|  | "Encuentros con Nicanor Parra"En Mundo Nuevo, n. 23
 mayo de 1968
 p. 75-83
 "Primero, los desencuentros. Durante un año (setiembre 
              1950/agosto 1951), Nicanor Parra y yo compartimos el mismo aire 
              húmedo, el mismo clima verde, los mismos coletazos del racionamiento, 
              en la pobladísima Inglaterra. Ambos estábamos becados 
              por el Consejo Británico: él para estudiar matemáticas 
              superiores en Oxford, yo para realizar una investigación 
              literaria (sobre Andrés Bello y el romanticismo) en Cambridge. 
              Hasta teníamos un amigo en común: John Adams, uruguayo 
              de nacimiento, inglés de extracción, persona muy inquieta 
              y curiosa por todo lo hispanoamericano. Adams lo había conocido 
              en 1949, cuando el poeta viajaba hacia Oxford; se habían 
              hecho amigos en el barco, habían llegado a componer (con 
              la entonces señora de Adams) unos imposibles hermanos Marx 
              para la fiesta del cruce del Ecuador. Cuando llegué a Londres, 
              conocí a Adams y éste pronto empezó a hablarme 
              de Parra, o Paara como pronunciaba él con inconfundible 
              acento. Yo sabía algo del poeta chileno. Recordaba haber 
              visto unas líneas (muy cáusticas) de Carlos Poblete 
              en su mediocre Exposición de la Poesía Chilena 
              (Buenos Aires, 1941); recordaba haber leído allí y 
              en la excelente Antología de Poesía Chilena, 
              de Sergio Atria (Santiago, 1946) algunos versos de Parra. El poeta 
              que reflejaban esos recuerdos, era un joven nacido en 1914, muy 
              dotado para el verso, melancólico y sentimental, en que apenas 
              si algún rasgo de humor venía a cortar la incontenible 
              vena lírica. La imagen que me ofrecía John Adams a 
              través de su caótico retrato oral parecía inconciliable: 
              un hombre lleno de humor y agresividad, capaz de personificar a 
              Harpo Marx, de lucir toques latinos de Don Juan, y enormemente versado 
              en matemáticas. Más que su poesía, esta imagen 
              trunca despertó mi curiosidad. Durante el largo año 
              de mi residencia en Cambridge, se habló mucho de conocer 
              a Parra. Muchos fines de semana pasaron sin que pudiera concretarse 
              un encuentro en el dos veces centenario cottage que tenía 
              John Adams en Shepreth, delicioso pueblito a veinte minutos de Cambridge. 
              Una vez (Mahoma va hacia la montaña) hasta organizamos con 
              John una excursión a Oxford para visitar a Parra. No fue 
              posible localizarlo por razones misteriosas que (ahora comprendo) 
              tenían más que ver con la capacidad de desorganización 
              de John que con las artes elusivas de Parra. Ya me iba de Inglaterra 
              resignado a no conocer al poeta chileno, cuando descubro en la lista 
              de pasajeros del Andes que él también viajaba 
              de regreso al Nuevo Mundo. Pude verlo entonces: pequeño, compacto, con una cabeza de 
              enorme frente despejada y unas arrugas simiescas, cavadas sin duda 
              desde la infancia, que le dan una mueca permanente de feroz alegría, 
              los ojos intensos y algo fijos en los que también baila una 
              risa; en la boca, en cambio, una sonrisa triste, casi de dolor y 
              tierna. Viajaba acompañado de una rubia hermosísima, 
              su segunda mujer, conocida en Inglaterra pero de origen sueco. Hacían 
              una linda pareja, reservados, autárquicos, con un aire de 
              visible luna de miel. En el mismo barco, viajaban otros becarios, 
              algunos de ellos chilenísimos, como Eduardo y Marisol Pinto. 
              Pronto estábamos todos componiendo un grupo más o 
              menos homogéneo de turistas intelectuales. Se hablaba mucho 
              de literatura, de arte, de política, de América y 
              Europa, de teatro, de sociología. Todos sabíamos quién 
              era Parra y queríamos acercarnos, decirle que admirábamos 
              su obra o sentíamos curiosidad por ella, que su fama había 
              llegado hasta nosotros. Pero había algo en la pareja que 
              nos detenía. En los momentos más frívolos atribuíamos 
              esa paralización a la luna de miel; el motivo, sin embargo, 
              era insuficiente. En la sonrisa de Parra, en la dolorosa sonrisa 
              de Parra, desmentida por el patetismo de sus ojos, había 
              otra explicación que (demasiado superficiales o tontos) no 
              supimos comprender. A los catorce días de viaje el Andes 
              llegó a Montevideo y tuve que desembarcar sin haber conocido 
              a Parra. Unos ojos sin párpados Después habrían de llegarme noticias de él. 
              Algunas literarias, otras personales porque a pesar de la incomunicación 
              hispanoamericana los chismes corren y se saben cosas. Todo no andaba 
              bien con la deliciosa Inge que había entrevisto en el Andes; 
              Parra había debido suspender sus clases por un par de años 
              al haberse quedado totalmente afónico; en uno de sus poemas 
              (Autorretrato) pude leer entonces:Mirad aquí, muchachos, Esta lengua roída por el cáncer;
 Soy profesor de Física:
 Se me ha destruido haciendo clase.
 Después de todo o nada
 Hago cuarenta horas semanales.
 ¿Qué os parece mi lengua?
 ¿Verdad que da terror mirarla?
 Aunque el poeta no crea sólo con la materia de su vida, 
              esos versos me asaltaron con una verdad que iba más allá 
              del propósito deliberado de metaforizar la angustia. Sentí 
              en ellos ese hálito trágico que había creído 
              entrever también en los ojos de Parra. Algunos meses más 
              tarde, en diciembre de 1953, estuve en Santiago por una temporada. 
              Otra vez, el benemérito Andrés Bello y su discutido 
              Romanticismo me hacían salirme de cauce. Pasó mucho 
              tiempo antes de lograr el contacto con Parra. Un día, creo 
              que por intermedio de otro Bello (Enrique, descendiente del ilustre 
              caraqueño) pude conocer personalmente a Parra. Entonces ocupaba 
              un pequeño apartamento moderno cerca de la Biblioteca Nacional 
              donde yo trabajaba. Ya había recuperado el habla y seguía 
              viviendo con Inge. Lo vi un par de veces y me impresionó 
              por el calor de su trato. No recuerdo de qué hablamos aunque 
              es seguro que de poesía. No me dejó ir de su casa 
              sin algunos libros (le encanta regalarlos), entre ellos una hermosa 
              edición del Vasauro, del gongorino don Pedro de Oña, 
              que me recomendó con mucho énfasis justificado. También me regaló un apartado de los Anales de 
              la Universidad de Chile, en que Enrique Lihn escribía 
              una Introducción a la poesía de Nicanor Parra 
              (diez páginas de vaguedades con alguna caracterización 
              acertada de tanto en tanto) y se recogían trece de sus mejores 
              poemas. Allí (al fin) pude conocerlo. Porque esa compacta 
              antología recoge algunas de sus obras maestras: el Autorretrato, 
              La víbora, La trampa, Los vicios del mundo 
              moderno, el Soliloquio del individuo. En esos versos 
              duros, agónicos, vitriólicos, y a la vez tiernos y 
              desamparados, pude reconocer esa cualidad herida de los ojos de 
              Nicanor Parra, esa mirada que traspasa, esa risa fúnebre, 
              ese humor juguetón y a la vez ardido. El poeta hablaba de 
              sí mismo, despotricaba contra las mujeres, contra la tiranía 
              del teléfono, contra la corrupción del mundo, contra 
              el yo que nos encierra en su cárcel, pero lo hacía 
              sin piedad para sí mismo, con dolor, con la horrible lucidez 
              de unos ojos sin párpado. Cuando volví a Montevideo, me apresuré a publicar 
              en Marcha (cuya sección literaria entonces dirigía) 
              una nota sobre la vida literaria en Chile (Quiénes son 
              los jóvenes y dónde se les encuentra, abril 23, 
              1954) que iba ilustrada por un poema de Nicanor Parra (el Soliloquio) 
              y otro de Gonzalo Rojas. Meses más tarde recibía su 
              segundo libro de versos, publicado después de un silencio 
              de más de quince años. Parra había estado preparando 
              morosamente su libro en el destierro inglés, en la muda soledad 
              de su regreso a Chile, en su angustia y desesperación. Se 
              iba a llamar Oxford 1950 porque ese nombre y esa cifra indican 
              el preciso instante en que el poeta más o menos garcialorquiano 
              de Cancionero sin nombre (1938) sufre la crisis terrible 
              de la que emergería el verdadero Parra. Pero el libro que 
              llegó a mis manos decía, con increíble acierto: 
              Poemas y antipoemas. Por este libro, Parra ingresaba a la 
              gran corriente de poesía de la lengua española. Violeta la cantora Hay algunos encuentros más. Son relativamente recientes 
              y sirven para precipitar del todo la imagen que había sido 
              revelada con tan morosos plazos. En enero de 1962 fui invitado por 
              la Universidad de Chile, junto con Carlos Martínez Moreno, 
              a participar en un Seminario de Literatura Hispanoamericana que 
              tuvo lugar en Santiago, bajo la dirección de don Arturo Torre 
              Ríoseco. En dicho Seminario volví a encontrar a Parra. 
              Nos vimos muchas veces pero quiero hablar ahora de una noche memorable 
              en su casa prefabricada, de madera, que desde lo alto de La Reina 
              domina la vasta extensión luminosa de Santiago. Allí 
              pude medir en un solo golpe de intuición lo que era Parra. 
              O mejor dicho, Nicanor. Porque esa casa constituye su mundo más 
              íntimo, allí el poeta se abre por completo. No faltó 
              (como no falta nunca en Chile) buena comida y mejor bebida, pero 
              lo que hizo la noche fue la presencia de Violeta Parra, hermana 
              del poeta y cantora (no cantante, aclara Nicanor) de melodías 
              populares. Ella misma las recoge en su fuente, las canta con una 
              voz que no requiere otra escuela que su intensa intuición 
              artística y las acompaña con una guitarra que también 
              canta. Oscura, vestida de negro, el pelo negro lacio escuetamente 
              recogidos, los rasgos indios acentuados, Violeta Parra no gasta 
              palabras ni cortesías. Vive pendiente de su guitarra. Cuando 
              la tiene en los brazos se transfigura. Empieza a cantar y se forma 
              un círculo incantatorio: la voz es pesada como el sueño, 
              se entra por los resquicios del cuerpo y cuando queremos acordar 
              la voluntad nos falla. Sólo podemos escuchar, vivir pendientes 
              de ese hilo de voz que nos domina. La voluntad férrea de 
              la cantora nos posee. Había una muchacha de esas que no saben estarse en su sitio 
              y que se mueren si todos no están pendientes de sus encantos. 
              Interrumpía para hacer comentarios, se movía en el 
              asiento, buscaba cosas en la pieza de al lado, hasta que Violeta 
              la echó con una sola palabra seca, como la que se dirige 
              a un perro molesto, a un niño estúpido. La dijo y 
              siguió cantando. No se rompió el hechizo sino que 
              esa pequeña demostración de vigor sirvió para 
              que se cerraran aún más las aguas negras de la hipnosis 
              sobre nuestras cabezas. Los ojos concentrados y hasta doloridos 
              por el foco de luz que daba sobre la guitarra, el oído puesto 
              en el alma de esa voz, todos sentíamos que Violeta, esa Viola, 
              era una bruja ejecutando un conjuro, revelando misterios, abriendo 
              caminos en los subterráneos del alma. Detrás de ella, con la sonrisa perenne que ya me hacía 
              acordar la máscara dolorosa de Lon Chaney, o el Conrad Veidt 
              de El hombre que ríe, Nicanor Parra escuchaba y absorbía 
              cada nota. Algunas de las cosas que Violeta cantaba eran de él, 
              de esa Cueca larga que yo había leído en Londres, 
              1959, traída por la mano de John Adams (otra vez), y que 
              en el contexto británico de mi apartamento de la calle Ossington, 
              con bibliotecas victorianas, negra chimenea, y grandes ventanales, 
              casi no tenía sentido. Ahora, cantadas por Violeta o recitadas 
              por Nicanor, las poesías de la Cueca larga adquirían 
              su ritmo, su entonación, su acento. Esa noche, Nicanor leyó para Martínez, para mi mujer 
              y para mí, algunos de sus mejores poemas. Esa voz que él 
              creyó perdida, roída por un cáncer que estaba 
              mordiendo realmente su alma, se levantó nítida y escueta 
              para decir el Soliloquio del individuo, La víbora, 
              el poema a Siegmund Freud. La voz de Nicanor es asordinada 
              y seca; cuando lee no pone otro énfasis que la intensidad 
              con que separa nítidamente cada verso y una cierta alegría 
              sardónica que le desborda por los ojos, principalmente cuando 
              descubre en la risa incontenible del oyente que el verso ha dado 
              en el blanco. Cuanto más duro y arbitrario es el verso, cuanto 
              más cómico y desgarrado, más ferozmente alegre 
              se pone Nicanor. Pero es la suya la alegría de quien sabe 
              que está haciendo bromas con la vida y la muerte. Sólo una cosa es clara:Que la carne se llena de gusanos,
 dice uno de sus Versos de salón. Esa claridad última 
              inunda su poesía y le da, paradójicamente, una fuerza 
              increíble de vida. Porque lo que mis ojos pudieron comprobar 
              esa noche de enero de 1962 fue la plenitud de Parra. El poeta en 
              su habitat, conseguido al final de tanta peregrinación, de 
              tanto dolor, de dos matrimonios deshechos, adquiría al fin 
              sentido completo. Así como la lectura de los Poemas y 
              antipoemas me había permitido descifrar los signos de 
              aquella máscara entrevista en el Andes, ahora la sesión 
              en su casa de La Reina, me permitía reconocer la plenitud 
              interior que ya había alcanzado Parra y de la que el poema 
              contra Freud era un admirable síntoma. Yo conocía 
              estos versos que habían sido publicados en la revista chilena 
              Alerce (julio-agosto 1961). Recuerdo con qué gusto 
              había leído y hecho leer en Montevideo sus irreverentes 
              estrofas que satirizan la manía del psicoanálisis, 
              uno de los vicios del mundo moderno que ya había denunciado 
              Parra: Vemos un automóvil.Un automóvil es un símbolo fálico.
 Vemos un edificio en construcción.
 Un edificio es un símbolo fálico.
 Nos invitan a andar en bicicleta.
 La bicicleta es un símbolo fálico.
 Vamos a rematar el cementerio.
 El cementerio es un símbolo fálico.
 Vemos un mausoleo.
 Un mausoleo es un símbolo fálico.
 Vemos un dios clavado en una cruz.
 Un crucifijo es un símbolo fálico.
 Nos compramos un mapa de la Argentina
 Para estudiar el problema de límites.
 Toda Argentina es un símbolo fálico.
 Nos invitan a China Popular.
 Mao Tse-Tung es un símbolo fálico.
 Para normalizar la situación
 Hay que dormir una noche en Moscú.
 El pasaporte es un símbolo fálico.
 La plaza Roja es un símbolo fálico.
 Las carcajadas de Martínez Moreno deben estar 
              resonando todavía en La Reina. Porque esta poesía 
              no es sólo cómica por lo que dice sino que la voz 
              de Nicanor la hace más cómica, con un sentido increíble 
              del timing, una sobriedad en el énfasis, una socarronería 
              de la dicción que derivan simultáneamente de la experiencia 
              ancestral del indio y de sus dos años en Oxford. El poeta 
              lee con el papel iluminado por una lámpara y envuelto él 
              mismo en la penumbra. Al fondo la mesa de trabajo, abarrotada de 
              libros, papeles, cacharros y objetos de cerámica. Forrando 
              las paredes de madera, está la madera de las bibliotecas 
              y la madera de los libros revueltos en una heterogeneidad que demuestra 
              bien a las claras las dos vocaciones de Parra: alta matemática, 
              Mecánica Racional, compartiendo el mismo espacio vital con 
              los poemas de Ezra Pound o la lírica de Lope de Vega. En 
              las demás habitaciones abiertas, las enormes telas oníricas 
              de Violeta Parra miran con sus mismos ojos de hechicera. En ese 
              marco escenográfico encaja perfectamente Nicanor, como no 
              encajaba en el apartamento funcional cerca de la Biblioteca, como 
              no encajaba en la sonrisa pálida de equívoca luna 
              de miel del Andes. Ahora lo veo, lo encuentro, lo reconozco. El lenguaje de todos los días A principios de 1963 vuelvo a estar con él 
              en Valparaíso y en Santiago. Otra vez la Universidad de Chile 
              ha servido de enlace; otra vez una mesa redonda sobre la literatura 
              hispanoamericana, nos ha acercado. He pasado unos días de 
              enero viviendo en La Reina, en ese cuarto que dominan las telas 
              superrealistas de Violeta Parra, abrumado por los monstruos que 
              sueña su pincel, por los colores detonantes, por la ciega 
              explosión de vida subterránea que emerge de estos 
              cuadros como emerge de la oscura voz de su guitarra. He compartido 
              con Parra mesas redondas y cuadradas, conversaciones a solas, mano 
              a mano, largos viajes con gente amiga. En esos pocos días, 
              tratamos de aclarar los encuentros y desencuentros. Se habló 
              mucho de poesía porque la poesía es el alimento de 
              Parra. Pero se habló con la seriedad, con el ahínco, 
              con el sentido profesional, con que él siempre habla de todo. 
              Para él, la poesía es un quehacer, es una faena, es 
              el resultado de una operación consciente del poeta sobre 
              sí mismo. Pude saber muchas cosas que algún día 
              habrán de aparecer en un estudio que me prometo sobre Parra: 
              circunstancias biográficas menudas que aclaran la intensidad 
              de algún poema (el Soliloquio, escrito de un tirón 
              mientras se espera una maldita llamada telefónica), ideologías 
              que explican el nuevo rumbo de su poesía (en Siegmund 
              Freud hay una apasionada defensa de China comunista), rasgos 
              de humor o aforismos que iluminan su conducta creadora ("Me 
              puse a descargar las palabras para poder escribir poesía, 
              a descargarlas de los significados ajenos, para poder cargarlas 
              después de los significados míos"), proyectos 
              para el futuro inmediato (un Manifiesto que servirá 
              de base para las publicaciones de un Taller de poesía, tal 
              vez un viaje al Río de la Plata). La semana larga que estuve con Parra confirmó 
              la visión del año pasado y la documentó en 
              mil pequeños detalles. Lo volví a ver entero y centrado. 
              Descubrí al mismo tiempo que se encuentra en un momento crucial 
              de su vida poética. La publicación de los Versos 
              de salón en 1962 cierra el ciclo de la antipoesía. 
              Ahora, desde el viaje a China, Nicanor no quiere hacer poesía 
              sólo para poetas y críticos. Quiere hacer poesía 
              que sea para todos. El poema a Siegmund Freud es como una 
              despedida de las complejidades del mundo moderno, es decir del mundo 
              occidental. En su Manifiesto, Parra busca expresar la poesía 
              usando el lenguaje más llano, el ritmo más imperceptible, 
              la dicción menos notable. No es poesía, dijo 
              Ida Vitale al oírlo recitar y hasta cierto punto su juicio 
              es válido porque representa la reacción de un poeta 
              y un crítico dedicado por entero a la poesía. Pero 
              lo que busca ahora, hondamente, calladamente, empecinadamente, Nicanor 
              es una poesía que no sea "poesía". O que 
              no lo parezca. Una poesía que se haya depurado de tal modo 
              de todo lo que es moda, estilo, manera, que pueda surgir con una 
              inmediatez, una vibración absolutamente inéditas. 
              Es decir, una poesía que vuelva al punto mismo en que el 
              lenguaje de todos los días es ya poesía. El poeta recopila Un año después, hacia octubre de 1964 
              y en el marco para ambos exótico de las ruinas mayas de Yucatán, 
              pude volver a hablar largo y tendido con Parra sobre su nueva teoría 
              poética. El pretexto que nos había convocado en Chichén-Itzá 
              era un simposio de la Fundación Inter-Americana para las 
              Artes al que también asistían Carlos Fuentes y José 
              Donoso, Sebastián Salazar Bondy y Dalmiro Sáenz, Jorge 
              Ibargüengoitia y Ulises Chocrón, Juan Rulfo y Marta 
              Traba, José L. Cuevas y Fernando Szyslo. En medio de reuniones 
              formales e informales, de paseos por las ruinas y excursiones a 
              Mérida, sostuve con Nicanor una conversación llena 
              de hiatos pero de increíble continuidad temática. 
              El motivo era su concepción actual de la poesía. El 
              centro se hallaba en una teoría de la recopilación 
              que poco a poco fue poniendo en claro Nicanor y que asoma ahora, 
              transparente, en su última colección de versos, esos 
              sorprendentes Artefactos que la revista Imagen de 
              Venezuela ha presentado como suplemento a su número 13 (noviembre 
              1967). El poeta no produce realmente poesía, viene 
              a decir Parra. La recopila. El poeta es un oído alerta que 
              recoge la poesía de boca de los hablantes. Esta poesía 
              espontánea sólo requiere una mínima operación 
              de poda, o de fina reordenación de sílabas, para convertirse 
              en poesía total. Por eso, en la imagen sugerida por Parra, 
              el poeta viaja por el mundo con el oído abierto y un cuaderno 
              de apuntes a mano, cuaderno que se va llenando de toda la poesía 
              que produce la colectividad. En Artefactos hay algunas muestras 
              de endecasílabos naturales como estos: La muerte es un hábito colectivo. Tú no me dices nunca la verdad. Dime si te molesto con mis lágrimas. Esto no quiere decir, es claro, que toda la poesía 
              de Artefactos sea mera recopilación. Sobre la línea 
              o líneas que el poeta recoge se inserta casi siempre la palabra 
              propia, el giro único, el efecto que una súbita aproximación 
              de voces produce fatalmente. Así, por ejemplo, en "Far 
              West", unas frases que podrían haber sido recogidas 
              literalmente de bocas espontáneas, adquieren un sentido suprarrealista 
              en la línea final. He aquí el texto:  Corríamos a tal velocidadPerseguidos de cerca por los pieles rojas
 Que las ruedas de nuestra diligencia
 Comenzaron a girar en sentido contrario.
 Otras veces, no es la visión suprarreal, sino 
              la mera yuxtaposición de textos lo que produce el estallido 
              poético, como pasa en "Aviso": Estudiantes de HumanidadesEn vez de escribir palabrotas
 En los muros de las letrinas
 Escriban Dios
 Escriban Virgen Santísima.
 Pero, siempre, la poesía se alcanza por un proceso que ha 
              descrito admirablemente Guillermo Sucre en su presentación 
              de estos Artefactos. "En ellos su poesía anterior 
              alcanza mayor acuidad y despojamiento. Queda roto todo hilo discursivo: 
              el lenguaje no existe sino como frases sueltas y simples notaciones. 
              Como Beckett en el teatro, este poeta tiende a una reducción 
              total de los medios expresivos. Y por este camino nos enfrenta al 
              absurdo de la vida moderna. Estos poemas más que textos son 
              pretextos: el lector debe resolver la aventura que ellos 
              implican y le proponen. Son, finalmente, una gran empresa de desmitificación 
              a través del humor. Desmitificación del mundo, pero 
              también del lenguaje y del hombre que lo expresa". Pero volvamos al Simposio de la Fundación 
              Inter-Americana Hace calor en el ómnibus que nos lleva desde Chichén-Itzá 
              hasta las ruinas casi babilónicas de Uxmal. Atravesados por 
              el aire cálido, por los fogonazos del sol, hablamos con Parra 
              de esa poesía colectiva, de ese poeta único que subyace 
              los esfuerzos de los miles de poetas individuales que en el mundo 
              han sido. Cuando llegamos a Uxmal, el sol nos abruma. Nicanor corre 
              a comprar uno sombreritos de paja, muy a la moda norteamericana, 
              que venden en plena arqueología los descendientes de los 
              mayas. Compra tres: uno para él, otro para mí y el 
              tercero para Sebastián Salazar Bondy, el inolvidable autor 
              de Lima, la horrible, que ya estaba enfermo del mal que lo 
              mataría el año siguiente pero que todavía nos 
              parecía lleno de amistad y humor y vida. Dejamos por un rato 
              de hablar de poesía para sumergirnos en ese laberinto de 
              arquitectura preborgiana, creado (como la poesía con que 
              sueña Parra) por el esfuerzo colectivo de un pueblo. Subimos 
              escaleras, accedemos a galerías y avizoramos desde las terrazas 
              uno de los paisajes humanos más deslumbrantes. Todo el tiempo 
              entonces no pude evitar el sentimiento de reconocer una continuidad 
              profunda y subterránea entre la piedra de Uxmal y esta otra 
              arquitectura de sonidos que recopila infatigable Nicanor. Canciones en NuevaYork Después de ese encuentro lo he vuelto a ver varias veces 
              más y en muy distintos escenarios: en Nueva York, 1966, con 
              motivo del Congreso del P.E.N. Club; un año después 
              en Puerto Azul, Venezuela, en otra reunión de la Fundación 
              Inter-Americana para las Artes; luego en París, hace apenas 
              unos meses, cuando iba de paso para Cuba; y también lo he 
              visto en Santiago de Chile, en varias ocasiones memorables. Des 
              esos encuentros quisiera evocar sólo dos, pero alterando 
              un poco el orden cronológico para que se entiendan mejor 
              las cosas que quiero decir. Empiezo con el encuentro en Nueva York, 
              del que quedan unas notas redactadas por mí entonces en forma 
              de diario y que ahora reproduzco con algún mínimo 
              retoque. Martes 14. De noche vamos a Chinatown, con los Vargas Llosa, 
              Martínez Moreno, y Nicanor Parra. La idea es de Mario Vargas, 
              que como buen peruano admira la comida oriental y suele frecuentar 
              las chifas (como llaman en Lima a los restaurantes chinos). 
              Él tiene una idea completamente cinematográfica de 
              Chinatown y mientras atravesamos la pobre barriada de Canal Street, 
              con sus escuálidas casas, las leprosas fachadas de sus comercios, 
              los chubascos que nos azotan y dispersan, Mario Vargas va contando 
              como en trance lo que espera ver: pagodas que se recortan contra 
              el cielo, antros en que se fuma opio, inescrutables caras orientales 
              que acechan todo desde la ranura de sus ojos oblicuos. No le digo 
              nada porque sé que la realidad de Chinatown es muy otra. 
              Lo dejo que vaya descubriendo que todas las pagodas se reducen a 
              una pagoda superpuesta sobre un edificio moderno y ella también 
              bastante moderna de aspecto a no ser que se quiera contar como pagodas 
              a los kioscos telefónicos que terminan en techitos orientales; 
              que los inescrutables asiáticos ya visten a la manera occidental 
              y tienen más cara de aburridos que de misteriosos; que el 
              opio no se ve ni huele por ningún lado. Nos conformamos con 
              un restaurant de los de aire acondicionado en que la comida, al 
              estilo de Cantón, es excelente. Pronto, olvidados de todo 
              exotismo, discutimos sin parar sobre América Latina y creamos, 
              por la mera obsesión y la lengua, un ambiente distinto. Ya 
              no es más Chinatown sino una chifa peruana. A la vuelta, 
              subimos hasta mi habitación en el Hotel de la Quinta Avenida 
              y mientras tomamos algo fresco, Parra nos lee una secuencia de poemas 
              que ha compuesto en 1964 y en la Unión Soviética. 
              Las llama Canciones rusas porque fueron escritas durante 
              una estadía de unos seis meses, o recogen un estado de ánimo 
              que tiene sus raíces en aquel viaje y aquel distanciamiento. Las canciones son independientes pero tienen como un hilo subterráneo 
              que las atraviesa: un hilo hecho de nostalgia, de lejanía, 
              de exotismo y al mismo tiempo de una profunda soledad, iluminada 
              lúgubremente aquí y allá de premoniciones muy 
              graves. El poeta que las ha escrito está llegando a zonas 
              terribles de sí mismo. Nicanor habla de sus canciones como 
              si fueran poemas muy ligeros, y en cierto sentido lo son porque 
              están escritos en un tono menor, liviano y con un humor superficial 
              que puede llegar incluso a la comicidad. Pero es lo que está 
              debajo de ese humor lo que golpea al oyente. Sin la dureza terrible 
              de los Antipoemas pero también sin la vena cordial 
              y muy chilena de La cueca larga, esta nueva secuencia suya 
              parece combinar la levedad de trazado con la gravedad de los sentimientos 
              que el poeta practica, el tono menor con una presencia invasora 
              de la fatalidad, el recuento de lo externo con los golpes más 
              implacables de la soledad. Nicanor lee con una voz precisa y algo 
              neutra; apenas si apoya los pasajes irónicos y hasta consigue 
              la carcajada en muchos casos, carcajada que él mismo acompaña 
              con una risa corta, fuerte, que le hace abrir la boca como una mueca. 
              Lo escuchamos leer con cierta reverencia porque Parra es un poeta 
              muy entero. Y porque esas Canciones rusas, a pesar del tono 
              casual, ponen cosas muy al desnudo. Para Vargas Llosa, que lo conocía 
              poco, esta lectura es una sorpresa; Martínez y yo lo habíamos 
              oído leer en varias ocasiones y sabíamos cómo 
              su voz grave y su tono mesurado pueden trasmitir impecablemente 
              las tensiones interiores de un verso aparentemente límpido. 
              En estas Canciones la sentenciosidad del discurso no impide 
              que el poeta aparezca siempre conmovido. "Son tus Rimas", 
              le digo en una pausa de la lectura, y Nicanor se sonríe con 
              un pequeño gesto de complicidad. Como las otras de Bécquer, 
              éstas también tienen un poder contenido, una melodía 
              sutil, una emoción desgarrada.  Para las autoridades El otro encuentro que ahora evoco ocurrió casi un año 
              antes, en Santiago de Chile, en setiembre de 1965. Yo estaba haciendo 
              una jira por América Latina y a mi llegada a la capital chilena 
              traté de ponerme en contacto con Nicanor, lo que no es siempre 
              fácil. Parra vive en La Reina, en los flancos mismos de los 
              Andes. Por lo general, los taximetristas se niegan a subir hasta 
              allí: alegan (lo que es cierto) que el viaje es largo y que 
              no siempre consiguen clientes para la vuelta al centro; o simplemente 
              declaran no saber cómo llegar y efectivamente se pierden. 
              Todo se arregla prometiéndoles el doble de la tarifa, pero 
              la experiencia tiene su significado. Porque el poeta chileno ha 
              elegido un sitio que le asegura al mismo tiempo el contacto humano 
              y la soledad, un lugar que lo acerca al mundo y lo protege de él. 
              La casa, edificada sobre un cerro desde el que se domina todo Santiago, 
              rodeada de árboles y a la que se accede sólo por una 
              empinada rampa para automóviles o por unos escalones tallados 
              sobre la tierra misma, es de madera prefabricada. Como profesor 
              de Mecánica Racional en el Instituto Pedagógico, Parra 
              está muy seguro de la solidez de su casa pero para el inexperto 
              visitante la construcción entera parece hermosa y frágil, 
              cálida por el color y olor de la madera pintada, con una 
              impermanencia que se traduce en ciertos crujidos ocasionales, en 
              las junturas demasiado visibles, en la ausencia de esos artefactos 
              que nos hemos resignado por identificar con la vida misma. No hay 
              teléfono; el cartero no llega hasta allí: a menos 
              de tres cuartos de hora del centro de Santiago, Nicanor parece vivir 
              en otro planeta. Vive, sin embargo, muy metido en éste. Ver a Nicanor en La Reina es verlo en un hábitat perfecto, 
              construido por su mano y decorado por su inteligencia: el hábitat 
              elegido por este hombre que ha venido de Chillán y que tiene 
              mucho de indio debajo de su sobriedad británica. Porque Nicanor 
              echa sus raíces muy hondamente en la tierra de Chile y donde 
              mejor se ven esas raíces es en su hermana Violeta. En esos 
              días en que visito Santiago, Violeta se ha instalado en una 
              carpa en la Exposición Internacional de la Producción; 
              allí canta poemas compuestos por ella misma, vende vino y 
              empanadas. Vamos a visitarla una noche con Fernando Alegría, 
              el crítico y narrador chileno que está pasando ahora 
              unas semanas en la patria. (Está de profesor en Berkeley). 
              Llegamos en el Volkswagen gris de Parra y bajamos como la imagen 
              misma del desarraigo latinoamericano: Parra con un impermeable oscuro 
              de nylon y un sombrero de paja, de gruesa cinta violeta, muy a lo 
              gringo; Alegría totalmente occidentalizado en su traje y 
              corbata norteamericanos; y yo, con el invisible, oscuro, uniforme 
              masculino que la vieja tradición británica ha impuesto 
              hace décadas en el Río de la Plata. La Exposición 
              ya está cerrando y sólo quedan algunos rezagados. 
              En la carpa vacía están Violeta, con un amigo suizo 
              que la acompaña con su quena, y un par de huasos. 
              Hace frío y han prendido un frágil fueguito de astillas 
              en torno del cual nos sentamos. Para ponernos a gusto nos ofrecen 
              un poco de vino tinto y esas empanadas chilenas, sabrosas y picantes. 
              Violeta conversa lentamente con los huasos que han venido 
              a traer ganado a la Exposición y que cultivan una lenta cortesía 
              española para saludar, para servir el vino o servirse, para 
              pedir algo. Violeta es morena oscura, el pelo renegrido, la cara 
              cubierta de finas arrugas. Tiene ojos incandescentes. Viste de negro 
              como mujer de pueblo, con grandes faldas que caen sobre sus copiosas 
              enaguas. Aunque Nicanor es su hermano mayor, ella parece más 
              antigua, como fuera ya del tiempo. Tiene cara de india aunque Nicanor 
              insiste en que la nariz es judía. Hay una curiosa y profunda 
              relación entre los hermanos. Fue Nicanor el que la puso en 
              la pista del folklore chileno, el que la incitó a dedicarse 
              a la creación, el que ha escrito para ella algunas cuecas. 
              Ahora Violeta ha superado en este terreno al hermano. "Tiene 
              un libro publicado en edición bilingüe en París", 
              me dice con cierto escándalo afectuoso Nicanor. Y es cierto: 
              François Masperó ha publicado en un volumen que se 
              titula Poésie populaire des Andes, 1965, los cantos 
              de Violeta. No hay nada de celos en las palabras de Nicanor. De 
              alguna manera muy sutil, él continúa velando sobre 
              Violeta como cuando la incitó a irse al campo a recoger de 
              labios ya muy viejos las más primitivas canciones, las músicas 
              más inauditas. La ternura de Nicanor, ese hombre tan reservado, 
              se vierte sobre Violeta, desde el silencio con que escucha y observa. 
              Una sutilísima ironía impregna cada una de las palabras 
              con que Violeta se dirige a nosotros. Dice: "Vamos a cantar 
              para las autoridades", como si Nicanor, Fernando Alegría 
              y yo constituyéramos un ancestral jurado. Para esas autoridades 
              canta ella y la pureza de su canto parece venir de lo más 
              hondo de la voz humana. No es lo telúrico, no; ese concepto 
              resulta aquí bastante sospechoso. Sino lo esencial humano 
              lo que reconozco en esa voz fina, a veces demasiado aguda, pero 
              siempre admirablemente entonada. Le digo que algunas de sus canciones 
              me parecen medievales y ella se sonríe con cierta picardía. 
              Porque esta mujer que parece una bruja del Sur (una bruja buena 
              y cortés, es claro) ha viajado mucho, conquistó París 
              con su arte refinado de folklorista, ha recreado las canciones más 
              primitivas con un conocimiento que es tan sabio y tan instintivo 
              como el de su hermano en la poesía culta. Violeta hasta tiene 
              sus ribetes de maestrita. Cuando alguien se equivoca en una alusión 
              al estrecho de Behring, lo corrige sin vacilaciones. También 
              pone en su sitio al acompañante suizo, que recogió 
              en sus viajes, y que traicionado por su origen se ha puesto a hacer 
              fiorituras con la quena: "Nada de temblores", le 
              dice: "La nota pura". Mientras tanto las autoridades 
              sorbemos nuestro vasito de vino tinto y mordisqueamos nuestras empanadas 
              haciendo lo posible para no romper ese círculo de encantamiento 
              que Violeta ha creado con su voz, con su fueguito (cada tanto arroja 
              con la mayor lentitud una astilla al temblor de la llama), con su 
              presencia oscura. Violeta nos está dando una gran lección 
              de arte popular y, sin saberlo, todos hemos sido convertidos en 
              los más sumisos discípulos. Cortesías que merecen palos El año pasado alguien (ya no recuerdo quién) me dijo 
              que Violeta Parra se había suicidado. Parece que se pegó 
              un tiro en la cabeza. Sólo meses más tarde pude hablar 
              con Nicanor de la muerte de Violeta. No sé bien qué 
              le dije pero sé que él no quiso aceptar mi piedad, 
              por más sincera que fuese, porque Violeta podrá haberse 
              borrado de este mundo por un acto voluntario pero para Nicanor sigue 
              tan viva como antes. Hablamos de ella y de cómo su vida se 
              teje y desteje con la de él. Recordamos algún encuentro, 
              le di a leer las notas que había hecho sobre ella. Más 
              tarde, encontré entre los Artefactos algunos que me 
              iluminaron mejor todo. Allí hay uno (el número doce) 
              que se titula agresivamente "Hay cortesías que merecen 
              palos" y que pide: Digan abiertamente se matóSe suicidó de un tiro en la sien.
 También encontré allí este otro, en que el 
              negro del humor apenas si asordina la voz. Se llama "31 de 
              Octubre" y marca una fecha: Entonces nos vemos mañanaPunto de reunión:
 Pabellón 31 - Nicho 339
 Peña de Violeta Parra.
 Pero el último poema que quiero citar, porque es el que 
              me ha quedado sonando en la cabeza desde hace meses y porque me 
              parece cierra mejor esta zona del testimonio, es el que lleva el 
              número 13 de los Artefactos y se titula simplemente 
              "Aclaración": Fallecer es un acto denigranteSuicidarse es actuar
  
               es estar vivo. Entre poesía y no poesía Los Artefactos se publicaron en Imagen de Venezuela 
              al mismo tiempo que empezaba a circular en todo el mundo anglo-sajón 
              una edición bilingüe de Poemas y antipoemas hecha 
              en Nueva York por la prestigiosa editorial New Directions y mientras 
              continuaba difundiéndose en toda América Latina la 
              edición popular de La cueca larga y otros poemas, 
              impresa por EUDEBA (1964), y en tanto que desde Chile, la Editorial 
              Universitaria difundía sus Canciones rusas (1967), 
              que había anticipado un año antes Mundo Nuevo 
              (Núm. 3, setiembre de 1966). En todos estos textos hay varias 
              imágenes de Parra, desde la que ofrece esa agresividad de 
              muchos antipoemas hasta el lirismo contenido de las Canciones 
              rusas. Pero es sobre todo el Parra de los Artefactos 
              el que me parece más aventurado, oscilando siempre en el 
              límite mismo entre poesía y ausencia de poesía. 
              Aquí asoma un nuevo Parra, sobre el que no conviene pronunciarse 
              todavía. El tiempo y sus poemas dirán si la empresa 
              es posible o si con este nuevo avatar poético, no ha practicado 
              un segundo suicidio simbólico más definitivo que el 
              primero. Porque cuando el joven poeta dejó atrás a 
              García Lorca, se desembarazó del lírico y melancólico 
              que llevaba fuera, para dar curso en una poesía a contrapelo 
              y ríspida al poeta verdaderamente lírico y melancólico 
              que llevaba dentro, creando los polémicos Antipoemas, 
              muchos de sus mejores críticos lamentaron la muerte del otro. 
              Ahora, Parra vuelve la espalda a los Antipoemas pero no para 
              retomar el gran énfasis lírico de sus primeros tiempos, 
              sino para despojarse aún más, para esencializarse 
              en una poesía que opera sobre el filo mismo de la nada poética. 
              La empresa es terrible y está siendo jugada con los ojos 
              bien abiertos, en un esfuerzo último y supremo por descargar 
              completamente las palabras. Un nuevo Parra está naciendo. 
              Habrá que esperar la hora de salir de una vez por todas a 
              su encuentro." |