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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Carta de Inglaterra : Los falsos iracundos"
En Marcha, Montevideo, Nº 944, 1959, p. 30-31

Un poco de cronología

"En mayo de 1956 un pequeño teatro de Sloane Square estrenó la primera obra viable de un joven dramaturgo. La crítica al día siguiente, no fue demasiado entusiasta aunque no dejó de reconocer -con aire patrocinador- algunas virtudes. Pronto el público reconoció en la obra y en el autor (Look Back in Anger por John Osborne) a una de las expresiones más intensas, más cabales, del mundo inglés de hoy. El resto es historia conocida. La obra se tradujo y representó en Estocolmo y en París, en Roma y en New York, en Buenos Aires (con el título de Recordando con ira, y gracias a los oficios de Victoria Ocampo). Hay una traducción por Raúl Boero esperando turno en el Teatro Circular.

Junto con el éxito, y las libras, sobrevino la publicidad. Un agente del Royal Court Theatre, interrogado por periodistas, dijo que Osborne era un joven iracundo (an angry young man); el solemne Times de Londres se refirió a los pocos días, en uno de esos editoriales ligeramente irónicos que suele ocupar el cuarto lugar en la página, a estos jóvenes quejicosos y voceadores; la gran prensa de escándalo tomó la frase y la convirtió en lema. Los aplausos de una pequeña y creciente minoría trajeron las crónicas a toda página, los detalles más o menos picantes de la vida íntima (en el apartamento de Osborne se podían ver ropas de la actriz principal ahora su esposa), ese grotesco malentendido que es la fama efímera de la TV, el cine, la radio, la prensa amarilla.

Todo el mundo hablaba de los Angry Young Man; todo el mundo empezaba a descubrir antecedentes. Los memoriosos desenterraron una autobiografía (de Leslie Paul) con ese título. Pero era de 1951 y se refería a la generación que peleó en las trincheras de 1914. La obra de Osborne fue vinculada a las novelas de John Wain (Hurry On Down, 1953) y de Iris Murdoch (Under the Net, 1954), cuyos protagonistas pertenecen a las clases pobres y deambulan por Londres o el interior en distintas actividades picarescas. Coo el Jimmy Porter de Look Back in Anger, no respetan las convenciones sociales de la clase media -esa clase que da la coloración básica a Inglaterra- o las ignoran sin tomarse le trabajo de discutirlas.

También se esgrimió el antecedente de Lucky Jim, la novela de Kingsley Amis (1954) que había tenido tanto éxito al presentar el profesor de una universidad de provincias que se pasa burlándose de sus colegas y superiores y que termina abandonando estrepitosamente la mentira de esa cultura con más aspiraciones que posibilidades. Lucky Jim parecía una versión farsesca del resentido Jimmy Porter y pronto el cine (por intermedio de los hermanos Boulting y de un joven comediante Ian Carmichael) se encargó de divulgar los aspectos más superficiales, más Woodhouse, del humor de Amís.

Había, pues, un clima ya notable en la novela inglesa de los últimos años que justificaba esa explosión dramática de Look Back in Anger. Y también en la poesía, con los versos prosaicos y anti-exquisitos del mismo Wain Amis, de Elizabeth Hennings, de Donald Davie, de Philip Larkin. Y también en el ensayo en que un grupo de discípulos del austero, del puritano, del recalcitrante doctor F. R. Leváis, habían empezado a atacar las convenciones artepuristas de la generación de Bloomsbury (Virginia Wolf, Forster, Lytton Strachey) y defendido una concepción de la novela como la de D. H. Lawrence.

La nueva generación de escritores ingleses había saltado al ruedo. El epíteto de iracundos podía servir como lema. El éxito de Amis en la novela, de Osborne en el teatro, le daba la necesaria resonancia popular. Sólo faltaba el escándalo. Y fue la contribución de Colin Wilson. En el mismo mes de mayo de 1956 Gollancz publicó The Outsider (el forastero, pero también el ajeno, el alienado) y hasta la intelligentsia que tiene sus baluartes en los periódicos dominicales, en los semanarios cultos, en las revistas literarias y en el Tercer Programa de la BBC, cayó de rodillas y aclamó al nuevo genio de 24 años.

Wilson venía, como Osborne, de la clase proletaria. Había hecho toda clase de oficios, había dejado de trabajar para dedicarse a la lectura en el British Museum, pernoctando en una bolsa de dormir en Hampstead Heath. El éxito fulminante de su libro -una definición del artista como alienado de la sociedad, que tenía implicaciones religiosas y (como luego se descubrió al publicar la segunda parte, Religion and the Rebel, 1957) hasta entrelíneas fascistas- convirtió a Wilson en hombre rico. Gastó & 300 en libros (él que había leído siempre de prestado), se separó de su mujer e hijo, fue apaleado por la familia de la chica con la que se había ido a vivir, conquistó los titulares de la prensa vespertina.

El mismo año que vio la aparición del segundo libro de Colin Wilson vio también Emergence From Chaos de Stuart Holroyd, publicado por Gollancez que no ocultaba su satisfacción a señalar que Helroyd tenía sólo 23 años. Amigo de Wilson, y en cierto sentido, su mentor, Holroyd busca expresar el alienamiento del artista de nuestro tiempo y la necesidad de una nueva fe religiosa a través del estudio de poetas como Whitman, Eliot, Rilke.

Pero ya los vientos habían tornado. Los mismos que aplaudieron The Outsider, callaron ante Religion and the Rebel y ante Emergence From Chaos (un libro mucho más articulado e inteligente que los de Wilson). Avergonzados por haber aplaudido frenéticamente una obra que apenas habían leído, o apenas habían entendido, abandonaron a un autor que pocos meses antes idolatraron. Descubrieron, o leyeron a quienes habían descubierto, que Wilson citaba mal a casi todas sus autoridades, que su libro era una olla podrida de autores caprichosamente encajados en sus páginas, que la sustancia del pensamiento original de Wilson (enterrada o disimulada en el mareo de textos que van de Henri Barbusse a Nietszche, pasando por Kierkegaard, Rimbaud y Sartre) era poco original, trivial y en el fondo decadentísima. En una palabra, que el niño prodigio los había engatusado.

Y reaccionaron. Con saña, con helado silencio, con la insinceridad del que aplaudió falsamente. Al mismo tiempo, la prensa de escándalo que había esgrimido el epíteto de iracundos con fines crasamente publicitarios empezó a encontrar defectos a los escritores que fueron sus estrellas. La furia se concentró contra Osborne, contra las 3500 libras que llegó a ganar ciertas semanas que sus obras se representaban simultáneamente en New York y en Londres y en París, contra sus trajes caros, contra su apartamento en Chelsea, contra sus automóviles. La prensa quería demostrar que esto iracundos, que tanto voceaban contra el sistema clasista de Inglaterra y contra los privilegiados apenas podían ingresar en la clase privilegiada, se aprovechaban como cualquier filisteo de sus ventajas. Y esa misma prensa que se derrite de emoción cuando describe una recepción en Mayfair o la pompa de las ceremonias reales, le echaba en cara a Osborne que gastara en su propio atuendo lo que había ganado con el sudor de su talento.

El epíteto Angry Young Man pasó de ser (en 1956) una frase simpática a significar (en 1958) casi un insulto. Los propios adjudicados lo rechazaron. Y como tanto otros lemas de estos días ha quedado flotando como los restos de una canción popular reconocible pero sin vida.

Sin embargo, hay algo más que titulares de la prensa amarilla, que escándalo y libras, en ese movimiento que Look Back in Anger dramatizó con tanto brío. La perspectiva de estos dos último años puede ayuda a entender mejor qué hay de verdadero y qué de falso en esta irrupción de los jóvenes iracundos en la escena británica.

El Welfare State capitalista

Hay un punto de partida muy claro. Este grupo, por dividido que se encuentre ideológicamente, arranca de una experiencia común, la postguerra de 1939. Todos son jóvenes que se educaron en los años en que la guerra (una prueba de heroísmo para los ojos ingleses) estaba cerca o no había terminado. Se educaron en un mundo que se había orientado hacia el socialismo y los beneficios del Welfare State. Muchos eran de clase pobre (como Osborne, como Wilson) o de la clase media baja (como Amis, como Wain). Llegaron a su mayoría cuando el estado socialista por el que se había luchado y vencido era manejado por un gobierno conservador que se olvidaba de que todos habían peleado para beneficio de todos, y revivía las viejas estructuras clasistas, el mundo de los privilegiados, la recomendación oportuna, la discreta charla de sobremesa en el club de Saint James que resuelve (más eficazmente que las publicitadas ceremonias del Parlamento) el destino individual de cada inglés.
El Welfare State seguía existiendo en el papel. Las viejitas seguían recibiendo sus dentaduras postizas, o sus pelucas, o sus píldoras. Había jubilaciones para todos aunque lo suficientemente reducidas como para evitar la muerte por inanición, pero no para gozar la vida. Había industrias nacionalizadas y la escuela secundaria era obligatoria. Pero en el mundo real, el capitalismo había ganado la partida. La clase alta seguía teniendo la sartén por el mango. Los conservadores trataban a Nasser como si fuera Hitler y se lanzaban a revivir los sueños de Kitchner en Suez o mentían y mataban en Chipre, o salvaban la democracia en Jordania.
Los jóvenes que habían sido educados en las universidades de provincias (o aún, en Oxford y en Cambridge) para altos destinos debían conformarse con volver a la esfera de la que habían salido: la clase media baja, la clase pobre. Y volvían para encontrarse en un mundo en el que no tenían eco. Porque el paso por las universidades les había refinado el gusto y el acento, les había despertado el apetito por los libros y por el arte, les había acercado a mujeres con las que no sólo era posible acostarse sino también conversar. Pero todo el griego o el francés aprendido en la universidad no servía de nada si tenían que llevar las cuentas de una carnicería o trabajar en una tienrrio.

El bostezo bien educado

Los más creadores no pudieron resistir este divorcio entre la teoría del estado y su práctica, entre lo que habían aprendido y lo que se veían obligados a hacer. Al volverse hacia la literatura inglesa del momento, sólo veían la expresión de los mismos privilegiados. Evelyn Waugh, adherido a una clase a la que no pertenecía por nacimiento, derrochaba su talento satírico en pintar el mundo crepuscular de la aristocracia británica; Nancy Mitford alternaba sus deliciosos ensayos biográficos del siglo dieciocho francés (Madame Pompadour, Voltaire in Love) con el examen de las reglas de la alta sociedad y su discusión ociosa en la prensa; Graham Greene encontraba el Mal bajo especie norteamericana en Indochina o se dedicaba a satirizar el Intelligence Service en Cuba; Terence Rattigan seguía enriqueciéndose con sus retratos de la mujer enamorada y sufriente; T. S. Eliot buscaba una forma de decir en verso de comedia los lugares comunes más pomposos del siglo.
La crítica estaba en manos de buenos estilistas, entretenidos y cultos, pero gente a la que la aceptación de ciertos valores desvitalizados había reducido a la nada. Todas las semanas se descubría una nueva novela fascinante, todas las semanas se aplaudía un joven poeta o dramaturgo. Al cabo del año nadie podía recordar los nombres de esos prodigios. La literatura inglesa -que había producido en este siglo a Shaw y a Wells, que había visto el elaborado crepúsculo de Conrad y de Henry James, que había asistido a los experimentos de Joyce y de Virginia Wolf, que había soportado la incandescente poesía de T. S. Eliot y de Pound, las novelas de Lawrence y de Ivy Compton-Burnett- se estaba muriendo de conformismo, de trabajo pulido, de bostezo disimulados por la mano manicurada.
Los jóvenes se volvieron contra esa languidez. Bajo el nombre de Bloomsbury atacaron la literatura concebida como torre de marfil, como sustituto de la vida, como refugio contra la vida. Despreciaron las conquistas estéticas de Mrs. Wolf, de Forster, de Strachey, y, sólo vieron en ellos un equipo que había valorado más la palabra hermosa que la palabra viva. Con injusticia, con fervor, los lapidaron. Se volvieron también contra la cultura académica simbolizada en el nombre Oxbridge (no sólo alude a las dos universidades, también significa puente del buey) que había acuñado Virginia Wolf para satirizar del punto de vista femenino sus pomposidades y que ahora estos iracundos usaban para satirizar también los valores de Mrs. Wolf.
A la zaga de Leváis -aunque profesor de Cambridge es un iconoclasta de larga actuación antibloomsburiana-, a la zaga de Lawrence y del iracundísimo Wyndham Lewis, a la zaga de George Orwell, los jóvenes denunciaron el academismo y el arte por el arte. Pero no se detuvieron allí. También denunciaron a los artistas y escritores de los treinta (gente como Auden, y Spender y Day Lewis) que habían creído combatir por la causa de la revolución proletaria, que habían escrito poemas sobre España y contra Munich, pero que a la postre habían quedado en el ademán estético de la protesta, en el gesto retórico, en la bohemia de buen tono.

Papeles viejos: Tradiciones para turistas

Estos jóvenes empezaron a hacer el inventario de su mundo. Un mundo sórdido de racionamiento (a pesar de que Inglaterra había ganado la guerra), de falsos sueños imperiales (el sol no iba a tener la mala educación de ponerse en los dominios de Gran Bretaña), de tecnología triunfante que dejaba de brazos cruzados a mineros y humanistas, de la bomba atómica como un enorme hongo amenazante sobre la cabeza de todos. En vez de escribir en los hermosos cottages sub-urbanos o en los pisitos tan elegantes de Bloomsbury, estos jóvenes crean en una pieza de Bayswater que servía de dormitorio, comedor, escritorio, sala y cocina. O tenían que refugiarse en algún chalecito de las afueras que las autoridades municipales ya habían condenado por insalubre. O tenían que vivir en el aire provinciano y absurdo de las universidades de ladrillo rojo de la zona industrial.
El apartamento en que vive y blasfema Jimmy Porter en Look Back in Anger es la experiencia común de todos estos jóvenes. En la auto-biografía de George Scott (que proporciona una narración de fondo a este grupo generacional, a sus ideales, a sus fracasos) se puede ver cómo sufrían, cómo amaban, cómo luchaban, estos jóvenes que en 1956 iban a empezar a llenar toda Inglaterra con sus quejas y sus violencias. Eran herederos que descubrían, súbitamente, que sólo habían heredado papeles viejos, tradiciones para encanto de los turistas, y una cantidad de fechas en los libros de historia.
La realidad era otra cosa. La realidad era la misma vieja Inglaterra de antes de la guerra, y tal vez antes aún de Hitler, que asumía el rostro delicadamente blasé de Anthony Eden o la figura paternal de Harold MacMillan. En ese mundo, había que conformarse y bajar el cogote y aguantar, o había que entrar (como el protagonista de Room at the top) por asalto, acostándose con la hija del jefe y conquistando por lo que se ha llamado male hypergamy un puestito al sol.

O había que ponerse a gritar y blasfemar. A romper las convenciones (tan beneficiosas para la clase alta) del sobreentendido, de la reserva, de la dignidad, y empezar a llamar a las cosas por su nombre. Cuando Jimmy Porter largó su primera andanada la noche del 8 de mayo de 1956, esa generación de jóvenes iracundos que habría tratado de manifestarse de una u otra manera desde 1950, encontró su obsceno, irreverente, histérico, portavoz.

Los neutrales

Aunque no todos son iracundos o están contra las mismas cosas. Una clasificación provisoria (que se basa en otras intentadas por Kenneth Allsop y Kenneth Tinan) podría distinguir tres grupos: los neutrales, los comprometidos, los existencialistas.
Amis y John Wain representarían a los neutrales. Amis es laboratorista pero ha dejado bien claro, en un panfleto muy divertido, que como escritor no es socialista. Es decir: no pone sus novelas al servicio del partido. A pesar de su declaración, Lucky Jim tiene un inequívoco aire socialista. Pero las otras dos novelas que ha publicado (That Uncertain Feeling, 1955, I Like It Here, 1958) son cada vez más neutrales y cada vez más débiles, como sátira y hasta como narración. Wain pertenece al grupo liberal y es tal vez el menos creador de todos. Sus novelas (Hurry on Down, 1953, Living in the Present, 1955, The Contenders, 1958) son anárquicas de desarrollo y deliberadamente vulgares de estilo, fracasan en la caracterización y sólo aciertan en los detalles.
Vinculada inicialmente a ellos, pero de muy distinta naturaleza, es Iris Murdoch, profesora de filosofía de Oxford que ha escrito un inteligente librito sobre Sartre (está en castellano, traducción de sur). A diferencia de Amis, cuyo protagonista Jim habla "del sucio Mozart", o de Wain que se ve en figurillas para disimular una cita de Childe-Harold en una de sus novelas, Miss Murdoch no tiene empacho en escribir como intelectual. Sus novelas (Under the Net, 1954, The Flight From the Enchanter, 1956, The Sandcastle, 1957, The Bell, 1958) están admirablemente escritas, no rehusan los pasajes poéticos, y si son caóticas de desarrollo es porque hay en la autora una tendencia irresistible a la alegoría que la vincula más con Raymond Queneau (a quien dedica su primera novela) que con sus compañeros de generación.
Pero lo que caracteriza a este grupo -en el que habría que incluir también a John Braine cuyo Room at the top es la mejor construída de todas estas novelas- es que la sátira a la Inglaterra clasista del Welfare State conservador no es el propósito central de sus autores sino la inevitable consecuencia de pintar con veracidad el mundo actual. Amis, Wain, Braine, y hasta cierto punto Miss Murdoch, están en la línea de una novela inglesa del siglo XIX que hunde sus raíces en la realidad social y que encuentra en el Wells de la Historia de Mr. Polly como antecedente más claro.

Un arte de nuestro tiempos

Los comprometidos tienen en John Osborne su más espectacular vocero. No sólo votan al partido laborista, también sostienen en sus obras la prédica de izquierda. Y en cierto sentido representan una vanguardia sumamente crítica. Porque el partido laborista ha perdido por completo el ímpetu revolucionario que lo llevó al poder en 1945. Es un partido que parece más clase media que proletaria, muy cuidadoso de las apariencias, dependiente de una mentalidad que es a la postre afín con la de Sir Winston Churchill.
Los fuegos de Nye Bevan están apagados, Gaistkell maneja su equipo con mano de hierro y hace piruetas para no comprometerse, el New Statesman sólo conserva agudeza en las páginas internacionales.
Contra esta situación, y contra el Welfare State de MacMillan, alzan su voz los comprometidos. Creen que el artista escribe para su tiempo (como dijo Sartre), creen que el arte integra la vida y la influye (como dice Tinan), creen que el artista debe decir en su obra lo que piensa y lo que defiende y lo que ataca. Hasta la fecha (y a pesar de sus congresos) Osborne ha seguido diciéndolo desde el escenario o desde las entrevistas periodísticas. Su segunda obra, The Entertainer (sobre la que escribí largo y tendido hace un año, aquí mismo), es un vasto mural en que Suez y la Reina, los campos verdes de Eton y el contubernio laborista-conservador, son castigados con tanta furia como otros temas en Look Back in Anger. Su tercer estreno, Epitaph for George Dillon (escrito con Anthony Creighton) fue escrito antes y no menos inconformista en la pintura de un ambiente de clase media baja en el que cae, como una bomba, un joven actor que escribe para el teatro (como Osborne mismo) y que no sabe si es un genio o un farsante. El final de la obra, sobre la que resbaló gran parte del público y de la crítica, lo muestra aceptando el éxito fácil en teatros de provincia, el casamiento con la hija de la casa, sexy y estúpida, su entrega a la mediocridad.
Pero más virulentos aún que Osborne, aunque menos difundidos porque escriben en revistas de cine o teatro, son dos jóvenes críticos que ya en 1951 estaban haciendo ruido en sus respectivas actividades. Kenneth Tynan empezó en Oxford (junto a Tony Richardson, el director de las obras de Osborne y uno de los talentos más completos en este terreno) y pronto estuvo haciendo crítica de teatro hasta obtener el codiciado puesto del Observer, que acaba de abandonar (por un año) para ir de crítico visitante a los Estados Unidos por invitación del New Yorker. Tynan ha defendido el teatro más vivo de hoy (Brecht, Arthur Miller, Tennessee Williams, Osborne) contra las comedias de salón del West End londinense o las adaptaciones musicales de Broadway. En una polémica con Ionesco (de la que informé aquí mismo), Tynan ha sostenido la necesidad de un teatro (de un arte) que no pierda contacto con la realidad presente y que la enriquezca con su aporte. Su artículo sobre los jóvenes iracundos en Holiday (abril 1958) es uno de los más completos e inteligentes.
El otro crítico iracundo es Lindsay Anderson, muy conocido por su labor en Séquense y en Sight and Sound. Como realizador, Anderson ha hecho un par de cortos que tratan de mostrar, de manera viva y no discursiva, a la gente común. O Dreamland se concentra en las diversiones populares de un balneario barato y detalla con ironía y humor los horrores de esa masificación del entretenimiento. Más certero es Every Day Except Christmas en que se muestra la actividad incesante del mercado de Covent Garden, rico en tipos humanos. Anderson (como George Orwell, con el que tiene puntos de contacto) no es de la clase pobre y estudió en Oxford. Pero cree que hay que acercarse al pueblo directamente y dejarse de tanta especulación. Su actitud es un poco ingenua, pero (como la de Tynan ) es positiva, y significa un cambio saludable entre tanto decadentismo como el que abruma el arte de hoy.
Un tercer nombre que vale la pena recordar: John Berger, crítico de arte del New Statesman, que acaba de publicar una novela (que no he leído) en que defiende la misma tesis de sus innumerables y agudos artículos: el artista de hoy no puede rehuir el compromiso. Si lo hace su arte (como las esculturas de Paolozzi, o las pinturas de Jackson Pollock) podrá ser espléndido pero es un ejercicio en el vacío. Como Tynan, como Anderson, Berger es un polemista. El invierno pasado se juntaron en un foro dominical en el National Film Theatre, y con la colaboración de Christopher Logue (especialista en poemas contra la bomba de hidrógeno) y del crítico cinematográfico Karek Reisz (colaborador de Anderson en O Dreamland) demolieron sistemáticamente todo el delicado edificio del arte y la literatura británica de hoy. Fue un espectáculo estimulante, aunque los muertos sigan gozando de buena salud.

Existencialistas de segunda mano

Bill Hopkins, Stuart Holroyd y Colin Wilson forman el triunvirato de existencialistas. Creo que Holroyd es el que tiene más porvenir de los tres. Escribe con sencillez y es inteligente. Tiene algo que decir y no se va por las. Lo malo es que lo que tiene que decir ya ha sido dicho, en forma mucho más compleja es cierto, por un equipo de intelectos que va de Kierkegaard a Sartre, pasando por Heidegger y por Jaspers. Pero en cierto sentido es también saludable que estas cosas se digan en Inglaterra. Con raras excepciones, el conocimiento de la verdadera cultura europea de este siglo es aquí muy pobre y errático. Se conoce La putain respectueuse pero pocos han navegado L'etre et le néant. Brecht mismo se reduce a un par de buenos títulos.
Es cierto que hay un poco de pose en esto. Cuando Amis empieza su reseña de The Outsider al grito de Quién diablos es Heidegger, es fácil reconocer la broma. Pero la verdad es que el intelectual medio inglés no conoce sino a los grandes nombres y a través de vulgarizaciones. De otro modo no se hubiera explicado que gente supuestamente entendida como John Lehmann, o Philip Toynbee, o Cyril Connolly hubieran caído en éxtasis ante el indigesto centón de Colin Wilson.
Sea como sea, el mérito de estos muchachos es haber arrojado a la arena inglesa nombres que eran sólo nombres. Su labor compensa en cierto sentido el provincianismo de los neutrales (con su afán de redibujar la realidad conocida) o la insistencia social de los comprometidos. Lo malo es que como grupo, el de Wilson es demasiado inmaduro. El mayor, Hopkin, tiene sólo 30 años. Y para fundar una religión y hasta un partido de acción política se necesita algo más que juventud. (Aunque el carpintero de Nazareth tenía sólo 30).

Lo que los une

No hay acuerdo entre los tres grupos. Amis ha denunciado el auto-bombo de los existencialistas y de los comprometidos. En un artículo virulentísimo, Lindsay Anderson ha demolido tanto a Amis y Wain, como a Wilson y Co. Osborne no ha cesado de quejarse de todos, y en particular del mote de Angry Young Men (sin dejar de usarlo todas las veces que puede, como le ha reprochado Alsop). Al combate contra la generación anterior que es tradicional en estos casos, se une la lucha intergeneracional que asume todos los caracteres de lo pintoresco y que tuvo hasta sus ribetes de acción violenta en algún encuentro en los pubs que rodean el Royal Court Theatre.
Todo esto es previsible. Porque lo que caracteriza una generación (como lo han determinado los expertos) es la reacción contra un conjunto de problemas, no las respuestas que cada miembro dé a esos problemas. Y es indudable que estos jóvenes iracundos (sean o no realmente tan iracundos como parecen) asumen la misma actitud de rebeldía contra el mundo en que se encuentran, contra un sistema de valores en decadencia, contra una sociedad en la que no pueden vivir, contra un universo que parece amenazado por la total extinción. Eso los une, todo lo demás los separa. Y los separará cada día más a medida que maduren y triunfen o fracasen. A medida que los años pasen, la inquietud se aquiete o agríe, las libras los dulcifiquen o irriten, a medida que el tiempo se encargue de separar a paja del grano, la obra no sólo iracunda sino perdurable, del panfleto ocasional.

Una ventana sobre la realidad

Visto el Movimiento con la perspectiva que dan no sólo los dos años transcurridos, sin otra experiencia vital y literaria, hay que subrayar sobre todo una cosa: su escasa originalidad. Muchas cosas que son novedad para la Inglaterra de hoy eran viejas en Francia (el debate sobre literatura y arte comprometido, por ejemplo) o en los Estados Unidos (la aparición de una clase de escritores pobres) o en Alemania (la filosofía del existencialismo) y hasta en España (con Unamuno y Ortega, y los discípulos de ambos). Muchas realidades del estado socialista (o seudosocialista) son el pan de cada día en un país como el nuestro, aunque pocos escritores uruguayos han comprendido la fascinación de esos temas y han preferido refugiarse en la Grecia de Jean Girardoux o en la Francia de Les justes, o en Attrendant Godot, de Antigone.
Pero no es la originalidad universal o el premio que la obra de estos nuevos escritores puede alcanzar si se la coteja con Kafka o Thomas Mann, con Beckett o con Brecht, con Faulkner o con Pasternak, lo que ahora corresponde elucidar. Todavía se está demasiado cerca de sus gritos y sus protestas para advertir si hay algo más que gritos y protestas, pero ya hay suficiente distancia como para poder reconocer que a pesar de sus excesos (publicitarios y de los otros) este grupo de mal llamados jóvenes iracundos significa para la literatura inglesa una ventana violentamente abierta sobre el mundo real. Eso ya es mucho."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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