"El libro más discutido de la temporada invernal 
                inglesa y cuyo título ocupa lugar prominente en la lista 
                norteamericana de bestsellers (segundo únicamente del 
                Dr. Jivago) así como en las selecciones más 
                autorizadas de los críticos; el libro que ha estado a punto 
                de hacer perder su candidatura conservadora a Nigel Nicholson 
                y que ha sido calificado por personas que lo han leído 
                cuidadosamente de "pura pornografía" o de "obra 
                maestra"; ese libro que se introduce fatalmente a cierta 
                hora del coktail party y que dinamiza hasta la más lánguida 
                y sobreentendida conversación británica; el libro 
                que ha suscitado cartas varias firmas en el Times y algunas 
                parodias, que ha convertido en voz de la lengua inglesa el diminutivo 
                nymphets (ninfitas, diríamos en español si 
                no sonara tan horrible); ese libro que se llama Lolita no 
                ha sido publicado aún en Inglaterra, y tal vez no lo sea 
                nunca.
                Escrito en 1949/54 por un emigrado ruso que después de 
                buscar su radicación definitiva en Alemania y Francia la 
                encontró (en 1940) en los Estados Unidos, Lolita fue 
                publicada por vez primera en París, y en inglés, 
                por la Olimpia Press -pequeña editorial de discreta 
                fama ya que ha lanzado al mundo las versiones originales de My 
                life and Loves, escandalosa autobiografía de Frank 
                Harris (sí, el de la vida de Wilde), de los Trópicos 
                de Henry Miller y de algún otro título de erotismo 
                intelectual. Pronto la edición francesa de Lolita fue 
                sustraída de las librerías por presión de 
                la diplomacia inglesa. Aparentemente todos los turistas británicos 
                (que suman miles de miles) sólo tenían como propósito 
                al cruzar el charco la adquisición de Lolita.
                En 1958 un editor norteamericano serio se atrevió a publicar 
                una edición "completa y no abreviada" de Lolita. 
                La decisión de Putnam no sólo lo puso en posesión 
                de un bestseller, también animó a la firma 
                inglesa de Weidenfel y Nicholson a anunciar la publicación 
                de la discutida novela. Pero en tanto que los Estados Unidos han 
                modificado mucho su básica actitud puritana frente a cierto 
                tipo de erotismo (basta ver el salto que han dado las películas 
                de estos últimos años, salto que no siempre les 
                ha impedido caer en las formas más groseras del erotismo), 
                en Inglaterra las restricciones aún existentes para la 
                publicación de toda obra que trate profundamente un problema 
                sexual, son inmensas.
                No existe aún edición completa de El amante de 
                Lady Chatterley, obra que las nuevas generaciones no leerían 
                sin duda por su excesiva ingenuidad. Sólo en los últimos 
                dos años se han empezado a publicar en inglés las 
                novelas de Samuel Beckett, y algunas de ellas todavía llegan 
                del continente con el sello de la Olimpia Press. Este año 
                el lord Chamberlain dio a entender que ciertas obras de teatro, 
                que trataran el tema de la homosexualidad en forma decorosa, podían 
                ser presentadas en teatros comerciales. De manera que no parece 
                timorata la actitud de esos editores ingleses que prometen publicar 
                Lolita y no se animan a hacerlo.
              A la hora del té o en las cartas de 
                los lectores
              Lo más paradójico de esta situación es que 
                Lolita pretende ser (y es, a mi juicio) una obra literaria. 
                Si lo que los editores trataran de publicar fuera una colección 
                de desnudos artísticos (mujeres en poses reveladoras, hombres 
                de musculatura evidente) no tendrían ningún problema. 
                Todos los quioscos de Londres, y hasta en los barrios más 
                somnolientos, rebosan de esa mercadería en todos los formatos 
                y colores. Pero como se trata de una obra seria, escrita por un 
                escritor de categoría, Lolita se ha convertido en 
                el centro de una controversia en la que el filisteísmo 
                libra una de sus más brillantes batallas.
                Las consecuencias inmediatas del conflicto han sido extraliterarias. 
                Uno de los editores ingleses que se propone publicar la obra, 
                Nigel Nicholson, es candidato del partido conservador de la ciudad 
                de Bornemouth (pacífica ciudad de veraneo en la costa del 
                canal, habitada mayormente por coroneles retirados y sus crepusculares 
                familias). Nicholson tuvo la osadía de oponerse a la invasión 
                de Suez en momentos en que el histerismo nacionalista había 
                dividido a Inglaterra. Y aunque ahora con el acercamiento entre 
                Gran Bretaña y Nasser y la retirada de Chipre, los conservadores 
                dan razón a quienes se opusieron a aquella aventura colonialista, 
                de hecho el imperialismo británico sigue ardiendo en muchos 
                corazones.
                Y como no se puede objetar a Nicholson por lo de Suez, se ha esgrimido 
                el caso Lolita. Los detalles de esta discusión son 
                de tedioso interés para el lector extranjero, pero el caso 
                en sí mismo me parece sintomático de la situación 
                mental que atraviesa Inglaterra y de esa forma refinada de la 
                hipocresía que gobierna las relaciones humanas en este 
                país tan admirable por otros conceptos. Personas que no 
                han leído Lolita y que si la hubieran leído serían 
                incapaces de emitir una opinión coherente sobre ellas, 
                despachan la novela de una plumada, calificándola de vulgar 
                (que en inglés tienen una connotación más 
                fuerte) o de puramente pornográfica.
                Así, entre los filisteos que la atacan sin conocerla, y 
                algunos críticos que se la han hecho enviar de los Estados 
                Unidos, o que han conseguido ejemplares de la edición (ya 
                valiosísima) de la Olympia Press, se ha entablado 
                una batalla sobre Lolita que es ejemplar de los excesos 
                a que lleva la libertad de opinión. Porque ¿qué 
                opinión tiene peso cuando se basa en un chisme? ¿Y 
                qué otra cosa que un chisme es Lolita para los miles y 
                miles de ingleses que en la hora del té, o en las tabernas 
                más refinadas de Chelsea, (mientras almuerzan o fuman un 
                cigarrillo en el foyer del teatro) juzgan de sus méritos 
                o deméritos sin haber podido echar siquiera una ojeada 
                a la forma material en que los editores, de París a New 
                York, han encerrado el explosivo cuerpo de la novela?
              Crónica de una obsesión
              La verdad es que esos miles de discutidores sólo discuten 
                el tema de Lolita. Como ya sabe todo el mundo, Lolita es 
                la confesión de un viudo de raza blanca (según escribe 
                el prologuista) que ha matado a un escritor y espera su condena. 
                Humbert Humbert, como prefiere llamarse el relator protagonista, 
                nació en Francia en 1910; a los trece años se enamoró 
                de una chiquilina de su edad con la que tuvo una breve experiencia 
                erótica frustrada; conoció muchas mujeres más 
                tarde sin haberse enamorado de ninguna; casó con una de 
                ellas que lo dejó por un chofer de taxi ruso; finalmente 
                en América y a los 38 años se enamoró perdidamente 
                de Lolita, la hija de una viuda, e inalcanzable. Porque Lolita 
                tenía en 1947 sólo doce años. Y la ley que 
                permite a un hombre casarse con una muchacha de 16 no le permite 
                hacerlo con una de 12.
                Humbert Humbert reconoce que sus gustos no son los de todo el 
                mundo. Y aunque invoca no sólo el ejemplo de la Roma Imperial 
                y de los países árabes, sino algunos de los casos 
                célebres más famosos de la literatura (Dante y Beatriz, 
                es claro, pero más cerca de él: Poe y Virginia), 
                en el fondo de su confesión se advierte la triste aceptación 
                de su singularidad. En vez de callar y esperar, Humbert Humbert 
                decide actuar; casa con la viuda y se prepara para la seducción 
                de Lolita. Pero el destino le prepara una doble trampa: su mujer 
                lee las microscópicas anotaciones en que Humbert describe 
                su pasión por Lolita, un automóvil se encarga de 
                eliminar a la escandalizada madre. Humbert queda viudo y en posesión 
                legal de Lolita.
                Lo que sigue es más farsesco que las cien páginas 
                iniciales. Después de preparar con minucia digna del marquis 
                de Sade la seducción de Lolita, Humbert descubre simultáneamente 
                que Lolita ya ha sido iniciada por un adolescente compañero 
                de vacaciones y que está muy dispuesta a enseñarle 
                a su padrastro, todo lo que ha aprendido. Las cien páginas 
                posteriores a esta tragicómica escena son la historia de 
                una pasión salvaje y unilateral: la pasión de un 
                hombre maduro por una mujer joven que ni siquiera es una mujer. 
                Es una historia que Humbert cuenta en muchos de sus detalles sórdidos, 
                líricos y patéticos. Lolita se harta de ese hombre 
                al que no entiende y cuya apetencia la horroriza. Encuentra otro 
                hombre, de la misma edad que Humbert, y huye con él.
                Las cien páginas restantes están dedicadas a contar 
                la huída, la loca persecución por todos los moteles 
                y hoteles de Estados Unidos, la resignación de Humbert, 
                su reencuentro con una Lolita de 17 a la que el embarazo convierte 
                en un pálido remedo de lo que fue y que ahora se llama 
                (y es) Mrs. Dolly Schiller. A Humbert sólo le queda el 
                reconocimiento de que Lolita sólo lo mira como el hombre 
                que destruyó su vida y que todavía ama al otro, 
                al escritor impotente que la había raptado y que era, ese 
                sí un auténtico discípulo del marqués. 
                Humbert liberado de su obsesión pero no de su amor, busca 
                al escritor y en una escena de grostesco ultrapirandelliano lo 
                mata.
               En la mejor tradición dieciochesca
               Ese resumen no puede dar idea de lo que es Lolita. Ante todo 
                porque es una novela de esas que el lector puede leer en distintos 
                niveles. Para el consumidor de literatura pornográfica, 
                Lolita ofrece pocas (pero muy bien escritas) páginas. 
                No hay palabras gruesas ni hay descripción directa, aunque 
                el autor se las ingenia para sugerir detalles físicos concretos 
                por un uso imaginativo de la lengua inglesa y por su capacidad 
                metafórica, lúcida como Proust, pero con cierta 
                pedantería científica que revela en él al 
                experto cazador de mariposas. (Es un coleccionista profesional 
                sus mejores ejemplares adornan museos y llevan su nombre).
                Sería muy ingenuo recomendar Lolita al lector de 
                platos fuertes. Cualquier quiosco del mundo puede ofrecer obras 
                más breves y eficaces. Y en el terreno de la alta pornografía, 
                Lolita queda muy debajo no sólo de la constante 
                inventiva de un Henry Miller sino de la precisión y elegancia 
                de la anónima Histoire d'O que hace unos años 
                publicaron en Francia con prólogo de Jean Paulhan. Como 
                señala el propio autor de Lolita en un epílogo sumamente 
                urbano, "en nuestra época el término "pornografías´ 
                tiene las connotaciones de mediocridad, comercialismo, y ciertas 
                estrictas reglas de narración. La obscenidad debe cohabitar 
                con la trivialidad ya que toda clase de goce estético es 
                sustituido completamente por la estimulación sexual más 
                primitiva que exige la palabra tradicional actuando directamente 
                sobre el paciente". Y de ahí que concluya que en las 
                novelas pornográficas, la acción se limita a la 
                copulación de los clisés.
                El mismo epiloguista señala que no pasaba tal cosa en el 
                siglo XVIII, en que la pornografía podía estar aliada 
                a la alta comedia, la sátira vigorosa, y aún la 
                poesía. Si tal no es el caso de las tediosas narraciones 
                de Sade, no hay duda que en Francia y en Inglaterra hay suficientes 
                ejemplos (de Congreve a Laclos) de este tipo de erotismo artístico. 
                Lolita se inscribe en esta tradición no sólo por 
                su mezcla de sátira y comedia y poesía con un tema 
                que podía ser meramente obsceno, sino por la elegancia 
                y economía de su estilo. Por eso debe ser enfáticamente 
                prohibida a los habitués de la pornografía moderna.
              El hombre y no el monstruo
              Tampoco es pasto para los estudios de casos clínicos. 
                Aunque el falso prologuista de la obra (el Dr. John Ray Jr., uno 
                de los personajes de la novela que actúa como editor de 
                las supuestas confesiones de Humbert Humbert) señala el 
                carácter patológico del personaje central, y aunque 
                este mismo no lo oculta y en más de un pasaje de su relato 
                se descubre no sólo por su fijación infantil en 
                las niñas sino por su indudable sadismo (hay un par de 
                detalles reveladores de su crueldad con mujeres), y aunque el 
                propio autor en el epílogo subraya urbanamente su discrepancia 
                en materia de gustos eróticos con Humbert (está 
                felizmente casado desde 1934 con una compatriota llamada Vera), 
                el libro no pretende ser el estudio de un caso clínico.
                Esta no es una novela didáctica. El autor no se propone 
                examinar cómo funcionan la mente y los apetitos de un degenerado. 
                Lo hace, indudablemente, pero no es ése su propósito. 
                Un analista podrá encontrar mucho material aquí, 
                pero la pieza que está tratando de cazar ese coleccionista 
                de mariposas es el hombre y no el monstruo. La horrible pasión 
                del amor y no la forma particular en que esta pasión asume 
                en el caso de Humbert Humbert.
                No sólo porque el autor se burla, reiteradamente de los 
                psicoanalistas y psicopedagogos, sino porque el foco de la novela 
                está centrado en ilustrar la forma poética que asume 
                la pasión por Lolita en el protagonista. Esta pasión 
                tienen una base carnal indudable pero como toda pasión 
                carnal no puede sustentarse únicamente en ella. Humbert 
                Humbert ha llegado a esa forma de la perversión sexual 
                por una experiencia frustrada de su niñez y toda su búsqueda 
                erótica posterior es nada más que la necesidad de 
                realizar esa experiencia. Lo que él sintió por Annabel 
                en aquella playa del sur de Francia a los trece años es 
                lo que busca en las mujeres (prostitutas o amateurs) que conoce 
                a lo largo de sus veinticinco años restantes. Hasta que 
                aparece Lolita y con ella Annabel rediviva.
                Humbert no puede entender que si Lolita es Annabel, él 
                ya no es el niño de trece años. Y por eso mismo 
                es curiosa su errónea referencia a Dante y Beatriz. Porque 
                si bien es cierto que Dante conoció a Beatriz cuando ésta 
                tenía nueve años, es menos cierto que Dante entonces 
                tenía apenas diez. Pero estos detalles eruditos poco importan. 
                Como poco importa que sea por lo menos discutible la afirmación 
                de las relaciones sexuales entre Poe y su mujer de trece años. 
                Lo importante no es que haya antecedentes, y en las mejores familias 
                literarias, de esta pasión que consume a Humbert Humbert. 
                Lo importante es el plano en que se desarrolla esta pasión. 
                El plano en que lo coloca el autor.
              La intangible mujer-niña
              Aunque la novela oscila entre episodios cómicos y grotescos, 
                aunque ofrece una pintura satírica sumamente eficaz de 
                la american way of life, lo valioso en este libro no es 
                ni el contenido documental clínico ni la sátira 
                de costumbres. Lo valioso es la visión poética que 
                informa la pasión de Humbert. Lolita no es una mujer de 
                carne y hueso simplemente. Como la Beatriz Portinari que Dante 
                tuvo siempre al alcance de la vista sin haber tocado jamás, 
                esta Lolita con la que tiene relaciones durante dos años 
                Humbert Humber es una mujer inalcanzable. Las convenciones alegóricas 
                de la Edad Media tal vez exigían que Dante jamás 
                hubiera tenido contacto físico con Beatriz; las convenciones 
                alegóricas de nuestro tiempo exigen que ese monstruoso 
                Dante que es Humbert Humber sólo tenga contacto físico 
                con su Beatriz. Pero la intangibilidad de Lolita no es menos absoluta, 
                a pesar de la frágil decadencia de su envoltura física.
                Lo que es Lolita para Humbert Humbert está explicado en 
                una de las páginas iniciales de su confesión: Una 
                criatura nínfica, es decir demoníaca, el cuerpo 
                de cierto demonio inmortal disfrazado de mujer-niña (como 
                completa más adelante). Una figura de la misma estirpe 
                de la Ondine que el conde de la Motte Fouqué exhumó 
                en la Alemania del XVIII y que Girardoux adaptó para la 
                mayor gloria de Madeleine Ozeray en la Francia de 1938. Una criatura 
                que tal vez se inicia en la Nausicaa de la Odisea y que 
                en Julieta (catorce años) y en la Haydée de Byron 
                y en la Cathy de Wuthering Heights y en la Gigi de Colette 
                encuentra otras imágenes inmortales. (Circula, más 
                cerca nuestro, en el horizonte de algunas novelas de Onetti y 
                es protagonista de Los adioses.)
              Justine tenía doce años
              Pero también hay otro antecedente: la Justine del marquis 
                de Sade, que tenía doce años cuando inicia su larga 
                carrera de violaciones. Y aquí es donde este canto de amor 
                que es Lolita revela su verdadera condición de obra de 
                este siglo maldito. Porque en las márgenes ideales de la 
                niña enamorada, la condición sine qua non es 
                la pureza, la inocencia preservada en medio del vicio o de las 
                tentaciones. Y en Lolita, como en las heroínas de Sade, 
                es la corrupción de la inocencia lo que constituye la condición 
                esencial. Como en esas novelas góticas a que eran tan aficionadas 
                las damas de la mejor sociedad del siglo XVIII y albores del XIX 
                (las heroínas de Jane Austen las devoraban, algunas mujeres 
                como Mrs. Radcliffe figuraban entre sus mejores autores), aquí 
                en Lolita es la corrupción del mundo de la carne lo que 
                acecha esa inocencia y esa pureza femenina. Pero a diferencia 
                de muchas novelas góticas (las de Sade son, es claro, excepcionales), 
                la heroína de Lolita está tan corrompida, o más, 
                que sus corruptores. La ninfa es demonio, la víctima verdugo.
                Una lectura más profunda del libro, nos muestra a Humbert 
                Humbert como víctima de ese hechizo demoníaco y 
                reduce su insana pasión por Lolita a términos humanos 
                mucho más generales. En este terreno, Lolita linda con 
                las creaciones de ese otro mártir de la combustión 
                interna (como el mismo Humbert lo califica), con Marcel Proust. 
                Exactamente como en La prisonnière y en Albertine 
                disparue (que Proust había titulado originariamente 
                La fugitive), el amor es un potro de tormento, una pasión 
                unilateral que consume de celos e impotencia al amante, un infierno.
                Si en el plano puramente humano es Lolita la horrible víctima 
                de este maníaco que destruye su inocencia y la hunde tempranamente 
                en el sórdido mundo de los adultos, en el plano poético 
                es Humbert Humbert la víctima de esa criatura demoníaca, 
                esa ninfa de doce años, que una tarde de 1947 se cruza 
                en su camino para conducirlo a la condenación eterna. Por 
                eso, aunque superficialmente Lolita pueda parecer otra variación 
                del alma rusa sobre la corrupción de los inocentes -Dostoyevski 
                la intentó varias veces en su vida: en Humillados y 
                Ofendidos casi hace caer a Nelly, en Crimen y Castigo Svidrigaliv 
                sueña haber consumado la violación de Dunia Románovna 
                Raskólnikova; en Demonios (capítulo suprimido 
                por el editor), Stavroguin confiesa haber violado a una niña 
                de doce años que se suicida de horror-, profundamente Lolita 
                es una exploración poética de la pasión demoníaca 
                del amor.
              De un mundo soñado a un mundo concreto
              Es mucho más. Para el lector de novela es un libro apasionante, 
                a pesar del tono irónico y deliberadamente grotesco en 
                que está escrito. Para el estudioso de novelas, una de 
                las construcciones más sutiles de los últimos tiempos. 
                Vladimir Nabokov (así se llama el autor) tenía en 
                su haber ocho narraciones en ruso antes de haber iniciado Lolita. 
                La primera versión de este tema, escrita en París 
                y en ruso, tenía unas treinta páginas y fue destruida 
                poco después. En ella, el protagonista no conseguía 
                seducir a la menor y se suicidaba, lo que parece una curiosa variante 
                (tal vez humorística) de la confesión de Stavroguin. 
                Ya instalado en los Estados Unidos, y mientras escribía 
                dos o tres novelas en inglés, Nabokov empezó a trabajar 
                en Lolita. Entre 1949 y 1954 le dio término.
                No le resultaba fácil (él mismo lo ha reconocido) 
                empezar a los cuarenta años (había nacido en 1899) 
                una carrera de escritor en otra lengua. Es cierto que había 
                aprendido inglés desde niño y que en su infancia, 
                su padre -de la clase alta peterburguesa, liberal y ministro en 
                el gabinete revolucionario de Kerensky- se quejaba de que no supiera 
                leer o escribir perfectamente en inglés. Pero los años 
                de exilio y su vida de emigrado en Europa, acentuaron su tendencia 
                nacionalista, le hicieron estudiar a fondo la literatura de su 
                patria, convertirse en novelista ruso. Sólo el viaje a 
                los Estados Unidos, su transplante a una sociedad completamente 
                nueva, le obligó a abandonar el mundo inventado de su Rusia 
                lejana por el mundo inventado de su América concreta.
                En un libro de carácter autobiográfico que publicó 
                en 1951, Speak Memory, paga tributo Nabokov a su nostalgia 
                de una Rusia para siempre abolida; ese universo zarista de familia 
                rica liberal, en que era posible gozar de la vida con una conciencia 
                tranquila y los ojos sistemáticamente ciegos para la miseria 
                sobre la que se alzaba tan luminosa civilización. Pero 
                si el libro autobiográfico, escrito en un estilo doradamente 
                otoñal, que debe mucho, sin duda, a Proust, es el tributo 
                con que se despide Nabokov del viejo mundo, de sus raíces, 
                las novelas escritas en los años subsiguientes, y en inglés 
                empiezan a dibujar ese nuevo universo americano.
              Una trama secreta
              De ellas, la más feliz tal vez es Pnim, historia 
                aparentemente inconexa de las aventuras cómicas y patéticas 
                de un profesor de ruso en un colegio norteamericano. Todo el mundo 
                de la emigración en el Nuevo Mundo aparece evocado en estampas 
                que tienen la independencia de cuentos pero a las que un argumento 
                subterráneo liga con precisión inflexible. Del mismo 
                modo, en Lolita encontramos esa superficie brillante y dura de 
                la civilización norteamericana, vista por ojos europeos 
                que no acaban de registrar con candor sus barbaridades. Y como 
                en Pnim, una trama secreta recorre el libro y convierte el relato 
                de la pasión de Humbert Humbert por Lolita en una apasionante 
                novela policial.
                Porque a lo largo el libro y en contrapunto tan silencioso que 
                sólo una tercera lectura revela completamente, va deslizando 
                Nabokov la figura del otro seductor, del hombre que le robará 
                a Lolita para corromperla aún más. En un pasaje 
                de su confesión se burla Humbert de ciertas novelas policiales 
                francesas que imprimen en bastardilla los datos o pistas que pueden 
                conducir al lector a resolver, antes que el detective, el crimen. 
                En su relato las pistas no sólo no están en bastardilla 
                sino que hay que deducirlas por un sistema que se parece más 
                al de las invenciones filológicas de Joyce en Finnegans 
                Wake que a las celebradas tautologías de Holmes.
                Como corresponde a una alegoría que se respete, todos los 
                nombres en Lolita son simbólicos. Sería tarea interminable, 
                y engorrosa, tratar de elucidarlos aquí uno por uno. Baste 
                decir que el de ese seductor abominable, que acaba por llevar 
                a Lolita a una cabaña en que se filman orgías, es 
                Clare Quilty, apelativo no sólo iluminador de su clara 
                culpa. Sino también (por la ambigüedad del nombre 
                Clare) indicador de su naturaleza mixta.
              La visión interior
              ¿Todo esto, se preguntará el lector que haya tenido 
                la paciencia de llegar hasta aquí, todo esto para decir 
                que Lolita es un libro serio? O meramente que es un libro complejo? 
                La respuesta, como en toda interrogación retórica 
                que se estime, está implícita en la pregunta. No 
                sólo es Lolita un libro serio sino que es uno de los más 
                complejos que se hayan escrito en este siglo. Pero su complejidad 
                y seriedad no derivan de las habituales fuentes. No es serio porque 
                detalle a lo largo de dos mil páginas las cohabitaciones 
                de doscientos personajes (la fórmula que deriva, bastardamente, 
                de La guerra y la paz); no es serio porque explore hasta 
                sus últimas minucias las perversidades sexuales y de las 
                otras de un puñado de locuaces iluminados (Dostoievsky 
                es el padrino involuntario); no es serio ni complejo porque se 
                proponga parodiar todos los estilos narrativos de Homero a la 
                prensa amarilla (casi típico de Ulises); ni lo es tampoco 
                por buscar en una montaña calentada por el sol la respuesta 
                a las preguntas de una civilización en decadencia (Thomas 
                Mann lo hizo en La montaña mágica).
                Es serio y complejo por otros motivos. Y esto le permite ser liviano 
                y humorístico, le permite abundar en el grotesco y en el 
                retruécano, le permite condescender al lirismo y a las 
                descripciones vivísimas del erotismo. Porque la seriedad 
                y la complejidad del libro derivan de la visión interior 
                con que Nabokov ha tomado un tema muy pero muy vivo de nuestra 
                sociedad contemporánea, y lo ha mostrado en todo su horror 
                y sordidez pero también en toda su implícita poesía, 
                en toda su tragedia.
               Con el permiso de Manzelle Bardot
              Por eso los filisteos han puesto el grito en el cielo. No porque 
                el libro sea pornográfico; no porque trate un tema que 
                ninguna niña puede siquiera oír mencionar sin horror, 
                no porque sea un estudio de la degeneración sexual más 
                repugnante. Sino porque es una denuncia urbana, irónica, 
                y profundamente triste, de una de las formas más practicadas 
                de la hipocresía social. El mundo occidental, que ha democratizado 
                la seducción de menores (antes sólo los viejos verdes 
                ricos podían darse esos lujos) y erigido a Brigitte Bardot 
                en el prototipo de la ingenua pervertida, que ha visto burdeles 
                alimentados por liceales (y no sólo en Montevideo, Uruguay) 
                y el espectáculo de la prostitución callejera de 
                menores, los sugar dadies de la gran industrial norteamericana 
                y los refinadísimos viejitos franceses, no puede aprender 
                nada de Lolita.
                Salvo la vergüenza.
                Pero hay también un esnobismo entre los filisteos. Discutir 
                seriamente las causas de la corrupción de menores (en la 
                realidad, y no entre las cubiertas de un libro) es tedioso. Atacar 
                un libro, y sobre todo si está bien escrito, y sobre todo 
                si el autor no corre el riesgo de ser presidente de una corporación 
                o político militante, no sólo es seguro. Es también 
                vistoso. Nabokov es un solitario. Una pieza digna de ser cazada, 
                clasificada, atravesada con el alfiler de la más pura indignación 
                moral. Y mientras crece la marea de insultos, es un alivio saber 
                que en Charin Cross Road (entre tiendas de anticonceptivos 
                ylibrerías pornográficas) se puede ver a Brigitte 
                Bardot seduciendo imparcialmente al viejito Gabin y al fogoso 
                Franco Interlenghi (En caso de malheur, de Claude Autant-Lara) 
                y en 18 de Julio, a la vuelta de una de las calles más 
                transitadas de Montevideo se luzca la misma ingenua entre los 
                brazos de Stephen Boyd y las miradas lascivas del actor que hace 
                de tío y los virtuosos espectadores.
                ¿Quién se va a dejar corromper por los signos en 
                blanco y negro de una página de Lolita cuando Manzelle 
                Bardot se ofrece (y hasta en colores) como insustituible ídolo 
                vivo?"