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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Diario del P.E.N. Club"
En Mundo Nuevo, n. 4
octubre de 1966
p. 41-51.

"Todo Congreso es como una posada española, según afirma el conocido refrán: allí se come de lo que cada uno lleva. El XXXIV Congreso del P.E.N. Club, realizado en julio en Nueva York, no escapó a este destino seguro. Para la gran mayoría de los 500 escritores, y familiares de escritores, y amigos de familiares de escritores, que asistió masivamente al Congreso, esta fue una ocasión admirable y sobre todo económica para visitar Nueva York durante una quincena, para tomarse unas vacaciones exóticas (¿hay ciudad más increíble en el mundo?), para exhibirse en la feria literaria. Muchos de estos escritores son autores de una única novela, publicada hace cuarenta años y recordada con empeño sólo por ellos mismos: otros ni siquiera han producido tanto. Pero todos son infatigables en mantener viva la llama y constituyen la base de la pirámide literaria: integran comisiones, firman manifiestos, asisten a Congresos. Para ellos, el del P.E.N. Club fue un pretexto social.

Para la minoría que se encargó de la organización, el Congreso fue sobre todo un trabajo duro y complejo. Un grupo especialmente constituido en el Loeb Center de la Universidad de Nueva York, y que contaba con la dirección de Lewis Galantière (presidente del P.E.N. Club norteamericano) estaba apoyado por otro instalado en Londres, en la sede del Secretariado Internacional, bajo la dirección de David Carver que demostró su infinito tacto en todos los momentos. El personal de Londres y el de Nueva York debió multiplicarse para resolver los miles de problemas creados por escritores que olvidaban sus tarjetas de identificación o las perdían, de delegados que se enfermaban, de gente que se disolvía en la inmensa ciudad sin conocer siquiera la lengua, de cintas magnetofónicas que aparecían con rótulos equivocados, de invitaciones que tenían los colores cambiados. Con muy poco tiempo para respirar siquiera, con horas robadas de algún modo al sueño, con una enorme fuerza de voluntad y una disposición amable que no se desmentía en ningún momento, el doble equipo funcionó sin prisa y sin pausa.

Un grupo reducido de escritores tuvo a su cargo la organización y el brillo de las cuatro mesas redondas que sobre el tema general El escritor como espíritu independiente ocuparon las sesiones oficiales del Congreso y dieron pretexto a la meditación de mucha gente. Para esos participantes, el Congreso fue sobre todo la ocasión de discutir en un nivel elevado los temas que hoy preocupan al escritor de las sociedades tecnificadas, así como otros que son de siempre. En cada uno de esos debates hubo intervenciones valiosas, se discutió a veces hasta con acrimonia, reaparecieron posiciones superadas pero también se adelantó una perspectiva fundamentalmente nueva, y sobre todo se dijeron cosas que importan. No faltaron, es cierto, las largas disquisiciones de quienes tienen una fatal tendencia a escuchar sólo el sonido de la propia voz, ni las intervenciones pedestres o fuera de contexto. Incluso es posible criticar a las mesas redondas en general por no haber tenido una organización más ceñida, con textos que circularan de antemano para poder suscitar una crítica meditada, y con resúmenes completos de lo debatido en las sesiones anteriores. Pero tal vez al no hacerlo se quiso permitir un debate más libre y espontáneo, aun a riesgo de caer en la desorganización del discurso. Sea como fuere, estas mesas tuvieron el mérito de poner en circulación muchos puntos de vista y reafirmar sobre todo la posibilidad del diálogo entre los escritores contemporáneos.

De modo que podría hablarse por lo menos de tres Congresos: uno de señores turistas, otro de los abnegados organizadores y otro tercero, más reducido pero no menos importante, de los verdaderos escritores. Tal variedad de grupos y de opiniones es inevitable donde se reúne mucha gente. Mientras un latinoamericano del Sur sacaba la conclusión de que el Congreso había sido muy pop (él anduvo todo el tiempo paseando un calculado aburrimiento por salas y avenidas), una de las funcionarias más eficaces me aseguraba que apenas dormía dos o tres horas diarias; en tanto que Arthur Miller, presidente del P.E.N. Club Internacional, se felicitaba del brillo de ciertas delegaciones, otros andaban carilargos asegurando que había muchos jubilados y pocos escritores. Volvemos a lo de la posada española. A mi juicio, el Congreso se justificó por muchas cosas pero sobre todo por dos: (a) demostró con los hechos que el diálogo es posible en la comunidad intelectual y que para lograrlo, nadie debe renunciar a sus convicciones o sus doctrinas; (b) también demostró que en este momento hay una literatura latinoamericana que funciona por encima de las separaciones nacionales y que tiene, cada día más, una fuerza y una pujanza internacionales. Por esas dos cosas solas, el Congreso habría valido la pena. Pero también valió por el contacto personal con gentes y lugares. Como una contribución a la crónica de ese importante acontecimiento, publico ahora las páginas de un Diario que refleja, desde un ángulo muy especializado, los días del Congreso.

Viernes 10. Llego a Le Bourget con cierta anticipación para tomar el avión de la World Airways especialmente fletado para llevar a los huéspedes y delegados de Europa hasta Nueva York. Me encuentro allí con algunos amigos franceses (Jean Bloch-Michel, Maurice Nadeau) y comento las últimas noticias del Congreso. La que corre más velozmente de todas es la inasistencia de los escritores soviéticos. Aunque participan escritores del mundo socialista, como los delegados de Bulgaria, Checoeslovaquia, Estonia, Alemania Oriental, Hungría, Letonia, Polonia, Rumania y Yugoeslavia, los escritores soviéticos que habían sido invitados en calidad de observadores (no hay P.E.N. Clubes en la URSS) han decidido a último momento no asistir. Se dice que es porque no quieten discutir en público el caso Siniavski-Daniel. Aparentemente, temen que se presente en el Congreso alguna resolución condenando a quienes condenaron a ambos escritores. Hace algunos meses, David Carver, el secretario internacional, viajó a Moscú para pedir a los intelectuales soviéticos que intercedieran en favor de Siniavski y Daniel. Pero su gestión, como la de Giancarlo Vigorelli, presidente de la COMES, no tuvo éxito alguno. Hay que lamentar desde ya la inasistencia de los observadores soviéticos, porque sin la presencia de ellos el posible diálogo queda seriamente comprometido. Por otra parte, la actitud soviética contrasta notablemente con la del Departamento de Estado que ha suspendido por la duración de este Congreso (y otros similares) sus severísimas restricciones en materia de visas. Todos los delegados einvitados al Congreso pueden entrar ahora libremente en los Estados Unidos. Este es un primer paso, apenas, en una política de liberalización que debe continuar desarrollándose hasta terminar con todos los vestigios del triste período maccarthista.

Mientras nos preparamos para la partida las persuasivas voces incorpóreas de los altoparlantes nos informan que el vuelo está retrasado algunas horas por razones técnicas. Pronto corre el rumor de que en uno de los motores del "jet" ha entrado un gorrión, estropeándolo por completo; que para repararlo hay que recabar autorización en las oficinas centrales de la compañía, en San Francisco, donde es ahora de madrugada. La combinación de un gorrión y de los husos horarios, retrasa el viaje casi cinco horas. Si el escudo del P.E.N. Club es cierto (una pluma atraviesa y rompe una espada) entonces el viaje se inicia con el mejor de los presagios: la pluma de un gorrión han bastado para detener al poderoso "jet". Mientras espero, entablo conversación con Emmanuel Roblés, escritor francés del Norte de Africa, de origen español, que habla nuestra lengua con vigorosa entonación. Me cuenta mil cosas, y entre ellas, una inesperada. Durante un viaje a Buenos Aires hace unos veinte años, consiguió en una librería una novela de un escritor que para él era completamente desconocido. Se trataba de Para esta noche, del uruguayo Juan Carlos Onetti. La leyó varias veces, se apasionó por ella, le escribió a Onetti, sin conseguir ninguna respuesta, y eso que le proponía nada menos que la traducción al francés como incentivo. Le aseguro que es muy posible que Onetti jamás haya recibido su carta: el correo es tradicionalmente errático en los países del Plata. Aunque también es posible que la haya recibido, que la haya leído con toda curiosidad, que la haya puesto en un bolsillo, pensando contestarla al día siguiente, que la haya olvidado del todo en pocas horas. Onetti es uno de los escritores más hondamente vocacionales de América Latina pero es también uno de los más despreciativos de ese mínimo de public relations que un escritor debe desarrollar si quiere ser conocido en el mundo. La verdad es que no ha demostrado mayor apuro en ser conocido. A los 57 años es tai vez uno de los más grandes narradores de hoy y sin embargo todavía está por ser descubierto por el público del resto de la América Latina, y por los europeos o norteamericanos. Como está también invitado al Congreso, me prometo, apenas llegue a Nueva York, contarle el entusiasmo de Roblés por su extraña novela sobre un Buenos Aires sitiado por misteriosos enemigos. La literatura tiene estos coup-de-foudre y no hay que desperdiciarlos.

Sábado 11. Llegamos muertos de cansancio y a la madrugada. Todo el trámite se hace más lento por la cantidad de delegados y por la necesidad de despacharnos a distintos hoteles. Poco a poco, el caos se convierte en orden y nos refugiamos en nuestras respectivas piezas. A las nueve, en el salón comedor, me encuentro con algunos miembros de la delegación latinoamericana. Vuelvo a ver a Carlos Fuentes, que había llegado por barco (nunca toma un avión, si puede evitarlo); me topo con Juan Liscano, el excelente poeta venezolano que dirige Zona Franca con tanto entusiasmo polémico; me reencuentro con mis compatriotas, Carlos Martínez Moreno y Juan Carlos Onetti. Para estos dos, Nueva York guarda todavía grandes sorpresas. Onetti estuvo hace unos meses aquí, recorriendo el país como invitado del Departamento de Estado. Pero para Martínez Moreno, esta es la primera visita a los Estados Unidos y se lanza sobre todo con un apetito que también demuestra en los demás órdenes de la vida y en su barroca novelística. De tarde me arrastra a que le enseñe Nueva York. Planeo un rápido paseo por dos o tres zonas características y de inevitable referencia turística: la calle 42 y Times Square, el Rockefeller Center, con sus ampliaciones sobre el edificio de Time and Life y los nuevos gigantes del Hilton y la Americana o la CBS; la Quinta Avenida y la Park, con Lever House y otras fábulas de cristal, acero y aluminio; el Central Park en que es tan fácil olvidarse de estar en el centro de una inmensa ciudad: el Museo de Arte Moderno, donde tenemos tiempo de contemplar la Exposición Turner (murió en 1851 pero es uno de los pintores más experimentales de hoy) y de ir a rendir un respetuoso homenaje a Guernica. Vuelvo a ver estos escenarios neoyorkinos de anteriores viajes a través de los ojos de Martínez Moreno. Como un niño se maravilla de que las calles sean más anchas, los edificios por regla general más bajos, toda la ciudad más soleada y luminosa de lo que esperaba. Las películas de gangsters lo habían preparado para una Nueva York de calles estrechas, callejones sombríos entre edificios altísimos, gris y sucia. Le digo que hay muchas partes así, sobre todo en Wall Street, o en los barrios donde están hacinados los portorriqueños y los negros. Pero la belleza de algunas zonas de Nueva York lo toma por completo de sorpresa. Con avidez, Martínez absorbe y registra todo. Un día reaparecerá convertido en cuento, en capítulo de novela, en ficción.

De otra naturaleza es el contacto que se establece esa misma noche en el recital de Pablo Neruda, en el salón de actos de la YM-YWHA, de Nueva York. Vamos con Martínez, Onetti y otros amigos. Aunque es enorme, la sala está repleta. Hay gente luchando por entrar, y gente que llena los pasillos de tertulia y rebalsa sobre a platea. Preside el recital el poeta norteamericano Archibald McLeish quien evoca rápidamente la importancia de este acto, califica a Neruda del más grande poeta vivo del mundo (lo que desata más aplausos de un auditorio fervoroso) y se toma tiempo para censurar la política de exclusiones practicada hasta ahora por el Departamento de Estado. Cuando Neruda agradece, en un inglés fluido aunque fonéticamente discutible, lo hace para subrayar la concordia. El acto está admirablemente orquestado. De un lado los seis traductores, del otro Neruda, solo. Primero, cada traductor pasa al atril y lee una versión propia: luego Neruda desde su mesa lee el original. La selección abarca en síntesis su obra entera, desde los superrealistas poemas de Residencia en la tierra (algunos parecen escritos ayer no más) hasta muchas Odas recientes, sin omitir por cierto los ataques a las poderosas sociedades norteamericanas que controlan el Caribe, como la tirada en verso contra la United Fruit. El auditorio responde magníficamente. Es un público que aprecia el ingenio poético pero aprecia también la gran efusión sentimental; que ríe con los dardos lanzados contra los explotadores económicos y se conmueve con las alias explosiones de lirismo. Es un público adicto que aplaude a rabiar. Cuando termina el acto, se niega a irse, sigue aplaudiendo, pidiendo más poesía. Entonces como un amable prestidigitador, Neruda saca otros dos traductores que tenía por allí en reserva (entre ellos, el mejor: Alastair Reid, fino poeta escocés) y ofrece un par de poemas más. Es la apoteosis. El poeta chileno debe huir de las centenares de personas que se precipitan a buscar autógrafos. una palabra, quizá sólo una mirada. Las reacciones entre el público que se dispersa son variadas. Hay general coincidencia en que pocas veces Neruda ha recitado tan bien, con tan poderosa voz, con acento tan exacto. Muchos elogian la difícil tarea de los traductores. El público es también muy elogiado. Pero no faltan criticas. Un colega del Sur no puede soportar el incienso y la adulación que siempre rodean a Neruda. Cuando uno de los traductores (el más joven, el más apasionado) se apodera de la mano que le tiende amistosamente Neruda al final de la primera parte se la besa, sin que el poeta pueda hacer nada para evitarlo, alguien estalla y protesta por esa intromisión de los hábitos episcopales en la literatura. Pero de nada sirve protestar. Como ya lo han descubierto tantos en otras ocasiones, la poesía de Neruda tiene un carácter incantatorio. Es una poesía de vena ancha y generosa que despierta fuertes reacciones en el auditorio. El poeta regresa con ella a su función de cantor público. Lo que hemos visto en Nueva York ya se ha dado en muchas partes del mundo. Pero es muy importante que se dé aquí y en este momento. Porque durante demasiado tiempo se ha estado levantando aquí una barrera de visas contra la libre circulación de las opiniones y de las personalidades. Durante demasiado tiempo se ha impedido la entrada de escritores que no habían cometido otro delito que no compartir las opiniones políticas del Departamento de Estado. El hecho de que mucha gente, y de la mejor, no las comparta tampoco en los Estados Unidos, hacía más grotesca la prohibición. Por eso, la apoteosis de Neruda no es sólo una apoteosis del poeta chileno. Es también la de un hombre que viene aquí a decir lo suyo, y sin que ningún burócrata le pueda dictar lo que quiere decir. En unas declaraciones que hizo más tarde, definió bien Neruda su actitud: "Estoy a favor de todo lo que favorezca a la paz y termine la locura de la guerra. Estoy por la poesía y los poetas. Estoy a favor de los hombres razonables.", El triunfo de Neruda esta noche es, en gran medida, el triunfo de aquellos hombres.

Domino 12. El calor ha desertado a Nueva York estos últimos días. Hasta hace poco hizo una temperatura sofocante, pero ahora se puede respirar bien y hasta se corre el riesgo de algún resfrío por los cambios súbitos de temperatura. De pronto llueve, de pronto sale el sol. Pero en general, predomina el buen tiempo templado. En las invitaciones para el pique-nique sur feau que está anunciado para esta tarde se recomienda llevar algún abrigo de lana. Tomaremos un pequeño barco de excursión sobre el río Hudson, que nos llevará a dar una vuelta completa a la Isla de Manhattan. El proceso de instalar a tantos delegados a invitados lleva su tiempo. Poco a poco se va llenando el barco y los latinoamericanos nos encontramos reunidos como por azar en la cubierta de popa, muy formalmente sentados en unas sillas desarmables de madera y con nuestra caja de comida en la falda. El espacio es tan disputado como en el subterráneo en las horas de afluencia. De modo que hay que hacer prodigios de equilibrio para abrir la caja, sacar la comida, sostener la copa de vino californiano, sin tirar nada por el suelo. El que mejor aprovecha el espacio y las limitadas circunstancias es el novelista brasileño João Guimarães Rosa. Su alta figura erecta está instalada con toda comodidad en la estrecha silla, ordenadamente, va sacando cosas de su caja y las va comiendo con método. Habla poco, sonríe apenas y liquida otro item de la caja. Es el único que ha conseguido agotarla por completo. Cuando los demás. demasiado inquietos o impacientes, hemos ya renunciado a explora. todos sus tesoros, Guimarães Rosa sigue impertérrito hasta la última manzana. De pronto alguien nos dice que Neruda está abajo, en la proa, y que habría que ir a buscarlo para hacer un gran frente común de América Latina. Bajamos y allí está el vate máximo, rodeado de una horda de fotógrafos y admiradores. Cada paso suyo es registrado por un pequeño equipo de camarógrafos chilenos que está haciendo una película documental sobre su viaje a los Estados Unidos. Los fotógrafos de las publicaciones periódicas, y sobre todo la fotógrafa de Life en español (que en la vida diaria es la esposa de Arthur Miller) no se pierden ángulo. Con una gorra muy elegante, Neruda sonríe, habla, hace declaraciones y bromas, se retrata con sus amigos de siempre o con los nuevos amigos de hoy, y deja su perfil de ídolo indígena contra la línea de rascacielos de Wall Street (lindo contraste) o contra la figura de la Estatua de Libertad que la cámara capta en la gloria de un cielo desgarrado por nubes y luces de tormenta. El verde de la Estatua sorprende a muchos y suscita algunos chistes inevitables. Convencemos a Neruda de que debe trasladarse a la cubierta alta de popa, y lo que empieza siendo una pequeña procesión de dos o tres amigos que acompañan al poeta y a su mujer, Matilde Urrutia, se convierte de golpe en una inmensa bola de nieve humana que crece a medida que el poeta se desplaza por el barco y que inunda la ya llenísima cubierta de popa, El abrazo con que Neruda es recibido por el resto de la delegación latinoamericana suscita movimientos sísmicos por la cantidad de fotógrafos (aficionados o profesionales) que se encaraman para sacar una toma desde un ángulo distinto. De pronto me veo convertido por un instante en pedestal de una muchacha que dispara su cámara contra el poeta. En el maremagnum, apenas si diviso a Guimarães Rosa, que escapa del tumulto atravesando con increíble agilidad un laberinto de sillas depuestas. El tímido y retraído narrador mineiro huye aterrorizado de la publicidad. Al cabo, el propio Neruda se queja y hay que desandar el camino (discretamente protegidos ahora por funcionarios del Congreso) hasta una cubierta baja de popa donde es posible instalarse, sorber despacito las últimas copas de vino y hablar de muchas cosas. Una vez más, la presencia de Neruda ha resultado literalmente conmovedora.

Lunes 13. El discurso de Saul Bellow en la sesión inaugural del Congreso del P.E.N. Club (que Mundo Nuevo reprodujo en el número último) resulta una ventana abierta al aire libre en este tipo de solemnidades. En vez de las habituales reflexiones sobre lo independencia espiritual del escritor (ni la Inquisición estaría hoy dispuesta a negarla públicamente) Bellow ataca muy concretamente un problema específico de los Estados Unidos: la existencia de un grupo intelectual que se considera único legítimo heredero de los clásicos modernos (Joyce, Kafka, Proust) y que por lo tanto ejerce una verdadera dictadura sobre los creadores de hoy. Ese grupo es el que determina qué escritores son válidos y qué escritores no tienen vigencia; escudriña las obras de los nuevos autores para darles pasaporte o negárselo; determina los nuevos patrones de medida. Contra ese grupo, y la supuesta vanguardia que lo apoya, dice cosas muy agudas, muy irónicas, muy terribles el novelista norteamericano. Por el tono se advierte que habla por la herida. Su última novela Herzog, que ha tenido un éxito enorme entre los lectores norteamericanos, ha sido algo vapuleada por esa crítica académica. Lo que hace ahora Bellow es denunciar una forma muy sutil de la dictadura intelectual; la de los orientadores de la opinión. Esta forma de dictadura es aquí menos dramática que la de los comisarios soviéticos o sus equivalentes burocráticos en otras partes del mundo, pero no es menos eficaz en distorsionar la imagen con contemporánea de un escritor. En lo que ahora dice Bellow se oyen ecos de la famosa batalla entre Antiguos y Modernos. Porque de hecho, ¿qué son estos intelectuales y profesores norteamericanos que levantan la bandera de los clásicos modernos, sino los legítimos herederos de la Academia y del Diccionario que tanto daño hicieron a la literatura europea en los siglos XVII y XVIII? Y Bell, protestando contra la tiranía que ellos implantan, ¿qué es sino un ejemplo más del creador que necesita de la libertad más absoluta, incluso de la libertad frente a reglas impuestas por otros creadores, para poder realizarse? El tono con que lee Bellow su discurso, urbano e irónico, lento y con una juguetona sonrisa de los ojos, es muy festejado por el auditorio. Aunque tiene sólo 51 años, Bellow ya ostenta el cabello canoso y un aire de viejo señor judío, elegante, refinadísimo que (se comprende) es más producto de la composición dramática que la obra entera de los años. En Herzog se advierte también esa nostalgia subterránea de una senectud equilibrada. En la figura que ahora compone Bellow se reconocen las mismas señales. Pero el vigor del ataque, y su malicia, desmienten la cortesía extrema de ese caballero crepuscular que quisiera parecer Bellow. Los otros discursos son más convencionales, aunque el de Miller consigue tener esa frescura, esa falta total de tiesura académica, que trasciende de toda su personalidad. Alto, desgarbado, con una larga cara flexible y unos ojos tremendamente inquisitivos detrás de sus grandes lentes, Miller parece una mezcla de Gary Cooper con Aldous Huxley. Sabe decir las cosas más sensatas en la lengua más simple posible y su presencia en todos los actos del Congreso es garantía de una profunda comprensión de los puntos de vista más encontrados. Su entusiasmo por esta reunión es también evidente.

De tarde asisto al "cocktail" organizado por la American Academy of Arts and Letters en su mansión sobre el río Hudson. Los ocasionales chubascos impiden aprovechar demasiado la enorme terraza y las salas interiores están demasiado llenas de gente. El lugar preferido por todos parece ser el caminero que conduce de uno a otro extremo de la terraza, bajo la protección de un larguísimo toldo. Allí me encuentro con Leon Edel, el biógrafo de Henry James. Cuando le digo que he leído con la mayor admiración sus tres volúmenes sobre el maestro y que espero ansioso el cuarto que completará la historia de su vida, se sonríe con visible entusiasmo y me confirma su alegría de saber que tiene por lo menos un lector en Montevideo. Me muestra un anillo de oro, con una piedra verde, que lleva en uno de sus dedos. "Me lo dio la familia de James: es el anillo del maestro" Haciéndolo girar varias veces, se lo quita del dedo y me lo pasa. Me lo pongo en el anular de la mano izquierda y lo contemplo con un entusiasmo infantil. Siempre he admirado a James sobre todo otro novelista de este tiempo; su mundo me parece insondable y tan fabuloso que no me bastaría una vida entera para recorrerlo. Le digo a Leon Edel que si hubiera nacido inglés o norteamericano me habría dedicado exclusivamente a James. Se sonríe ante mi entusiasmo y me incita a hacerlo. Pero le digo que ahora es imposible: sólo se puede hacer crítica original de los autores de la propia lengua. Mientras me saco el anillo y lo devuelvo pienso que simbólicamente ha quedado establecido ahora otro vínculo con James. El encuentro, el préstamo del anillo, las palabras constituyen de alguna manera una ceremonia. (Cuando me veo con Martínez Moreno un poco más tarde y le cuento el episodio comprendo que ya empieza a coagular la leyenda. Más tarde se lo contaré también a Carlos Fuentes y a Neruda, y el cuento dará la vuelta entera hasta escucharlo Leon Edel y venir a contarme su versión del mismo. Y Carlos Fuentes se probará también el anillo y de alguna manera habrá pasado algo allí, en medio de las bromas y de las naturales exageraciones con que tratamos de asimilar lo inasimilable.)

Martes 14. Marshall McLuhan, director del Centro de Cultura y Tecnología de la Universidad de Toronto, es un hombre de ideas muy firmes y un estilo algo abrumador para exponerlas. Como moderador de la primera mesa redonda que tenía que discutir El escritor en la Era Electrónica, McLuhan no dejó pasar oportunidad para remachar sus tesis. Estas se pueden sintetizar en un párrafo de su intervención que ha sido muchas veces citado por su carácter terrorista: "Vamos a asistir a una era en que todo el ambiente que nos rodea estará ordenado como una máquina de enseñar. El escritor estará encargado de programar esa máquina. Los artistas deberán trasladarse a las torres de control abandonando las torres de marfil. En otras palabras: en la era electrónica desaparecerán los libros (máquinas muy primitivas de difusión del pensamiento y la literatura) y los escritores se convertirán en tecnócratas". El futurismo de las afirmaciones de McLuhan no dejó de producir su efecto. Uno de los más inspirados humoristas presentes, el crítico Norman Podhoretz, director de la revista neoyorkina Commentary, no pudo dejar de señalar que le costaba seguir el debate porque, aparentemente, los aparatos de traducción simultánea funcionaban mal y que seguramente le pasaba lo mismo al de McLuhan. Otro humanista (éste de origen húngaro, aunque residente en Inglaterra) aprovechó la oportunidad para recordar que las máquinas suelen ser tan estúpidas como los hombres. Las bromas de Podhoretz o de Paul Tabori no ocultaban sin embargo una cierta irritación contra los métodos de choque de McLuhan que ha escrito un libro que está siendo muy discutido hoy en los Estados Unidos: Understanding Media (Para comprender los medios de comunicación). Creo que todo el problema que plantea el futurista McLuhan es falaz: es cierto que la era electrónica ha demostrado que el libro y la imprenta son medios anticuados de comunicación, de[ mismo modo que la invención de la imprenta en el Renacimiento demostró que los copistas medievales eran máquinas anticuadas.

Pero no hay que confundir los medios de comunicación con la creación artística misma. Ante todo, lo que llamamos Literatura es algo más que letra; es decir, un signo sobre un papel. En la antigüedad y en la edad media buena parte de la literatura era oral. No hay inconveniente en que lo vuelva a ser, aunque los medios de comunicación ahora sean electrónicos y el libro se vea sustituido por otra máquina cualquiera. En segundo lugar, lo que ha descubierto McLuhan sobre el valor pedagógico del ambiente en que vive el individuo es tan viejo como el mundo: toda civilización está apoyada en ese principio. Es el contorno entero el que enseña, Lo que están haciendo estos futuristas es descubrir la pólvora. Pero lo que no se han planteado McLuhan y otros talentos electrónicos es el problema básico de la creación literaria: el ritmo de maduración de la Odisea no es distinto esencialmente del de maduración de Ulises, aunque los medios mecánicos de que dispuso Joyce para fijar y difundir su obra sean infinitamente más poderosos que los de Homero. Pero esa diferencia externa no significa nada si lo que se considera es el proceso creador mismo. Lo que los genios de la electrónica todavía no han descubierto es la máquina de crear. El gran Juan de Mairena había inventado una máquina de trobar, es cierto, pero es muy probable que McLuhan no sería capaz de lograr con ella ni siquiera una modesta rima.

De noche vamos a Chinatown, con los Vargas Llosa, Martinez Moreno y Nicanor Parra. La idea es de Mario Vargas, que como buen peruano admira la comida oriental y suele frecuentar las chifas (como llaman allí a los restaurantes chinos). El tiene una idea completamente cinematográfica de Chinatown y mientras atravesamos la pobre barriada de Canal Street, con sus escuálidas casas, las leprosas fachadas de sus comercios, los chubascos que nos azotan y dispersan, Mario Vargas va contando como en trance lo que espera ver: las pagodas que se recortan contra el cielo, los antros en que se fuma opio, las inescrutables caras orientales que acechan todo desde la ranura de sus ojos oblicuos. No le digo nada porque sé que la realidad de Chinatown es muy otra. Lo dejo que vaya descubriendo que las pagodas se reducen a una pagoda superpuesta sobre un edificio moderno y ella también bastante moderna de aspecto a no ser que se quiera contar como pagodas a los kioskos telefónicos que terminan en techitos orientales, que los inescrutables asiáticos ya visten a la manera occidental y tienen más cara de aburridos que de misteriosos, que el opio no se ve ni huele por ningún lado. Nos conformamos con un restaurant de aire acondicionado en que la comida, al estilo de Cantón, es excelente. Pronto, olvidados de todo exotismo, discutimos sin parar sobre América Latina y creamos, por la mera obsesión y la lengua, un ambiente distinto. Ya no es más Chinatown sino una chita peruana. A la vuelta, subimos hasta mi habitación en el Hotel y mientras tomamos algo fresco, Parra nos lee una secuencia de poemas que ha compuesto en 1964 y en la Unión Soviética. Las llama Canciones rusas porque fueron compuestas durante una estadía de unos seis meses, o recogen un estado de ánimo que tiene sus raíces en aquel viaje y aquel distanciamiento.
[Fueron publicadas en el número último de Mundo Nuevo.]

Las canciones son independientes pero tienen como un hilo subterráneo que las atraviesa: un hilo hecho de nostalgia, de lejanía, de exotismo y al mismo tiempo de una profunda soledad, iluminada lúgubremente aquí y allá de premoniciones muy graves. El poeta que las ha escrito está llegando a zonas terribles de sí mismo. Nicanor habla de sus canciones como si fueran poemas muy ligeros, y en cierto sentido lo son porque están escritos en un tono menor, liviano y con un humor superficial que puede llegar incluso a la comicidad.

Pero es lo que está debajo de ese humor lo que golpea al oyente. Sin la dureza terrible de los Antipodas pero también sin la vena cordial y muy chilena de La Cueca larga, esta nueva secuencia suya parece combinar la levedad de trazado con la gravedad de los sentimientos que el poeta practica, el tono menor con una presencia invasora de la fatalidad, el recuento de lo externo con los golpes más implacables de la soledad. Nicanor lee con una voz precisa y algo neutra; apenas si apoya los pasajes irónicos y hasta consigue la carcajada en muchos casos, carcajada que él mismo acompaña con una risa corta, fuerte, que le hace abrir la boca como una mueca. Lo escuchamos leer con cierta reverencia porque Parra es un poeta muy entero. Y porque esas Canciones rusas, a pesar de tono casual, ponen cosas muy al desnudo. Para Vargas Llosa, que lo conocía poco, esta lectura es una sorpresa. Martínez y yo lo habíamos oído leer en varias ocasiones y sabíamos cómo su voz grave y su tono mesurado pueden transmitir impecablemente las tensiones interiores de un verso aparentemente límpido. En estas Canciones la sentenciosidad del discurso no impide que el poeta aparezca siempre conmovido. "Son tus Rimas", le digo en una pausa de la lectura, y Nicanor se sonríe con un pequeño gesto de complicidad. Como las otras de Bécquer, éstas también tienen un pudor contenido, una melodía sutil, una emoción desgarrada.

Miércoles 15. Las dos mesas redondas que nos propone hoy el Congreso no me tientan lo suficiente. En una se debate sobre La Literatura y las Ciencias Sociales sobre la Naturaleza del Hombre Contemporáneo (el título, sin duda, queda mejor con mayúsculas), bajo la dirección de Louis Martin-Chauffier, de Francia; en la otra se discute sobre El escritor como colaborador en los proyectos de otros hombres, y actúa como moderador el belga Robert Goffin. Escucho un poco de cada una y decido que por hoy basta. En la tarde tenemos la mesa redonda latinoamericana y prefiero dedicarme a terminar de organizarla. Arthur Miller y David Carver me han pedido que reúna a los escritores de nuestra delegación en una mesa especial para debatir nuestros problemas literarios. La mesa debe ser en francés y en inglés, las dos únicas lenguas admitidas en las sesiones públicas del P.E.N. Club. Esto trae disgustos inevitables. Un par de escritores argentinos se niegan a participar porque (alegan con toda evidencia) se expresan mal en ambas lenguas. El problema es insoluble, como trato de hacerles entender. Habría que cambiar una disposición que tomó el P.E.N. hace cuarenta y cinco años, lo que es imposible ahora. Otros problemas que crea la mesa redonda derivan sobre todo de la vieja y querida vanidad o del recelo que es habitual en los medios intelectuales latinoamericanos. Un infortunado comunicado de prensa, que incluye una lista sólo parcial de los participantes y omite (nada menos) a Victoria Ocampo, vicepresidente del P. E. N. Club internacional, provoca muchas idas y venidas, explicaciones y rectificaciones, disculpas en público y en privado. Inútil insistir que nadie es responsable del gazapo burocrático fabricado en la oficina de prensa por alguien que ignora por completo quién es quién en la delegación latinoamericana. Pero se pierde un tiempo precioso en aplacar susceptibilidades y en tratar de que los escritores se comporten también como personas equilibradas.

Al fin se realiza la mesa que cuenta con la participación de la señora Ocampo, de la Argentina: de los escritores chilenos Pablo Neruda, Nicanor Parra y Manuel Balbontin; de los mexicanos Carlos Fuentes, Marco A. Montes de Oca y Homero Aridjis, del peruano Mario Vargas Llosa; del venezolano Juan Liscano; del brasileño Haroldo de Campos y de los uruguayos Carlos Martínez Moreno y Emir Rodríguez Monegal, que actuó de moderador. La situación del escritor en la América Latina era el tema general de la mesa y para ilustrarlo en pocas palabras, Martínez Moreno planteó algunos de los problemas básicos que suscita al escritor la creación en países subdesarrollados. Como mayor detalle, Mario Vargas Llosa dibujó el estado de alienación en que por lo general vive el escritor en el Perú, los problemas de su contacto con la realidad peruana, con el público, el "handicap" que significa el alto índice de analfabetos, etc., etc. Con una voz mesurada y en un francés clarísimo, Vargas Llosa presentó una situación terrible que es la de muchos países de América Latina aunque no de todos, como habría de indicárselo Victoria Ocampo en su breve intervención, más optimista. La participación de Liscano y la de Parra permitieron advertir algunos problemas concretos de difusión de la literatura latinoamericana. Parra ilustró uno de esos problemas con el caso, monstruoso, de un libro suyo, publicado en la Argentina por la editorial EUDEBA, y cuya introducción en Chile está entorpecida por toda clase de trabas aduaneras, producto de una situación de monopolio que beneficia no a la industria del libro chileno, sino a una editorial determinada. El apasionado discurso de Carlos Fuentes puntualizó los problemas que crea a un escritor el sistema político del partido único y las presiones que se ejercen desde los medios oficiales en México y que han ido aumentando en estos últimos meses, como lo ilustra el escándalo de Los Hijos de Sánchez y la destitución del Dr. Orfila Reynal de su cargo de director del Fondo de Cultura Económica de México [sobre ambos acontecimientos ha informado extensamente la sección Documentos de Mundo Nuevo, núm. 3], así como el reciente asalto a la Universidad y la destitución del rector Chávez, y otras medidas que ya se anuncian. La delegación chilena presentó un proyecto para fomentar el conocimiento de las letras latinoamericanas en los Estados Unidos y auspiciar nuevas traducciones de nuestros clásicos y los principales autores contemporáneos. Esta iniciativa coincidía, en buena medida, con un proyecto que tiene entre manos actualmente el National Endowment for the Arts, que preside el Sr. Roger L. Stevens, y que se propone la traducción masiva y la difusión en los Estados Unidos de las mejores obras de la literatura latinoamericana que aún no hayan sido traducidas allí. Para cerrar lo reunión se invitó al público a intervenir. Hubo una declaración en defensa de la lengua catalana expresada por Rafael Tasis, del P.E.N. Club catalán, y que fue aceptada por la mesa; una intervención del representante de Prensa Latina, de Cuba, que explicó la inasistencia de Alejo Carpentier porque le había llegado muy tarde la invitación y que manifestó, asimismo, que estos problemas del escritor latinoamericano habían sido felizmente resueltos en Cuba. Cerró las intervenciones Arthur Miller, que se felicitó del encuentro y subrayó la importancia que tenía el mero hecho de que un conjunto de escritores se hubiera puesto a discutir sus problemas específicos: la comunicación con el lector, la difusión de su obra en todo un continente, el problema del analfabetismo y de la cultura nacional. Para cerrar el acto, el moderador agradeció al público su lealtad (duró dos horas seguidas, sin interrupción) y señaló que aunque reducido, el auditorio era de los que cabía calificar como medieval, utilizando una distinción que había hecho célebre el profesor Trend, de la Universidad de Cambridge, cuando entraba en clase frotándose las manos de alegría al ver que sólo tenía dos o tres alumnos, pocos pero buenos.

Jueves 16. Me encuentro con Guimarães Rosa y vamos a tomar una Coca-Cola al bar que está en el subsuelo del Loeb Center. Nueva York es el tercer escenario en que me ha sido dada la gracia de ver a Guimarães Rosa. Lo conocí en Río, en su oficina de Servicio de Demarcación de Fronteras, en el Palacio de Itamaraty, y pude ver allí entonces al diplomático de carrera, el hombre impecable y fino, que ha circulado por Europa y la América Latina sin perder su aire imperturbable. Lo volví a encontrar dos años después en el Congreso del Columbianum, rehuyendo la publicidad que había organizado en su torno la casa Feltrinelli (que había publicado en Italia con éxito un volumen de novelas cortas, Corpo de baile), y muy curioso por la vida de esa ciudad magnífica que es Génova. Lo volví a ver en Río, unos meses después, enmarcado por el gran hall del Hotel Gloria, frente a la Bahía de Guanabara y con el Pan de Azúcar como punto inevitable de referencia. En todas partes, la alta figura erecta parecía inmune al medio y a las circunstancias, como si tuviera el don de circular por un mundo propio. El entusiasmo que habían despertado en mí sus libros, y sobre todo esa obra maestra de la novela latinoamericana que se llama Grande Sertão: Veredas, me hacía acosarlo con preguntas literarias, con cuestiones de influencias y lecturas que suscitan sus libros, con miles de indiscreciones lingüísticas. Guimarães Rosa se defendía como pocos. Celoso de su intimidad, tímido para hablar de sus obras, cerrado a pesar de su cordialidad, trataba de desviar mí atención hacia otros intereses. Ahora que lo vuelvo a encontrar en Nueva York acepto de buena gana las condiciones de su trato y me dispongo a seguirlo en sus pequeños descubrimientos cotidianos. Me cuenta que siempre le preocupó la comida y que cuando llega a una ciudad nueva hace un recorrido minucioso de los restaurantes. No es un "gourmet". Su curiosidad es de otro tipo. A través de los platos típicos trata de descubrir cómo vive la gente en otros países. Se ha hecho un plan muy minucioso para su estadía en Nueva York y va recorriendo ordenadamente los distintos restaurantes exóticos. Así, sin salir de Manhattan recorre el mundo. Hoy, por ejemplo, le toca almorzar en un restaurante filipino y cenar en uno húngaro. Mañana, cambian los países. Lo escucho asombrado, yo que no tengo curiosidad gastronómica alguna, aunque no carezca de paladar. Luego me cuenta que desde niño, en Minas Gerais, y cuando no se había popularizado tampoco allí eso del desayuno a la inglesa, él no se podía conformar con la típica tacita de café. La madre tenía que dejarle, a él, un niño, pero ya una persona de convicciones firmes, una comida completa. Luego me habla de la filosofía del cepillo de dientes. Me pregunta por qué me lavo les dientes con pasta dentífrica de mañana. Le digo que no lo hago. Que me lavo sólo con cepillo entonces. Igual le parece mal y me explica: la pasta gasta el esmalte. Hay que usarla lo menos posible. Mejor es enjuagarse la boca con algún líquido desinfectante y sólo pasarse el cepillo después del desayuno. Lo oigo abismado. Pienso que de esas minucias está hecha su vida cotidiana. En sus novelas y cuentos, cada palabra está atravesada por el espíritu, por la imaginación más extraordinaria, por los grandes sentimientos, por una pasión inmoderada por el verbo. En la vida cotidiana, Guimarães Rosa parece reducirlo todo a lo inmediato. Discutimos su irreprimible tendencia a escapar de los actos públicos, de no participar en mesas redondas, de no hablar o hacer declaraciones. Confiesa que está mal, que no se debe aceptar una invitación de éstas y luego escabullir las responsabilidades. Lo reconoce tan abiertamente que es imposible disentir con él. Le digo que un escritor debe cuidar también su imagen pública, que de alguna manera esa imagen es parte de su obra y le cito el caso de Neruda. No está de acuerdo. Para él sólo cuenta la obra. No le importa nada más. Le digo que me causó mucha gracia su huída, el domingo, cuando la horda que acompañaba entonces a Neruda ocupó toda la cubierta de popa. Acepta la descripción humorística que le hago de él mismo, escapando sobre las sillas volcadas, y me confirma su horror del público. Desde muchos puntos de vista, este solitario, tan bien educado y distante, me hace acordar a Onetti, otro solitario, aunque hosco y hasta erizado de púas. Pero los dos han hecho su obra, difícil, exigente, muy personal, sin preocuparse del destino que podría correr y negándose sistemáticamente a las relaciones públicas. En plena cincuentena (ambos han nacido entre 1908 y 1909) la fama les está llegando un poco como a contrapelo. Lo que más les preocupa es preservar la intimidad. Por eso, Onetti se encierra a rumiar en su habitación de hotel o cuando sale es para circular entre viejos amigos probados o a responder con monosílabos alas preguntas de extraños. Por eso Guimarães Rosa se parapeta detrás de su coraza diplomática, huye aventando sillas, o discute interminablemente los platos típicos de los mil restaurantes neoyorkinos. Sin embargo, tanta arte del camouflage no es impecable. Detrás de las miradas evasivas de Onetti o detrás de la cortesía distante de Guimarães Rosa, asoma de golpe el escritor que sigue tejiendo su compleja, exigente trama de ficción hasta en los menores momentos de la vida.

Antes de la función de Annie Get Your Gun en el Lincoln Center, a la que hemos sido invitados por el Congreso, hay un cocktail en que Robert Wool reúne en su apartamento sobre el Central Park West a la delegación latinoamericana y a críticos y editores norteamericanos. El escenario no puede ser más espectacular. Desde el piso 29 se domina el inmenso parque, una verdadera selva en el corazón de Manhattan, y se ve uno de los más impresionantes perfiles de la ciudad. En el pequeño apartamento reina la cordialidad, muy informal, de Bob Wool, presidente de la Fundación Inter-Americana para las Artes y uno de los hombres que ha encarado con más dinamismo la causa de establecer un contacto verdadero entre escritores de una y otra América. Creyente en la eficacia de[ contacto personal. Bob Wool ha organizado ya tres simposia (en las Islas Vírgenes, en Puerto Rico, en Chichén-Itzá): ha traído a gran cantidad de escritores y artistas latinoamericanos a los Estados Unidos, y continúa tendiendo nuevos puentes. Actualmente está muy interesado en el proyecto de Roger L. Stevens. Su cocktail es sobre todo una ocasión para establecer enlaces. En este momento, la literatura latinoamericana está empezando a hacer algún impacto en el lector norteamericano. AI éxito inicial de un Carlos Fuentes, se suma ahora el de José Donoso y el de Julio Cortázar; ya se espera el de Mario Vargas Llosa, cuya primera novela, La Ciudad y los perros lanzará próximamente Grove Press bajo el título de The Time of the Heroe. Con su amable sonrisa, que se prolonga más allá de los ojos en unas copiosas cejas que también sonríen, Bob Wool circula por el apartamento, acerca gente, dice aquí una palabra, traduce allí otra, y va creando una atmósfera de cordialidad que se prolonga mucho más allá de esta circunstancia. A su lado, Claudio Campuzano (argentino de origen pero ya muy neoyorkinizado) completa la tarea de su jefe y amigo; entre ambos logran que la circulación sea total. Cuando llega la hora de ir a ver la comedia de Irving Berlín, cuesta bastante arrancarse de la fiesta. Los más sabios se quedan. Los que padecemos una cierta oscura compulsión que nos hace consumir vorazmente espectáculos, nos vamos. Al fin y al cabo, es imposible perderse la oportunidad de ver a Ethel Merman, a los 57 años, repitiendo el papel en que triunfó hace dos décadas. El espectáculo me parece de una vulgaridad maravillosa. Es puro pop norteamericano pero sin la sofisticación que los intelectuales suelen aportar al pop. Nada de los refinamientos que un director como Jerome Robbins logra en West Side Story; nada de una concepción "balletística" como la de Gower Champion para Hello Dolly! Esta es la vieja y querida comedia musical de antes en laque las estrellas lo son todo. Aquí, Ethel Merman luciendo cada arruga, papada y decadencia física que los veinte años implacablemente le han sumado, se planta sin pedir disculpas en medio del escenario y proyecta desde allí su voz alta, potente, gritada, y consigue el milagro de borrar la vulgaridad del conjunto por la mera desfachatez de un estilo indomable. En una canción que ha escrito especialmente Berlín para esta reposición, An Old-fashioned Wedding, yque es producto maravilloso de su sabiduría de 78 años de show business, la Merman hace venir abajo la sala. Tres veces la cantó esta noche, pero me aseguran que la del estreno la tuvo que cantar por lo menos cinco. El número es lo de menos. De todos modos, el espectáculo es siempre ella.

Viernes 17. Con la mesa redonda de hoy, sobre El escritor como figura pública, se vuelve al clima más polémico de la primera mesa, eincluso se llega más lejos. Porque es precisamente en este punto en donde cuesta más conciliar posiciones que hasta hace muy poco estaban enconadas por la estrategia de la guerra fría. No es casual entonces que Ignazio Silone, cuyo anticomunismo es muy conocido, aproveche la oportunidad para decir algunas palabras duras sobre los escritores que apoyan regímenes totalitarios; tampoco es casual que Pablo Neruda, cuyo comunismo es también muy conocido, diga palabras duras sobre la intromisión inesperada de la guerra fría en este clima de concordia que con tanto tacto había sabido crear Arthur Miller. "Creí estar soñando -dijo más o menos Neruda - y despertar bruscamente cuando oí palabras que me demostraban que la guerra fría no había terminado." Su posición es bien clara: ha pasado el tiempo, han cambiado las cosas, un cierto tipo de oposición y combate ha concluido del todo. Pero al margen de la disputa entre Silone y Neruda, y contemplado el asunto con cierta perspectiva, lo que se advierte es que ese encuentro parece ahora básicamente anacrónico; que los mejores escritores hoy están luchando en ambos bandos, o fuera de ellos, por lograr una expresión independiente, por romper las consignas, por terminar con el clima de delaciones, decretos terroristas, maccarthismos de izquierda o derecha. Sobre la oposición triunfó en este Congreso la concordia. Sobre los extremos de la ideología o de la política, la necesidad del diálogo. Por eso pienso que el encuentro, breve aunque magnificado por la prensa, de Silone y Neruda tuvo un carácter simbólico. Fue como el último duelo entre hombres de otra era geológica a la que asistieron un poco maravillados y un poco escépticos, los hombres de una nueva era. En privado es posible que tanto Neruda como Sílone habrían podido llegar a un acuerdo. Felizmente esa actitud de acuerdo es la que ahora prevalece. En la noche, todo fue concordia en la inmensa cena de despedida que el P.E.N. Club norteamericano ofreció a sus colegas de todas partes del mundo en el tradicional Hotel Plaza. Lamentablemente, la concordia sirvió también de pretexto para algunos de los discursos más tontos que me ha tocado escuchar en muchos años de fatigada vida literaria. Un Premio Nobel (que conservaré piadosamente en el anónimo) aprovechó la ocasión para contar sus viajes por el Oriente, como si se tratara de la reunión de uno de esos deliciosos clubs de escritoras que pinta Helen Hoskinson en The New Yorker. Pero el suyo no fue el único discurso lamentable. Hubo otros, muchos. Sólo el savoir faire de Lewis Galantiere, con sus amables intervenciones ocasionales, salvó al público del sopor total. Como bien decía uno, ese es el precio que hay que pagar por un gran banquete y una maravillosa hospitalidad.

Sábado 18. La sesión de clausura se realiza en medio de una tristeza inevitable. Esta noche ha fallecido el padre de Miller, y aunque éste no quiere hacer pública la noticia einsiste en cerrar el Congreso con su discurso, la noticia corre y alarga las caras de muchos. Con su simpatía natural y su aire un poco desgalichado, Miller se ha conquistado a todo el mundo. En su discurso, aprovecha la ocasión para declarar muy firmemente que la delegación latinoamericana fue la más brillante del Congreso y para elogiar una vez más la mesa redonda del miércoles. En sus palabras hay una crítica implícita a otras delegaciones que abundaban en jubilados de la literatura y en meros familiares pintorescos. Pero nadie recoge el guante. Los latinoamericanos lo hemos invitado a almorzar con nosotros en un restaurante italiano del Village, pero no sabemos si irá. Empezamos a comer un poco con el sentimiento de una ocasión estropeada. Pero al rato llega Miller y como si no hubiera pasado nada, se sienta a comer y a conversar de las cosas que nos interesan a todos. No sabemos como agradecerle la amistad que su gesto revela. Se advierte que para él este Congreso ha significado sobre todo el descubrimiento de una literatura: la latinoamericana. Promete ponerse a estudiar el español. Inge, su mujer, de origen alemán, ya lo habla corrientemente. En su naturalidad sin empaque alguno, en su seriedad y también en su capacidad de hacer bromas o de aceptarlas, Miller representa el mejor tipo del escritor norteamericano. Es un hombre que conoce la lucha, que fue perseguido por el maccarthismo en la época en que era simpatizante comunista, que fue perseguido por los comunistas cuando denunció el aplastamiento de Hungría, y que ahora está en la mejor posición para predicar el acercamiento, la concordia, el diálogo. La presencia de Pablo Neruda en el Congreso se debe a él. Fue él quien lo invitó en ocasión del Congreso realizado el año pasado en Bled; fue él quien hizo posible, con la cooperación del P.E.N. Club norteamericano, la venida de todos los escritores independientes del mundo entero. Hablando con él no se siente ninguna necesidad de pagar homenaje a la fama o la excelencia. El se sitúa, y sitúa a su interlocutor, en el plano más inmediato y natural. Esa es su más admirable cualidad.

De noche voy con Martínez Moreno y Nicanor Parra a ver A View trom the Bridge (Panorama desde el puente) que están dando en un teatrito del Village. Es una producción de Ulu Grosbard que ha tenido un éxito enorme de crítica y de público, y que se representa hace más de un año aquí. Cuando el estreno de la pieza en Broadway, los maccarthistas se encargaron de que fracasara. Ahora, Miller ha revisado la obra, la ha hecho aún más tensa, y Grosbard ha logrado con ella un espectáculo redondo. Oscilando entre un naturalismo estilizado y una concentración que recuerda la de la tragedia griega la pieza despliega el conflicto emocional de Eddre Carbone entre su lealtad a los emigrantes clandestinos a los que protege en su casa y hasta ha ayudado a encontrar trabajo en los muelles, y su pasión incestuosa por una sobrina de su mujer. En el papel central, Richard Castellano revela una autoridad que hace pensar en un joven Edward G. Robinson. Viendo la pieza, en que el conflicto de lealtades y pasiones muy viscerales parece entroncar con un arte más viejo que el norteamericano, un arte mediterráneo. Pienso que Miller es realmente el único dramaturgo norteamericano que ha tocado las cosas esenciales de este mundo complejo y contradictorio que es los Estados Unidos. Ver la pieza en este momento me permite entender muchas cosas que al ver otras versiones (en Montevideo, en el cine) se me habían escapado. Esas cosas que la actitud de Miller en este Congreso habían hecho explícitas. Como lo han demostrado tantos días de debate, es muy difícil para el escritor ser un espíritu independiente pero si no lo es, entonces qué es. Realmente, no hay opción. "

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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