|  | "Cara y cruz de Martínez Moreno"En Mundo Nuevo, n. 10
 abril de 1967
 p. 79-85
 "La publicación en el año 1963 de El Paredón, 
              de Carlos Martínez Moreno (primera novela de un autor uruguayo 
              que entonces ya tenía 46 años), estuvo rodeada de 
              circunstancias tales que resultó inevitable que coagularan 
              en torno de esa obra los malentendidos. La fama del libro se construyó 
              sobre esos malentendidos y marcó con el escándalo 
              una carrera de escritor que no tenía nada que ver con la 
              publicidad barata. Pero el título del libro; pero las tapas 
              de la edición barcelonesa de Seix Barral (en la cubierta, 
              un Che Guevara decorado de balas, en la contratapa un fusil de guerrillero); 
              pero el slogan con que se hizo la propaganda de la obra ("La 
              novela de la Cuba revolucionaria"), todo esto conspiró 
              para que la crítica y los primeros lectores leyesen el libro 
              como lo que no era. En el Uruguay, a estas confusiones se agregaron 
              otras: toda la primera parte de la novela trataba de la situación 
              política de un país que después de 94 años 
              de gobierno colorado se había volcado hacia el partido blanco. 
              La actualidad uruguaya de la novela, así como su episodio 
              cubano, potenciaron al libro de un vigor polémico que sirvió 
              para oscurecer sus virtudes más hondas. Ese señor 
              que entró en una librería céntrica de Montevideo 
              y preguntó si el libro está o no a favor de Cuba, 
              puso el problema en sus términos más demagógicos 
              e inmediatos. Pero la verdad es que El paredón era 
              algo más que un libro de circunstancias, algo más 
              y algo menos que la novela de la Cuba revolucionaria, algo más 
              y algo menos que un cuadro del moroso paredón civilista en 
              que agoniza desde hace algunas décadas la democracia uruguaya. 
             Pocos lectores vieron entonces que el libro trata de otros temas 
              menos periodísticos y más hondos: el combate entre 
              las generaciones en un país que se muere de "paternalismo" 
              político; el contraste profundo entre dos maneras opuestas 
              del ser americano: la dinámica revolucionaria del Caribe, 
              el estático evolucionismo del Plata; la necesidad de elegir, 
              de dar el paso fuera de la condición adolescente, de consumar 
              el parricidio, de asumir una realidad como padre; el acecho omnipresente 
              de la muerte: la muerte como omega del ser y no sólo como 
              final arbitrario ante un paredón cualquiera. De estos temas 
              poco o nada dijo la crítica, empeñada casi siempre 
              en demostrar la superficialidad periodística del libro y 
              consiguiendo sólo demostrar el carácter periodístico 
              y superficial con que suele ejercerse la disciplina crítica 
              en América Latina. El libro, salvo raras excepciones, no 
              fue realmente leído y ha permanecido intacto. Con la perspectiva de algunos años, y sobre todo, con la 
              perspectiva que ofrecen ahora las dos novelas que acaba de publicar 
              casi simultáneamente Martínez Moreno -La otra mitad 
              (México, Joaquín Mortiz) y Con las primeras luces 
              (Barcelona, Seix-Barral)-, es más fácil leer o volver 
              a leer El paredón para situarlo en el verdadero contexto 
              literario de un autor que ya tiene suficiente obra como para requerir 
              un análisis más pormenorizado. Su labor novelesca 
              se completa, por otra parte, con la obra de cuentista recogida en 
              tres volúmenes: Los días por vivir (1960), 
              Cordelia (1961) y Los aborígenes (1964). Lejos 
              de confirmar esa visión periodística y superficial 
              que proponían los primeros lamentables lectores de El paredón, 
              lo que ese conjunto ahora revela es por el contrario una actitud 
              de exigencia literaria, de tensión interna y tensión 
              estilística, de rigor estructural que sitúa a este 
              autor entre los creadores de mayor empeño en la América 
              Latina de hoy. Por eso mismo se impone una revisión cabal 
              de su obra a la luz que arrojan sus cuentos y sus tres novelas. Complejas estructuras Para la mirada superficial, nada más simple y hasta lineal 
              que la estructura narrativa de El paredón. En efecto, 
              la novela se inicia en los últimos días de noviembre 
              de 1958, en momentos en que el partido colorado pierde el gobierno 
              del Uruguay en unas elecciones perfectamente democráticas, 
              y concluye un par de meses después cuando el protagonista, 
              Julio Calodoro, regresa de un intenso viaje de diez días 
              a Cuba, donde ha asistido como periodista al juicio de uno de los 
              esbirros de Batista, el comandante Sosa Blanco, en una ceremonia 
              internacional que en la isla han bautizado -siguiendo la moda norteamericana- 
              Operación Verdad. La narración procede cronológicamente 
              y sin aparentes hiatos desde una a otra fecha, sucediéndose 
              ordenadamente los episodios de acuerdo con la técnica más 
              tradicional de la novela. Una mirada un poco más atenta no dejará de advertir, 
              sin embargo, que esa estructura aparentemente lineal está 
              constantemente amonestada por una serie de evocaciones que se intercalan 
              en el hilo cronológico principal y que vienen casi siempre 
              de otro tiempo: la infancia del protagonista. Esas evocaciones se 
              insertan en la acción principal y le dan como un doble fondo, 
              acentúan la perspectiva temporal y agregan profundidad al 
              paisaje que si no parecería bidimensional. Dentro de la novela, 
              estas narraciones tienen muchas veces el carácter de pequeños 
              cuentos y de hecho lo son: para El Paredón, Martínez 
              Moreno ha canibalizado muchas narraciones que había escrito 
              en sus primeros tiempos. Algunas de ellas cuentan entre lo primero 
              que escribió allá por los años cuarenta y reflejan 
              (sobre todo en las tensiones del estilo, en cierto rechinar de las 
              articulaciones sintácticas) un pasado literario en que Martínez 
              Moreno pagaba copioso tributo a William Faulkner, o tal vez sólo 
              a los traductores de William Faulkner. Un rápido recorrido de esas narraciones insertadas en el 
              cuerpo de la acción principal permite señalar la presencia 
              de: "El último matrero" o "La muerte del matrero", 
              recuerdo de infancia del autor (y no sólo del protagonista, 
              ya que Martín Aquino existió en el Cerro Largo de 
              los años veinte); "La muerte de las botellas", 
              ceremonia sacrificial que se inserta en la sección montevideana 
              de la novela pero que sirve de anticipo simbólico a la muerte 
              de otro esbirro de Batista hacia el final de la novela; "La 
              muerte del soldado", otro recuerdo de la infancia melense (aunque 
              nacido en Colonia de Sacramento, en 1917, Martínez Moreno 
              se crió en Melo, donde su padre era médico); "La 
              muerte de la cometa"; "La muerte del niño"; 
              "La vía muerta", con la historia del vagón 
              que lo trajo a Melo, el padre que lo recibe en la estación, 
              la niña de la que se enamora. Todas estas narraciones tienen, 
              ya lo habrá advertido el lector en sus títulos, un 
              tema común: la Muerte. Por ese tema se entroncan con el tema 
              central de la novela que es la muerte del paternalismo colorado 
              en el Uruguay y la muerte de la dictadura del batistato en Cuba, 
              y que se ilustran, además (en otro nivel doméstico 
              de significación simbólica) en la muerte del padre 
              del protagonista. Muerte del paternalismo en Uruguay y Cuba, muerte 
              del padre. En los cuentos que recogen sus tres volúmenes también 
              la muerte es una presencia constante y ominosa, como ya he apuntado 
              en un largo estudio que está ahora recogido en Literatura 
              uruguaya del medio siglo (Montevideo, Editorial Alfa). La reiteración 
              del tema en los cuentos y en El paredón, reiteración 
              que se acentúa aún más -si cabe- en las dos 
              novelas sucesivamente escritas entre 1964 y 1965, demuestra que 
              es éste un tema central en la obra de Martínez Moreno. 
              Volveré sobre este aspecto de su obra un poco más 
              adelante. Lo que ahora quiero subrayar es precisamente esa estructura 
              compleja de El paredón, novela aparentemente lineal 
              que, sin embargo, es también un roman à tiroirs: 
              cada uno de esos relatos es como un cajoncito del mueble general 
              en que el autor inserta otra historia, distinta e independiente, 
              pero unida por su tema al motivo central del libro. Como el Quijote 
              y otras enormes ficciones del Renacimiento que se complacían 
              en esas estructuras parasitarias, El paredón aumenta 
              y multiplica sus efectos por la inserción de esos relatos 
              subsidiarios. En el último ejemplo, "La vía muerta", 
              la inserción es aún más íntima porque 
              la historia de amor del protagonista con esa mujer que encuentra 
              accidentalmente en Cuba aparece enriquecida y contrapunteada con 
              la evocación de aquella niña melense. Algunos de los críticos que advirtieron la existencia de 
              estos cuentos en la fábrica de la novela, se empeñaron 
              naturalmente en demostrar que Martínez Moreno los había 
              insertado en el texto para alargar el libro. La consideración 
              de este reproche parece ahora superflua. Es evidente que cada una 
              de estas narraciones sirve de metáfora del tema central y 
              que, en el caso de la última, sirve para algo más: 
              marca exactamente el punto en que el presente y el pasado se unen: 
              el pasado de su amor por Noemí refleja al presente de su 
              aventura con Raquel, o viceversa. Dicho de otro modo: la estructura 
              temporal en apariencia tan simple de El paredón disimula 
              otra estructura mucho más compleja: una estructura en que 
              el presente está siempre amonestado por las experiencias 
              del pasado, en que el pasado revive súbitamente para comentar 
              el presente, en que las raíces del hoy están a la 
              vista y gozan (también ellas) de la contemporaneidad. Presente 
              y pasado no son dos tiempos en este libro: son uno. Es claro que esta estructura no resulta siempre visible y se requiere 
              una operación de análisis para descubrirla. En las 
              dos novelas que escribió más tarde Martínez 
              Moreno, la compleja estructura temporal está más a 
              la vista. Ambas se ocupan del mismo tema: la recuperación 
              del pasado. En La otra mitad, toda la intriga gira en torno 
              de la vida de una mujer, ya muerta; en Con las primeras luces 
              se trata de la historia de una familia, vista desde la perspectiva 
              de un agonizante. La otra cara de la luna En La otra mitad el presente resulta totalmente devorado 
              por el pasado, o mejor dicho: los pasados. En el presente hay una 
              línea muy tenue que avanza casi insensiblemente y cuyo rastro 
              es fácil perder. Sobre esa línea, Mario Possenti, 
              el protagonista, un profesor de Literatura, trata de averiguar en 
              qué circunstancias murió Cora, su amante. Lo único 
              que sabe es que apareció muerta junto al cadáver de 
              su marido. Pero no sabe si ella consintió a esa muerte (un 
              pacto suicida) o si fue asesinada por su marido. Mario trata de 
              averiguar algo preguntando indirectamente y con grandes disimulos 
              a una sirvienta de Cora, al médico forense, a la hermana 
              de su amante. Visita la morgue y escudriña a la muerta. Todo 
              es inútil. No sabe, nunca sabrá, cómo murió 
              esa mujer que él creía suya y de la que sólo 
              conocía (como los hombres de la luna, hasta hace tan poco) 
              una mitad. Pero esa investigación exterior da sólo 
              una de las tres dimensiones en que se realiza la novela. En otra 
              investigación que el protagonista realiza a través 
              del mundo de la memoria, la evocación del pasado vivido con 
              Cora constituye el tema central. Se reconstruye así su vida 
              con ella, desde el primer encuentro hasta el último, pero 
              esa reconstrucción no sigue un orden cronológico estricto. 
              Así hay episodios que son mencionados antes de que se pueda 
              comprender todo su significado (ella peinándose junto a una 
              ventana que se abre sobre el campo, una muñeca que sirve 
              de símbolo de algo, la frase en una tarjeta postal.) Como 
              pasaba en Hiroshima, mon amour, aquí también 
              una imagen del pasado se inserta bruscamente y sin explicaciones 
              en el presente del protagonista y desencadena sus reflexiones. Sólo 
              poco a poco, por un curioso proceso de saturación, el lector 
              podrá también descifrar esas claves. Hay una tercera dimensión en que el protagonista continúa 
              su búsqueda: es la dimensión literaria. Porque este 
              profesor de Literatura debe enseñar en clase la poesía 
              de Delmira Agustini, aquella poetisa del 900, que murió asesinada 
              por su esposo, Enrique Job Reyes, un día de 1914. El también, 
              como el marido de Cora, aparece muerto a su lado. Al comentar la 
              personalidad de Delmira (en uno de los capítulos más 
              brillantes del libro) el protagonista no puede dejar de proyectar 
              por medio de esa comparación histórica el drama de 
              la otra mitad, su otra mitad. Pero en tanto que el desenlace de 
              la historia de Delmira es conocido (ella fue realmente asesinada 
              por el marido, él se suicidó después), la secuencia 
              de los hechos en el caso de Cora y su marido sigue siendo desconocida: 
              ¿quién murió primero y por qué? Aun 
              así lo que importa al protagonista es otra cosa: así 
              como es evidente que fue Delmira la que impuso al pobre, al mediocre 
              Reyes, esa muerte trágicamente romántica, a Mario 
              le parece también obvio que fue Cora, su Cora, la que orquestó 
              esa otra doble muerte. Haya o no allí un pacto suicida, en 
              el campo de las decisiones invisibles del subconsciente, fue Cora 
              la que disparó ambas balas. Mezclando la dimensión superficial de la investigación 
              con las dimensiones profundas de la evocación directa o simbólica 
              (el recuerdo o la reconstrucción del caso Delmira), Martínez 
              Moreno logra que su novela orqueste sutilmente los distintos temas 
              del amor y de la muerte, de la pasión y de la culpa. Porque 
              si el libro entero tiene el falso carácter de una novela 
              policial metafísica (como apunta varias veces Mario, que 
              es también narrador) esto es debido a que una cuarta investigación 
              se desarrolla a ojos del lector y como sin que el narrador lo advierta: 
              el protagonista no sólo quiere saber cómo era la otra 
              mitad de la vida de Cora, la otra mitad de esa luna que sólo 
              conoció en su faz luminosa; también quiere saber (conocer) 
              qué responsabilidad le incumbe en esa decisión trágica. 
              Porque él se siente culpable. Durante toda la novela, los 
              amantes juegan en sus encuentros clandestinos con el terror del 
              adulterio: se sienten víctimas ofrecidas al castigo implacable 
              del marido, criminal justificado de antemano por un código 
              que reconoce la inculpabilidad del actor de un crimen pasional. 
              Saben que pueden ser abatidos de un momento a otro. Viven el amor 
              abrazando a la muerte. Pero la ironía trágica del 
              libro es que el castigo caerá sólo sobre la cabeza 
              de Cora. Al protagonista no le queda otro remedio que reconstruir, 
              vicariamente, la historia para poder pagar así sea simbólicamente 
              su parte de culpa, su mitad. A no ser que la historia tenga otro significado aún más 
              profundo. Pero sobre esta posibilidad volveré luego. Un tiempo circular La complejidad de la estructura de Con las primeras luces 
              es evidente al lector más desprevenido. Ante todo porque 
              el texto se divide nítidamente en dos series narrativas: 
              una que abarca el monólogo del protagonista, borracho que 
              se desangra a la puerta de una quinta, después de haber tratado 
              de salvar la verja y de haberse herido mortalmente en una ingle; 
              la otra serie, que está contada en la impersonal tercera 
              persona de toda narración tradicional y que reconstruye, 
              contrapuntísticamente con los seis fragmentos del monólogo, 
              la verdadera historia de ese borracho, que se llama Eugenio, de 
              su primo Roberto (que duerme otra borrachera también pero 
              dentro de la casa quinta), de su prima Mariucha (que murió 
              de niña) y de su otra prima, Coco (con la que Eugenio tuvo 
              una relación erótica más o menos insatisfactoria). 
              Mientras el borracho delira en forma cada vez más incoherente, 
              el anónimo narrador va acercando pieza tras pieza de una 
              historia de decadencia familiar que es la historia simbólica 
              del Uruguay patricio, el Uruguay de los descendientes de los que 
              fundaron a lanza y sable la patria. (No es casual que el protagonista 
              sea herido, en plena paz democrática, por la lanza decorativa 
              de la verja: herida que él mismo vincula a las lanzadas de 
              las que se moría en los tiempos heroicos.) Entre el monólogo 
              y la narración se reconstruye una historia muy clara y muy 
              triste: la historia de una doble relación triangular, la 
              historia de un amor frustrado por los celos, la historia de una 
              pasión homosexual perversa que no se atreve a decir su nombre. 
              Antes de examinarlas quisiera subrayar lo que constituye, a mi juicio, 
              el motivo central de esta obra: el tiempo circular, el tiempo hecho 
              de presente pero hecho sobre todo de pasado y también hecho 
              de futuro en que vive la conciencia de Eugenio. Porque lo que se ha propuesto Martínez Moreno (como antes 
              de él, su maestro Faulkner en As I Lay Dying) es mostrar 
              el tiempo a través de una conciencia que escapa al tiempo. 
              Toda la vida de una familia se reconstruye, pero esa vida no sólo 
              revela las claves narrativas (la decadencia de la familia que empieza 
              vendiendo muebles y autos de lujos, y termina vendiendo pedazos 
              de tierra), sino que revela las claves simbólicas. Para ello 
              es necesario ver el monólogo del agonizante no sólo 
              como un recurso de moda (para qué negar que está también 
              magistralmente empleado por Carlos Fuentes en La muerte de Artemio 
              Cruz, un claro antecedente de este libro), sino porque es un 
              recurso que permite encerrar en un solo haz todos los hilos del 
              tiempo. Mientras la conciencia del protagonista trata de aferrarse 
              a la vida que se le escapa en un espeso hilo de sangre, su memoria 
              le trae el pasado y su inteligencia le acerca el futuro: las imágenes 
              de su vida pasada se superponen a las imágenes de la esperanza, 
              el recuerdo de Mariucha al deseo de que llegue de una vez ese lechero 
              que lo descubrirá agonizando en la puerta de la casa, o de 
              que se despierte su primo y acuda por fin a salvarlo. Un solo tiempo, un solo instante privilegiado, un centro hacia 
              el que acuden todas las imágenes del libro y que da a esta 
              novela un indiscutido poder de concentración que actúa 
              como un hechizo sobre el lector. Lo que era casi invisible en El 
              paredón y sólo visible al análisis en La 
              otra mitad, aquí resulta obvio: las estructuras temporales 
              que maneja Martínez Moreno están subordinadas a una 
              visión en definitiva estática del mundo: el tiempo 
              corre pero únicamente para volverse sobre sí mismo; 
              los personajes viven, actúan, se agitan, pero sólo 
              para caer en el centro de esa lenta muerte que es la vida; esa realidad 
              variada y contradictoria no ofrece más que máscaras 
              de una sola y monótona experiencia: vivir es estar desangrándose 
              gota a gota hacia la muerte. El protagonista de El paredón 
              no lo entiende o solamente lo entiende cuando contrasta el inmovilismo 
              suicida de su patria con la dinámica de la Cuba revolucionaria; 
              el protagonista de La otra mitad únicamente advierte 
              que Cora ha elegido irse y que él ha quedado solo, en esta 
              orilla inmóvil, condenado a evocar, a reconstruir, a investigar, 
              en una forma subsidiaria de la expiación. Cada uno de ellos 
              está en el centro inmóvil de un tiempo que gira y 
              que no cesa. En ese punto del laberinto que definió magistralmente 
              Eliot en los Four Quartets: At the still point of the turning world. Neither flesh nor fleshless.Neither from nor towards; at the still point, there the dance is,
 But neither arrest nor movement. And do not call it fixity,
 Where past and future are gathered.
 La ambigüedad como clave Si es fácil explicar, o demostrar, la estructura circular 
              de estas novelas de Martínez Moreno (y también de 
              sus cuentos, es claro) ya que no es tan fácil explicar porqué 
              todo ocurre así en este mundo confinado y claustrofóbico 
              de sus ficciones. Una clave la podría dar la ambigüedad 
              de sus textos. Cualquier análisis de El paredón 
              está condenado a plantearse, tarde o temprano, la pregunta 
              de aquel señor que entró en la librería montevideana. 
              Aunque no cabe dudar de que Martínez Moreno está a 
              favor de la Cuba revolucionaria (su firma está en bastantes 
              manifiestos como para acreditarlo así), no resulta tan fácil 
              saber si el libro está o no a favor de Cuba. Por lo menos 
              los comunistas en el Uruguay nunca han estado muy seguros y se han 
              manifestado más que tibios ante una obra que se rehúsa 
              valientemente a la beatería de una loa sin pausas. Incluso 
              algunos turistas del castrismo (los hay, como en todas partes) se 
              han encarnizado en señalar las heterodoxias que comete el 
              libro con respecto a una visión auténticamente revolucionaria, 
              y correctamente marxista, y dialécticamente bien orientada, 
              etc. Todo esto es superficial al fin y al cabo, porque una novela 
              no es un tratado y el testimonio de Martínez Moreno como 
              novelista no puede ser leído literalmente. Pero si traigo 
              ahora este aspecto secundario del libro a consideración es 
              porque ilustra un aspecto, este sí, profundo, de la realidad 
              novelesca de sus ficciones.  Martínez Moreno no puede ver al mundo dividido en blanco 
              y negro. Su visión es la menos maniqueísta que se 
              conoce en las actuales letras hispánicas. Por el contrario, 
              para él la realidad es infinitamente ambigua, inextricablemente 
              ambigua. Cuando examina el Uruguay paralizado por la fagocitosis 
              democrática del paternalismo o la Cuba afiebrada por la exaltación 
              revolucionaria, su mirada marca no sólo los aspectos positivos 
              o negativos de cada situación, sino que muestra también 
              sus enveses. Cara y cruz no son opciones excluyentes, ya que cara 
              y cruz se dan al mismo tiempo en cada realidad completa. En el centro 
              del libro está el juicio de Sosa Blanco, un esbirro de Batista 
              que merece ser ejecutado por los crímenes que ha cometido, 
              qué duda cabe, pero que es juzgado por los revolucionarios 
              con tal desprecio de los procedimientos jurídicos, que al 
              narrador le resulta imposible no mostrar también esa otra 
              cara de la moneda. Lo mismo pasa con las elecciones uruguayas: es 
              cierto que el partido colorado merecía por tantos años 
              de desgobierno la derrota electoral, pero también es cierto 
              que no es posible hacerse muchas ilusiones sobre los que lo habían 
              vencido. Cara y cruz, simultáneamente, y no cara o cruz. 
              Toda la novela está atravesada por esa necesidad de decir 
              no al maniqueísmo de nuestros días, ese maniqueísmo 
              tranquilizador que sólo favorece a los tontos o a los pillos. 
              La realidad es otra. La realidad es ambigua. Donde esa ambigüedad de la visión de Martínez 
              Moreno alcanza los extremos más exquisitos es en el capítulo 
              final del libro, cuando el protagonista no se decide a casarse con 
              Matilde, esa mujer con la que ha estado viviendo durante tantos 
              años. Al borde de la decisión aún vacila. Su 
              vacilación duplica la vacilación del Uruguay que ya 
              no puede seguir viviendo bajo el régimen del paternalismo 
              heredado del viejo Batlle y que, sin embargo, no se atreve a asumir 
              su condición viril. La indecisión del protagonista 
              hace juego con la indecisión del país. El mismo tema 
              resulta ampliado y enriquecido por las otras dos novelas. En La 
              otra mitad el protagonista tampoco se ha animado a vivir del 
              todo con esa mujer que fue su amante y se ha resignado a ser sólo 
              espectador de la mitad que le tocó al otro, al marido. En 
              el problema de la indecisión, que es un problema de indefinición, 
              alcanza caracteres perversos. Porque ya no se trata de no atreverse 
              a asumir la condición viril, ser padre, comprometerse, fundar 
              una vida propia. El problema para los personajes de esta tercera 
              novela se plantea en un terreno anterior aún a la crisis 
              de la adolescencia, y se sitúa en esa tierra de nadie de 
              la indefinición sexual que es la infancia. El triángulo 
              ahora no es entre la mujer, el marido y el amante, sino entre tres 
              primos que juegan en el patio de una casa-quinta. Sus juegos son 
              en la superficie la dramatización de las historias lacrimógenas 
              de Edmundo D'Amicis en Corazón: el pequeño 
              escribiente florentino, el tamborcillo sardo, los dos náufragos. 
              Pero lo que está realmente en juego aquí es otra cosa, 
              mucho más grave. En cada dramatización, Roberto se 
              reserva el papel principal y da a Mariucha el segundo, en tanto 
              que confina a Eugenio a papeles francamente secundarios. Se impone 
              así el dominio de Roberto sobre los otros dos; triunfa su 
              relación metafóricamente erótica con Mariucha, 
              a la que asiste Eugenio consumido por su Edipo de primo menor. Pero 
              en realidad, las cosas ocurren de otro modo. Porque Mariucha muchas 
              veces asume en las dramatizaciones papeles masculinos, porque su 
              misma figura femenina es asexuada, porque su enfermedad la aísla 
              del mundo de la carne. Y cuando pasa el tiempo, y Roberto ya no 
              puede ser otra cosa que un triste, vergonzante homosexual, y Eugenio 
              vuelve a la quinta con otra prima, Coco, a la que ha conquistado 
              casi con desgana, el triángulo inicial se vuelve a presentar 
              pero ahora en una forma brutal y sumaria. Ahora Roberto no quiere 
              a la otra prima para sí y lo único que hace es demostrarle 
              a Eugenio que esa es un mujer capaz de acostarse con cualquiera. 
              Aquí la venganza resulta más directa y económica. 
              Pero lo que la venganza revela es la verdadera motivación 
              de Roberto: él nunca quiso a Mariucha para sí. La 
              quiso, fingió quererla, para que no la tuviera Eugenio. O 
              dicho de otro modo: quería a Eugenio para sí. Así 
              como Eugenio no quería a Mariucha, ni a Coco (curioso travesti 
              del nombre) para sí, sino para sacárselas a Roberto. 
              La condición edípica de esa pasión homosexual 
              no puede estar más clara. Lo que estos dos primos querían 
              y necesitaban era al otro. Precisamente uno de los cuentos de Corazón que dramatizan 
              en su infancia los primos, el cuento del jorobadito que es protegido 
              por el más fuerte de la clase y con el que éste establece 
              un vínculo simbólicamente homosexual, es el cuento 
              que da la clave entera de la novela. El anónimo narrador 
              en tercera persona se encarga ya de subrayar el carácter 
              equívoco de ese cuento: carácter que era tal vez invisible 
              para el propio D'Amicis, como lo era el contenido psicoanalítico 
              de Alicia para el reverendo Dodgson. Pero los lectores de hoy descubren 
              (a la zaga de William Empson) todos los símbolos sexuales 
              que Lewis Carroll soñó en su sueño de Alicia, 
              como los lectores de Martínez Moreno no pueden dejar de repasar 
              Corazón sin una sensibilidad muy alerta para su sado-masoquismo, 
              para su ambigüedad sexual, para las delicadas perversiones 
              que apuntan debajo de la historia del jorobadito. Pero esos mismos 
              lectores no pueden dejar de volverse sobre la novela entera, sobre 
              Con las primeras luces, para leer ahora con ojos inevitablemente 
              postfreudianos la historia de estos primos equívocos. Imágenes de una decadencia Este análisis permite volver a mirar tanto El paredón, 
              como La otra mitad desde un ángulo distinto. La inmovilidad 
              del Uruguay civilista de 1958 es de raíz edípica. 
              Es un Uruguay que ha sido construido por un padre, el viejo Batlle, 
              y cuya estructura los herederos no se atreven a tocar. Muerto Batlle 
              en 1929, sus hijos continúan haciendo votar a sus correligionarios 
              esgrimiendo carteles en que se ve al viejo enfundado en su enorme 
              sobretodo. Ese sobretodo (el símbolo exorcizado del ogro 
              familiar) sigue conquistando votos. Hasta el sobrino, Luis Batlle 
              Berres, ganará sus primeras elecciones con carteles en que 
              se reproduce junto a su viejo tío, los dos enfundados en 
              sendos sobretodos. Es el Uruguay del sobretodo del viejo Batlle 
              el que pierde las elecciones de 1958. Pero para el protagonista 
              de El paredón (que no por nada se llama Calodoro, 
              anagrama de colorado), la muerte de esa era paternalista es también 
              la muerte de su padre, el viejo médico. Ante el parricidio 
              simbólico, el protagonista recula, y por eso en las últimas 
              páginas de la novela se le ve indeciso, no atreviéndose 
              a dar el otro paso inevitable: tener una mujer propia, asumir la 
              edad viril. En La otra mitad la situación edípica 
              es mucho más clara ya que se da a través de la imagen 
              de un triángulo clásico. Pero lo que una nueva lectura 
              de la novela permite revelar es otra cosa: no sólo el protagonista 
              ha vivido hasta su última conclusión la situación 
              edípica, sino que continúa viviéndola más 
              allá de la muerte de su amante. Una horrible necrofilia le 
              hace atarse perversamente a los últimos rastros de su memoria, 
              le hace correr tras la imagen que ella ha dejado en los ojos de 
              otros, buscar en la contemplación de su cadáver, en 
              la lectura de sus cartas, en la evocación de su persona, 
              esa imagen ya definitivamente muerta. El país inmovilizado, 
              el amante inmovilizado: ¡qué imágenes tan reveladoras! Pero ninguna tan reveladora como esa última de Eugenio desangrándose, 
              yéndose en sangre, a la puerta de la casa en que duerme indiferente 
              Roberto. Esa sangre, esa muerte, son como el último vínculo 
              imposible entre esos dos seres que se han negado a toda otra relación, 
              que han vivido luchando a la luz del día por la posesión 
              de mujeres que no deseaban realmente, y que ahora en la noche de 
              la casa-quinta siguen luchando en sus sueños separados. La 
              ambigüedad final de esta imagen, la sangre que corre hacia 
              la muerte en lugar de la esperma que pudo correr hacia la vida, 
              establece el último vínculo entre esta perversa elegía 
              de una clase que muere en la esterilidad de una pasión no 
              consumada, con aquellas otras elegías: la muerte del mundo 
              paterno en El paredón, la muerte de la imagen materna 
              en La otra mitad. Con este inútil desangrarse concluye 
              por ahora esta fascinante crónica de un mundo precozmente 
              decadente que Martínez Moreno debe continuar desarrollando 
              para beneficio de las letras latinoamericanas."   |