|  | "Encuentros con Rubén Darío" 
              (Recopilación y notas de Emir Rodríguez 
              Monegal) En Mundo Nuevo, n.7
 enero de 1967
 p. 5-21
 JUAN VALERA(Madrid, 1888 y 1897)
 Veo, pues, que no hay autor en castellano más 
              francés que usted, y lo digo para afirmar un hecho sin elogio 
              y sin censura. En todo caso, más bien lo digo como elogio. 
              Yo no quiero que los autores no tengan carácter nacional; 
              pero yo no puedo exigir de usted que sea nicaragüense, porque 
              no hay ni puede haber aún historia literaria, escuela y tradiciones 
              literarias en Nicaragua. Ni puedo exigir de usted que sea literariamente 
              español, pues ya no lo es políticamente, y está 
              además separado de la madre patria por el Atlántico, 
              y más lejos en la República donde ha nacido, de la 
              influencia española que en otras repúblicas hispanoamericanas. 
              Estando así disculpado el galicismo de la mente, es fuerza 
              dar a usted alabanzas a manos llenas por lo perfecto y profundo 
              de ese galicismo; porque el lenguaje persiste español, legítimo 
              y de buena ley, y porque si no tiene usted carácter nacional, 
              posee carácter individual. En mi sentir hay en usted una poderosa individualidad 
              de escritor, ya bien marcada, y que, si Dios da a usted la salud 
              que yo le deseo y larga vida, ha de desenvolverse y señalarse 
              más con el tiempo en obras que sean gloria de las letras 
              hispanoamericanas.[Artículo, en forma de carta, sobre Azul... (22 de 
              octubre de 1888), que ha sido incorporado como prólogo a 
              incontables ediciones de esta obra.]
 La entusiasta idolatría con que se venera 
              hoy todo lo francés tiene tan tradicional fundamento que 
              yo no me atrevo a censurarla. Los libros de Francia son muy amenos; 
              lo que en París se inventa o lo inventado en otras partes, 
              desde París se populariza y se divulga por el mundo: en París 
              se utilizan y aquilatan y perfeccionan como en ninguna otra región, 
              todas las artes del deleite; allí se confeccionan los más 
              lindos trajes, sombreros y otros adornos para señoras; y 
              allí se guisa admirablemente, y allí se venden afeites, 
              mudas y perfumes exquisitos. En fin, yo no niego que París 
              es un encanto, centro fecundo y radiante del chic, de la elegancia 
              y de la más sibarítica y refinada cultura. La adoración, 
              sin embargo, que a París se tributa, puede traer no pocos 
              inconvenientes y degenerar en manía. Tal vez un ingenio, 
              español o americano, lleno de poderosa y original fantasía 
              y de muy despejada y noble inteligencia, puede pervertir o esterilizar 
              sus mejores prendas y facultades y hasta perder algo de su carácter 
              propio por el afán de remedar lo parisiense y de escribir 
              según la última moda que en Francia impera. Digo todo esto con cierto recelo de que se dé 
              caso semejante en un escritor y poeta, naturalmente tan bien dotado 
              y tan egregio como el señor Rubén Darío. A 
              mi ver, si él se olvidase un poco de París, donde 
              habrá pasado dos o tres semanas en su vida, y si pensase 
              más en América, que es su patria y que es donde vive, 
              la originalidad, la gracia y el primor de su prosa y de sus versos 
              serían mayores y más dignos de alabanza que lo son 
              ahora. Prosas Profanas y Otros Poemas se titula el 
              libro de Rubén Darío, impreso en Buenos Aires en 1896, 
              pero que no he recibido hasta hace muy poco. Por nada del mundo limito y refreno yo los vuelos 
              del Pegaso, ni le corto las alas, ni gusto de atajarle en su peregrinación 
              por todos los tiempos y por todas las regiones. Corra y vuele por 
              la India, por Persia, Asiria y Egipto, deténgase a pastar 
              en Arcadia o en las faldas del Parnaso y acabe por ir a París 
              a reposarse de sus correrías. Pero esto no basta, porque 
              conviene que el poeta no sea siempre cosmopolita y exótico, 
              sino que dé muestras de la nacionalidad y de la casta a que 
              pertenece; y conviene también que sus versos, como todo fruto 
              espontáneo y sazonado, tengan el sabor del terruño. Otra falta más capital noto yo en los versos 
              de Rubén Darío: la carencia de todo ideal trascendente, 
              la cual hace que el fondo de los versos sea monótono, a pesar 
              de la espléndida variedad de colores, de imágenes 
              y de primorosos y afiligranados adornos con que el poeta pule, acicala 
              y hermosea muchas de sus composiciones como joyas labradas con amoroso 
              esmero por hábil einspirado artista. No se pueden negar la novedad y la extrañeza 
              con que nos sorprenden y pasman varias de las composiciones contenidas 
              en el tomo de que voy hablando. Mucho hay en él de raro y 
              de nuevo sin caer en lo extravagante; pero lo repito: en el fondo 
              hay monotonía. El amor entre mujeres y hombres, desde que 
              nació la poesía hasta el día de hoy es el asunto 
              más cantado por los poetas y el tema más inagotable 
              de cuanto en verso se escribe. No es ni ha sido con todo, el único 
              tema y el único asunto. Los poetas han cantado las lides 
              y hazañas de los héroes, las glorias de la patria, 
              la magnificencia y hermosura del universo visible, los misteriosos 
              atributos del Hacedor Supremo, la marcha progresiva de la humanidad, 
              sus altos destinos en esta vida y en este planeta, y sus esperanzas 
              inmortales en otra vida mejor y en otros mundos o esferas más 
              puros y brillantes. Los poetas, traspasando en sus raptos líricos 
              todo lo explorado por la ciencia, y aun yendo más allá 
              de los dogmas y de las revelaciones en que por fe creen penetrar 
              con el espíritu, por la amplitud del éter, en las 
              esferas divinas, o desdeñan tal vez las apariencias que nos 
              rodean y buscan y tocan la esencia de los seres, o tal vez se hunden 
              en los abismos del alma y llegan o presumen llegar hasta el origen 
              y causa primera de todo, por quien el alma está sostenida 
              y de quién está como pendiente. Yo no niego lo importante, lo dulce, lo atractivo 
              que es el amor entre la mujer y el hombre. Ya sabemos todos que 
              si no fuese por él no se propagaría nuestra especie, 
              pero, esta propagación y conservación interesarían 
              poco si no fuese por el sublime empleo que dicha especie se jacta 
              de ejercer y si no fuese por los fines altísimos para los 
              que entienden que fue creada y subsiste.  Ahora bien (y sentiré que alguien me tilde 
              en mi censura de severo o hasta de injusto) ¿no se echa de 
              menos en los versos de Rubén Daría todo lo que no 
              es amor sexual y puramente material? Se adornará este amor 
              con todas las galas y con todos los dijes de variadas mitologías; 
              se circundará y tomará por séquito o comitiva 
              musas, ninfas, bacantes, sátiros y faunos; llevará 
              en sus procesiones una sonora orquesta de instrumentos de distintas 
              edades y naciones como tímpanos, salterios, gaitas, sistros, 
              clarines, castañuelas, flautas y liras; pero siempre será 
              el amor de la materia y de la forma sin sentimiento alguno que le 
              espiritualice. Toda su distinción, todo su refinamiento estribará 
              en ciertas alambicadas elegancias de reciente invención y 
              que tal vez supone el poeta que sólo en París se estilan, 
              ya que casi siempre nos habla, no de las mozas de su lugar o de 
              otros lugares de América, sino de heteras parisinas, de duquesas 
              y princesas que seducen a los abates y de otras caprichosas y fantásticas 
              damas, a la Pompadour, que tal vez no existan ni existieron nunca, 
              y cuyas imágenes y traza no toma del mundo real, sino de 
              sus visiones y ensueños y de los libros franceses que ha 
              leído. A pesar de lo dicho (y no se enoje el señor 
              Rubén Darío porque lo diga, ya que no lo diría 
              y me callaría si no reconociese en él un notable poeta, 
              quizá el más característico que ha hablado 
              en América hasta el día presente), a pesar de lo dicho, 
              repito, los versos de Rubén Darío están llenos 
              de novedad y belleza, y dan clarísimo testimonio de lo que 
              su autor puede hacer en cuanto prescinda un poco de las modas de 
              París y tome para asunto de sus cantos objetos más 
              ideales y aventuras, escenas y casos, más propios de su tierra 
              y de su casta. [Artículo del 20 de junio de 1897, recopilado en Ecos 
              argentinos (1901)]
 MARCELINO MENENDEZ PELAYO (Madrid, 1892 y 1911)
 Una nueva generación literaria ha aparecido 
              en la América Central, y uno por lo menos de sus poetas ha 
              mostrado serlo de verdad (1). Es cierto que la producción 
              comienza a ser excesiva y que la cizaña ahoga, como en todas 
              partes de América, el trigo. Los versos son allí una 
              especie de epidemia. No sólo hay Parnaso Guatemalteco, sino 
              Parnaso Costarricense y Nicaragüense, y una Guirnalda Salvadoreña 
              que consta de tres volúmenes: muchos poetas son para tan 
              pequeña república. Pero esta abundancia desordenada 
              ya se irá encauzando con el buen gusto y l disciplina, y 
              por de pronto es indicio de la fertilidad de los ingenios americanos. (1) Claro es que se alude al nicaragüense D. 
              Rubén Darío, cuya estrella poética comenzaba 
              a levantarse en el horizonte cuando se hizo la primera edición 
              de esta obra en 1892. De su copiosa producción, de sus innovaciones 
              métricas y del influjo que hoy ejerce en la juventud intelectual 
              de todos los países de lengua castellana, mucho tendrá 
              que escribir el futuro historiador de nuestra lírica. (Historia de la poesía hispanoamericana 
              (1911).] JOSE MARTI(New York, 1893)
 Yo admiraba altamente el vigor general de aquel escritor 
              único [José Martí], a quien había conocido 
              por aquellas formidables y líricas correspondencias que enviaba 
              a diarios hispanoamericanos como La Opinión Nacional, 
              de Caracas; El Partido Liberal, de México, y, sobre 
              todo, La Nación, de Buenos Aires. Escribía 
              una prosa profusa, llena de vitalidad y de color, de plasticidad 
              y de música. Se transparentaba el cultivo de los clásicos 
              españoles y el conocimiento de todas las literaturas antiguas 
              y modernas; y, sobre todo, el espíritu de un alto y maravilloso 
              poeta. Fui puntual a la cita (en el Harmond Hall, de Nueva York], 
              y en los comienzos de la noche entraba en compañía 
              de Gonzalo de Quesada por una de las puertas laterales del edificio 
              en donde debía hablar el gran combatiente. Pasamos por un 
              pasadizo sombrío; y de pronto, en un cuarto lleno de luz, 
              me encontré entre los brazos de un hombre pequeño 
              de cuerpo, rostro iluminado, voz dulce y dominadora al mismo tiempo, 
              y que me decía esta única palabra: "¡Hijo!".[RUBEN DARÍO: Autobiografía (1912).]
 JOSE ENRIQUE RODO(Montevideo, 1899 y 1916)
 Mal entenderá a los escritores y a los artistas 
              el que los juzgue por la obra de los imitadores y por la prédica 
              de los sectarios. Si yo incurriera en tal extravío del juicio, 
              no tributaría seguramente al poeta, este homenaje de mi equidad, 
              que no es el de un discípulo, ni el de un oficioso adorador. 
              Por lo demás, está aún más lejos de 
              ser el homenaje arrancado, a un espectador de mala voluntad, por 
              la irresistible imposición de la obra. -No creo ser un adversario 
              de Rubén Darío.- De mis conversaciones con el poeta 
              he obtenido la confirmación de que su pensamiento está 
              mucho más fielmente en mí que en casi todos los que 
              le invocan por credo a cada paso. Yo tengo la seguridad de que, 
              ahondando un poco más bajo nuestros pensares, nos reconoceríamos 
              buenos camaradas de ideas. Yo soy un modernista también; 
              yo pertenezco con toda mi alma a la gran reacción que da 
              carácter y sentido a la evolución del pensamiento 
              en las postrimerías de este siglo: a la reacción que, 
              partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, 
              los conduce, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse 
              en concepciones más altas. Y no hay duda de que la obra de 
              Rubén Darío responde, como una de tantas manifestaciones, 
              a ese sentido superior: es en el arte una de las formas personales 
              de nuestro anárquico idealismo contemporáneo; aunque 
              no lo sea -porque no tiene intensidad para ser nada serio- la obra 
              frívola y fugaz de los que le imitan, el vano producir de 
              la mayor parte de la juventud de hoy que juega infantilmente en 
              América el juego literario de los colores.  Por eso yo he separado cuidadosamente, en otra ocasión, 
              el talento personal de Darío, de las causas a que debemos 
              tan abominable resultado: y le he absuelto, por mi parte, de toda 
              pena, recordando que los poetas de individualidad poderosa tienen, 
              en sentir de uno de ellos, el atributo regio de la irresponsabilidad. 
              Para los imitadores, dije entonces, ha de ser el castigo, pues es 
              suya la culpa; a los imitadores ha de considerárseles los 
              falsos demócratas del arte, que, al hacer plebeyas las ideas, 
              al rebajar a la ergástula de la vulgaridad los pareceres, 
              los estilos, los gustos, cometen un pecado de profanación 
              quitando a las cosas del espíritu el pudor y la frescura 
              de la virginidad. Pero la imitación servil eimprudente no es, 
              por cierto, el influjo madurador que irradia de toda fuerte empresa 
              intelectual: de toda alta producción puesta al servicio de 
              una idea y conscientemente atendida. El poeta viaja ahora, rumbo 
              a España. Encontrará un gran silencio y un dolorido 
              estupor, no interrumpidos ni aun por la nota de una elegía, 
              ni aun por el rumor de las hojas sobre el surco, en la soledad donde 
              aquella madre de vencidos caballeros sobrelleva -menos como la Hécube 
              de Eurípides que como la Dolorosa del Ticiano- la austera 
              sombra de su dolor inmerecido. Llegue allí el poeta llevando 
              buenos anuncios para el florecer del espíritu en el habla 
              común, que es el arca santa de la raza; destáquese 
              en la sombra la vencedora figura del Arquero; hable a la juventud, 
              a aquella juventud incierta y aterida, cuya primavera no da flores 
              tras el invierno de los maestros que se van, y enciéndala 
              en nuevos amores y nuevos entusiasmos. Acaso, en el seno de esa 
              juventud que duerme, su llamado pueda ser el signo de una renovación: 
              acaso pueda ser saludada, en el reino de aquella agostada poesía, 
              su presencia, como la de los príncipes que en el cuento oriental 
              traen de remotos países la fuente que da oro, el pájaro 
              que habla y el árbol que canta...[Rubén Darío (1899)]
 Vino [Darío] cuando la necesidad temporal, 
              en poesía de habla española, era la tendencia a la 
              selección, al refinamiento; la reacción contra la 
              espontaneidad vulgar y la abundancia viciosa; el predominio de lo 
              que en la poesía hay de arte sobre lo que hay en ella de 
              confesión sentimental o de energía de propaganda y 
              de combate. Apareció cuando era necesario que repercutiese, 
              en lengua de Góngora y Quevedo, un movimiento de liberación 
              y aristocracia artística que había triunfado en casi 
              todo idioma culto. Y nunca se vio tan preciso acuerdo entre las 
              condiciones de la obra que había de cumplirse y la natural 
              disposición del llamado a ejecutarla. Jamás hubo poeta 
              americano que como él anticipase los caracteres propios de 
              un ambiente de cultura multisecular; que tuviera como él 
              sentido de lo precioso y exquisito: que manejara el oro de los ritmos 
              con tal sutil primor de artífice, que concibiera y dibujara 
              y colorease la imagen con tal delicadeza y tal entendimiento del 
              matiz. Grande es el poeta por su obra personal; pero el 
              agitador en el campo del arte y propagador de formas nuevas, el 
              pontífice lírico, el César de dos generaciones 
              subyugadas por la extraordinaria simpatía de su imaginación, 
              vincula aún, si cabe, mayor prestigio de triunfe y maravilla. 
              Ninguna otra influencia individual se había propagado en 
              América con tal extensión, tal celeridad y tal avasallador 
              imperio. Durante veinte años, no ha habido, de uno a otro 
              confín del Continente, poeta que no llevase, más o 
              menos honda, en el alma, la estampa de aquella garra innovadora. 
              Su dominio trascendió más allá, y por vez primera, 
              en España, el ingenio americano fue acatado y seguido como 
              iniciador. Por él la ruta de los Conquistadores se tornó 
              del ocaso al naciente. Y esta soberanía irresistible es tanto 
              más excepcional y peregrina cuanto que fue alcanzada por 
              la virtud del arte puro, sin la fuerza magnética de un ideal 
              de humanidad o de raza, de esos que convierten el canto del poeta 
              en verbo de una conciencia colectiva. ["En la muerte de Rubén Darío", febrero 
              de 1916, reproducido en Obras Completes de Rodó (Aguilar, 
              1957).]
 JULIO HERRERA Y REISSIG(Montevideo, 1899)
 ¡Puede estar satisfecho el laureado Rubén 
              Darío de esta nueva condecoración de triunfo, al haber 
              encontrado un prosista poeta y un Fidias crítico [José 
              Enrique Rodó] que haya adivinado y esculturado, al mismo 
              tiempo, la Musa exótica y crepuscular del autor de Azul, 
              presentándola en todas sus andrajosidades sublimes y todas 
              sus exquisiteces voluptuosas, sus lujos orientales, su coquetería 
              parisiense, su sensualidad artística, su rareza bizantina, 
              su desnudez aristocrática, su galantería Borboniana 
              y su delicadeza florentina![Tarjeta a José Enrique Rodó, con motivo de su estudio 
              sobre Rubén Darío, fechada el 15 de marzo de 
              1899, y recogida en las Obras Completas, de Rodó (Aguilar, 
              1957).]
 PEDRO HENRIQUEZ UREÑA(La Habana, 1905)
 Su leyenda lo pinta como un Góngora desenfrenado 
              y corruptor. Y cuando se busca en su obra el origen del mito, sólo 
              se encuentran dos o tres detalles que lo sugieren pero no lo justifican: 
              las innovaciones métricas, saludables en su mayoría; 
              el repertorio de imágenes exóticas, siempre pintorescas, 
              rara vez desproporcionadas; las ocasionales sutilezas de estilo, 
              vagamente simbolistas; y los detalles de humorismo, como este paréntesis 
              explicativo en "El reino interior":  (Papemor: eve rata. Bulbules: ruiseñores). La alarma del vulgo lector fue hija del irreflexivo 
              espíritu rutinario. Rubén Darío es un renovador, 
              no un destructor. Los principiantes, como es regla, le imitaron 
              principalmente en lo desusado, en lo anárquico. El por su 
              propia vía, ha ido alejándose cada vez más 
              de la turba de secuaces, impotentes para seguirle en sus peregrinaciones 
              a la región donde el arte deja de ser literario para ser 
              pura, prístina, vívidamente humano. ["Rubén Darío" (1905), en Horas 
              de Estudio (1910). Fue escrito cuando el crítico dominicano 
              residía en La Habana.]
 Después de 1896, en que publicó (en 
              Buenos Aires) Prosas Profanas, y más todavía 
              después en 1905, en que publicó (en Madrid) Cantos 
              de vida y esperanza, Rubén Darío fue considerado 
              como el más alto poeta del idioma desde la muerte de Quevedo. 
              Hacia 1920 se inició la inevitable reacción en contra, 
              pero, sea cual fuere el juicio definitivo que merezca su obra, su 
              influencia ha sido tan duradera y penetrante como la de Garcilaso, 
              Lope, Góngora, Calderón o Bécquer. De cualquier 
              poema escrito en español puede decirse con precisión 
              si se escribió antes o después de él. Sus admiradores 
              sintieron la fascinación de sus imágenes llenas de 
              color, su riqueza de alusiones literarias, su felicidad verbal, 
              y la infinita variedad, flexibilidad y destreza rítmica de 
              su verso, en la que sobrepasa a cualquier otro poeta de nuestro 
              idioma y se iguala a Swinburne en el inglés. Sus detractores 
              le reprochan su preciosismo, su amor excesivo por el mundo externo 
              -en lo que se asemeja a Góngora-, y le hallan falto de una 
              rica intimidad como la de Garcilaso o Bécquer, de una hondura 
              filosófica como la de Fray Luis de León o Quevedo. 
              Su vida emocional fue ciertamente estrecha, y durante sus años 
              mozos pudo parecer superficial; pero posteriormente, en algunos 
              de los Cantos de vida y esperanza y en el Poema del Otoño, 
              llegó a alcanzar la intensidad de la desesperación. 
              Estos poemas, al menos, no dejan duda alguna acerca de su grandeza. 
              Había dado al idioma su más florida poesía, 
              igual a la de Góngora en su juventud: dióle también, 
              en su madurez, su poesía más amarga, comparable a 
              la vejez de Quevedo. Hay dos momentos inmortales en su obra: uno, 
              el alegre descubrimiento de la belleza del "aspecto inmarcesible 
              del mundo" y el florido sendero del placer juvenil: otro, 
              el triste descubrimiento de la fragilidad del amor y de la vaciedad 
              del éxito, la vanidad de la vida y el error de la muerte.[Las corrientes literarias en la América hispánica, 
              curso dictado en la Universidad de Harvard, Cambridge, Mass., en 
              1940-43 y publicado en español en 1945.]
 RUFINO BLANCO FOMBONA(Scheveningue, Holanda, 1907)
 Muy querido Rubén: [...] ¿Quiere que 
              le diga una cosa? ¿Una verdad? Usted dirá que las 
              verdades no tienen nada que hacer con la poesía. Y esta vez, 
              tendrá razón. El hecho es que he sufrido al recibir 
              el libro del portugués sobre usted; pues al frente de la 
              obra lea el divino e infame poema de usted al Águila, 
              que yo no conocía ["Salutación al Águila", 
              de Canto errante, 1907.]¡Cómo no lo han lapidado a usted, querido Rubén! 
              Le juro que lo merece ¿Cómo? ¿Usted, nuestra 
              gloria, la más alta voz de la raza hispana de América, 
              clamando por la conquista? El dolor que me ha producido esa su Águila 
              siniestra y maravillosa, usted sí, lo comprende, porque usted 
              sí me conoce. Hubo sin embargo un momento, cuando leía, 
              en que la nube se disipó; y creí que usted iba a dar 
              la gran lección de raza que empezó con los versos 
              a Roosevelt [en Cantos de vida y esperanza, 1905], y que 
              ahora interrumpe, traiciona, en vez de continuar. Allí donde 
              dice:
 Águila, existe el Cóndor...  creí que usted iba a contarle al Águila 
              cómo el Cóndor fue también testigo, 
              entre los ventisqueros de las más altos cimas de lo tierra, 
              de la muerte y fundación de Imperios, y cómo él 
              vio un día sobre el dorso de los más vastos ríos 
              a Pizarro, con su cruz y su espada, y, sobre el dorso de los más 
              altos montes, a Bolívar con diecisiete banderas en cuyas 
              alas volaban diecisiete sorpresas. Pero no: usted manda al águila yanki que vuele coma una cruz 
              viviente sobre aquellas naciones; y a la América Latina que 
              reciba la mágica influencia del pájaro de Júpiter 
              para que "se cumpla lo prometido en los destinos terrenos".
 ¡Oh, fatalista, iluso poeta, deslumbrado par el vuelo de las 
              águilas... de veinte duros! ¡Oh poeta de buena fe descarriada! 
              ¿Por qué canta usted a los yankis, por qué 
              echó margaritas a los puercos?
 Afortunadamente de todo hemos de hablar. Por ahora no me resta sino 
              pedirle perdón por esta carta antipática y refistolera. 
              Escribir cartas es cosa que nunca aprenderé. Tant mieux!
 [Carta fechada el 3 de agosto de 1907 y recogida en El Archivo 
              de Rubén Darío, de Alberto Ghiraldo (1943). En 
              su respuesta (18 de agosto), también recogida par Ghiraldo, 
              Darío precisa: "¿Saludar nosotros al Águila, 
              sobre todo cuando hacemos cosas diplomáticas...? No tiene 
              nada de particular. Lo cortés no quita lo Cóndor... 
              [...] Por fin, acepto un alón del águila, y lo comeré 
              gustoso -el día que podamos cazarla-; y allí, fíjese 
              bien, anuncio la guerra entre ellos y nosotros."]
 ENRIQUE GONZALEZ MARTINEZ(México, 1911)
 Tuércele el cuello al cisne de engañoso 
              plumaje que da su nota blanca al azul de la fuente;
 él pasea su gracia no más, pero no siente
 el alma de las cosas ni la voz del paisaje.
 Huye de toda forma y de todo lenguaje que no vayan acordes con el ritmo latente
 de la villa profunda... y adora intensamente
 la villa, y que la vida comprenda tu homenaje.
 Mira el sapiente buho cómo tiende las alas 
              desde el Olimpo, deja el regazo de Palas
 y posa en aquel árbol el vuelo taciturno...
 Él no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta 
              pupila, que se clava en la sombra, interpreta
 el misterioso libro del silencio nocturno.
 [Los senderos ocultos (1911). Este poema es réplica 
              de la secuencia "Los cisnes", de Cantos de vida 
              y esperanza (1905).]
 LEOPOLDO LUGONES(París , 1911)
 MENSAJE A RUBEN DARÍOMaestro Darío, yo tengo un encargo
 De la Primavera que llegó anteayer;
 Y como es de amores y no sale largo,
 Sucede que en verso lo voy a poner.
 Dice que no es justo lo que haces con ella,Si habiéndole dado, tesoro sin par,
 Su beso en las flores y su alma en la estrella,
 La olvidas y ahora no quieres cantar.
 Que antes la querías, que no teha hecho nada. 
              Que ya no contestas sus cartas de amor,
 Que desde hace un año, pobre abandonada,
 El último mirlo se porta mejor.
 Que vano y ligero, tu amor fue de un día. 
              Que, a pesar de todo, Musset no era así.
 Que de ella te apartas con melancolía,
 Aunque ella fue siempre buena para ti.
 Que el sauce murmura, que dos ruiseñores Se mueren por ella, como es natural,
 Y aunque está muy triste para otros amores,
 Va sintiendo pena de causarles mal.
 Bien que en ella suele no ser la constancia Más que un frágil moño sobre el corazón,
 Aqueste reproche de perseverancia
 Yo creo, maestro, que tiene razón.
 ¿Quieres que te diga cómo fue?... Sombrío 
              Balcón, ocultaba pareja gentil,
 Y entre dulces versos de Rubén Darío,
 Plateaba los cielos la luna de abril.
 Maestro, recobra tu claro desvelo, Y el labio en la flauta, consuela el amor.
 ¿Qué fuera del alma sin ese consuelo,
 y qué de la rosa sin el ruiseñor?
 [Las Horas doradas (1922). El "Mensaje" 
              está fechado en París, primavera de 1911.)
 HORACIO OUIROGA(San Ignacio, Misiones, 1912)
 He seguido con interés la actuación 
              sudamericana de Darío que, como sabrá, ha andado en 
              hombre célebre por Pernambuco, Rio, Montevideo, y hasta creo 
              que por el Salto! Como usted no ignora, yo tengo viejos rencores 
              con Darío, el principal de todos seguramente por haberme 
              engañado, mezclado con el disgusto de mí mismo por 
              haberme dejado engañar conscientemente. Insisto con usted 
              en que son reducidas las mieles en que liban sus abejas (estilo 
              al caso), y en que fuera de la mitología griega y de algún 
              sentimental juego de emociones, el hombre no sabe ya de dónde 
              sacar poesía. Ciertamente -para entre nos- usted lo sabe 
              como yo y mejor que yo, desde luego. Me exaspera después 
              el bombo al mejor poeta de América, tocado por cualquier 
              Puga o García Velloso. ¡Sabe Dios si estos tuertos 
              aprecian lo bueno que tiene Darío! Rubén no tiene 
              culpa, es posible; pero fomenta la culpa con su abominable falta 
              de carácter. La altivez intelectual de Darío -que 
              la tiene, pues no se haría lo que él hizo contra viento 
              y marea, sin aquélla- me resulta semejante a la virginidad 
              de una vestal que la tuviera aún por no haberse dejado introducir 
              el miembro, real y evidentemente. Y al lado de esto, su falta de 
              altivez en todo lo demás. Usted dijo, refiriéndose 
              a "El amor turbio." [Historia de un amor turbio] 
              que el carácter es condición prima del escritor. Tan 
              cierto es, que aun para atreverse a dilucidar un simple color de 
              crepúsculo, o tocar la palabra justa, se necesita lo que 
              no tiene Darío. La procura de la palabra se parece a una 
              mordida, y el Rubén no tiene golpe decidido y seco de mandíbula.Ahora bien, el otro día tuve un brusco enternecimiento con 
              él, muy hondo, al ver en CyC (Caras y Caretas] 
              una fotografía de tal cual certamen (inauguración, 
              creo, de un ateneo hispanoamericano), en que Darío figuraba 
              sentado al lado de G. [...] y otro similar. La cara de Darío, 
              caída, torcida, ceñuda, era la de un Cristo. Y me 
              conmoví al verlo en esa chusma inmunda, crucificado entre 
              dos G. [...], a él, un poeta, un compañero, teniendo 
              que estar clavado en su silla, lamentablemente degradado hasta el 
              punto de que un G. [...] lo respetaba!
 Desde entonces me he reconciliado lo bastante con él para 
              perdonarle muchas cosas.
 [Carta inédita a Leopoldo Lugones, fechada el 7 de octubre 
              de 1912. La transcripción es de Annie Boule-Christauflour.]
 ALBERTO GERCHUNOFF(París, 1915)
 Muy querido Rubén: [...] ¿Dónde 
              está actualmente el francés que signifique en poesía 
              lo que significa usted? Nuestros compatriotas creen que su obra 
              de usted es de un valor enorme; pero la circunscriben a España 
              y América. Yo le he dicho a usted en Buenos Aires (¡ciudad 
              hermosa y bendita entre todas!) que Francia no tiene ahora un solo 
              poeta cuya obra fundamental valga la menor cosa de la suya. Conversando 
              la otra noche con Francisco García Calderón hemos 
              llegado a este resultado. Verlaine y Banville habrán podido 
              impresionar su carácter artístico mas Banville y Verlaine, 
              a quienes admiro y quiero, son inferiores a usted. Si usted hubiera 
              escrito en lengua francesa sería hoy el poeta universal. 
              Y no es una frase literaria. Es la verdad. Lo es y lo será 
              de todos modos y cada vez en una forma más intensa y más 
              decidida. Y es un poeta universal y secular por los elementos fundamentales 
              y eternos que constituyen la esencia de su poesía: posee 
              tanto la íntima emoción, la medular substancia lírica 
              como el espontáneo esplendor de la forma. Usted es simplemente 
              un poeta sagrado y esto lo diré muy pronto, en España, 
              de una manera documentada y pública. [Carta del crítico argentino, fechada el 15 de diciembre 
              de 1915, y recogida en el Archivo de Rubén Darío, 
              de Alberto Ghiraldo (1943)]
 ANTONIO MACHADO(Castilla, 1916)
 Si era toda en tu verso la armonía del mundo, 
              ¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar?
 Jardinero de Hesperia, ruiseñor de los mares,
 corazón asombrado de la música astral,
 ¿te ha llevado Dionysos de su mano al infierno
 y con las nuevas rosas triunfante volverás?
 ¿Te han herido buscando la soñada Florida,
 la fuente de la eterna juventud, capitán?
 Que en esta lengua madre la clara historia quede; 
              corazones de todas las Españas, llorad.
 Rubén Darío ha muerto en sus tierras de Oro,
 esta nueva nos vino atravesando el mar.
 Pongamos, españoles, en un severo mármol,
 su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más:
 nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo,
 nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan.
 ["A la muerte de Rubén Darío", en 
              Campos de Castilla (1917).]
 MIGUEL DE UNAMUNO(Salamanca, 1916)
 Con esta lengua que el Demonio nos ha dado a los 
              hombres de letras dije una vez delante de un compañero de 
              pluma que a Rubén se le veían las plumas -las de indio- 
              debajo del sombrero; y el que me lo oyó, ni corto ni perezoso, 
              esparció la especie, que llegó a oídos de Darío. 
              Y éste, poco después, el 5 de setiembre de 1907, me 
              escribía desde París: "Mi querido amigo: Ante 
              todo para una alusión. Es con una pluma que me quito debajo 
              del sombrero con la que le escribo. Y lo primero que hago es quejarme 
              de no haber recibido su último libro. Podrá haber 
              diferencias mentales entre usted y yo, pero..." No copio 
              lo que sigue, pues no quiero aparecer haciéndome el propio 
              artículo ante la muerte, aún fresca y palpitante de 
              pena, del óptimo poeta y hombre mejor. Seguía luego la carta así: "Mas yo quisiera 
              también de su parte alguna palabra de benevolencia para mis 
              esfuerzos de cultura". Tampoco debo copiar lo que sigue, 
              y que a mí se refiere, hasta que dice: "Y en cuanto 
              a lo que a mí respecta, una consagración de vida como 
              la mía merece alguna estimación, ¿Alguna estimación? 
              ¿Nada más que alguna estimación?." 
              ¡Noble Rubén! ¡Con qué dignidad, con qué 
              nobleza se quejaba de una conducta que, en verdad, no debí 
              haber para con él seguido!
 La carta acababa así: "La independencia y la seriedad 
              de su modo de ser le anuncian para la justicia. Sobrio y aislado 
              en su felicidad familiar, debe comprender a los que no tienen tales 
              ventajas. Usted es un espíritu director. Sus preocupaciones 
              sobre los asuntos eternos y definitivos le obligan a la justicia 
              y a la bondad. Sea, pues, justo y bueno. Ex toto corde, Rubén 
              Darío."
 Han pasado más de ocho años de esto; muchas veces 
              esas palabras de noble y triste reproche del pobre Rubén 
              me han sonado dentro del alma, y ahora parece que las oigo salir 
              de su enterramiento aún mollar. ¿Fui con él 
              justo y bueno? No me atrevo a decir que sí.
 Quería alguna palabra de benevolencia para sus esfuerzos 
              de cultura de parte de aquellos con quienes se creía, por 
              encima de diferencias mentales, hermanado en una obra común. 
              Era justo y noble su deseo. Y yo, arando solo mi campo, desdeñoso 
              en el que creía mi espléndido aislamiento, meditando 
              nuevos desdenes, seguí callándome ante su obra. ¿Fue 
              esto justo y bueno? No me atrevo a decir que sí.
 Él, por su parte, no se calló ante la mía. 
              Ante mi obra poética, quiero decir. Cuando publiqué 
              mi primer volumen de poesías, lo mejor, sin duda, lo más 
              cordial que sobre ellas se dijo, fue lo que dijo Rubén en 
              un artículo de La Nación bonaerense. No lo 
              olvidaré nunca. Y las cartas que después me escribió 
              fueron nobles, sinceras y dignas. Y es que aquel óptimo poeta 
              era un hombre mejor.
 Le acongojaban las eternas eíntimas inquietudes del espíritu 
              y ellas le inspiraron sus más profundos, sus más íntimos, 
              sus mejores poemas. No esas guitarradas que se suelen citar cuando 
              de su poesía se habla, eso de "la princesa está 
              triste: ¿qué tendrá la princesa?", 
              o lo del "ala aleve del leve abanico", que no pasan 
              de leves cosquilleos a una frívola sensualidad acústica; 
              versos de salón sin intensidad ninguna. Porque el pobre Darío 
              tuvo la triste suerte de todos los que de verdad remueven y ahondan 
              y renuevan, y es que de lo suyo adquiera más pronta y extensa 
              boga lo menos suyo y lo más flojo. Si me hubiera dejado guiar 
              por lo que de él me recitaban los que decían admirarle 
              más, no le hubiese leído nunca. ¡Fortuna grande 
              que le conocí y descubrí al hombre, y éste 
              me llevó al poeta! Al indio -lo digo sin asomo de ironía; 
              más bien con pleno acento de reverencia-, al indio que temblaba 
              con todo su ser, como el follaje de un árbol azotado por 
              el cierzo, ante el misterio. Pues para él era el mundo en 
              que erró, peregrino de una felicidad imposible, un mundo 
              misterioso.
 ["¡Hay que ser justo y bueno, Rubén!", 
              artículo publicado el 15 de marzo de 1916, y reproducido 
              en Obras Completas, tomo VIII, Aguado, 1961]
 ALFONSO REYES(Madrid, 1923)
 La obra de Rubén Darío fue obra de 
              concordia latina. América, desde la hora de su autonomía, 
              venía padeciendo las dos circulaciones contrarias del ser 
              que se arranca de la madre. Y mientras, por su parte, la expresión 
              del alma española se purificaba en los mejores gramáticos 
              que ha tenido la lengua -los americanos Andrés Bello, Rufino 
              José Cuervo, Rafael Ángel de la Peña, Marcos 
              Fidel Suárez-, por otra parte, se dejaba sentir una honda 
              conmoción de sublevaciones más que juveniles: "¡Desespañolicémonos!" 
              gritaba el argentino Sarmiento. ¡Desespañolicémonos!, 
              gritaba el mexicano Ignacio Ramírez, en controversia contra 
              nuestro gran Castelar... Estos no eran independientes: no están 
              aún desarticulados del centro hispano; eran todavía 
              hijos adolescentes que se alzan contra las tradiciones y costumbres 
              caseras, por su misma incapacidad de reformarlas a su gusto. Más 
              tarde llegará la hora adulta, la hora en que el americano 
              pueda amar a España sin compromisos, sin explicaciones y 
              sin protestas. La hora en que, sintiéndose otro, el hombre 
              se siente semejante a sus familiares y como justificado en ellos. 
              Los Dióscuros americanos Rubén Darío y José 
              Enrique Rodó trazan, en trayectorias gemelas, esta elocuente 
              declinación hacia España. Habéis escogido la 
              más alta realización de América para sellar, 
              con su recuerdo, la Fiesta de la Raza, y resulta que, de paso, habéis 
              escogido el nombre de aquel en quien con más plenitud se 
              expresa esta voluntad de amor a España por parte de una América 
              ya emancipada y ya consciente de sus destinos. Porque ya no está 
              en discusión -sino entre los necios y los sordos- el radical 
              casticismo de Rubén Darío. "Francesismo" 
              se ha dicho. Y es verdad, porque Rubén Darío trajo 
              a la masa de la lengua española, trajo a la atmósfera 
              del alma española, cuanto el mundo tenía entonces 
              que aprender de Francia. Acaso su condición de hijo de América 
              le ayudaba a dar el salto mortal del espíritu. Nicaragua 
              pesa sobre la mente mucho menos que España, y fue uno de 
              los hijos más pobres el que se echó al mundo a conquistar, 
              para toda la familia, las cosas buenas que entonces había 
              por el mundo. Y un día volvió -hoy así lo vemos- 
              cargado y reluciente de joyas, como un rey de fábulas.En la gran renovación de la sensibilidad española, 
              que precipita a América sobre España -donde España 
              puede ya sacar el consuelo de sentirse reivindicada por los mismos 
              a quienes se pretendía presentar como víctimas del 
              terror hispano-, Rubén Darío desató la palabra 
              mágica en que todos habíamos de reconocernos como 
              herederos de igual dolor y caballeros de la misma promesa.
 Poeta sumo, hombre vertiginoso, alma traspasada de sol, tramó 
              con lo más íntimo de sus ternuras y lo más 
              atronador de sus furores la escala de hexámetros de oro, 
              el himno de esperanza más grande que vuela sobre las alas 
              de la lengua:
 ¡Inclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda!
 ¡Espíritus fraternos, luminosas almas, salve!
 ["Rubén Darío, genio municipal", 
              en Los dos caminos, cuarta serie de Simpatías y 
              diferencias (1923).]
 JOSE BERGAMIN(Madrid, 1923)
 Se equivocaron los criados y han servido a las señoras 
              el fuerte y seco coñac de oro de la poesía de Bécquer 
              y a los caballeros el almibarado licor, empalagosa composición 
              química, de la poesía de Rubén Darío. Bécquer es apasionado, Rubén Darío, 
              sentimental. Bécquer empieza por poner al desnudo su sentimiento; 
              por eso consigue, libertándose, la sencillez de la expresión 
              permanente de la belleza. La castidad de la desnudez es prueba de virilidad, 
              poesía de Bécquer; la sensualidad de los ropajes, 
              de afeminamiento: poesía de Rubén Darío. El lirismo de Rosalía de Castro es el de la 
              gaita, el de Bécquer, el del bordón de la guitarra. Rubén Darío pasó, como Verlaine. 
              Se pasaron de moda porque no tenían estilo, sino modo, amaneramiento, 
              retórica. Aunque se vistan de colorines, las negras no pueden 
              nunca resultar cursis, porque son simplemente negras. La poesía 
              de Rubén Darío, vestida siempre de colorines, tampoco 
              es cursi, es negra. Con el chin-chin de sus platillos, Rubén Darío 
              entusiasma el mal gusto negro que casi todo el mundo lleva dentro. Con una inconsciencia de arribista, verdaderamente 
              genial, Rubén Darío restableció, como si fuese 
              una gracia, toda la ramplonería rítmica que la poesía 
              española había ido eliminando durante siglos. Aún hay quienes con los restos del guardarropa 
              seudoparnasiano de Rubén Darío se quieren disfrazar 
              de "poeta"; pero se les conoce en seguida, porque, 
              además, no tienen en cuenta que hace ya mucho tiempo que 
              no estamos en carnaval. Valle-Inclán queda aparte, como el 
              único superviviente de la mascarada -y también porque 
              es una máscara por naturaleza. [El cohete y la estrella (1923), aforismos suprimidos en 
              la reedición de 1942. Posteriormente, Bergamín ha 
              reconocido la grandeza de Darío.]
 JORGE LUIS BORGES(Buenos Aires, 1930 y 1954)
 Vincular esas naderías [unos poemas de Evaristo 
              Carriego, en Las misas herejes] con el simbolismo es desconocer 
              deliberadamente las intenciones de Laforgue o de Mallarmé. 
              No es preciso ir tan lejos: el verdadero y famoso padre de esa relajación 
              fue Rubén Darío, hombre que a trueque de importar 
              del francés unas comodidades métricas, amuebló 
              a mansalva sus versos en el Petit Larousse con una tan infinita 
              ausencia de escrúpulos que panteísmo y cristianismo 
              eran palabras sinónimas para él y al representarse 
              aburrimiento, escribía nirvana (1). (1) Conservo estas impertinencias para castigarme 
              por haberlas escrito. En aquel tiempo creía que los poemas 
              de Lugones eran superiores a los de Darío. Es verdad que 
              también creía que los de Quevedo eran superiores a 
              los de Góngora. (Nota de 1954 ) [Evaristo Carriego (1930). La nota pertenece 
              a la reedición de 1954.] AMADO ALONSO(Buenos Aires, 1932)
 El sentimiento poetizado en "Lo Fatal" 
              no se lo prestó nadie. Era en él obsesionante, y según 
              confidencias de amigos, que aprovechan enemigos, su miedo a la muerte 
              llegó a ser morboso. En los Otros Poemas que Rubén 
              publicó juntamente con sus Cantos de Vida y Esperanza, 
              el tema aparece con notable insistencia. Tres veces es la melancolía 
              o la angustia de la desorientación de la vida. "Melancolía": 
             Hermano, tú que tienes la luz, dime la 
              mía. Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
 "Letanía de Nuestro Señor Don 
              Quijote":Ruega por nosotros, hambrientos de vida,
 Con el alma a tientas, con la fe perdida,
 Llenos de congojas...
 En "La dulzura del Angelus", donde 
              el sentimiento se hace angustioso, como en "Lo Fatal", 
              la representación se nos da también en forma díctica: Y esta atroz amargura de no gustar de nada,De no saber adónde dirigir nuestra proa...
 Y sobre todo en el "Nocturno" que 
              empieza: Quiero expresar mi angustia en versos que abolida 
              no sólo se insiste en el sentimiento de desorientación, 
              sino en el espanto inevitable de la muerte, y en el horror al desconocido 
              más allá, en lo efímero de nuestro paso por 
              el mundo y en el sufrimiento que es la vida: La conciencia espantable de nuestro humano cieno 
              Y el horror de sentirse pasajero, el horror
 De ir a tientas, en intermitentes espantos,
 Hacia lo inevitable desconocido y la
 Pesadilla brutal de este dormir de llantos
 De la cual no hay más que Ella que nos despertará.
 Las palabras de significación extrema, terror, 
              horror, espanto, inevitable, seguro, acrecientan la semejanza 
              de este pasaje con "Lo Fatal". El sentimiento, y la materia poetizada, eran bien 
              de Rubén Darío. Bien vivo y sufrido. Pero vivir no 
              es poetizar. Al contrario, toda poetización es un sacrificio 
              de la vida, una traición a la vida ("el pecado de 
              poetizar en vez de ser", como dijo con patetismo romántico 
              Kierkegaard); un salirse de lo vivido y plantarse frente a él. 
              No es poeta la madre que desfallece de dolor por la muerte de su 
              hijo, sino quien agarrado por ese dolor -directamente o al instalarse 
              por simpatía, por consentimiento en otra alma dolorida- consiga 
              contemplar ese dolor objetivado. Es evidente que en ninguno de los 
              pasajes análogos aducidos, Rubén logró la plena 
              objetivación de su sentimiento angustioso. Sólo en 
              "Lo Fatal". En los otros poemas sucedía 
              que lo objetivado por la creación poética se apoyaba 
              incidentalmente ("Letanía", "Melancolía") 
              o fundamentalmente ("Nocturno", "La dulzura 
              del Angelus") en ese sentimiento; pero en "Lo Fatal" 
              es él mismo en sí lo objetivado, visto como un algo 
              que es, que tiene sus leyes de coherencia y validez, frente al cual 
              se planta la conciencia del poeta y puede dialogar: Yo... Tú... 
              Y en esta objetivación, en esta creación poética, 
              la cuarteta de Miguel Ángel ha intervenido con doble siglo: 
              como incitación y como reactivo.  La broma de Miguel Ángel le dio a Rubén 
              en el dedo malo. Y de repente se le aparece a los ojos toda su desventura 
              perfilada, conformada, objetivada. No ver y no sentir sí 
              es gran ventura, pero no irónicamente, sino completamente 
              en serio; no como un episodio pasajero, mientras duran la vergüenza 
              y el daño, sino como una trágica realidad permanente 
              y sin escape; no por razones externas sino por la esencia misma 
              de la vida. Cada "no" que el alma de Rubén 
              gritaba a Miguel Ángel era un rasgo decisivo en la fisonomía 
              de su objeto poético. Era un acto de creación poética. 
              O más exactamente: todos esos "no" se cumplen 
              en un acto conjunto de creación poética, porque el 
              sentimiento poetizado se le presenta a la conciencia con esa triple 
              condición. La triple oposición del sentimiento de 
              Miguel Ángel interviene en la creación de Rubén 
              con un sentido de contraste. Eso es lo que hizo que estos tres rasgos 
              fisonómicos sean decisivos, característicos en la 
              confrontación y estructura del objeto poético.["Estilística de las fuentes literarias. Rubén 
              Darío y Miguel Ángel" (1932), recogido en 
              Materia y forma en poesía (1955).]
 PABLO NERUDA Y FEDERICO GARCIA LORCA(Buenos Aires, 1934)
 Neruda: Señoras...Lorca: ... y Señores: Existe en la fiesta de los toros 
              una suerte llamada "toreo al alimón" en que dos 
              toreros hurtan su cuerpo al toro cogidos de la misma capa.
 N: Federico y yo, amarrados por un alambre eléctrico, 
              vamos a parear y responder esta recepción muy decisiva.
 L: Es costumbre en estas reuniones que los poetas muestren su 
              palabra viva, plata o madera, y saluden con su voz propia a sus 
              compañeros y amigos.
 N: Pero nosotros vamos a establecer entre vosotros un muerto, 
              un comensal viudo, oscuro en las tinieblas de una muerte más 
              grande que otras muertes, viudo de la vida, de quien fuera en su 
              hora marido deslumbrante. Nos vamos a esconder bajo su sombra ardiendo, 
              vamos a repetir su nombre hasta que su poder salte del olvido.
 L: Nosotros vamos, después de enviar nuestro abrazo con 
              ternura de pingüino al delicado poeta Amado Villar, vamos a 
              lanzar un gran nombre sobre el mantel, en la seguridad de que se 
              han de romper copas, han de saltar los tenedores, buscando el ojo 
              que ellos ansían, y un golpe de mar ha de manchar los manteles. 
              Nosotros vamos a nombrar al poeta de América y de España: 
              Rubén...
 N: Darío. Porque, señoras...
 L: ... y señores
 N: ¿Dónde está, en Buenos Aires, la plaza 
              de Rubén Darío?
 L: ¿Dónde está la estatua de Rubén 
              Darío?
 N: Él amaba los parques ¿Dónde está 
              el parque Rubén Darío?
 L: ¿Dónde está la tienda de rosas de Rubén 
              Darío?
 N: ¿Dónde está el manzano y las manzanas 
              de Rubén Darío?
 L: ¿Dónde está la mano cortada de Rubén 
              Darío?
 N: ¿Dónde está el aceite, la resina, el 
              cisne de Rubén Darío?
 L: Rubén Darío duerme en su "Nicaragua natal" 
              bajo espantoso león de marmolina, como esos leones que los 
              ricos ponen en los portales de sus casas.
 N: Un león de botica, a él, fundador de leones, 
              un león sin estrellas a quien dedicaba estrellas.
 L: Dio el rumor de la selva con un adjetivo, y como Fray Luis 
              de Granada, jefe del idioma, hizo signos estelares con el limón, 
              y la pata de ciervo, y los moluscos llenos de terror e infinito; 
              nos puso al mar con fragatas y sombras en las niñas de nuestros 
              ojos y construyó un enorme paseo de Gin sobre la tarde más 
              gris que ha tenido el cielo, y saludó de tú a tú 
              el ábrego oscuro, todo pecho, como un poeta romántico, 
              y puso la mano sobre el capitel corintio con una duda irónica 
              y triste, de todas las épocas.
 N: Merece su nombre recordarlo en sus direcciones esenciales 
              con sus terribles dolores del corazón, su incertidumbre incandescente, 
              su descenso a los hospitales del infierno, su subida a los castillos 
              de la fama, sus atributos de poeta grande, desde entonces y para 
              siempre e imprescindible.
 L: Como poeta español, enseñó en España 
              a los viejos maestros y a los niños, con su sentido de universalidad 
              y de generosidad que hace falta en los poetas actuales. Enseñó 
              a Valle-Inclán y a Juan Ramón Jiménez, y a 
              los hermanos Machado, y su voz fue agua y salitre, en el surco del 
              venerable idioma. Desde Rodrigo Caro a los Argensolas o don Juan 
              Arguijo no había tenido el español fiestas de palabras, 
              choques de consonantes, luces y forma como en Rubén Darío. 
              Desde el paisaje de Velázquez y la hoguera de Goya y desde 
              la melancolía de Quevedo al culto color manzana de las payesas 
              mallorquinas, Darío paseó la tierra de España 
              como su propia tierra.
 N: Lo trajo a Chile una marea, el mar caliente del Norte, y lo 
              dejó allí el mar, abandonado en costa dura y dentada, 
              y el océano lo golpeaba con espumas y campanas, y el viento 
              negro de Valparaíso lo llenaba de sal sonora. Hagamos esta 
              noche su estatua con el aire, atravesada por el humo y la voz y 
              por las circunstancias, y por la vida, como esta su poética 
              magnífica, atravesada por sueños y sonidos.
 L: Pero sobre esta estatua de aire yo quiero poner su sangre 
              como un ramo de coral, agitado por la marea, sus nervios idénticos 
              a la fotografía de un grupo de rayos, su cabeza de minotauro, 
              donde la nieve gongorina es pintada por un vuelo de colibrís, 
              sus ojos vagos y ausentes de millonario de lágrimas, y también 
              sus defectos. Las estanterías comidas ya por los jaramagos, 
              donde suenan vacíos de flauta, las botellas de coñac 
              de su dramática embriaguez, y su mal gusto encantador, y 
              sus ripios descarados que llenan de humanidad la muchedumbre de 
              sus versos. Fuera de normas, formas y escuelas queda en pie la fecunda 
              sustancia de su gran poesía.
 N: Federico García Lorca, español, y yo, chileno, 
              declinamos la responsabilidad de esta noche de camaradas, hacia 
              esa gran sombra que cantó más altamente que nosotros, 
              y saludó con voz inusitada a la tierra argentina que pisamos.
 L: Pablo Neruda, chileno y yo, español, coincidimos en 
              el idioma y en el gran poeta nicaragüense, argentino, chileno 
              y español, Rubén Darío.
 N: y L: Por cuyo homenaje y gloria levantamos nuestro vaso.
 ["Discurso al alimón sobre Rubén Darío", 
              reproducido en Obras Completas, de Federico García 
              Lorca (Aguilar, 1960).]
 JUAN RAMON JIMENEZ(Miami, 1940)
 ¡Cuánto he pensado que Rubén 
              Darío era, no un lobo de mar, un raro monstruo humano marino, 
              bárbaro y esquisito a la vez! Siempre fue para mi mucho más 
              ente de mar que de tierra. Al paisaje polvoriento poco lo sorprendí 
              entregado; creo que no sentía bastante lo pedrero: la arena 
              ya le encontraba la planta. En España, lo sentí vivir 
              más por Málaga, por Mallorca. Desde ellas me envió 
              ramos de versos. Madrid lo cerraba y lo enroscaba hipnotizado como 
              una serpiente marina. El posible mar madrileño le abría 
              las narices; sintiéndolo o presintiéndolo olía 
              y gustaba por todos sus poros y todos los puntos de la rosa de los 
              vientos el efluvio de Venus. Lo vi mucho tornando, con su whisky, 
              mariscos. El mismo tenía algo de gran marisco náufrago. 
              Y, sin duda, su instrumento sonoro favorito era el caracol. Su poesía 
              ¿no es una cantata de caracol y lira?... y oigo un rumor de olas y un incógnito acento...
 Mucho mar hay en Rubén Darío, mar pagano. No mar metafísico, 
              ni mar, en él, psicolójico. Mar elemental, mar de 
              permanentes horizontes históricos, mar de ilustres islas. 
              Su misma técnica era marina. Modelaba el verso con plástica 
              de ola: hombro, pecho, cadera de ola: muslo, vientre de ola; le 
              daba empuje, plenitud pleamarinos, altos, llenos de hervoroso espumeo 
              lento de carne contra agua. Sus iris, sus arpas, sus estrellas eran 
              marinos, todos sus mares, Atlánticos, Pacíficos, Mediterráneos, 
              eran uno: mar de Citeres:
 ...y los faros celestes prendían sus farolas...
 Rubén Darío andaba siempre mareado de la ola, de la 
              Venus, de la sal, del tónico. No sabía nunca qué 
              hacer, así, con su levita, sus guantes, su sombrero de copa, 
              y menos con su disfraz diplomático. No eran estos sus trajes 
              ni como favorito plenipotenciario de su reina oriental, ni como 
              almirante de su dios Neptuno. Él tenía colgado en 
              la percha de su pensión su desnudo mayor. Por eso lo encontraron 
              a veces caído en la acera; se enredaba en el uniforme. Su 
              mole redonda y grasa de pie pequeño, como de tiburón 
              en pie, digo, en cola, no podía con el chaleco. A veces me 
              lo figuro como un sultán delfínico faúnico 
              de los corales, entre las sirenas de su harén acuático. 
              No, no, señores; su vaivén rítmico de siempre 
              no era tanto de mareos de Noé como de alzada, batida de océano. 
              Cuando sacaba su reloj anacrónico, yo comprendía, 
              por los golpecitos que le daba y por su mirar perdido a los cuatro 
              vientos, bocacalles de lo salado imposible, que lo que lo orientaba 
              era una brújula:
 ...cual si fuera el rudo son...
 Su patria verdadera fue la isla, de los Argonautas, de Citeres, 
              de Colón. Su palabra favorita, "archipiélago". 
              Cuando se la decía hacia dentro, parecía que se la 
              estaba engullendo como una docena de ostras, con gula de jigante 
              marino enamorado. Las tierras continentales no tenían otra 
              razón de vida para él que ser paraíso accidental 
              de las especies divinas y humanas descendientes de Venus. Siempre 
              Venus, vijilándolo, desde la juventud, mujer isla del espacio 
              verde:
 ...Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar.
 [Españoles de tres mundos (1942). La 
              caricatura lírica de Darío es de 1940, cuando el poeta 
              español vivía en Coral Gables, Miami.) PEDRO SALINAS(Baltimore, 1948)
 Mantuvo el erotismo agónico a Darío 
              en estado de guerra permanente. Los dos antagonistas en que estaba 
              desgarrada su naturaleza, apenas si le daban punto de reposo -momentos 
              de exaltación y jubilosa inconsciencia-, treguas de descanso 
              que separaban los actos de la dilatada tragedia. El poeta siente 
              imponerse a su ánimo la terrible verdad de que la lucha es 
              el destino inescapable de todo afán erótico que desee 
              su perduración. De ahí le nace un anhelo creciente 
              de paz. Pues bien, después de leídos atentamente sus 
              poemas sociales, se nos impone la evidencia de que el hilo espiritual 
              donde quedan todos ensartados es la prédica de paz, la esperanza 
              de la paz, el sueño de la paz. ¡Curioso mecanismo de 
              transferencia de esfera a esfera, de tema a tema! Lo imposible dentro 
              del círculo de un tema, lo erótico, ¿no será 
              posible en el círculo del otro, lo social? Darío ve 
              que los hombres lidian entre sí, como en su alma los dos 
              antagonistas, y que la unidad de lo humano colectivo está 
              tan desgarrada como la de su ser individual, entre fuerzas del bien 
              y fuerzas del pecado. De esa conciencia entre una y otra pugna, 
              nace, colmada de angustia y de sinceridad, la súplica del 
              mayor de los bienes, la paz. La pide para todos, él que la 
              estuvo esperando la vida entera para sí mismo. Se suma Rubén 
              a sus hermanos tristes y vuelto uno más de la grey sufridora 
              el gran angustiado erótico recoge la voz de Petrarca, y con 
              ella demanda a gritos para la humanidad entera la paz ansiada, De 
              seguro que ese grito civil y de ágora rebotaba, delicadamente 
              vuelto eco, en su interior, y allí significaba otra cosa, 
              solicitaba otra paz: la suya, la de su alma individual, la paz entre 
              el ángel y el sátiro.Esa tragedia del poeta empezó, como sabemos, el día 
              en que se arrostraron por primera vez lo erótico y el tiempo, 
              Eros y Chronos. De ese careo sale ya condenado a derrota, en el 
              futuro, el erotismo. Los heroicos intentos -Poema de Otoño- 
              para disimularse su incapacidad fatal de durar sólo dejan 
              huellas de amargura o melancolía. No puede servir el placer 
              erótico de razón suficiente de vida; porque, en cuanto 
              llamado a morir también, dejaría al hombre sin razón 
              de ser, vacío, tan pronto como él desapareciera. El 
              erotismo es mortal, y por eso hace iguales a los hombres en el sentimiento 
              angustioso del pasar. Pero he aquí que en otro orbe de la 
              vida se alza una forma de acción, un empleo de la energía 
              humana, en el que se promete la eternidad. Es el arte y la creación 
              artística. Pensemos en el sepulcro de Lorenzo, en Florencia. 
              Pasó el mozo, pasaron con él sus bizarrías, 
              y deportes. Pero perdura el monumento que sobre esos tristes restos 
              alzara el arte de Miguel Ángel: la figura del caballero de 
              piedra, el que es, hija del arte, sobrevive con mucho a la carne 
              y a las primaveras del caballero que fue. ¡Soberbia perspectiva 
              de eternidad, la que está brindando al que la sueña 
              el Arte! Allí, en su mundo, todo es pureza, servicio a los 
              altísimos designios, faena de ángeles. Y el alma atribulada, 
              el herido de sed de eternidad para los besos, de perfección, 
              para el abrazo, huye de toda pareja carnal y se entrega a la pasión 
              más pura de todas: el Arte, en donde quedarán compensados 
              por las musas las verdaderas, las únicas, las familiares 
              a Pegaso, tantos quebrantos y desilusiones traídos por las 
              impostoras de un momento, las falsas musas, las de carne y hueso. 
              Dentro de la zona del erotismo Rubén las proclamó 
              las mejores. Pero ¿es que no podemos ver ahora oteando su 
              obra entera, toda a la vista y en conjunto, que en el balance final 
              de su alma, Rubén Darío se desdice de lo dicho y volviendo 
              la espalda a las del parisiense Parnaso, a las musas fáciles 
              de Mont-parnasse, las olvidadizas, vira su amor devoto a la de la 
              fuente Castalia que, por hijas de Mnemósine ni olvidan nunca 
              ni son jamás olvidadas?
 Radica el erotismo en el mismísimo más profundo centro 
              de la naturaleza y la poesía de Darío. Dos bienes 
              hay que allí, en ese círculo, no se encuentran: paz 
              y eternidad. Sale Rubén de ese cerco erótico, entra 
              en otros, más de afuera, y vislumbra señales de que 
              en ellos se le puede alcanzar lo que en el otro se le niega. Los 
              hombres es posible acaso que vivan en paz: el arte posee, a diferencia 
              del goce erótico, gracia de eternidad, Y entonces opera el 
              mecanismo de transferencia poniendo e comunicación los tres 
              temas, de suerte que dos de ellos sirvan equívocamente de 
              compensadores a la íntima necesidad insastisfecha del otro. 
              Darío, fuerza de gran poeta, se engaña con las palabra 
              que se inventa. Con la palabra paz, que bien sabe él, al 
              cantarla para la humanidad, que no es la misma que él busca 
              para sí; con el vocablo eternidad, jamás aplicable, 
              como desearía, al placer amoroso, pero que vale y rige, en 
              la esfera del arte y cuya resonancia llega, consoladora, a todas 
              partes, hasta el abismo erótico. ¡Gran equivoco! Pero 
              ¿es qué no está la plena verdad poética 
              como premio al final de los luminosos laberintos, de los resplandecientes 
              equívocos de la poesía? Ella, como todo arte, arriba 
              a la claridad atravesando entre luces de equívocos.
 Así se adunaron por fin, equívocamente, en el alma 
              de Darío el anhelo erótico, la paz y la eternidad. 
              Esa fue su ultimo engaño, revelador de su última y 
              definitiva verdad.
 [La poesía de Rubén Darío (1948). En 
              esta fecha, Salinas enseñaba en la John Hopkins University, 
              Baltimore.]
 RAIMUNDO LIDA(México, 1950)
 A pesar de sus arranques contra la estrechez de academias 
              y preceptivas, Darío no se rinde al culto romántico 
              de la improvisación. Si sus cuentos son de poeta, y de poeta 
              que con frecuencia prorrumpe en sonoras alabanzas de la poesía, 
              lo son, además, de escritor consciente y enamorado de su 
              oficio. Manifiestos, artículos de critica, memorias semblanzas 
              -páginas todas que suelen ilustrarnos indirectamente sobre 
              cómo se veía Rubén a si mismo o sobre cómo 
              hubiera deseado ser- confirmarán esa actitud reflexiva, de 
              artista no sólo de crear, sino también de saber con 
              claridad lo que se trae entre manos. [Estudio preliminar a Cuentos Completos, de Rubén 
              Darío (Fondo de Cultura Económica. 1950) El crítico 
              argentino enseñaba entonces en El Colegio de México.]
 DAMASO ALONSO(Madrid, 1952)
 ¿Bécquer, poeta contemporáneo?-Bécquer es el punto de arranque de toda la poesía 
              contemporánea española. Cualquier poeta de hoy se 
              siente mucho más cerca de Bécquer (y, en parte, de 
              Rosalía de Castro) que de Zorrilla, de Núñez 
              de Arce o de Rubén Darío.
 -¿Más que de Rubén Darío?
 -Los poetas de hacia 1900 tienen una gran deuda con Rubén 
              Darío y con el "modernismo" en general. 
              Las Soledades de Antonio Machado, publicadas en 1903 (y estudiadas 
              parcialmente en el presente volumen), lo prueban, sin género 
              de duda, y elijo el ejemplo de Machado porque es el que parecería 
              más desfavorable. Pero lo que salvó a la generación 
              de nuestros mayores (Antonio y Manuel Machado, Juan Ramón 
              Jiménez) fue el haber comprendido que ellos, si querían 
              "ser", tenían que alejarse de Rubén 
              Darío. Se fueron desnudando, unos más rápidamente 
              que otros, de las sonoridades exteriores, de los halagos del color, 
              etc., para buscar músicas y matices casi sólo alma. 
              Bien evidente es esto en Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez. 
              Y tanto como se alejaban de Rubén Darío se aproximaban 
              a la esfera del arte de Bécquer. Por eso es Bécquer 
              -espiritualmente- un contemporáneo nuestro, y por eso su 
              nombre abre este libro y, en cierto modo, también lo cierra.
 Prólogo a Poetas españoles contemporáneos 
              (1952).]
 ENRIQUE ANDERSON IMBERT(Michigan, 1952)
 En 1896, al publicar Prosas profanas, debió 
              de sentir sobre sí la responsabilidad del nuevo movimiento. 
              Martí, Gutiérrez Nájera, Del Casal, Silva, 
              todos acababan de morir prematuramente. Otros, de más edad 
              que él, marchaban hacia el mismo sitio por caminos separados 
              (Diez Mirón, Leopoldo Diez), se desviaron para juntársela. 
              Pero los coetáneos o los más jóvenes lo rodearon 
              (Lugones, Nervo) y se formó así la llamada "segunda 
              generación modernista". [La expresión es 
              de Pedro Henríquez Ureña.] No tomar al pie de la letra 
              sus afirmaciones de independencia: "no tengo escuela", 
              "que nadie siga mis huellas", etc. Eran las fórmulas 
              de la glorificación del artista como ser solitario y divino, 
              corrientes desde el romanticismo. Además, la nueva Estética 
              insistía en la anarquía estilística. En el 
              fondo Rubén Darío estaba contento con su grupo. Sabía 
              que era un grupo americano, con las raíces en estas tierras 
              pobres aunque parecieran desarraigados, libres de España 
              porque eran de colonias españolas, afrancesados porque apenas 
              conocían Francia, ilusionados por su arte cosmopolita porque 
              el espejismo de oasis es una ilusión de los desiertos, insatisfechos, 
              no desertores, americanísimos, en una palabra, por lo mismo 
              que escapaban de América.["Rubén Darío, poeta", en Poesía, 
              de Rubén Darío (Fondo de Cultura Económica, 
              1952). El crítico argentino enseñaba entonces en la 
              Universidad de Ann Arbor, Michigan.]
 C. M. BOWRA(0xford, 1955)
 Darío tuvo la suerte de nacer en una época 
              en que la poesía de su propia lengua no tenía nada 
              que enseñarle, y se volvió hacia Francia en busca 
              de ayuda e inspiración. Allí las encontró en 
              abundancia, y ellas lo convirtieron en un poeta. Sin embargo, no 
              todo fue suerte, ya que su carácter, sencillo y natural, 
              se adecuaba más a un arte menos elaborado, menos sofisticado 
              y ambicioso. Su formación francesa impuso a su espíritu, 
              extremadamente receptivo, una manera que desarrolló con notable 
              brillo y variedad pero que muchas veces su vida interior le obligó 
              a modificar o rechazar. Esto deformó el desarrollo de su 
              talento y lo hizo parecer un discípulo menor de la escuela 
              simbolista, cuando podría haber sido algo más original.Aún más: los vínculos franceses fortalecieron 
              su deseo de evasión y el culto de los sueños. Sin 
              embargo, como él adoraba esto, se provocó en él 
              un conflicto que fue responsable de su mejor obra, ya hablase desde 
              los abismos de la melancolía sobre su pérdida de la 
              gratis imaginativa, ya tejiera todos los hilos de su apasionada 
              personalidad en una encantadora trama de canciones.
 [Inspiration and Poetry (1955)]
 LUIS CERNUDA(México, 1959)
 La lectura de Darío fue en mi caso personal 
              lectura adolescente, de los 17 años más o menos; estrofas, 
              fragmentos de estrofas o versos suyos aún quedan por los 
              rincones de mi memoria, aunque hace unos cuarenta años que 
              no he vuelto a leerle. ¿Por qué? Porque durante esos 
              cuarenta años mi trabajo de poeta fue llevándome, 
              instintiva y reflexivamente, hacia una experiencia de la poesía 
              contraria a la que representa Darío, y la relectura de éste 
              me aburre y enoja. Es decir, que Darío se ha convertido para 
              mí en negación de cuanto he llegado a admirar y de 
              cuanto he querido realizar, según mis medios, en el terreno 
              de la poesía. Entiéndase que no pretendo oponerme, 
              en cuanto poeta, a Darío, lo que sería presuntuoso 
              y ridículo, sino de oponer a éste cuanto yo creo que 
              es o debe ser el poeta. Es verdad que en la morada de la poesía 
              hay muchas mansiones. Se trata pues de algo "personal" 
              que en mí se enfrenta con Darío, a quien todos, es 
              bien sabido, consideran un gran poeta. Mas éste no deja de 
              parecer hoy un poeta que reina, pero no uno que gobierna: su influencia 
              en España está liquidada hace muchos años y, 
              aunque con saldo largamente en su favor (cosa en la que yo no creo, 
              como indiqué en ocasiones anteriores), no es ya efectiva.¿Se imaginaría hoy a un poeta joven aprendiendo su 
              menester en la obra de Darío? ¿Cabría imaginarse 
              ahora a un discípulo suyo? No se diga que su distanciamiento 
              de nosotros es lo que le privaría de tener discípulos, 
              porque más distanciados están en el tiempo Garcilaso 
              o Bécquer, y sin embargo siguen o pueden seguir teniendo 
              discípulos, quiero decir, poetas jóvenes que aprendan 
              en ellos algo y aun algunos del menester poético. El tiempo 
              cura o mata, y tres generaciones poéticas, por lo menos, 
              median ya entre Rubén Darío y los poetas que nazcan 
              ahora, así que éstos se hallarían casi inmunes 
              a lo que yo estimaría su influencia lamentable. Pero, ¿lamentable 
              por qué? ¿No se diría hoy la poesía 
              española, al menos la que desde allá nos dicen más 
              importante (lo cual no prueba que lo sea), algo incolora y falta 
              de música? ¿No podría Darío enseñar 
              a aquélla a poner en el verso algún color y alguna 
              música? Esa experiencia ya se llevó a cabo entre nosotros 
              durante los veinte primeros años del siglo, y su resultado 
              nos es conocido; la labor realizada luego por la generación 
              poética de 1925 representa, entre otras cosas, la reacción 
              frente a aquella experiencia poco feliz.
 No, el ejemplo de Darío continúa pareciéndome, 
              a pesar de todo, inadecuado para seguirlo, para incorporarlo a nuestra 
              tradición poética. No le reprocho, como es natural, 
              que la abandonara, ni mucho menos su indiferencia hacia la poesía 
              española inmediata anterior a él: para ello, sobre 
              todo para apartarse de ésta, tenía motivo suficiente: 
              lo muerto de sus ejercicios primeros, según el patrón 
              de la misma, lo prueba con exceso. Lo que le reprocho es, no sólo 
              que teniendo ante sí a toda la poesía universal, donde 
              escoger otros modelos (aunque asíno pueda reemplazarse, como 
              sabemos a una tradición literario-lingüística), 
              fuera a fijar su atención en aquella que, por razones ahora 
              no del caso, tal vez su influencia resulte nociva para nosotros 
              (recuérdese si no lo ocurrido en nuestra literatura del siglo 
              XVIII), poetas de lengua y tradición española: la 
              francesa, y en ella, que su mal gusto le llevara hacia los poetas 
              de menos valor, que eran además los más perjudiciales 
              para él, dada su inclinación nativa a la pompa hueca 
              y a la ornamentación inútil. Ahí su ejemplo 
              continúa haciendo estragos, si no en España, en América, 
              porque algunos poetas hispanoamericanos aún parecen volver 
              los ojos a Francia como dechado de gracias poéticas. Al decir 
              esto no olvido que Francia tuvo en el siglo pasado a Baudelaire, 
              a Mallarmé, a Rimbaud, mas tampoco olvido que no ha vuelto 
              a tener quienes puedan comparárseles, y por tanto que no 
              conviene tomar, a las vessies pour des lanternes.
 Pocos errores y extravíos en él que no derivasen principalmente 
              de aquella elección de Francia como patria suya espiritual. 
              Bien francesa es su tendencia a estimar las cosas, no por ellas 
              mismas, sino por la estimación reiterada y anterior de otros; 
              de lo cual es consecuencia que elaborara sus versos a base de objetos 
              y cosas que estimaba previamente "poéticos": 
              rosas, cisnes, champaña, estrellas, pavos reales, malaquita, 
              princesas, perlas, marquesas, etc. Sus versos son un inventario 
              de todos esos artefactos poéticos ad hoc. Hay unas 
              líneas donde expone lo que él cree sus gustos "aristocráticos", 
              juntando cosas dignas y cosas indignas, cosas exquisitas y cosas 
              vulgares, mostrando simplemente qué gran confusión 
              había en su cabeza: "En verdad vivo de poesía. 
              Mi ilusión tiene una magnificencia salomónica. Amo 
              la hermosura, el poder, la gracia, el dinero, el lujo, los besos 
              y la música. No soy más que un hombre de arte. No 
              sirvo para otra cosa". Darío, como sus antepasados 
              remotos ante los primeros españoles, estaba presto a entregar 
              su oro nativo a cambio de cualquier baratija brillante que le enseñaran.
 Cierto que no todo en él fueron defectos de gusto, sino también 
              defectos de orientación, como lo prueban dos actitudes que 
              adoptara, paradójicamente contrarias, comunes a unos cuantos 
              artistas de su tiempo y de su continente, que en España, 
              acaso por culpa suya, dejarían rastro poco edificante entre 
              los del 98: una, la del poeta como árbitro dictatorial intangible, 
              superior a todos y al mundo; otra, la del poeta lleno de self-pity, 
              porque ni los hombres ni el mundo saben reconocer su naturaleza 
              superior olímpica. Mas corto ahí el anunciado de mis 
              reproches contra Darío, ya que a nada nos llevaría 
              su continuación. Para decidir si en ellos hay o no algún 
              fundamento es inútil acudir a la opinión de nuestros 
              críticos e historiadores, porque ya dijimos que nos semeja 
              insuficiente. Tampoco puedo decidir ateniéndome a mi opinión 
              propia, de la que desconfío; en verdad no estoy tan seguro 
              del valor posible de mis opiniones como para creer sin sombra de 
              duda que ésta sobre Darlo sea cierta. El instinto me dice 
              que acaso no lo sea. Por fortuna, la lectura del estudio de Sir 
              C. M. Bowra [recogido en Inspiración and Poetry (1955)] 
              viene a confirmar alguna parte de mipunto de vista y a rechazar 
              otra, con lo cual la cuestión queda, al menos para mí, 
              algo menos incierta. No digo que el destino deje de jugarme alguna 
              travesura, y que dentro de varios años, se siga honrando 
              a Darío como a gran poeta y en cambio nadie me recuerde, 
              ni a mí ni a mis opiniones, así como tampoco el nombre 
              de Sir C. M. Bowra, ya de antemano poco conocido entra nosotros 
              según supongo. Por eso diría que este escrito, en 
              vez de "Experimento en Rubén Darío", 
              pudiera también titularse "Experimento en Superviviencia".
 Como es natural, el futuro tiene la palabra, la última palabra.
 ("Experimento en Rubén Darío" (1966), 
              recogido en Poesía y Literatura, II (1966).]
 MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS(Buenos Aires, 1963)
 El universo nuevo que encarnó y encarna la 
              poesía rubeniana habrá que buscarlo, y éste 
              es el papel de los ensayistas y críticos futuros, en las 
              fuentes indígenas, desde la poesía nahuatl, 
              la más inmediata para él que era chorotega, y de la 
              que tenemos valiosos testimonios, hasta las raíces de agua 
              escondida de los cantos de los rapsodas mayas. El mundo de Darío, 
              como el de estos sus antepasados, estaba lleno de divinidades (tiene 
              gracia lo de Grecia y los que lo repiten, y él mismo con 
              que aquel su "Amo más que la Grecia de los griegos, 
              la Grecia de las Francias"), y por eso su poesía 
              está llena de dioses, como la de los "Cantares mexicanos", 
              y de ajuste la poesía griega.Pero no por estar lleno de dioses y diosas el orbe poético 
              de Darío, mitos y metáforas americanas, vamos a caer 
              en el otro extremo, en afirmar que es un poeta sólo americano. 
              Por el contrario, creemos que en el genio nicaragüense se realiza 
              el más sorprendente mestizaje poético. Y este fenómeno 
              es para nosotros el más trascendental y valioso de nuestro 
              tiempo, ya que en siglos anteriores se había dado con otros 
              americanos de excepción: el Inca Garcilaso y Rafael Landívar. 
              Mestizar la poesía con el pretexto de modernizarla, hasta 
              crear lo que se llama la escuela modernista, es lo que consiguió 
              Rubén, el más travieso de los poetas que parió 
              Dios, a los poetas los pare Dios directamente, pues por lo visto 
              sigue engañando y enredando a los monos sabios que lo arrastran, 
              después de la corrida, toro de pecho entero, con las mulillas 
              de lo francés, de lo castizo español, de lo oriental, 
              sin percatarse que lo que arrastran es sólo su sombra, porque 
              él, gran toro del alba de nuestra poesía, sigue inconmovible.
 (Prólogo a Páginas, de Rubén Darío 
              (Eudeba, 1963).]
 OCTAVIO PAZ(New Delhi, 1964)
 El erotismo de Darío es pasional. Lo que siente 
              no es tal vez el amor a un ser único sino la atracción, 
              en el sentido astronómico de la palabra, hacia ese astro 
              incandescente que es el apogeo de todas las presencias y su disolución 
              en luz negra. En el espléndido Coloquio de los Centauros 
              la sensibilidad se transforma en reflexión apasionada: "toda 
              forma es un gesto, una cifra, un enigma". El poeta oye 
              "las palabras de la bruma" y las piedras mismas 
              le hablan. Venus, "reina de las matrices", impera 
              en este universo de jeroglífícos sexuales. Todo es. 
              No hay bien ni mal: "ni la torcaz benigna / ni el cuervo 
              protervo: son formas del enigma". A lo largo de su vida 
              Darío oscilará "entre la catedral y las ruinas 
              paganas", pero su verdadera religión será 
              esta mezcla da panteísmo y duda, exaltación y tristeza, 
              júbilo y pavor. Poeta del asombro del ser.Una gran ola sexual baña toda la obra de Rubén Darío. 
              Ve al mundo como un ser dual, hecho de la continua oposición 
              y copulación entre el principio masculino y el femenino. 
              El verbo amar es universal y conjugarlo es practicar la ciencia 
              suprema: no es un saber de conocimiento sino de creación. 
              Pero sería inútil buscar en su erotismo esa concentración 
              pasional que se vuelve incandescente punto fijo. Su pasión 
              es dispersa y tiende a confundirse con el vaivén del mar. 
              En un poema muy conocido confiesa: "Plural ha sido lo celeste 
              / historia de mi corazón", Extraño adjetivo: 
              si llamamos celeste a ese amor que nos lleva a ver en la 
              persona amada un reflejo de la esencia divina o de la Idea, su pasión 
              responde difícilmente al calificativo. Quizá otra 
              acepción de la palabra le convenga: su corazón no 
              se alimenta de la visión del cielo inmóvil pero obedece 
              al movimiento de los astros. La tradición de nuestra poesía 
              amorosa, provenzal o platónica, concibe a la criatura como 
              una realidad reflejada; el fin último del amor no es el abrazo 
              carnal sino la contemplación, prólogo de las nupcias 
              entre el alma humana y el espíritu. Esa pasión es 
              pasión de unidad. Daría aspira a lo contrario: quiere 
              disolverse en cuerpo y alma en el cuerpo del mundo. La historia 
              de su corazón es plural en dos sentidos: por el número 
              de mujeres amadas y por la fascinación que experimenta ante 
              la pluralidad cósmica. Para el poeta platónico la 
              aprehensión de la realidad es un paulatino tránsito 
              de lo vario a lo uno; el amor consiste en la progresiva desaparición 
              de la aparente heterogeneidad como la prueba o manifestación 
              de la unidad: cada forma es un mundo completo y simultáneamente 
              es parte de la totalidad. La unidad no es una; es un universo de 
              universos, movido por la gravitación erótica: el instinto, 
              la pasión. El erotismo de Darío es una visión 
              trágica del mundo.
 Amó a varias mujeres. No fue lo que se llama un amante afortunado. 
              (¿Qué se quiere decir con esa expresión?) Sus 
              desventuras, si lo fueron realmente, no explican la sucesión 
              de amoríos ni la sustitución de un objeto erótico 
              por otra. Como casi todos los poetas de nuestra tradición, 
              dice que persigue un amor único: en verdad, experimenta un 
              perpetuo vértigo ante la totalidad plural. No el amor celeste 
              ni la pasión fatal; ni Laura ni Juana Duval. Sus mujeres 
              son la Mujer y su Mujer las mujeres. Y más: la Hembra. Sus 
              arquetipos femeninos son Eva y Cipris. Ellas "concentran 
              el misterio del corazón del mundo". Misterio, corazón, 
              mundo: entraña femenina, matriz primordial. Aprehensión 
              sensual de la realidad: en la mujer "se respira el perfume 
              vital de cada cosa". Ese perfume es lo contrario de una 
              esencia: es el olor de la vida misma. En el mismo poema Daría 
              evoca una imagen que también sedujo a Novalis: el cuerpo 
              de la mujer es el cuerpo del cosmos y amar es un acto de canibalismo 
              sagrado. Pan sacramental, hostia terrestre: comer ese pan es apropiarse 
              de la sustancia vital. Arcilla y ambrosía, la carne de la 
              mujer, no su alma, es celeste. Esta palabra no designa a la esfera 
              espiritual sino a la energía vital, al soplo divino que anima 
              la creación. Unos versos más adelante la imagen se 
              hace más precisa y osada: el "semen es sagrado". 
              Para Darío el licor seminal no sólo contiene en germen 
              al pensamiento sino que es materia pensante. Su cosmología 
              culmina en un misticismo erótico: hace de la mujer la manifestación 
              suprema de la realidad plural y endiosa al semen.
 Los actores de esta pasión no son personas sino fuerzas vitales. 
              El poeta no busca salvar su yo ni el de su amada sino confundirlos 
              en el océano cósmico. Amar es ensanchar el ser. Estas 
              ideas, corrientes en la alquimia sexual del taoísmo y en 
              el tantrismo budista a hindú, nunca habían aparecido 
              con tal violencia en la poesía castellana, toda ella impregnada 
              de cristianismo. (Las fuentes del erotismo español son otras: 
              la poesía provenzal, la mística árabe y la 
              tradición plátonica del Renacimiento italiano). No 
              es fácil que Darío se haya inspirado directamente 
              en los textos orientales, aunque sin duda tuvo vagas nociones de 
              esas filosofías. En todo esto hay un eco de sus lecturas 
              románticas y simbolistas pero hay algo más: esas visiones 
              son la expresión fatal y espontánea de su sensibilidad 
              y de su intuición. La originalidad de nuestro poeta consiste 
              en que, casi sin proponérselo, resucita una antigua manera 
              de ver y sentir a la realidad. Al redescubrir la solidaridad entre 
              el hombre y la naturaleza, fundamento de las primeras civilizaciones 
              y religión primordial de los hombres, Daría abre a 
              nuestra poesía un mundo de correspondencias y asociaciones.
 Esta vena de erotismo mágico se prolonga en varios grandes 
              poetas hispanoamericanos, como Pablo Neruda.
 La imaginación de Darío tiende a manifestarse en direcciones 
              contradictorias y complementarias y de ahí su dinamismo. 
              A la visión de la mujer como extensión y pasividad 
              animal y sagrada -arcilla, ambrosía, tierra, pan- sucede 
              otra: es el "Potente a quien las sombras temen, la reina 
              sombría". Potencia activa, dispensa con indiferencia 
              el bien y el mal. Encarna, diría, la profunda, sagrada amoralidad 
              cósmica. Es la sirena, el monstruo hermoso, tanto en el sentido 
              físico como en el espiritual. En ella confluyen todos los 
              opuestos: la tierra y el agua, et mundo animal y el humano, la sexualidad 
              y la música. Es la forma más completa de la mitad 
              femenina del cosmos y en su canto salvación y perdición 
              son una misma cosa. La mujer es anterior a Cristo: lava todos los 
              pecados, disipa todos los miedos y su virtud lustral es tal que 
              "al torcer sus cabellos, apaga el infierno". Sus 
              atributos son dobles: es agua pero también es sangre, Eva 
              y Salomé:
 Y la cabeza de Juan el Bautista, ante quien tiemblan los leones,
 cae al hachazo. Sangre llueve.
 Pues la rosa sexual
 al entreabrirse
 conmueve todo lo que existe
 con su efluvio carnal
 y con su enigma espiritual.
 Los arquetipos de su universo son la matriz y el 
              falo. Está en todas las formas: "el peludo cangrejo 
              tiene espinas de rosa / y los moluscos reminiscencias de mujeres". 
              La seducción del segunda verso no proviene únicamente 
              del ritmo sino de la conjunción de tres realidades distintas: 
              moluscos, mujeres y reminiscencias. La alusión a vidas anteriores 
              es frecuente en la poesía de Darío e implica que la 
              cadena de las correspondencias es también temporal. La analogía 
              es el tejido viviente de que están hechos espacio y tiempo: 
              es infinito e inmortal. El carácter enigmático de 
              la realidad consiste en que cada forma es doble y triple y cada 
              ser es reminiscencia o prefiguración de otro. Los monstruos 
              ocupan un lugar privilegiado en este mundo. Son los símbolos, 
              "vestidos de belleza", de la dualidad, el signo 
              viviente del ayuntamiento cósmico: "el monstruo expresa 
              un ansia del corazón del Orbe". La filosofía 
              de Darío se resuelve en esta paradoja: "saber ser 
              lo que sois, enigmas siendo formas". Si todo es doble y 
              todo está animado, toca al poeta descifrar las "confidencias 
              del viento, la tierra y el mar". El poeta es como un ser 
              sin memoria, como un niño perdido en una ciudad extraña: 
              no sabe ni de dónde viene ni adónde va. Pero esta 
              ignorancia esconde un saber informe. Frente al mar catalán: 
              "siento en roca, aceite y vino, / yo mi antigüedad". 
              Niño milenario, el poeta es la conciencia del olvido en que 
              se sustenta toda vida humana: sabe con certeza qué fue lo 
              que perdimos y lo que nos perdió. Percibe "fragmentos 
              de conciencias de ahora y ayer", mira al sol negro, llora 
              por estar vivo y se asombra de su muerte.["El caracol y la sirena" (1964, incorporado a 
              Cuadrivio, 1966).]"
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