el privilegio de ser la única artista 
                uruguaya que viaja sin pasaporte oficial.
              Lo que también es secundario.
              EL ACERCAMIEMTO A BRAHMS
              Que una mujer de menos de treinta años y nacida en Montevideo, 
                Uruguay, haya tenido coraje como para venirse a Europa (a estudia 
                con Niñón Vallin) y luego haya tenido coraje para 
                dejar a Niñón Vallin, y también haya seguido 
                teniendo coraje para lanzarse sola en esa selva oscura y selvaggia 
                que es el mundo musical europeo es algo más fabuloso que 
                la misma historia de la Cenicienta. Es el envés de esa 
                historia, y tal vez su explicación.
              Raquel Satre (como la conocíamos en Montevideo) ya había 
                hecho una carrera -Paraninfo de la Universidad, Centro Cultural 
                de Música, Sala Verdi, Sodre- que sólo necesitaba 
                el viajecito a Europa, con el par de conciertos más o menos 
                discretamente organizados por las respectivas embajadas y el espaldarazo 
                patrocinador de algunos críticos que también saben 
                de diplomacia, para ser una carrera triunfal. Raquel Satre sólo 
                necesitaba pasarse unos meses en Europa para poder volver al terruño, 
                abrumada de laureles y feliz.
              En cambio, prefirió quedarse en Europa, aceptar las reglas 
                del juego que son aquí muy distintas, luchar para sobrevivir 
                y para triunfar en los únicos términos que su ambición 
                que otros llamarían su vocación) podía aceptar. 
                No los cómodos, facilongos términos de un mundo 
                en que todos se conocen y aunque se envidien solapadamente, se 
                toleran, sino los términos mortales del viejo mundo en 
                que se es un héroe o un cadáver. ¿Por qué? 
              
              Si uno se encuentra por primera vez con Ana Raquel Satre (o Mimí, 
                como la llaman los íntimos) en un cocktail-party 
                podrá reconocer el obvio encanto personal, la personalidad 
                fascinante y todo lo demás que ya la crítica se 
                ha encargado de difundir por Europa. Si la conversación 
                dura un poco más hasta es posible que se hable de música 
                y de arte y se llegue a comprender hasta qué punto esta 
                joven mujer está compenetrada de lo que hace y su conocimiento 
                del arte es una cultura viva. Pero para descubrir a la artista 
                hay que verla en su taller.
              Es claro que Ana Raquel Satre no tiene taller. Aunque tiene un 
                piano y ensaya con Geoffrey Parsons (una de las más finas 
                sensibilidades de acompañante) o con el joven John Williams, 
                a quien Segovia considera el guitarrista inglés de más 
                futuro. Y en cada ensayo, ya se trate de ajustar hasta el menor 
                detalle la entrada de la voz, o se busque que sea el piano el 
                que cante mientras la voz se limita a decir las palabras; ya se 
                persiga la duración exacta de una sílaba alemana 
                o se investigue (con tenacidad, con humor, con alegre discrepancia) 
                la altura en que mejor puede transmitirse la atmósfera 
                de un lied; en cada ensayo de los miles de ensayos que son la 
                parte invisible de ese iceberg que es el concierto, Ana Raquel 
                Satre trabaja en su taller. Sin embargo, no es ese todo su taller. 
                O está también en otra parte.
              Quiero decir: está en todas partes. Porque la obra de 
                arte que edifica esta artista (esos minutos en que la voz se levanta 
                para construir en el aire y en el tiempo una estructura sucesiva 
                que afeaba por destruirse al ser completada) empieza a existir 
                mucho antes del momento, irrecuperable aunque repetible, en que 
                es ejecutada. La obra de arte empieza a existir, tal vez, en un 
                tiempo tan lejano que sólo cabe rescatar de las galerías 
                de la memoria. Una canción de Brahms que alguna vez estudió 
                con Hans Hotter (en el libro, y junto a cada verso, hay indicaciones 
                a lápiz de una actitud sugerida por el maestro y ya olvidada), 
                un poema de Apollinaire que reaparece transformado en melodía 
                de Poulenc, las Cantigas de Alfonso el Sabio, pasadas y 
                repasadas para revivir su milagrosa frescura: esos son los estímulos 
                que vienen del ayer o se descubren en el mundo de hoy.
              Pero es un misterioso proceso el que convierte esos estímulos 
                en la semilla de una de esas obras, de arte edificadas por la 
                voz. Un proceso que puede ser provocado por la necesidad de cambiar 
                una canción en un programa ya establecido ("No, 
                esa no me va, no la siento") y la búsqueda semiconsciente, 
                más que nada intuitiva, de una canción que sí 
                le sienta. Una canción que puede venir de muy lejos, como 
                aquella de Brahms que tardó casi cinco días en llegar, 
                para irrumpir súbitamente como un alegre presentimiento 
                en Regent Street y convertirse en certidumbre gozosa al ser redescubierta 
                en el libro de las Volklieder de una tienda de música a 
                la vuelta de Oxford Circus. La canción que si va, esa densa 
                corriente de agua nocturna en que Brahms se va hundiendo, y nos 
                va hundiéndola en la noche silenciosa.
              NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA 
                (O AL REVÉS)
              Luego vienen las horas y los días en que la canción 
                se va formando hacia afuera del artista, se va convirtiendo en 
                música y en voz y en melodía audible. Pero antes 
                de que llegue la hora, el minuto, el fugacísimo segundo, 
                en que cada nota encuentra su timbre y su expresión, y 
                la voz acompañada por el discreto piano o sostenido por 
                la patética guitarra, crea la atmósfera de cada 
                sílaba, de cada sonido, el taller se convierte ahora en 
                el cuarto, en que la artista trabaja solitaria, buscando descifrar 
                el peso y el calor exacto de cada una de esas palabras en que 
                Brahms revela (o disimula), su emoción puramente sonora.
              Y aquí es donde esta joven mujer, nacida en Montevideo, 
                con una lengua y un cielo tan distintos, tiene que destruir hasta 
                la última partícula de un acento y una tierra irredimiblemente 
                rioplatenses para decir -con fonética más impecable 
                que la de cualquier nativo- las palabras de ese increíble 
                alemán producido por la conjunción de un poeta y 
                un músico. La voz de Ana Raquel Satre no sólo tiene 
                que cantar, también tiene que decir. Y para crear esa atmósfera 
                nocturna en que el silencio va invadiendo fatalmente a los seres 
                y hasta contamina la propia naturaleza, la cantante tiene que 
                decir cada uno de los imposibles sonidos en toda su pureza y en 
                toda su poesía.
              Si hubiera nacido en Francia, dice a veces Ana Raquel Satre, 
                o en Alemania o en Italia, tendría todo un repertorio nacional 
                riquísimo. ¿No se ha fijado que sólo las 
                cantantes españolas, o de lengua española, cantan 
                en varios idiomas?
              Los hispanohablantes estamos condenados a ser políglotos, 
                al cosmopolitismo artístico. Y cuando nos negamos, cuando 
                no queremos ver sino lo que nos da el folklore o la jerga, no 
                hacemos sino ponernos (orgullosa, absurdamente) al margen de un 
                mundo que es de todos y por eso mismo también nuestro. 
                De ahí que Ana Raquel Satre convierta la necesidad de un 
                repertorio internacional en virtud, y su pericia en varios idiomas 
                (para el canto, no para la conversación ordinaria en que 
                su francés tiene un encantador dejo eslavo y su inglés 
                una vehemencia típicamente latina), la perfección 
                de su fonética (dos años de estudio arduo), y ese 
                instinto nativo del artista, han arrancado elogios de toda la 
                crítica europea.
              EL MOMENTO DE LA VERDAD
              Hay una hora (a las siete en punto, a las ocho, o tal vez a las 
                seis y media) en que todos esos días y años de preparación, 
                la búsqueda inconsciente o el esfuerzo disciplinado del 
                estudio, las experiencias personales más íntimas 
                y hasta más triviales, los monstruos de la imaginación 
                o los de la mera realidad son oscuramente convocados por la artista 
                para esa creación de aceptada fugacidad: el canto ante 
                un auditorio. Entonces ocurre la obra de arte. Sólo entonces 
                y para siempre.
              Desde la elección del vestido hasta el collar de perlas 
                ligeramente rosáceas, desde la mano que se adelanta como 
                irresistiblemente atraída por el calor de un fantasma, 
                hasta el cuerpo que descama negligente sobre el piano, desde el 
                súbito brillo en los ojos hasta el golpe con que la cabeza 
                agita la cabellera en el aire de la noche, todo, absolutamente 
                todo, tiene que existir en ese preciso instante para que la atmósfera 
                en que debe escucharse el poema sea tan visible, o audible, como 
                la música misma que lo sostiene, como la voz que lo levanta 
                en el aire y lo crea a la vez que lo destruye.
              Hay un peligro en esa condición histriónica que 
                Ana Raquel Satre posee tan esplendorosamente: la sumisión 
                de la disciplina al temperamento. Pero es un peligro que en el 
                caso de esta mujer apasionada jamás ocurre. Ana Raquel 
                Satre sabe que no es el énfasis del gesto lo que crea la 
                atmósfera sino la sugestión del gesto, algo que 
                no depende de una mano levantada contra el pecho (sobre el corazón 
                es siempre amor) o apoyada con desmayo en la frente (ay, príncipe 
                Hamlet) sino de una presencia que irradia en su totalidad esa 
                atmósfera y que puede darse el lujo, como en su versión 
                de Hotel de Poulenc, de dejar cantar al piano la elocuencia del 
                tema dando en la voz, en el discretísimo desmayo de la 
                actitud, la otra cara de ese poema que no quiere ser romántico 
                de Apollinaire.
              Por eso vio muy bien el crítico del Neues Osterreich 
                de Viena, después de su concierto en la Brahms Saal en 
                abril de 1957, cuando dijo que "lo más admirable 
                en esta inteligente joven cantante fue la apasionada intensidad 
                de la interpretación y el equilibrio logrado entre la objetividad 
                de estilísticamente fundada y el sentir subjetivo de una 
                artista vital". No es sólo el milagro de una voz 
                "profunda, flexible, emocional" (como apuntó 
                un crítico belga) o "la extensión poco común 
                de la misma", no es siquiera la apostura real o el arte 
                de la delicada dramatización. Es esa curiosa e increíble 
                fusión de un temperamento y una intuición vivísimas, 
                con la disciplina y el más refinado sentido del estilo.
              Ahora que Ana Raquel Satre se dispone a cruzar el gran charco 
                para ir a cantar en una jira de conciertos en Canadá y 
                en Estados Unidos, para luego cantar en México y en Venezuela, 
                y también en su propia tierra, es ahora, en este preciso 
                instante en que la leyenda de Mimi Satre no ha alcanzado la circulación 
                fabulosa de otras leyendas de nuestro tiempo, antes de que la 
                máquina publicitaria del Nuevo Mundo la convierta en uno 
                de los monstruos sagrados del arte contemporáneo (pasta 
                no le falta para serlo), ahora mismo conviene decir, y dejar registrado, 
                que su arte hecho de tiempo fugaz y de pasión y de disciplinas 
                es una de las más hermosas ilustraciones del poder de una 
                vocación vivida hasta sus últimas, más duras, 
                más deslumbrantes, consecuencias."