|  | "Una historia perversa"En Mundo Nuevo, n. 8
 febrero de 1967
 p. 57-60
 "Aunque creo sumamente valiosa la lectura de «Los 
              perseguidos» que hace Annie Boule-Christauflour en las 
              páginas precedentes, este cuento de Quiroga me parece uno 
              de los más insondables y, por lo tanto, de más infinita 
              lectura. Por eso me atrevo a sugerir otra, tal vez complementaria. 
              En «Los Perseguidos» se encuentran, creo, una 
              clave para comprender la personalidad interior de Quiroga en este 
              período y una alucinante iluminación sobre sus demonios 
              interiores. El cuento se basa, aparentemente, en un personaje real, 
              Lucas Díaz Vélez, que, según el relator, conoció 
              en casa de Lugones una noche. En una nota previa a la reedición 
              de 1920, Lugones confirma: «Los Perseguidos»es 
              un cuento del género en que sobresale el autor: la historia 
              de un loco perseguido cuyo origen real conozco, lo cual me da por 
              cierto un papel con nombre propio y todo en la interesantísima 
              narración.» No se crea, sin embargo, que todo lo que 
              allí se cuenta es real. Lo más probable es que Díaz 
              Vélez haya existido (aunque tal vez con otro nombre y apellido), 
              que Quiroga lo haya conocido en casa de Lugones, que se haya sentido 
              atraído por su personalidad, fascinado por el «caso 
              clínico». Lo demás (la persecución del 
              perseguido en que se compromete el relator en este cuento) puede 
              ser literalmente una ficción. Porque no hay que pensar que 
              el «Quiroga» del cuento coincida completamente con el 
              «yo» del autor, que el relator sea idéntico al 
              narrador. Esta es también una de las ficciones literarias 
              más aceptadas de todos los tiempos. Ya apuntó lapidariamente 
              Ezra Pound en uno de sus ensayos que apenas uno dice: «Soy 
              esto o aquello», deja de serio. El «yo» del autor 
              en una ficción es también un personaje literario. Sin embargo, no hay que desdeñar los elementos autobiográficos 
              superficiales que esta historia de locos contiene. Por una referencia 
              que hay cerca del final del cuento se advierte que la acción 
              ocurre en su mayor parte hacia junio de 1903, en vísperas 
              de la expedición de Lugones a las Misiones jesuíticas, 
              expedición en la que Quiroga asumiría el modesto papel 
              de fotógrafo. Incluso se inserta en este cuento un diálogo 
              en que Lugones aparece invitando a Quiroga a acompañarlo, 
              y hay un comentario posterior sobre el viaje («Fuimos y 
              regresamos a los cuatro meses, él con toda su barba y yo 
              con el estómago perdido») que parece sintetizar 
              en una sola frase lo que importa de la aventura. Otros toques de 
              ambiente (ese café «La Brasileña» 
              al que asiste el relator con Diez Vélez y que era un sitio 
              de tertulia para Quiroga; el mismo nombre de «Horacio» 
              con que lo invoca el perseguido para reforzar la identificación 
              entre el relator del cuento y el autor) contribuyen módicamente 
              a afirmar la realidad de esta extraña ficción. Recuerdan 
              los recursos que más tarde empleará, con un envés 
              irónico, Borges para lastrar de realidad sus fantasías: 
              nombres de amigos reales, de editoriales y periódicos, reseñas 
              firmadas por críticos verdaderos. No cabe, sin embargo, considerar 
              literalmente estos elementos que se insertan en una obra de ficción. 
              Era "Los Perseguidos" es muy difícil precisar 
              por dónde pasa la línea entre lo recordado y lo imaginario. Pero si las circunstancias que el cuento evoca parecen a veces 
              discutibles, o por lo menos dudosas, la situación misma que 
              se dibuja aquí me parece hondamente autobiográfica, 
              haya o no ocurrido este episodio con Díaz Vélez. La 
              atracción que despierta Díaz Vélez en el narrador 
              tiene claros matices perversos. Hay un episodio en que el relator 
              ve pasar a Díaz Vélez por la calle Artes. Iba caminando 
              y mirando vidrieras. El relator lo sigue sin dejarse ver. En otra 
              ocasión, es el relator el perseguido. La situación 
              aparece invertida, como en un espejo, y con algunos toques que recuerdan 
              inevitablemente «El corazón delator», 
              de Poe. Hay un tercer encuentro aún más intenso. El 
              viaje a Misiones de Lugones y Quiroga abre un paréntesis 
              a la persecución. Cuando el relator regresa se entera de 
              que Díaz Vélez ya está internado. Como se puede 
              ver por este resumen, en este cuento Quiroga retorna el asunto de 
              dos de sus cuentos anteriores: «El barril del amontillado» 
              (de Los arrecifes de coral, 1901) y «El crimen del 
              otro» (del volumen homónimo, 1904). Ambos cuentos, 
              ya se advierte, están basados en un texto de Poe que lleva 
              el mismo título del primero, como Quiroga mismo se encarga 
              de apuntar. Pero en "Los Perseguidos», la pareja 
              íncubo-súcubo aparece en una situación mucho 
              más compleja porque los papeles no están definidos 
              y son inalterables, sino que aquí oscilan y hasta se truecan. Ostensiblemente, Quiroga ha buscado contar ahora una historia de 
              locos, como bien analiza la Srta. Boule-Christauflour. Pero esa 
              historia tiene doble fondo. Su tesis sobre la razón y la 
              locura «esa terrible espada de dos filos que se llama raciocinio», 
              o como dice en otro lugar del cuento: «la razón 
              es cosa tan violenta como la locura y cuesta horriblemente perderla» 
              -aparece ilustrada precisamente por la atracción que ejerce 
              el perseguido sobre el relator, hasta el punto de convertirlo, a 
              él también, en perseguido. Lo que esconde esta máscara 
              visible del cuento es, sin embargo, una historia no menos terrible. 
              Lo que Quiroga llama aquí perseguidos son también 
              los seres asaltados por deseos perversos, como lo sabía tan 
              bien su maestro Dostoyevski. La persecución que despierta 
              en el relator la condición de «perseguido larvado», 
              como escribe Quiroga, puede tener también otro significado 
              no menos claro. Así, una vez el relator se siente impulsado 
              a perseguir a Díaz Vélez por la calle; se excita enormemente 
              ante la idea de que con estirar la mano podría tocarlo; cuando 
              se instalan en "La Brasileña" hasta lo mira con 
              ternura. Hay un momento en que siente la tentanción de hundir 
              sus dedos, bien rector, en los ojos de Díaz Vélez, 
              cuya mirada de rasgos femeninos describe con algún detalle. 
              Luego, al salir del café, y mientras van conversando hacia 
              la calle Charcas, del diálogo surge que el perseguido había 
              descubierto al relator por el reflejo de su imagen en las vidrieras, 
              exactamente como las mujeres descubren o provocan a sus Donjuanes 
              callejeros en la Buenos Aires de 1905. Cuando la situación 
              entre ambos se agrava, Díaz Vélez es ya su Díaz 
              Vélez, como le dice Lugones en su pasaje. El relator se siente 
              con un nudo en la garganta, arrastrado por la palabra dada hacia 
              un abismo inminente. En otro momento del cuento, el perseguido queda 
              bajo las miradas devoradoras del relator con «toda la expresión 
              de un animal acorralado que ve llegar hasta él la escopeta 
              en mira». Por fin, la locura de Díaz Vélez 
              asume la forma, tan reveladora, del nudismo. Para cada ser la locura 
              tiene una coreografía diferente. No es casual que en este 
              cuento Díaz Vélez elija esta forma. Por eso mismo, 
              me parece lícito concluir que el relator de este cuento revela 
              aquí y allí, con toda precisión, la imagen 
              de un homosexual reprimido. Aunque esa imagen sea invisible para 
              él mismo. La lucidez del relator no le permite, irónicamente, 
              descifrar todas las claves que su mismo relato desparrama con profusión. 
              Entiende la locura y el delirio de persecuciones, registra el hechizo 
              y hasta la mecánica del contagio. Pero es incapaz de ver 
              qué hay debajo de estos simulacros. Otros cuentos del mismo período reflejan similares preocupaciones 
              como ha señalado la señorita Boule-Christauflour. 
              El más característico es uno titulado "La 
              lengua", que se basa en una anécdota ajena, contada 
              a Quiroga por su primo, el dibujante y memorialista José 
              María Fernández Saldaña. En carta del 3 de 
              setiembre de 1906, pregunta Quiroga a su primo: «Me hablaste 
              una vez de un asunto para cuento, en que había un individuo 
              que le arrancó la lengua a otro, y le echó el chorro 
              de agua, viendo enseguida en el fondo otra lengüita que salía, 
              etc. ¿Es tuyo el asunto? Si no es, dime de dónde lo 
              sacaste. Si es y tú no piensas aprovecharlo, dámelo, 
              pues se me ocurre algo bueno para hacerlo cuento.» Otra 
              carta al mismo corresponsal (12 de setiembre) confirma que Quiroga 
              aprovechará el tema. El 17 de noviembre de 1906, publicará 
              el relato en el semanario argentino Caras y Caretas, como 
              si se tratara de la auténtica confesión de otro perseguido. ¿Qué deducir de esta ionsistencia de Quiroga en el 
              tema de los perseguidos? Ya se tome literalmente el motivo, ya se 
              le descifre a través de sus claves más profundas, 
              parece indudable que en esta época de su vida y de su creación 
              literaria, Quiroga se sentía fascinado por la situación. 
              Aunque conviene recordar una vez más que el relator del cuento 
              y el autor del mismo no tienen por qué superponerse exactamente, 
              es difícil resistir la tentación de buscar no sólo 
              las claves autobiográficas inmediatas (como ya se ha hecho) 
              sino las más decisivas que ofrece un episodio trágico 
              de la vida de Quiroga. Es bien sabida la amistad que le unía, 
              en el Montevideo de principios de siglo, al poeta Federico Ferrando, 
              uno de los más importantes miembros del Consistorio del 
              Gay Saber que Quiroga fundó en la capital uruguaya a 
              su regreso de la breve y desdichada aventura parisina del 1900. 
              Esa amistad de Quiroga y Ferrando tenía raíces profundas. 
              Primo de un viejo amigo de la adolescencia de Quiroga, Ferrando 
              (que había nacido en 1880 y era dos años menor que 
              el narrador) es una de las más curiosas figuras de la bohemia 
              montevideana. En una biografía de Quiroga, han dejado sus 
              amigos este retrato literario de Ferrando: «El constante vagar 
              estratoesférico había concluído por dar al 
              rostro una especie de esmalte cándido y sonámbulo, 
              traspasado por dos ojos azules a los que jamás se asomaba 
              la malicia. Todo era un poco raro en él: su cara punteada 
              de rojo por el acné; su nariz roma que, colocada en el centro 
              de un óvalo ingenuo, le daba el aspecto contradictorio de 
              un "sátiro inocente", según el decir de 
              Quiroga; sus melenas inextricables, su abandono corporal y vestuario; 
              sus versos desconcertantes como joyas talladas por geniales orfebres 
              de manicomio; y hasta su modo de entregarse al sueño. "Dormía 
              -recuerda Fernández Saldaña- de barriga, con las manos 
              para arriba un poco crispadas y la cabeza torcida completamente 
              de lado con una increíble flexibilidad de nuca y de pescuezo". 
              Y añade "el pelo desgranábase sobre la almohada 
              muy baja. Parecía un nazareno resguardando en la penumbra 
              su perfil ñato como el de los retratos de Verlaine.» Con esta cita de Fernández Saldaña (en que se ve 
              el ojo del dibujante), concluyen los biógrafos la evocación 
              de Ferrando. En el caos bohemio del Consistorio, Quiroga y Ferrando eran 
              las dos figuras realmente creadoras, unidas por la amistad y por 
              una vocación literaria auténtica. Debajo de la trivialidad 
              de buena parte de los ritos consistoriales que habían impuesto 
              los jóvenes (Quiroga era el Pontífice; Ferrando 
              el Arcediano), se puede descubrir algo más que una 
              efervescencia juvenil.  El Consistorio fue realmente un incipiente laboratorio poético, 
              el primero y más importante del Modernismo uruguayo, anticipo 
              claro de la Torre de los Pânoramas que fundó poco después 
              Julio Herrera y Reissig en el mirador de una casona de la Ciudad 
              Vieja. En el segundo piso de la casa de pensión en que habitaban 
              Quiroga, Ferrando y sus amigos salteños se anticiparon en 
              los comienzos del siglo XX a algunas técnicas como la escritura 
              automática, se exploraron audaces asociaciones verbales y 
              metafóricas, se investigaron (aunque con alguna timidez) 
              los paraísos artificiales. Como ni Quiroga ni Ferrando estudiaban 
              (sus compañeros eran estudiantes de medicina), tenían 
              todo el tiempo para estar juntos, para ensayar los más extraños 
              experimentos, para mantener un enrarecido estado de tensión 
              poética. El Consistorio era también un laboratorio moral para los 
              jóvenes bohemios. Como tántos antes de ellos, habían 
              descubierto casi simultáneamente el sexo y la poesía 
              erótica. Al imitar a Lugones, sobre todo al poeta de la "Oda 
              a la desnudez", le resultaba difícil separar el 
              crudo gesto de la trascripción poética. Sus mentes, 
              más que sus carnes, estaban confundidas por lo que entonces 
              Herrera y Reissig llamaría opulentamente «lujurias 
              premeditadas que muerden con su diente de oro el tornasol de las 
              carnes modernas». No es extraño que los consistoriales 
              partieran al asalto de la moral burguesa de la pequeña ciudad 
              que era Montevideo entonces y que llenaran de imágenes sexuales 
              sus poemas. Tal vez sean estos versos de un poema de Ferrando los 
              que mejor expresan el clima tan especial de esta época: Una estrella se cayó en un arroyo de palo,Y un pastor la redondeó con su rubicundo falo
 En su testa la colgó y la redondeó con un halo
 La intención a la vez obscena y sacrílega no puede 
              ser más evidente. Como es evidente, también, la mala 
              factura de los versos. ¿Hasta qué punto esta actitud 
              (que Quiroga compartía como lo demuestran ciertas páginas 
              de Los arrecifes de coral) era únicamente una pose 
              anárquica de los veinte años? ¿Acaso traducía 
              en su incoherencia una necesidad más profunda, tal vez ignorada 
              hasta por los mismos rimadores? No es fácil comentar estas 
              preguntas. La perspectiva que da el medio siglo largo que ha transcurrido 
              desde entonces, permite asegurar que si en las figuras menores del 
              Consistorio había sin duda mucha máscara, en Quiroga 
              y en Ferrando esos desplantes comprometía cosas más 
              importantes. En ellos se reconoce una necesidad, aún oscura, 
              de examinar los fundamentos de su propia situación vital. 
              En sus juegos hay más empuje, su locura remueve cosas más 
              hondas y hasta insondables. Un episodio trágico habría 
              de revelar, por un instante y en cifra compleja, esas profundidades. A principios de 1902 (26 de febrero) un poeta que había 
              sido menospreciado por los consistoriales y también por los 
              contertulios de la Torre de los Panoramas, publicó 
              en el periódico La Tribuna Popular, de Montevideo, 
              una silueta titulada «El hombre del caño», 
              en que se aludía a Ferrando y se le vinculaba ambiguamente 
              con un ladrón que por entonces había saqueado una 
              joyería céntrica introduciéndose en ella por 
              el caño de las aguas servidas. Los términos que usaba 
              Guzmán Papini y Zás para referirse a Ferrando eran 
              sucios. El agredido le contestó (14 de marzo) con un desafío 
              caballeresco. En vez de aceptarlo, Papini replicó con otra 
              nota (25 de marzo) en que nombra a Ferrando con todas sus letras 
              y rechaza el desafío. Enfurecido Ferrando envió un 
              violentísimo artículo al diario El Trabajo, 
              que lo publicó a pesar de discrepar, en una nota de redacción, 
              de sus términos. Como contestación, Papini y Zás 
              acepta en una tercera nota, al pie de otra silueta, el desafío. 
              Era el 5 de marzo de 1902. Ese mismo día Quiroga llega del Salto (donde había 
              nacido y residía su familia), llamado tal vez por Ferrando 
              para asistirle en este trance. Su amigo lo fue a esperar al puerto, 
              almorzaron juntos en el Hotel Comercio y fueron después a 
              la casa de Federico Ferrando, en la calle Maldonado 354. Ya Héctor, 
              hermano de Federico, había comprado por encargo de éste 
              una pistola de dos caños, sistema Lafoucheux, de 12 mm. Eran 
              las siete de la tarde y los tres amigos estaban sentados en el cuarto 
              de Federico. Aparentemente el único que entendía de 
              armas de fuego era Quiroga, que toma la pistola y empieza a mostrar 
              cómo se usa, mientras Federico lo mira con atención. 
              Héctor, que sabe que la pistola está cargada, grita 
              a Quiroga que tenga cuidado en el mismo momento en que se escapa 
              un tiro que alcanza a Federico en plena boca y se aloja en el occipital. 
              Al caer, Federico hace señas para disculpar al amigo ante 
              los familiares que acuden aterrorizados. Quiroga, se abalanza a 
              abrazarlo, a pedir perdón. Tienen que sacarlo de la pieza, 
              Ilevarlo al fondo, atenderlo como a un enfermo. A los pocos minutos, 
              Federico muere y Quiroga se hunde en la desesperación. Pronto 
              lo llevarán a la Jefatura de Policía para interrogarlo, 
              lo trasladarán luego a la Cárcel Correccional, lo 
              pondrán en libertad tres días más tarde por 
              gestión de su abogado defensor, Manuel Herrera y Reissig, 
              hermano del poeta. Pocos días después, Quiroga deja 
              Montevideo para siempre. Corre a refugiarse en los brazos de María, 
              su hermana mayor y su segunda madre, que vive casada en Buenos Aires. 
              Pero esos tres días que estuvo preso por un crimen del que 
              era inocente no se borran más. La muerte de Ferrando ataca los centros más íntimos 
              de Quiroga, removiendo un horrible sentimiento de culpa inocente. 
              Hasta en las crónicas periodísticas de la época 
              (que he usado para esta somera reconstrucción) se pone de 
              manifiesto el carácter obsesivo del episodio. La prosa llena 
              de lugares comunes, pedestre, recoge, sin embargo, las imágenes 
              fundamentales: Quiroga abrazado a su amigo pidiéndole perdón; 
              Ferrando (ya invadido por la muerte) haciendo señales con 
              la mano para exculparlo; la declaración ante el Juez de Instrucción 
              que se concentra en la atroz imagen del amigo cayendo sobre la almohada, 
              la mano sobre la boca mientras esboza señales impotentes. 
              En lo más hondo de su conciencia, Quiroga tal vez sintió 
              entonces que había querido esa muerte. De los consistoriales, 
              Ferrando era su igual en rebeldía poética aunque no 
              en talento; era el único que lo seguía y hasta a veces 
              lo precedía en las audacias de iconoclasta, en los desplantes 
              decadentistas. Era casi su alter ego: ese pistolazo que lo aniquila 
              es un suicidio simbólico, un ensayo aunque prematuro que 
              la vida ofrece irónicamente a Quiroga con anticipación 
              de 35 años. Bien dentro de sí, Quiroga tal vez creyó 
              que Ferrando era la víctima propiciatoria del fracaso literario 
              de su primer libro, el cordero sacrificado en el altar de un dios 
              ciego e implacable, el estímulo brutal que él necesitaba 
              para arrancarse definitivamente de una tierra. Tierra, que se había 
              convertido en insoportable. No sé si es legítimo vincular, como he tratado de 
              hacer aquí, este episodio de la vida de Quiroga con «Los 
              Perseguidos», que escribió unos tres años 
              más tarde. Creo que en un nivel profundo el episodio y el 
              cuento se iluminan recíprocamente. No creo que uno sea la 
              fuente exclusiva del otro. No creo que el cuento sea el comentario 
              al episodio. Pero sí creo que en la vida y en la obra de 
              Quiroga el motivo de la persecución, de la posesión 
              diabólica, del complejo íncubo-súcubo, tenía 
              raíces que no eran exclusivamente clínicas o literarias. 
              Creo que el tema de un modo muy hondo resulta emblemático 
              de su condición trágica de "perseguido", 
              de "lavado", con toda la carga de perversidad esta 
              expresión." |