|  | "Madurez de Vargas Llosa"En Mundo Nuevo, n. 3
 setiembre de 1966
 p. 62-72
 Tu ne dois pas conter le fait mot 
              á mot ou ensemble si comme il fu, ains le to convient deviser 
              par parties, et dire une branche chi et outre lá...BRUNETTO LATINI
 "La Casa Verde (1), segunda novela del joven escritor 
              peruano Mario Vargas Llosa que hace tres años se consagró 
              con La Ciudad y los perros (Barcelona, Seix-Barral, 1963), 
              viene a confirmar todo lo que anunciaba aquel primer intento admirable. 
              La reacción de la crítica y los lectores ante su primera 
              novela revelaba una mezcla igual de admiración por el talento 
              y de sorpresa por la juventud del autor (27 años entonces); 
              pero esa admiración y esa sorpresa estaban amonestadas por 
              la atmósfera de escándalo que envolvió al libro 
              en el país natal del autor, por el insulto que ciertos grupos 
              de derecha le dirigieron entonces, por la quema de ejemplares de 
              la novela en ceremonia pública. Tales excesos tenían 
              como pretexto la violencia con que Vargas Llosa denunciaba la organización 
              paramilitar del Colegio Leoncio Prado, donde se desarrollaba la 
              acción de su novela. Por otra parte, el cuadro social que 
              pintaba el autor también contenía fuertes elementos 
              de denuncia. La simpatía de Vargas Llosa por la revolución 
              cubana y su adhesión a la causa de la justicia social y económica 
              en América Latina suscitaban fuertes críticas en los 
              grupos más conservadores del Perú. La calidad indiscutible 
              de la novela sufrió, sin embargo, por el contexto ardiente 
              en que fue leída. Hasta cierto punto, el libro pudo parecer 
              a muchos lectores superficiales como una obra más de denuncia, 
              de esas que hace tiempo abruman las letras latinoamericanas. La 
              verdad es que este libro era eso, pero era también una de 
              las pocas novelas importantes producidas en América Latina 
              entonces. Con la publicación de La Casa Verde, Vargas Llosa 
              se sitúa (a los 30 años) en la primera línea 
              de narradores de esta América. Junto a novelistas algo mayores 
              pero de su misma promoción (como el mexicano Carlos Fuentes, 
              el chileno José Donoso, el colombiano Gabriel García 
              Márquez, el cubano Guillermo Cabrera Infante, el uruguayo 
              Carlos Martínez Moreno) representa la vanguardia de un vasto 
              movimiento literario que está produciendo incalculable impacto 
              en todo el mundo. Precedidos por narradores como Borges y Asturias, 
              como Carpentier y Onetti, como Graciliano Ramos y Guimarães 
              Rosa, como Manuel Rojas y Ernesto Sábato; flanqueados muy 
              de cerca por Julio Cortázar y Juan Rulfo, estos narradores 
              más recientes, o más recientemente revelados, han 
              concluido de una vez por todas con el realismo documental, con la 
              novela de la tierra, con la denuncia social de tipo panfletario, 
              con la escisión maniqueísta del mundo en personajes 
              buenos (los explotados, siempre) y personajes malos, con la mediocre 
              prosa de altas intenciones. Conscientes de su condición de 
              escritores, reacios a reducir la literatura a la función 
              de celestina de otras profesiones, pero al mismo tiempo hombres 
              de este siglo y esta hora terrible, los narradores latinoamericanos 
              que se revelan a partir de 1940 y tantos han producido ya varias 
              camadas de brillantes novelas, apasionadas construcciones de ficción 
              en que el rigor de la escritura no disimula la pasión por 
              desenmascarar la realidad más profunda. Una vocación excluyente De todos ellos, uno de los más ardientes, de los más 
              irreductiblemente creadores, es Mario Vargas Llosa. Moreno y serio, 
              pero con una sonrisa de grandes dientes blancos que corta de golpe 
              la tristeza severa del rostro, pausado y preciso para hablar, como 
              si pensara cada vez lo que va a decir aunque siempre dice lo que 
              ha pensado largamente, Vargas Llosa es el epítome del escritor 
              completamente dedicado a su vocación. No en vano uno de sus 
              grandes y confesados modelos es Gustave Flaubert, el que demostró 
              (en la teoría y en la práctica) la condición 
              de galeote del escritor atado a su mesa de trabajo. En una entrevista 
              que tuve oportunidad de hacerle antes de que abandonara París 
              hace unos meses (2), ha contado Vargas Llosa precisamente lo que 
              debe sobre todo a su larga estancia en Europa. Vino al Viejo Mundo 
              en 1958, después de haberse licenciado en San Marcos y con 
              una beca para hacer el doctorado de letras en Madrid. Después 
              de haber obtenido el título, se trasladó a París 
              al año siguiente. Trabajando como profesor de español 
              en la famosa Berlitz School y luego participando en las emisiones 
              de la Radiodifusión Francesa, Vargas Llosa se fue quedando 
              aquí, ganándose la vida en un trabajo intelectual 
              oscuro y dedicando casi todo su tiempo a escribir. Así pudo 
              terminar La Ciudad y los perros (que había comenzado 
              en Madrid), escribió morosamente toda La Casa Verde y 
              ya lleva un año de trabajo sobre una tercera novela cuyo 
              protagonista es un guardaespalda de la época del General 
              Odría, "época de una dictadura mediocre, a la 
              peruana", como él mismo dice. Si ahora regresa al Perú, 
              después del éxito internacional de La Ciudad y 
              los perros (una casa norteamericana le pagó ocho mil 
              dólares de anticipo por los derechos de este libro y por 
              la opción a cinco obras más), es porque quiere renovar 
              un poco su contacto con la tierra natal. De su experiencia europea, 
              lo que sobre todo destaca es el sentido de la disciplina aquí 
              adquirido. "He aprendido a trabajar, a escribir de una manera 
              sistemática, concentrada, como trabaja un minero del Oroya, 
              así con horario incluso, y he aprendido a enclaustrarme." 
              Desarrollando un poco estas ideas, Vargas Llosa me señala 
              entonces que "en América Latina la literatura no ha 
              sido tomada en serio. No la ha tomado en serio la sociedad, en primer 
              lugar, y por consecuencia tampoco la ha tomado en serio el escritor. 
              El escritor latinoamericano no asume su vocación de manera 
              exclusiva que es la única manera como se puede asumir, creo 
              yo, la literatura. Como una actividad, además, excluyente. 
              Muchas veces se la toma como un pasatiempo, como una actividad paralela, 
              como un hobby de domingo. Creo que esto explica en parte la pobreza 
              de la literatura hispanoamericana. Hay una especie de pecado capital 
              en los mismos escritores". Apunta que en Europa, las grandes 
              figuras del siglo XIX, por ejemplo, eran gentes que vivieron la 
              literatura como destino, como una vocación en el sentido 
              más profundo, más íntegro de la palabra. "Aunque 
              ellos no contaban con el estímulo del ambiente e incluso 
              trabajaban en un ambiente hostil, eso no les impidió contraerse 
              y vivir la literatura hasta las últimas consecuencias, digamos. 
              En Balzac, en Flaubert, en Rimbaud incluso, se ve esto muy claro. 
              En América Latina son muy poco frecuentes esos casos. Creo 
              que lo que ocurre es que el escritor latinoamericano no se atreve 
              a elegir la literatura como una vocación. Es decir, el muchacho 
              o el joven que quieren escribir no se deciden a hacer lo fundamental, 
              lo básico, lo que me parece a mí decisivo para poder 
              llegar a ser realmente un escritor: pensar que hay que organizar 
              toda la vida en función de la literatura, no que la literatura 
              va a estar organizada en función de la vida. Que todo debe 
              ser subordinado a la vocación. Esa es una cosa que también 
              aprendí en Europa: que lo que yo quiero es ser escritor y 
              que todo lo demás está subordinado y depende de eso." A una pregunta que le hago sobre si hay ahora más escritores 
              vocacionales en América Latina, me contesta terminantemente 
              que sí. "Te diré más incluso (agrega): 
              en este sentido, uno de mis ejemplos y por eso lo admiro muchísimo 
              y no sólo por su obra espléndida, sino por su conducta 
              frente a su propia vocación, es Julio Cortázar. En 
              cierta forma ha sido un modelo mío. A mí me parece 
              admirable con qué pureza, con qué integridad, vive 
              la literatura, cómo está dispuesto a sacrificar todo 
              a la vocación y no está dispuesto a sacrificar la 
              vocación a nada. Yo creo que esta es la conducta indispensable 
              de un escritor." El caso Siniavski-Daniel, sobre el que ha escrito Vargas Llosa 
              un brillante artículo reproducido en el número 1 de 
              Mundo Nuevo, le permite hacer algunas precisiones sobre el 
              papel del escritor en las sociedades socialistas. "Yo creo 
              (me dice) que los que están más obligados a 
              protestar por la condena de Siniavski y Daniel son los escritores 
              hispanoamericanos que simpatizan con el socialismo y con la URSS. 
              La justicia social no puede venir acompañada de ninguna forma 
              de inquisición. Pretender asimilar o domesticar la literatura 
              es imposible. La literatura es rebelión, es contracción, 
              es crítica. El escritor es por antonomasia un rebelde. Aún 
              en el momento del triunfo del socialismo el escritor debe seguir 
              siendo un descontento. La literatura es una insurrección 
              permanente. Por eso el socialismo, o suprime de una vez por todas 
              a la literatura, o acepta que se critique de la base a la cúspide 
              todo el edificio social. Censurar a los que condenaron a Siniavski 
              y Daniel no es hacer la menor concesión al capitalismo o 
              al imperialismo. Hay que defender la libertad de creación." 
              Lo que es otra manera de decir, le señalo que la literatura 
              es una vocación a la que se debe sacrificar todo. La primera salida Antes de publicar La Ciudad y los perros, Vargas Llosa había 
              estrenado en Piura, Perú, una obra de teatro, La huída 
              (1952), de la que poco se sabe; había escrito una tesis 
              titulada Bases para una men de cuentos, Los Jefes (1958, 
              editado en Barcelona (1959) por Rocas, y reeditado en Buenos Aires 
              (1965) por Jorge Alvarez. Sobre esta última obra, el autor 
              se manifiesta ahora con mucha severidad. "Es un libro malo", 
              me dice. "En fin, yo creo que es bastante malo. Es un libro 
              que no me gusta, que me parece muy convencional y adolescente." 
              Reúne cinco cuentos escritos por él entre los 
              16 y los 18 años. "Cuando apareció el libro 
              en España, ya no me gustó; no me sentía solidario 
              con él. Y esa segunda edición que ha salido en la 
              Argentina, ha salido a pesar mío, por una especie de enredo 
              tramado por un editor peruano. Yo no la había autorizado 
              pero el editor argentino se vio sorprendido por Manuel Scorza, un 
              editor peruano que se presentó como dueño de los derechos 
              de autor, y cuando yo me enteré, ya estaba el libro en la 
              calle. Ya no había cómo dar marcha atrás y 
              creyendo en la buena fe de Alvarez, acepté el hecho consumado 
              y autoricé la edición." Cuando le observo que en el cuento que da título al volumen 
              hay como una premonición del tema de La Ciudad y los perros, 
              observa Vargas: "Sí, es posible porque se trata precisamente 
              de estudiantes pero en realidad el cuento está inspirado 
              en un hecho real, en una especie de motín estudiantil en 
              el colegio San Miguel, de Piura, una huelga contra el director, 
              que yo viví de cerca. Pero conscientemente, yo nunca relacioné 
              este cuento con lo que pasa en el Colegio Leoncio Prado en la novela. 
              Probablemente hay cierta semejanza." Le señalo que 
              hay semejanza de clima, y también de tensiones subterráneas 
              entre los personajes. Los muchachos en ambos relatos están 
              motivados por un medio que es similar en ambos casos, pero también 
              están marcados por la manera en que el autor encara el conflicto 
              y presenta a los personajes. Precisamente, al leer La Ciudad 
              y los perros se reconoce (ampliada) la misma capacidad de mostrar 
              las tensiones que suscita la convivencia, esa mirada del autor que 
              busca infatigable en las relaciones que se van tejiendo entre los 
              seres, y que muchas veces van a contrapelo de los vínculos 
              de que ellos mismos son conscientes. En fin, todo ese sistema de 
              relaciones que están por debajo de las más obvias 
              que desarrolla el argumento. Sólo que lo que apenas aparece 
              apuntado en Los jefes está magníficamente orquestado 
              en La Ciudad y los perros. En este sentido se comprende que 
              Vargas Llosa rechace ahora su primer libro de relatos como inferior 
              einsatisfactorio. Una alegoría del honor La Ciudad y los perros parece proponerse tan sólo 
              presentar una pintura de la vida en un colegio organizado a la manera 
              militar, aunque no sea realmente militar, en las cercanías 
              de Lima. Ese Colegio Leoncio Prado existe, a él asistió 
              Vargas Llosa, y en unas páginas preliminares de la edición 
              barcelonesa puede verse una fotografía del mismo. En su patio 
              fueron quemados ejemplares del libro al ser publicada precisamente 
              esta edición y como desagravio a una ofensa imaginaria hecha 
              a la institución. La novela, sin embargo, no se propone ser 
              únicamente documental y no quiere contar sólo cosas 
              que ocurrieron realmente allí y entonces. Lejos de Vargas 
              Llosa la intención testimonial que ha malogrado tantos esfuerzos 
              de la novela latinoamericana de este siglo. Su libro se limita a 
              utilizar la realidad peruana para ilustrar con una anécdota 
              tal vez inventada la naturaleza profunda del mundo peruano de hoy. 
              La anécdota en que se basa es lineal: un estudiante roba 
              las respuestas a una prueba de examen; otro estudiante delata el 
              robo para así conseguir un permiso el domingo y poder visitar 
              a su novia, aprovechando unas maniobras, alguien mata al que se 
              supone haber delatado todo; pero el verdadero delator denuncia la 
              maniobra criminal. Sin embargo, las autoridades militares resuelven 
              echar tierra encima. Esas cosas no pueden ocurrir en un Colegio 
              como éste, y dentro de una estructura de tipo castrense. Así resumida, la novela parece referirse sólo (como 
              tantas novelas norteamericanas de la segunda postguerra) a problemas 
              disciplinarios dentro de una estructura rígida y paramilitar; 
              parece interesarse por describir únicamente un mundo de violentas 
              jerarquías y códigos secretos (también los 
              muchachos copian clandestinamente las reglas del orden castrense, 
              e imitan a sus dominadores); parece buscar la presentación 
              de un mundo impregnado de pasiones, que es capaz de llegar a la 
              violencia pero que al mismo tiempo funciona autónomamente 
              y desvinculado de la realidad circundante. Hay un orden y hay un 
              desorden, pero el orden termina imponiéndose, así 
              sea por medio de la violación de la justicia o el desdén 
              de la verdad. Pero esa apariencia de la novela es sólo apariencia. 
              Aunque ajeno, el mundo exterior rodea realmente a ese Colegio, ese 
              cosmos clausurado, y está constantemente interfiriendo en 
              él: los muchachos salen, tienen relaciones que pertenecen 
              a distintas clases sociales, rivalizan entre sí por alguna 
              muchacha; sus vidas anteriores al Colegio pesan sobre ellos y ocupan 
              (en evocaciones, monólogos silentes, pesadillas) buena parte 
              de la materia cotidiana de sus vidas; los mismos militares están 
              sometidos a idénticas presiones externas. Esa realidad tan 
              ordenada del Colegio (ordenada pero al mismo tiempo amenazada desde 
              dentro y desde fuera) está también a merced de la 
              ciudad que la envuelve y que es el centro de un país gobernado 
              por una minoría blanca. El título definitivo del libro 
              -que en un principio se iba a llamar La morada del héroe, 
              con una entonación más sarcástica, y luego 
              Los impostores, en forma más explícita- indica 
              ahora esa tensión dialéctica entre el medio (la ciudad) 
              y los personajes (perros es el nombre que reciben los cadetes en 
              el Colegio). Al cabo, el lector descubre que toda la novela se proyecta sobre 
              Lima, sobre el Perú, sobre la América Latina. Las 
              clases se mezclan en la lid amorosa o en la amistad, a veces perversa; 
              los intereses sociales se superponen; las ideologías chocan. 
              Al cabo, el Colegio termina convertido en microcosmos que es cifra 
              de macrocosmos. A pesar de su aspecto realista y de la severidad 
              exterior de su trazado la novela funciona en varios planos simultáneos 
              de tiempo: hay tres evocaciones básicas, a cargo de los tres 
              personajes principales, y que permiten aumentar las dimensiones 
              espaciales y temporales de la acción principal que se desarrolla 
              siempre en el Colegio; el autor ata y desata los ritmos narrativos, 
              ensaya técnicas de las más recientes, tomadas de la 
              escuela del Nouveau Roman (es la primera novela latinoamericana 
              de alguna importancia que lo hace con tanta seguridad) y también 
              ofrece, como lo hace Julio Cortázar en Rayuela, un 
              juego de espejos que se desplazan, multiplicando el efecto laberíntico 
              de este mundo de imágenes. Al cabo, el lector comprende que 
              la anécdota del robo de los papeles, la muerte de un muchacho, 
              el castigo y el perdón son sólo apariencias. Que toda 
              la novela es realmente una alegoría: real y precisa en sus 
              detalles (como lo es Moby Dick, de Melville, o ese otro libro 
              que también deriva de allí, The Naked and the Dead, 
              de Norman Mailer), una alegoría fanática en la exactitud 
              de sus observaciones, pero al mismo tiempo subordinada a valores 
              que no son los del realismo documental.  Porque Vargas Llosa no se queda (como tantos antes de él) 
              en el escrutinio de la realidad social. Sabe bien que el hombre 
              vive en varias dimensiones, no desdeña los aportes de la 
              psicología profunda para desentrañar la madeja de 
              frustraciones, amores reprimidos, vínculos sado-masoquistas, 
              perversiones reales o imaginadas que su vasto tema propone. Conversando 
              con él sobre este aspecto capital de su novela, me dice que 
              todos los personajes, "tanto los cadetes como los oficiales, 
              las víctimas como los victimarios, viven dentro de una alienación 
              total. Es decir: todos son arrastrados por el sistema dentro del 
              cual están inmersos a adoptar determinadas conductas, a realizar 
              determinadas acciones que muchas veces contradicen su propia naturaleza, 
              sus propias inclinaciones, sus propias ambiciones." La sociedad del Colegio Leoncio Prado es una sociedad cerrada, 
              con un sistema que se impone a todos a través de un código 
              de honor, lo que a su vez genera (como el autor sugiere) contracódigos 
              o anticódigos. Muchas veces, un cierto amor por la simetría 
              arrastra a Vargas Llosa a introducir en la anécdota lateral 
              o complementaria situaciones que han suscitado el comentario adverso 
              de la crítica. Así, por ejemplo, se le ha reprochado 
              que la misma muchacha sea el personaje central en el destino de 
              tres de los cadetes. Cuando le pregunté sobre este aspecto 
              de su obra, Vargas me explica "Bueno, la verdad es que yo 
              dudé mucho; incluso cuando tenía el manuscrito terminado 
              y lo dí a leer a algunos amigos, muchos me hicieron observar 
              que era poco verosímil que Teresa fuera el amor de los tres 
              personajes principales sin que dos de ellos, por lo menos, lo supieran. 
              Pero eso era bastante delicado. Yo quería que en la novela 
              los cuatro personajes centrales reaccionaran siempre frente a un 
              mismo estímulo, Y que reaccionaran de una manera distinta, 
              precisamente según su procedencia social, según sus 
              traumas familiares, según su psicología, según 
              su propio estatuto social. Esas reacciones, yo quería que 
              fueran frente a los mismos estímulos: el descubrimiento del 
              sexo, digamos; el descubrimiento de la violencia como base de las 
              relaciones humanas; frente a la injusticia y frente al amor. Esa 
              es la razón por la que escogí a Teresa, que es un 
              personaje de clase media. Quería que esos tres muchachos 
              se enamorasen de ella: el muchacho que proviene de la alta burguesía, 
              como Alberto; el que proviene de la misma clase que ella, como el 
              Esclavo, y el que proviene justamente de una clase inferior, como 
              el Jaguar. Quería que cada uno viera a Teresa de acuerdo 
              a su propia situación y de una manera distinta. Eso me iba 
              a permitir definirlos mejor." A la objeción de la crítica, Vargas admite que se 
              trata sin duda de un fallo de su novela. "Fíjate 
              (me dice), yo creo que no hay tema inverosímil. Que 
              todo tema, toda anécdota puede ser verosímil y que 
              eso depende de cómo esté presentada. Es decir, por 
              ejemplo, en La metamorfosis, de Kafka. Gregorio Samsa se 
              convierte en un insecto. Tú lees el libro y tú crees 
              que se convierte en un insecto. Te parece verosímil. Entonces 
              yo creo que lo que ha fallado en mi novela no es el tema de la muchacha 
              sino la realización misma. Es decir: que es defectuosa por 
              razones de escritura o por razones de técnica. Que ha fallado 
              el autor." Le confirmo que si se le ha hecho tantas veces 
              este reproche es porque de alguna manera hay un fallo ahí 
              en la novela. Tal vez él no supo encontrar las articulaciones 
              narrativas que habrían hecho creíble la coincidencia. Se toca aquí un problema más general de la ficción 
              de Vargas Llosa que habrá ocasión de ver con más 
              detalle un poco más adelante. Es evidente que el joven autor 
              peruano está muy imbuído del mundo y de la técnica 
              de las novelas de caballería, que declara admirar profundamente. 
              Cree con toda sinceridad que Tirant le blanc es superior 
              al Quijote, aunque esta opinión es sin duda muy minoritaria 
              hoy. En La Ciudad y los perros, Vargas Llosa cede a las necesidades 
              de un código del honor no menos riguroso que el de los auténticos 
              caballeros andantes: ese código del que se burló la 
              sabiduría crepuscular de Cervantes. Toda su novela está 
              construida sobre el tema de la falsificación del honor en 
              el mundo contemporáneo. Desde su punto de vista, la reforma 
              social, la revolución, la justicia, constituyen los puntales 
              modernos de una Cruzada en la que Vargas Llosa cree firmemente y 
              a la que dedica su adhesión de hombre y de ciudadano. Fanático 
              del respeto debido a la literatura, Vargas Llosa no es de los que 
              se refugian en una torre de marfil. Por el contrario, su compromiso 
              personal es claro a indiscutible, y suscita por lo mismo la mayor 
              simpatía. Lo adjetivo en La Ciudad y los perros es tal vez lo que 
              ha asegurado el éxito de la novela: su censura del régimen 
              militar, o paramilitar, del Colegio Leoncio Prado; la antipatía 
              con que presenta los valores en decadencia del mundo burgués; 
              su tratamiento de las relaciones perversas entre adolescentes, que 
              está tan de moda desde Tárless, de Robert Musil; 
              su demostración impresionante de lo fácil que es recaer 
              en el salvajismo, en la violencia más primitiva, como también 
              lo había demostrado a su tiempo, esa espléndida novela 
              de William Golding que se llama Lord of the Flies. También 
              es superficial, aunque esté ejecutado con autoridad, el uso 
              de técnicas que despistan y atraen al lector, como ese largo 
              e intermitente monólogo que parece pertenecer a uno de los 
              muchachos, el más intelectual, y que sin embargo pertenece 
              a otro, más primitivo en apariencia. Aquí, una vez 
              más, Vargas Llosa paga tributo a la mejor tradición 
              de Robbe-Grillet y Cía. Todo esto es lo superficial en La Ciudad y los perros. Lo 
              profundo es la maniática, contenida intensidad con que el 
              joven escritor concibe ese universo claustrofóbico; la ferocidad 
              con que lo explica y el desgarrado amor con que lo denuncia; el 
              rígido código de honor personal que transparenta su 
              acre censura de otros códigos de honor, más antiguos 
              y desvalorizados. Como visión de Lima (la ciudad) el libro 
              tiene su grandeza. Aquí Vargas Llosa se inscribe en una corriente 
              revisionista que así mismo documenta el valioso ensayo de 
              Sebastián Salazar Bondy, Lima, la horrible (publicado 
              también en 1963). Contra la imagen tradicional, sostenida 
              por la oligarquía criolla, de una Lima de esplendores virreinales, 
              una Lima blanca y sensual, lujosa y elegante, estos nuevos peruanos 
              muestran el envés del tapiz: la Lima de los bajos fondos, 
              de la miseria y de la crápula, de la escuálida apariencia 
              pequeño-burguesa. Sobria, algo desdeñosa como corresponde 
              al verdadero hidalgo melancólico que en el fondo es Vargas 
              Llosa, helada en su intransigencia, la visión que atraviesa 
              a ramalazos esta compleja primer novela parece venir directamente 
              de Quevedo. Pero sin el humor, la ancha comprensión del mundo, 
              el grotesco salvador que impregna hasta las páginas más 
              negras del artista español del Barroco. Este joven narrador 
              peruano ha escrito La Ciudad y los perros con las mandíbulas 
              apretadas, los ojos tiesos, un desgarro interior. Cuando le pregunto sobre este aspecto de su novela, sobre la visión 
              de Lima y del Perú que la novela implica, Vargas Llosa me 
              declara estar completamente de acuerdo con mis observaciones. "A 
              mí siempre me pareció desde que estuve en el Leoncio 
              Prado, que entrar allí era como entrar al Perú, descubrir 
              al Perú. Por la estratificación tan rígida 
              que tiene la sociedad peruana, un muchacho que ha nacido como yo 
              en la burguesía y que ha vivido dentro de la burguesía, 
              casi no tiene conocimiento, ni siquiera intuición, del resto 
              del Perú. Para mí, Leoncio Prado fue por ejemplo descubrir 
              a los indios, a la gente de la selva, a la gente de la sierra, porque 
              allí afluyen efectivamente gentes de todas las provincias 
              del Perú, de todas las regiones y, por lo menos en mi época, 
              de todas las clases sociales. Entonces, el Colegio era como el espejo 
              de una realidad mucho más vasta, y esta convivencia allí 
              de personajes que venían de medios tan distintos creaba también 
              una multitud de tensiones. En este sentido yo creo, sí, que 
              el Leoncio Prado es una realidad bastante representativa del Perú." 
              Le contesto que por eso, y sólo por eso, la novela tiene 
              un valor alegórico que no depende de la voluntad del autor. 
              Aunque él no haya querido hacer una alegoría, el microcosmos 
              de su novela refleja el macrocosmos del Perú entero. Ese 
              macrocosmos está también reflejado, aún más 
              anchamente, en la segunda novela. Las fuentes de "La Casa Verde" Cuando grabé la entrevista con Vargas Llosa que he estado 
              utilizando para esta crónica, todavía no se había 
              publicado La Casa Verde. Le pedí entonces al autor 
              que me contase no sólo de qué trataba la novela sino 
              cómo había llegado a reunir en ella los distintos 
              temas que la componen. Transcribo ahora ese diálogo tal como 
              ha sido recogido par la cinta magnetofónica: MVL: Está basada en cinco experiencias 
              vividas por mí en épocas muy distintas y también 
              en lugares muy distintos. Es como la síntesis de esas cinco 
              experiencias o cinco momentos de mi vida. También quiere 
              ser, como La Ciudad y los perros, la descripción de 
              un aspecto de la realidad peruana pero a niveles diferentes. A un 
              nivel diríamos objetivo, a un nivel subjetivo, a un nivel 
              mítico incluso, que no aparecía en La Ciudad y 
              los perros. También a un nivel puramente instintivo. 
              La más antigua de las experiencias ocurrió cuando 
              yo llegué a Piura por primera vez. ERM: ¿Dónde queda Piura? MVL: Está en el Norte del Perú, rodeada de un enorme 
              desierto, el desierto de Sechura, y este paisaje ha impartido a 
              la ciudad una psicología muy particular. Yo tenía 
              diez años entonces y había en las afueras de la ciudad, 
              al otro lado del río, en pleno desierto, una casa, una especie 
              de cabaña pintada de verde que es un color que no existe 
              prácticamente en Piura. El desierto es amarillo, casi no 
              hay árboles, las casas están pintadas de ocre o de 
              azul o de blanco. El color verde en sí es muy raro. Me imagino 
              ahora que eso en cierta forma ya atraía mi curiosidad y la 
              de mis compañeros de colegio. También porque la casa 
              estaba así alejada como un emisario de la ciudad en el desierto. 
              Y además porque había toda una especie de leyenda 
              maligna en torno de esa casa. Era un prostíbulo. Yo no sé 
              si sabia entonces lo que era un prostíbulo, pero sabía 
              que era un sitio malo. ERM: ¿Pero funcionaba entonces 
              como tal? MVL: Sí, sí, y me acuerdo 
              clarito que nosotros íbamos de noche a espiar, íbamos 
              a orillas del río, a través del viejo puente, a verlo 
              de lejos. En la noche, claro, se iluminaba, se oían ruidos 
              y entonces esa cabaña ejercía una especie de poder, 
              así, fascinante sobre nosotros. Me acuerdo cuando leí 
              por primera vez La educación sentimental, de Flaubert 
              (la leí aquí, en París), al llegar al último 
              capítulo cuando los dos amigos se preguntan cuál es 
              el mejor recuerdo de su vida, y dicen que es La Casa de la Turca, 
              en Rouen, o no me acuerdo dónde, que era un prostíbulo 
              con los postigos pintados de verde. Tuve entonces como una especie 
              de temblor, de sacudimiento. ERM: Me imagino, con lo que tegusta Flaubert. MVL: Bueno, ésa es la parte más 
              antigua. Yo me estuve en Piura sólo un año. Me fui 
              y regresé cuando tenía 14, al terminar mi colegio 
              justamente. En esa época, bueno, ya iba a burdeles y fui 
              por primera vez a la Casa Verde, y tú sabes que esa cabaña 
              así medio mítica, siguió siendo muy mítica 
              y muy misteriosa y muy poética, incluso conociéndola 
              por dentro. Porque era un prostíbulo absolutamente sui generis, 
              de un solo salón, donde estaban las mujeres y donde había 
              una orquesta, un trío compuesto por un viejo que tocaba el 
              arpa, un hombre muy musculoso que le decían el Bolas, que 
              tocaba los platillos y el tambor, y un muchacho de tipo muy piurano, 
              o sea color aceituna, con el pelo muy negro y con unas maneras muy 
              lánguidas que tocaba la guitarra y que era compositor. Era 
              el creador de esa orquesta. No había cuartos. Las parejas 
              salían al desierto a hacer el amor. Era una cosa muy poética, 
              realmente muy extraña. Tú sabes que esto a mí 
              se me ha quedado. No he podido olvidar nunca ese prostíbulo 
              y esos personajes tan curiosos. Ese recuerdo, que es de hace doce, 
              catorce años casi, siempre había querido trasponerlo 
              a la literatura de alguna manera. Y he escrito infinidad de proyectos 
              de cuentos eincluso de novelas basados en ese tema. ERM: ¿De modo que allí 
              empezó todo? MVL: Allí empezó. Esa fue 
              la idea más antigua de La Casa Verde. Después 
              se asoció con otro recuerdo que también proviene de 
              Piura y que se relaciona con un barrio muy curioso, que se llama 
              la Mangachería. Cuando yo leía las novelas de Dumas 
              que hablan de la Corte de los Milagros pensaba en ese barrio, que 
              no sé si existe todavía. Está también 
              del otro lado de la ciudad, en el desierto; está hecho de 
              cabañas, de caña brava y de barro. Los mangaches son 
              vagabundos, mendigos, artistas. Todas las orquestas piuranas, todos 
              los conjuntos musicales, salen siempre de ahí, de ese grupo 
              humano que es una especie de lumpen y es además la única 
              fortaleza que tenia el fascismo en el Perú. Porque el General 
              Sánchez Cerro, que era piurano según la leyenda, aunque 
              no es cierto, era una especie de santo de la Mangachería. 
              El partido profascista que fundó ese general y que hoy día 
              es prácticamente inexistente ha tenido siempre fieles adherentes 
              en ese barrio y sólo en ese barrio. Bueno, yo quería 
              también escribir algo sobre este barrio y en cierta forma 
              esas dos experiencias piuranas se han mezclado en la novela y dan 
              tema a dos de las historias de La Casa Verde. ERM: Y las otras historias, ¿también 
              ocurren en Piura? MVL: No, las otras tres ocurren en la 
              selva, en una pequeña factoría a orillas de la confluencia 
              del río Nieva con el Alto Marañón. Es una factoría 
              de caucheros donde hay una misión de religiosas españolas. 
              Poco antes de venir a Europa, hice un viaje a la selva. Había 
              llegado al Perú un arqueólogo mexicano, Juan Comas, 
              y el Instituto Lingüístico de verano organizó 
              para él un viaje a la selva. Yo participé en ese viaje 
              y pude ver las tribus, los aguarunas y los huambisas, 
              que viven todavía en la Edad de Piedra. Sufrí una 
              conmoción. Fue como lo del Colegio Leoncio Prado, porque 
              también aquí había un mundo bárbaro 
              y terrible. Quedé deslumbrado. En ese ambiente se juntan 
              tres historias. La primera es la de las religiosas del convento 
              de Santa María de Nieva. Son casi todas españolas 
              y viven en condiciones increíbles de dureza, las cartas tardan 
              dos meses en llegar, los moscos se las comen vivas. Y esas madres 
              resisten. Están allí para educar a las niñas 
              de los indios. Una vez por año los guardias van por los pueblos 
              y recogen a la fuerza a las niñas. Las madres las reciben, 
              las limpian, les enseñan español, las hacen renunciar 
              a la superstición. Luego de tres o cuatro años ya 
              no las pueden conservar y las entregan a quienes se las pidan para 
              que trabajen de criadas. Las muchachas ya no quieren volver a la 
              selva pero tampoco sirven para mucho. Hay ahí un tema que 
              a mí me fascinó. Los sacrificios y el heroísmo 
              de esas madres para conseguir sólo eso: unas criadas. Hace 
              dos años volví a recorrer la región, con la 
              novela ya escrita, porque quería estar seguro de lo que contaba. 
              Ahora son los indios los que llevan a las niñas y las monjas 
              muchas veces las tienen que rechazar. ERM: Todo eso parece innecesariamente 
              cruel. MVL: Es cierto. Pero también es 
              muy cruel la vida de las niñas en la propia tribu. Tampoco 
              allí las respetan, sus madres las desfloran con los dedos 
              y se comen la telita, como en una ceremonia, o los padres mismos 
              las violan. Es un mundo terrible. Allí también encontré 
              la base de la cuarta historia: la de Jum, cacique del pueblo urakusa, 
              que fue castigado y torturado por haber pretendido vender el caucho 
              directamente en Iquitos y sin pasar por los intermediarios que los 
              explotan. Le rompieron la frente de un golpe de linterna, fue el 
              propio Gobernador de Santa María de Nieva el que lo hizo, 
              y después lo azotaron y lo colgaron de dos árboles, 
              como si fuera un enorme pescado. Le cortaron el pelo, que es una 
              ofensa terrible para los indios. Yo hablé con los torturadores 
              cuando estuve hace poco allí y me encontré que eran 
              gentes muy simples y amables que no parecían entender lo 
              que habían hecho. Los soldados cayeron sobre el pueblo, agarraron 
              a Jum, violaron a las indias delante de sus maridos y se llevaron 
              al cacique. Así aprenderían a no rebelarse contra 
              los intermediarios. Lo peor es que ya el propio Jum había 
              aceptado el castigo y había convertido en el ser más 
              sumiso y servil. Los intermediarios eran también unos pobres 
              hombres, al nivel de las larvas.  ERM: ¿Así que no era fácil 
              separar a los malos de los buenos? MVL. Era imposible. La última 
              historia es una novela de caballería pura. ERM: De ésas que a tí te 
              gustan tanto más que el Quijote. MVL: De ésas. Es la historia de 
              Fushía o Tushía, un japonés que alguien vio 
              pasar por el río hace unos veinte o treinta años en 
              una barca. Se instaló en una isla del río Santiago 
              y allí se convirtió en un señor feudal, en 
              un condottiero del Renacimiento. Formó un ejército 
              de indios y se dedicó a asaltar a las tribus que volvían 
              de recoger el caucho y de cazar animales. El japonés vendía 
              el caucho y las pieles a otros patrones río arriba, y de 
              esa manera explotaba no sólo a los indios sino a los intermediarios. 
              Además se llevaba a las niñitas. Fushía tenía 
              un harem. ERM: Pero yo ya ví esa película. 
              Se llamaba Los siete samurai. MVL: Yo la oí en la selva. Una 
              niñita de las que se salvaron me contó algo. No se 
              le entendía bien pero parece que el japonés se había 
              paganizado. Bailaba y bebía como los indios. AI fin se murió 
              de viruela negra, una enfermedad casi extinguida.  ERM: Casi tan extinguida en la realidad 
              como el mismo Fushía. MVL: Antes de morir parece que mandó 
              una carta a las monjas para que hicieran que Dios le perdonara sus 
              pecados. Estaba dispuesto a casarse con una de las niñitas 
              y quería estar bien con Dios. ERM: Lo que me pregunto es cómo 
              habrás hecho para vincular esas cinco historias. MVL: Bueno, en realidad, todo esto aparece 
              muy transformado en el libro. Lo que te cuento ahora es la materia 
              bruta. En el libro las cinco historias están vinculadas por 
              el ambiente y porque hay personajes comunes, es decir personajes 
              que pasan de una historia a otra. ERM: ¿Y ocurren todas al mismo 
              tiempo? MVL: Ocurren en un plazo de unos cuarenta 
              años. Desde que comienza la novela hasta que termina pasan 
              aproximadamente unos cuarenta años. Pero en la novela las 
              historias no están contadas ordenadamente sino que se van 
              mostrando episodios de cada una y sin respetar la sucesión 
              cronológica. Sólo al final de las 800 páginas 
              hilos en la mano. La compleja estructura Las cinco historias que están en la base de La Casa Verde 
              no son contadas por Vargas Llosa en forma sucesiva sino simultáneamente. 
              La narración pasa de una a otra sin respetar la ordenación 
              cronológica: va y viene en el tiempo con la misma comodidad 
              con que salta de un lugar a otro del espacio; considera cada fragmento 
              del tiempo autónomo y lo desarrolla hasta un cierto punto 
              en que lo abandona para continuar examinando otro, y así 
              sucesivamente. Las transiciones entre fragmento y fragmento son 
              bruscas y obedecen a una técnica que el cine ha popularizado: 
              la técnica del montaje. Por oposición o por semejanza 
              entre un fragmento y otro, entre las imágenes de un fragmento 
              y las de otro, entre el significado de un fragmento y el de otro, 
              Vargas Llosa teje y desteje la complejísima trama de su larga 
              novela (430 pp. en la edición barcelonesa). Esta técnica 
              de montaje cinematográfico no es nueva, ya se sabe, y ni 
              siquiera es privativa del cine. Ya estaba, y con qué extraordinarios 
              efectos, en las formas más antiguas de la novela y hasta 
              de la épica. Aunque en las viejas estructuras narrativas 
              se solía respetar más el hilo cronológico, 
              o se advertía al lector cuando el salto hacia el pasado o 
              hacia adelante era demasiado brusco. Lo que ha hecho el cine, sobre 
              todo, es enseñar a leer (es decir: a descifrar) cada 
              fragmento por sí mismo y a permitir al lector (el espectador) 
              que encuentre por sí solo los enlaces entre un fragmento 
              y el siguiente, que así recomponga la verdadera sucesión 
              cronológica. Porque el mayor problema que plantea al lector esta novela es el 
              hecho de que sus cinco historias se mueven en varios niveles simultáneos 
              del tiempo. Un lapso de unos cuarenta años separa las partes 
              más antiguas de las que podríamos llamar contemporáneas 
              del lector. Para marcar esa diferencia en los tiempos que maneja 
              simultáneamente, Vargas Llosa no facilita (como habría 
              hecho algún narrador clásico) ninguna indicación 
              de fecha. Sólo las edades o la situación de sus personajes 
              permite ubicar, aproximadamente, el relato en una serie cronológica 
              que el lector va creando por sí mismo. En este procedimiento 
              se revela la deuda de Vargas Llosa con el cine más moderno 
              y con las técnicas narrativas del Nouveau Roman. El 
              tiempo es, como el espacio, un solo continuo: una materia fluida 
              que no tiene una dirección inexorable y que se moldea plásticamente 
              a las necesidades de la narración, que va y vuelve, teje 
              y desteje su trama. Lo que siempre permite al lector situarse es 
              el contenido nítido y preciso de cada fragmento. Sus coordenadas 
              de tiempo y espacio están dadas por la situación interior 
              de los personajes.  No se crea, sin embargo, que este libro es caótico. Por 
              el contrario, si un defecto puede achacársele es el de ser 
              demasiado ordenado; hasta diría, fanáticamente ordenado. 
              Pero se trata de un orden sutil, nada visible a primera vista, y 
              que requiere un análisis algo pormenorizado para revelar 
              sus claves. Desde el punto de vista más externo ese orden 
              se impone a la mera consulta del índice. La novela aparece 
              dividida en cuatro partes y un epílogo que corresponden a 
              los cinco cuadernos desiguales que finalmente asumió su forma 
              dactilografiada y que sirvieron de base a la edición barcelonesa. 
              El examen de la primera parte, así sea en forma sintética, 
              puede ayudar a situar mejor este problema de la estructura de La 
              Casa Verde. Abarca las páginas 9 a 109 del texto impreso y se subdivide, 
              o desglosa, en las siguientes unidades: (a) Las madres del convento de Santa María de Nieva van 
              con los soldados hasta una población india y se llevan a 
              las niñas para ayudarlas; las ayuda el Sargento;(b) Las niñas se escapan del convento; una india, ya adolescente 
              y educada, las guía, se llama Bonifacia;
 (c) El viejo Aquilino ayuda a huir a Fushía, enfermo de una 
              enfermedad que no se nombra y que tal vez sea lepra; en el viaje, 
              Fushía le cuenta su vida, desde que
 llega al Perú huyendo de Campo Grande, Matto Grosso;
 (d) Descripción de Piura y sobre todo de La Mangachería, 
              barrio miserable en que se desarrollará parte de la acción 
              de la novela;
 (e) El cabo Roberto Delgado se prepara a volver a su pueblo;
 (f) Josefino Rojas es invitado a ir al burdel de Piura, La Casa 
              Verde, por un grupo de amigos que se llaman a sí mismos 
              los Inconquistables;
 (g) Las madres reprochan a Bonifacia haber dejado escapar a las 
              indiecitas;
 (h) Continúa la conversación de Aquilino con Fushía: 
              poco a poco se va revelando la historia del japonés;
 (i) Llega Anselmo a Piura; es joven y trae un arpa;
 (j) Julio Reátegui y otros intermediarios discuten el problema 
              de la cooperativa que han tratado de crear los indios para vender 
              directamente el caucho en Iquitos; esto perjudica su negocio;
 (k) Los Inconquistables en la Mangachería recogen a Lituma 
              que acaba de salir de la cárcel;
 (l) Las madres expulsan a Bonifacia;
 (m) Fushía cuenta a Aquilino sus relaciones con Lalita;
 (n) Anselmo compra en Piura un terreno en un lugar desierto, fuera 
              de la ciudad;
 (o) El cabo Delgado se detiene en una población india; lo 
              acompaña el práctico Adrián Nieves;
 (p) Lituma se entera que su amante, la Selvática, está 
              en La Casa Verde;
 (q) Bonifacia habla con las madres; quiere conocer la historia de 
              la tortura de Jum, el aguaruna;
 (r) Sigue la historia de Fushía y de Lalita, contada por 
              el primero a Aquilino;
 (s) Anselmo construye La Casa Verde en el terreno desértico; 
              el padre García lo denuncia vigorosamente;
 (t) Los aguarunas atacan al cabo Delgado; Adrián Nieves huye;
 (u) Los Inconquistables van a buscar a La Selvática.
 Estas veintiuna partes están articuladas a su vez en cuatro 
              capítulos y un prólogo, a saber: I (a) prólogo; 
              I (b) a (f) primer capítulo; II (g) a (k) segundo; III, (I) 
              a (p) tercero; IV, (q) a (u) cuarto. Un rápido examen de 
              las partes permite comprobar ciertas líneas narrativas constantes: 
              así, la historia de Bonifacia aparece contada, con algún 
              desorden cronológico es cierto, en las partes (b), (g), (I) 
              y (q): es la historia de una indiecita que las madres del Convento 
              de Santa María de Nieva han criado y que no reniega del todo 
              de sus orígenes; aunque el autor no lo dice claramente en 
              este primer cuaderno de su novela, es evidente que la niña 
              recuerda su pasado indio y que se siente identificada con Jum, aquel 
              caudillo que torturaron los intermediarios. Otro núcleo anecdótico 
              lo constituye la la historia de Fushía, que se relata a partir 
              de su largo epílogo, con la huida del japonés y el 
              racconto de su vida, en las partes (c), (h), (m) y (r). Un tercer 
              núcleo anecdótico está dado por la visita de 
              los inconquistables a La Mangachería y el comienzo de un 
              relato sobre las relaciones de Lituma con La Selvática. Este 
              episodio, que abarca las partes (f), (k), (p) y (u), es uno de los 
              menos claros de este primer cuaderno, aunque irá adquiriendo 
              importancia a medida que se desarrolle la novela y llegará 
              a convertirse en central. El misterio es necesario al principio 
              porque Vargas Llosa ha utilizado ese episodio para dar una profundidad 
              temporal a toda la novela, como se verá luego. Otros episodios 
              aparecen también esbozados en este primer cuaderno: (e), 
              (j), (o) y (t) enlazan dos momentos de la misma historia: el cabo 
              Delgado va a una población india, es atacado por los aguarunas, 
              ese ataque servirá de pretexto a los intermediarios para 
              castigar brutalmente a Jum y eliminar así de raíz 
              todo intento de los indios de vender su caucho directamente en Iquitos. 
              Pero en este primer cuaderno, el episodio sólo aparece esbozado 
              y puede resultar oscuro. Otra historia que empieza a contarse también 
              aquí es la de Anselmo, el arpista, el constructor de La 
              Casa Verde. Aparece en las partes (i), (n) y (s). Esta historia 
              es la única que ya tiene en este primer cuaderno un sentido 
              completo, aunque se ampliará mucho en los restantes. Como se puede advertir por el resumen, el primer cuaderno arroja 
              un balance complejo: tres historias centrales aparecen suficientemente 
              desarrolladas, aunque no en forma muy clara; otras tres aparecen 
              esbozadas. La lectura de los sucesivos cuadernos aportará 
              elementos complementarios, irá permitiendo ver el enlace 
              entre las distintas articulaciones de la misma historia (tal como 
              lo ha indicado el propio Vargas Llosa en la entrevista), y sobre 
              todo revelará el enlace profundo entre las distintas historias. 
              Se podrá ver, al término del libro, que la historia 
              de Bonifacia y el Sargento que habrá de conquistarla, es 
              la misma historia de La Selvática y Lituma. Quiero decir: 
              que Bonifacia se habrá de convertir en prostituta bajo el 
              nombre de La Selvática, y que el verdadero nombre del Sargento 
              es Lituma. Pero esta revelación sólo se produce al 
              final de la novela. También se descubre, o comprende, al 
              final que hay dos Casas Verdes: una construida por Anselmo 
              en el desierto fuera de Piura (su construcción ocupa la parte 
              (s), como se ha visto) y una segunda Casa Verde, que construye 
              en La Mangachería una hija de Anselmo. Desplegada a lo largo de cuarenta años y desarrollándose 
              sobre varios escenarios principales (la selva, Santa María 
              de Nieva, Piura, Iquitos, hasta la remota Lima), esta novela tiene 
              una amplitud de tiempo y espacio que justifica la técnica 
              compleja empleada por Vargas Llosa para ir dando a conocer sus múltiples 
              hilos. Al hacer avanzar casi simultáneamente las cinco o 
              seis historias principales, el joven autor peruano ha conseguido 
              mantener vivo el interés por la historia entera, al tiempo 
              que ha logrado una mayor profundización de cada episodio 
              por el efecto de contaminación que produce el uno sobre otro, 
              gracias a la vecindad creada por ese montaje que se suele llamar 
              cinematográfico, pero que Vargas Llosa ha ido a buscar algo 
              más lejos. Una técnica recobrada No sólo por su visión caballeresca de un código 
              de honor se vincula la narrativa de Vargas Llosa a las famosas novelas 
              que Cervantes parodió en el Quijote. Hasta en la misma 
              técnica, el autor peruano ha aprovechado ciertos principios 
              que aplica con renovada originalidad en sus novelas, y sobre todo 
              en La Casa Verde. Esa vasta trama de encuentros accidentales, 
              de separaciones inexplicadas; de reconocimientos trágicos, 
              que constituyen por lo general el argumento de las novelas de caballería 
              son también la materia prima sobre la que ahora trabaja Vargas 
              Llosa. Toda su novela se basa sobre algunas identidades ocultas, 
              en un plano puramente superficial, y que cabe relacionar con la 
              simetría deliberada de que sea Teresa el amor de los tres 
              muchachos de La Ciudad y los perros, Vargas Llosa presenta 
              ahora esa doble identidad de Bonifacia y el Sargento. Mostrar en 
              forma paralela las dos historias, hace creer al lector que se trata 
              de cuatro personajes distintos y no de dos parejas que son la misma. 
              Más profundamente corren otras identidades. Así, por 
              ejemplo, casi no hay paternidad en este libro que no plantee algún 
              problema. Es casi seguro que Bonifacia (La Selvática) es 
              hija de aquel Jum torturado por decisión de los comerciantes 
              de caucho. También se descubrirá al final que la Chunga 
              es hija de Anselmo y de Antonia, aquella cieguita que un buen día 
              el arpista rapta para tenerla consigo en el piso alto de La Casa 
              Verde. Otras relaciones son más complejas y se van descubriendo 
              a medida que progresa la historia. La amante de Fushía, esa 
              Lalita que es sin duda uno de los personajes más fuertes 
              y vivos del libro, había sido antes de Julio Reátegui, 
              y después que abandone a Fushía y huya con el práctico 
              Adrián Nieves, tendrá todavía un cuarto marido, 
              ese soldado que llaman el Pesado. Las sucesivas metamorfosis del 
              personaje no están presentadas por Vargas Llosa como distintas 
              etapas en la vida del mismo ser, sino como verdaderos avatares diferentes. 
              Cada una de las Lalitas es una mujer distinta. Esta concepción 
              de los cambios radicales en la naturaleza del personaje deriva, 
              sin duda, de la novela moderna. No otra cosa hace Proust en su vasta 
              Recherche du Temps Perdu sino mostrar a distintas alturas 
              vitales distintos personajes que acaban siendo la misma persona. 
              ¿Cómo identificar al Barón de Charlus en el 
              viril caballero que Marcel entrevé junto a Odette cuando 
              recorre el muchacho el camino de Swann? ¿Cómo creer 
              que esa vieja marica de Sodome et Gomorrhe, o la aún 
              más decrépita ruina de Le Temps retrouvé, 
              pudo haber sido ese hombre de mundo, seductor de mujeres y amigo 
              de Swann? Las metamorfosis que opera el destino sobre los seres 
              humanos es el tema profundo de la novela de Proust. Similares metamorfosis 
              ocurren también en La Casa Verde. Sólo que 
              mientras Proust arma y desarma psicológicamente a sus personajes, 
              explicándolos con fanática minucia, Vargas Llosa se 
              limita a presentarlo, como seres distintos. Lo que nos devuelve 
              a la novela de caballería. El dividir una larga historia en pequeños fragmentos narrativos 
              que se entrecruzan, se iluminan unos a otros, permiten toda clase 
              de sorpresas y bruscos reconocimientos, pertenece a la esencia misma 
              de la técnica de las novelas de caballería. Un retórico 
              como Brunetto Latini, maestro de Dante, ya la recomendaba en su 
              Livres dou Tresor. Esa técnica es en definitiva la 
              que inspira La Casa Verde. Lo curioso es que la misma técnica 
              (es decir, la misma concepción del destino) está detrás 
              de otra gran novela latinoamericana de este tiempo. Me refiero a 
              Grande Sertão: Veredas, del brasileño João 
              Guimarães Rosa. La historia de Riobaldo que ha sido 
              unos de los más famosos bandidos del desierto mineiro, y 
              que ahora está convertido en pacífico hacendado, aparece 
              narrada a través de un interminable monólogo en que 
              el protagonista va revelando fragmentos de su historia pero reservándose 
              siempre un par de datos: el nombre de su verdadero padre, la identidad 
              del hermosísimo compañero que siempre lo custodia, 
              como Angel tutelar. La crítica brasileña, y sobre 
              todo el profesor Cavalcanti Proenza, han señalado la vinculación 
              profunda de esta novela con las de caballería. Lo mismo podría 
              decirse de Vargas Llosa. Una circunstancia que hace más curiosa 
              la aproximación es el hecho de que, a pesar de haberse publicado 
              originariamente la novela de Guimarães Rosa en 1956, 
              lo más probable es que Vargas Llosa no la haya leído. 
              El portugués en que está escrito es sumamente arduo, 
              aún para los brasileños; es una obra en que el lenguaje 
              oral de la región de Minas Gerais, donde se ambienta la novela, 
              aparece trabajado con una riqueza y exigencia equiparables a la 
              de un James Joyce en el Ulysses. De ahí que esta semejanza 
              entre Vargas Llosa y Guimarães Rosa se deba sobre 
              todo a una coincidencia de los mundos que ambos describen: en un 
              caso, el vasto escenario de los Gerais; en el otro el desierto peruano, 
              la selva, las pequeñas poblaciones de fronteras. Es en una 
              identidad profunda entre el mundo feudal del Brasil de Guimarães 
              Rosa y el mundo feudal del Perú de Vargas Llosa donde hay 
              que encontrar la causa de esta coincidencia. Una narración apasionante No conviene, sin embargo, exagerar el análisis crítico. 
              Hay un nivel, muy importante, en que La Casa Verde puede 
              ser leída por el interés indispensable sus episodios, 
              por la rica caracterización de la mayoría de sus personajes. 
              Ese nivel (que funcionaba para los lectores de la novela de caballería) 
              es el nivel en que se colocan sus consumidores naturales. No el 
              nivel de la crítica sino el del mero goce de la lectura. 
              Para ese nivel, Vargas Llosa ha logrado una larga novela que a pesar 
              de todas sus audacias técnicas, o de sus renovaciones de 
              un género que se creía perdido, es sobre todo una 
              novela novelesca. Para el lector corriente, ese common reader 
              que trató de definir Virginia Woolf en sus ensayos críticos, 
              La Casa Verde es sobre todo una narración apasionante. 
              Con mano muy segura, el autor lo lleva de una historia a otra; las 
              va orquestando hábilmente; hace crecer tensiones paralelas; 
              desarrolla grupos que se corresponden, y logra al final una suma 
              de todas las historias en un esforzado crescendo. Como sabía 
              hacer también D. W. Griffith en los comienzos del cine mudo, 
              los varios hilos narrativos se unen al cabo y definen totalmente 
              el universo de Vargas Llosa. Porque él no trata sólo 
              de contar cinco o seis historias, sino que trata principalmente 
              de mostrar que esas historias se responden, o corresponden, como 
              decía Baudelaire, en una tenebrosa y profunda unidad. Así 
              el enfrentamiento del Sargento con el guapo Seminario, que constituye 
              el centro épico de la novela, encuentra su asordinado equivalente 
              en el enfrentamiento final de Lituma (que es el Sargento) con Josefino 
              Rojas; del mismo modo que el destino de Bonifacia, educada por las 
              monjas y luego echada por ellas, recogida por Lalita, seducida por 
              el Sargento, corrompida por Josefino y metamorfoseada al fin en 
              esa prostituta que llaman La Selvática, responde en una gama 
              mucho más compleja a la historia de la cieguita Antonia. 
              Secretas correspondencias, cruces misteriosos de temas, resonancias 
              y ecos, atraviesan toda la novela hasta llegar a una orquestación 
              en que la muerte de Antonia, como consecuencia de un parto. está 
              contada al mismo tiempo que el aborto de Bonifacia. Las identidades 
              son aún más sutiles de lo que podría pensarse. 
              Y no sólo Bonifacia y la Selvática son la misma persona, 
              sino que personas distintas (Bonifacia y Antonia) acaban por solaparse 
              mágicamente. El epílogo une todas las historias, aclara todos los temas, 
              revela las correspondencias visibles y las secretas. Entonces, el 
              lector corriente, el lector hedonista, puede cerrar el libro con 
              la convicción de que ha participado honda y completamente 
              en una experiencia importante. De la mano de Vargas Llosa ha penetrado 
              en la entraña novelesca del Perú, ha visitado las 
              fuentes, ha examinado las huellas primarias y los orígenes. 
              En su vastedad, en su rigor, en su delicadeza, la novela ha permitido 
              llegar a la matriz misma de un universo complejo. A diferencia de 
              una obra concebida en términos puramente intelectuales, como 
              El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, en que 
              el horrible destino de los indios de la sierra aparece reducido 
              a una oposición entre los malos (los blancos explotadores) 
              y los buenos (los indios sufridos y nobles), Vargas Llosa consigue 
              presentar aquí los distintos niveles de miseria explotación, 
              de crueldad y de barbarie, de belleza y horrible amor, sin que sus 
              personajes sea violentados en dos categorías inexistentes. 
              El Bien y el Mal no están escindidos higiénicamente 
              de dos bandos sino que luchan dentro de cada ser. Por eso mismo, 
              es singular que esta novela que se atreve a mostrar sin discursos 
              la ineficacia social de la caridad cuando no va acompañada 
              de verdadera justicia; que desnuda la explotación a que es 
              sometido el indio; que se atreve a mirar lo que muchos pasan por 
              alto en el sistema feudal del Perú, es también una 
              novela en que no hay villanos puros. Dos de los personajes más 
              responsables del atraso y de la explotación, padre García 
              y Julio Reátegui están presentados en toda su sombra 
              pero también en toda su luz. Así Reátegui no 
              es sólo el explotador sino que también un hombre delicado 
              que se conmueve por la suerte de una indiecita (Bonifacia) y ayuda 
              a que llegue intacta a manos de las madres. En cuanto al padre García, 
              después de atravesar la noche como un fanático de 
              la peor especie, acaba por cerrarla con una imagen de aterida compasión 
              cristiana. Por el camino que indica Vargas Llosa, compleja entraña 
              humana y natural del Perú aparece visible. Por eso la novela se sitúa en la línea mayor las 
              creaciones narrativas que ahora está produciendo la América 
              Latina. No porque no tenga defectos muy claros que podrían 
              sintetizarse a la historia de Fushía, una de las que más 
              seduce, al autor, resulta contada algo confusamente: personaje nunca 
              acaba por dibujarse con precisión: cierta sentimentalidad 
              que ya era visible La Ciudad y los perros, domina buena parte 
              la historia de Bonifacia y estropea ciertas descripciones eróticas; 
              todo el final muestra a Vargas Llosa, arrastrado por su tema a una 
              entonación emocional tal vez excesiva. Pero no son estos 
              defectos, y otros menores que cabría apuntar, que deciden 
              al cabo la calidad de la novela. Ellos quedan subsumidos en el conjunto 
              que revela una autoridad, una madurez, una maestría casi 
              inexpicables en un narrador tan joven. El libro está ahí 
              y conviene saludarlo desde ya como definitivo." (1) Mario Vargas Llosa: La Casa Verde (Barcelona, 
              Seix Barral, 1966. 430 pp.)(2) Para el semanario Ercilla, de Santiago, 6 de julio de 
              1966.
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