|   | Mariano Azuela y la novela de la revolución 
                mexicana. En: Número, nº 20, julio-setiembre 1952
 p. 199-210.
 "En 1916 se publicó en El Paso, Texas, una novela 
                que se titulaba Los de abajo. Recién en 1925 -al 
                ser impresa por tercera vez por el diario El Universal de México- 
                la obra empieza a ser conocida, a difundir el nombre de su autor 
                (Mariano Azuela) por el ancho campo de la publicidad. Una sola 
                novela, abriéndose paso trabajosamente a través 
                de casi una década, consiguió imponer ese nombre 
                y generar una pequeña mitología literaria. Lectores 
                apresurados descubrieron que Los de abajo era la novela 
                de la Revolución Mexicana: la novela de los caudillos bárbaros, 
                del pueblo en armas, de la lucha ardiente. No faltó crítico 
                que la calificara de poema épico en prosa. Pocos 
                leyeron entonces -pocos leen aun hoy- la otra novela que también 
                existe en Los de abajo: la que denuncia un movimiento, 
                la que testimonia una desilusión. Esa otra novela -casi 
                parece ocioso decirlo- es la que realmente importa a las letras 
                hispanoamericanas. La muerte de Mariano Azuela, y la perspectiva que facilita sobre 
                su obra (forzosamente concluída), incita a un examen más 
                ajustado y preciso de su tarea como testigo y juez de la Revolución 
                Mexicana, como fundador de la novela (ficción y documento) 
                de esa Revolución. I RODRIGUEZ.- (Exaltándose 
                y de pie.) Mire, Lara Rojas, soy maderista ahora, porque el 
                maderismo es la revolución todavía y toda revolución 
                implica siempre y en todas partes, el anhelo de justicia que todo 
                hombre medianamente equilibrado lleva consigo en la mente. Que 
                el maderismo triunfe en la forma aplastante de un gobierno y habré 
                dejado de serlo. Porque el gobierno nunca es ni ha sido sino la 
                injusticia reglasmentada que todo bribón lleva en el alma. 
                MARIANO AZUELA: Del Llano Hermanos, S. en C. (1938).
 El 20 de noviembre de 1910 -y como coronación no programada 
                de los festejos del Centenario de la Independencia con que Porfirio 
                Díaz creyó rubricar la solidez de su dictadura- 
                se estrenó la Revolución Mexicana. Treinta y seis 
                años más tarde ha escrito uno de sus más 
                lucidos comentaristas: Para nosotros la Revolución 
                Mexicana (...) tuvo su origen en el hambre del pueblo; hambre 
                de justicia, hambre de pan, hambre de tierras y hambre de libertad 
                (1). El inspirador del movimiento revolucionario 
                era Francisco I. Madero, terrateniente y político, que 
                habría de merecer el nombre de apóstol pero a quien 
                entonces los porfiristas llamaban sólo El loco. 
                Su locura inflamó a los descontentos y levantó al 
                pueblo. Sin fuerzas disciplinadas, Madero triunfó inmediatamente 
                por la persuasión de la justicia. Pero cometió el 
                error -se ha escrito- de confundir las raíces del mal mexicano; 
                no se dio cuenta de que los más serios 
                problemas no eran de carácter político, sino sociales 
                y económicos, principalmente económicos, y dentro 
                de lo económico, preponderantemente agrarios (2). 
                Pronto fue superado por las fuerzas que había excitado. 
                Dos de sus caudillos (Orozco, Zapata) se alzaron contra él. 
                En 1913, uno de sus generales, Victoriano Huerta, lo destituyó, 
                lo hizo prisionero, lo mandó asesinar. Se cerraba así 
                la primera etapa de la Revolución. Abatido don Porfirio, asesinado Madero, habría de sucederse 
                una lucha por el poder en que -contra Huerta pero también 
                entre ellos mismos- lucharon Carranza, Obregón, Zapata 
                y Pancho Villa. El asesinato de Zapata, la derrota de las fuerzas 
                de Villa (que se había visto obligado a evolucionar hacia 
                la derecha) permitió inaugurar la pacificación del 
                país. Después de 1917 hubo crímenes y violencias 
                pero la Revolución Mexicana se había impuesto y 
                entraba en una etapa de organización (y también 
                de transformación) en que asentaría muchas conquistas 
                legítimas aunque disimularía mucho atropello. Sin ese cuadro a la vista no es posible comprender la trayectoria 
                política y novelística de Mariano Azuela. Cuando 
                estalla la Revolución, Azuela (nacido en 1873) ya era un 
                hombre formado. En sus tiempos de estudiante había militado 
                en el antiporfirismo y había escrito tres novelas que, 
                en las huellas del materialismo de un Zola, denunciaban la corrupción 
                de la burguesía mexicana durante la dictadura. La Revolución 
                lo conquistó con el programa y la figura de Madero. Fue 
                maderista y llegó a jefe político de Lagos de Moreno, 
                su ciudad natal. El asesinato de Madero, la lucha por el poder 
                entre los distintos caudillos militares, lo lanzan nuevamente 
                a la acción. Esta vez, Azuela sigue a Villa como médico 
                militar y con Villa está cuando sus tropas son derrotadas 
                y corren a refugiarse en El Paso. Esta segunda experiencia liquida 
                sus relaciones políticas con la Revolución. Ya entonces 
                Azuela ha recorrido bastante mundo para saber qué es un 
                ideal convertido en sangre, qué es un revolucionario cuando 
                alcanza el poder, qué son las masas cuando se imponen. 
                En Los de abajo, su sexta novela, condensa esa experiencia 
                cuidadosamente madurada y apunta una nueva toma de posición. 
                De ahora en adelante, Azuela dividirá su actividad pública 
                entre el ejercicio de la medicina en los barrios pobres y la composición 
                de novelas y biografías noveladas. Como 
                escritor, será el testigo y el crítico de esa Revolución 
                Mexicana que vio formarse, que alentó y que supo juzgar, 
                desde el principio, con independencia. Una larga serie de libros 
                -entre los que se cuenta una poco afortunada incursión 
                en el teatro- va marcando, pasta su muerte, su testimonio y su 
                proceso (3).  La Revolución habría de despertar otros testigos, 
                otros novelistas. De los que ya han alcanzado fama -Martín 
                Luis Guzmán (nacido en 1887), Gregorio López y Fuentes 
                (del 95), Rafael Felipe Muñoz (del 99) y Mauricio Magdaleno 
                (del 906)-, ninguno tuvo la ventaja inicial de Azuela: el estar 
                formado antes de la Revolución. Pertenecientes a una generación 
                inmediata a la de Azuela (que es coetáneo de Reyles y de 
                Rodó, de Lugones y de Payró), estos novelistas fueron 
                envueltos por ella. Ninguno pudo tener bastante perspectiva para 
                enjuiciarla en los términos en que -ya en 1916- lo hizo 
                Azuela. El tiempo les ha permitido rectificar algunas impaciencias 
                o deslumbramientos juveniles, y del conjunto de su producción 
                emergen libros que como El águila y la serpiente 
                (1928) y La sombra del caudillo (1929) de Martín 
                Luis Guzmán o como El indio (1935) de Gregorio López 
                y Fuentes o como La tierra grande (1948) de Mauricio Magdaleno 
                iluminan aspectos profundos de la Revolución y consiguen 
                una madura expresión literaria. Pero lo que ahora interesa 
                destacar en un primer cotejo con Azuela es la nitidez del juicio, 
                la percepción rápida y fuerte, que caracterizan 
                la obra precursora de este último. Los matices podrán 
                (y deberán) ser discutidos luego, pero la objetividad integradora 
                de Azuela ya esta plenamente indicada en Los de abajo. 
                Ese es su mérito, esa, su gran oportunidad. Conviene examinar 
                asimismo algunas de sus más notorias limitaciones. II -¡Hermano campesino, acabaste 
                con el hacendado; ahora te falta acabar con el líder! 
                MARIANO AZUELA: San Gabriel de Valdivias (1938).
 En un trabajo reciente, Francisco Monterde indica 
                algunos períodos en la obra de Mariano Azuela (4). 
                Prolongando las indicaciones del crítico mexicano -a quien 
                Azuela dedicó su Teatro, con vieja deuda de gratitud- 
                se podrían apuntar algunas etapas, no necesariamente ininterrumpidas. 
                La primera corresponde al Porfirismo y corre de 1907 (fecha 
                de María Luisa) hasta el estallido de la Revolución, 
                en cuyas vísperas publicó Azuela Mala Yerba 
                (1909). La segunda abarcaría la crónica revolucionaria 
                y podría escindirse en dos: maderista (con dos novelas: 
                Andrés Pérez, maderista, 1911, y Sin amor, 
                1912) y villista (con dos novelas: Los de abajo, 1916, 
                y Los caciques, 1917). Una tercera etapa de enjuiciamiento 
                del nuevo régimen presenta dos ciclos distintos: el costumbrista 
                (de Las moscas, 1918, a Las tribulaciones de una familia 
                decente, 1919) y el estridentista, en que lo literario pasa 
                a primer plano (de La Malhora, 1923, a La luciérnaga, 
                1925 aunque publicada recién en 1932). La cuarta y última 
                etapa también presenta subdivisiones: un paréntesis 
                teatral (Teatro, 1938) separa dos grupos de factura semejante 
                pero distinta temática: las biografías noveladas 
                (desde Pedro Moreno, el insurgente, 1935, hasta El padre 
                D. Agustín Rivera, 1942) y las novelas de sátira 
                social y política (desde El camarada Pantoja, 1937, 
                hasta Nueva burguesía, 1941). Quedan fuera de cuadro 
                algunas novelas últimas (como La marchanta, 1944, 
                o La mujer domada, 1946), meramente costumbristas. Más interesante que esta minuciosa distribución 
                cronológica -que parecería aludir a una vida entera 
                entregada a la concepción literaria, cuando en realidad 
                Azuela fue también (y quizá sobre todo) un médico-; 
                más ajustada a la verdadera línea de esta carrera 
                parece ser la ordenación temática. Sus crónicas 
                de la Revolución abarcan los aspectos básicos de 
                la misma. Al proyectarlas sobre la historia mexicana se pueden 
                alinear como una suerte de Episodios Nacionales, escritos 
                por un testigo, doblado a veces de un historiador; escritos con 
                violencia y con escarnio de panfletista que no busca el efecto 
                poético o la evocación arqueológica sino 
                la conmoción moral, el sobresalto ideológico. Desde este punto de vista, y olvidando un poco la cronología 
                de la composición, el ciclo de la Revolución Mexicana 
                se abriría con Pedro Moreno, el insurgente, biografía 
                novelada de un caudillo de las guerras de Independencia. En ese 
                caudillo está el germen de la lucha revolucionaria de un 
                siglo más tarde. Azuela lo muestra enmarcado en una sociedad 
                colonial que agoniza; lo muestra proyectándolo sobre una 
                masa (el indio) que es siempre arrastrada, que actúa ignorante 
                de su destino. Pedro Moreno es el patriota verdadero. De él 
                dirá Azuela: No vino en busca de ganancias a río 
                revuelto, sino que brinda generosamente su villa sin que amengüe 
                su firmeza la lección constante de la historia, de que 
                será la canalla de logreros que hoy esconde la cara, la 
                que se presentará en los momentos de la victoria a reclamarlo 
                todo: gloria, poder y dinero. Esta frase da el tono del personaje 
                y el de estas combativas evocaciones históricas con las 
                que Azuela fustiga el presente. La obra se divide en dos partes de valor desigual. La primera 
                no consigue realizar completamente el cuadro de la sociedad colonial; 
                la caracterización es excesivamente rápida, el estilo 
                nervioso y sin rigor. La segunda parte, con el largo sitio de 
                Santa María de los Lagos, levanta al libro a la categoría 
                de crónica épica, ya que no de poema épico. Dos biografías y un cuento en forma de monólogo 
                -recogidos los tres en Precursores, 1935- dibujan a grandes 
                rasgos la transición hacia el Porfirismo. El amito 
                y Manuel Lozada son dos bandoleros de la mitad del siglo XIX que 
                Azuela extrae de los documentos que acumularon en su contra sus 
                enemigos. El tratamiento es novelesco y descuida el aspecto puramente 
                histórico. Para Azuela estos hombres son precursores. 
                A través de sus fechorías, a través de sus 
                crímenes, a través de una ideología que se 
                forma borrosamente, trata de descubrir lo mexicano auténtico, 
                lo que iba a fructificar en el gran momento de la Revolución. 
                En este sentido, Lozada es ejemplar. Como los caudillos de 1910, 
                a los que anticipa, supo erigirse en ley y supo encontrar quienes 
                lo secundaran en sus violencias y en sus geniales arrebatos. Es 
                esa condición de Precursor la que suscita el apóstrofe 
                caliente de Azuela, la que desata la cólera y la pasión 
                con que mira esas figuritas ya inmovilizadas por la historia en 
                oscuras páginas. De aquí que la biografía 
                objetiva ceda casi siempre ante el panfleto; de aquí que 
                Azuela empiece escribiendo: El Sino del Señor de Nayarit 
                se va a cumplir. La tensión de su cerebro alcanzó 
                su máximum: ya no le satisface el haber dado la felicidad 
                a los indios de su territorio; sus anhelos de libertador abarcan 
                a todo el país; para seguir, en otro tono, con otra 
                tensión: Pero ¿quién fue el asesino bandolero 
                que no se creyó siempre con una misión superior, 
                cuando la fortuna lo hizo escalar el poder? ¿Quién 
                fue aquél que no se creyó árbitro de la felicidad 
                para repartirla a los hombres? Por estas biografías 
                noveladas circula la misma fuerza de denuncia que el lector habrá 
                encontrado en sus crónicas contemporáneas. Para 
                Azuela la historia es espacio -otro espacio de su México- 
                y no tiempo. Sus tres primeras novelas -María Luisa, Los fracasados, 
                Mala Yerba- dan el tono y el ambiente del Porfirismo. La vida 
                estudiantil en la Guadalajara del siglo pasado; la corrupción 
                burocrática en un pueblito llamado Álamos (nombre 
                tras el que se adivina Lagos de Moreno); el despotismo de los 
                caciques y la incompetencia de la justicia rural; esos son los 
                temas y los escenarios. Las intrigas son mínimas y derivan 
                de una tradición sentimental no muy depurada. El enfoque 
                es naturalista, la ejecución descuidada. Sirven como testimonio 
                de un período pero muestran un Azuela que no ha encontrado 
                su verdadera vocación de cronista y que se inclina hacia 
                un público popular. Con Andrés Pérez, maderista se abre 
                el ciclo de novelas de la Revolución. Aunque en algunas 
                de ellas la acción revolucionaria no sea más que 
                un telón de fondo o una circunstancia casi anecdótica 
                de sus personajes, en todas se siente su presencia, la tensión 
                que provoca, la muda de hábitos y de valores que ha promovido. 
                Predomina en estas novelas -con excepción de Los de 
                abajo- un enfoque periodístico, una redacción 
                superficial. Cada una de ellas interesa por plantear un aspecto 
                del vasto cuadro de la Revolución y sus primeras consecuencias, 
                pero como creaciones no merecen mayor análisis. Son crónica, 
                son presa de circunstancias. En Los de abajo la Revolución alcanza, tempranamente, 
                su cifra. La historia que cuenta Azuela es lineal: Demetrio Macías 
                es perseguido por un deseo común y se lanza a la rebelión; 
                su genio instintivo de caudillo le hace centro de hombres, lo 
                improvisa en estratega y, pronto, en general. Triunfa y a su lado 
                triunfan los de abajo, los que (como él) no saben de reivindicaciones 
                pero sí de anhelar una existencia menos dura y menos miserable; 
                sí de vender caras sus vidas y de gozar de mujeres, del 
                saqueo y de la bebida. Junto a los caudillos improvisados aparecen 
                los curros, esos que uno de los personajes define: son 
                como la humedad, por dondequiera se filtran. Por los curros se 
                ha perdido el fruto de las revoluciones. Junto a Demetrio Macías aparece Luis Cervantes. Es el 
                intelectual revolucionario que encuentra lindas frases para convertir 
                en caudillo al bandido, para operar la iniciación mitológica. 
                Pero es también el que oficia de celestina de la mujer 
                que lo ama y viene a entregársele, el que se enriquece 
                con la Revolución. Por eso la novela habrá de concluir 
                con una doble imagen: mientras Cervantes recoge los frutos de 
                sus robos y de su repetida humillación, Demetrio es arrastrado 
                por una política que no entiende, es derrotado, es cazado 
                como un animal. A través de esa simple historia entra en 
                la novela todo el pueblo revolucionario: las mujeres tiernas o 
                bravías, los hombres canallas y honrados. Entra la Revolución 
                que para ese pueblo es, sucesivamente, pantano en vez de florida 
                pradera, huracán que arrastra al hombre como miserable 
                hoja seca, y terrible ocasión de ejercer los dos instintos 
                más ciegos de la raza: el robo y la muerte. (Las imágenes, 
                los conceptos, son de Azuela.) Ese vasto y breve fresco revolucionario 
                aparece sintetizado en violentas imágenes. La arquitectura 
                del relato es simple; el lenguaje exacto y sabroso; el estilo 
                (casi siempre) sobrio. Todo el mérito de la obra radica en su visión desnuda, 
                en su capacidad de síntesis. Azuela no necesita forzar 
                las tintas. No busca el alegato palabrero; busca la imagen que 
                ilumina, la metáfora reveladora. Ya el título mismo 
                alude, pluralmente, a los hombres que iniciaron la Revolución, 
                a Los de abajo; pero apunta también a la situación 
                anecdótica que sirve para abrir y cerrar la novela. Del 
                mismo modo, es una imagen sintetizadora la que utiliza Demetrio 
                para contestar a su mujer que quiere retenerlo, que no acaba de 
                comprender: -¿Por qué pelean ya, Demetrio? Demetrio, las cejas muy juntas, toma distraído 
                una piedrecita y la arroja al fondo del cañón. Se 
                mantiene pensativo viendo el desfiladero, y dice: -Mira esa piedra cómo ya no se para... Esa capacidad de síntesis, esa fuerza visual, dan el tono 
                de la obra. Azuela rehuye lo folletinesco, lo vulgarmente patético. 
                En sus páginas hay violencia y hay melodrama. Pero no hay 
                un regodeo en las situaciones que los suscitan. De aquí 
                el limpio impacto que su lectura siempre produce, su buena desnudez, 
                su fuerza intacta. Los de abajo no es, sin embargo, una gran creación 
                literaria. Su mérito mayor consiste en omitir el discurso 
                engolado, en saltearse lo meramente colorista, en decir la situación 
                y no en vestirla de palabras o retórica. Pero eso no alcanza 
                para convertirla en una gran novela, y menos en una épica 
                de la Revolución. En las fronteras entre novela y documento, 
                entre arte y testimonio, Los de abajo sigue siendo una 
                obra importante, un producto típico de esta literatura 
                hispanoamericana que obedece más a las realidades de todos 
                los días que a los preceptos de la buena retórica. Otras novelas -desde Los caciques hasta El camarada 
                Pantoja, desde Domitilo quiere ser diputado hasta Nueva 
                burguesía- completan el cuadro revolucionario con la 
                denuncia enconada de la sociedad que emergió de la Revolución: 
                el caudillo y sus pistoleros convertidos en la nueva ley; la farsa 
                de la reforma agraria que sólo sirve (según Azuela) 
                para sustituir los viejos terratenientes por otros nuevos; la 
                burocracia invasora e incompetente puesta al servicio de la maquinaria 
                electoral; los partidos de izquierda en los que proliferan los 
                seudo intelectuales; la nueva burguesía que va devorando 
                poco a poco las conquistas de la Revolución. En esta etapa 
                se inscriben las obras más amargas y agrias de Azuela, 
                las obras que entre tanto sarcasmo de detalle arrastran una gran 
                incomprensión general. Porque después de apartarse 
                de las fuerzas revolucionarias, Azuela sólo supo registrar 
                los elementos negativos; sólo quiso levantar -nerviosa, 
                implacablemente- el balance de errores y crímenes. Su actitud 
                fue más reaccionaria que revolucionaria. De aquí 
                que sólo consiguiera expresar el momento del combate y 
                no la hora del recuento y de la reconstrucción. A esta etapa pertenece una de sus mejores novelas, San Gabriel 
                de Valdivias en la que se enjuician los resultados inmediatos 
                de la reforma agraria. En una comunidad rural se desarrolla una 
                historia de violencias y despojos, de atropellos y crímenes, 
                que culminan con una nueva rebelión. Ahora el enemigo es 
                el líder, el nuevo terrateniente, el ex-revolucionario. 
                A través de una prosa ágil, traza Azuela su proceso 
                con la misma lucidez, con la misma pasión, con que estudió 
                la hora de la Independencia, el momento de los precursores del 
                siglo XIX, el alzamiento de 1910. Pero el enfoque se hace cada 
                vez más pesimista, la escritura parece cada vez más 
                conmovida y asqueada por la denuncia. En Regina Landa (escrita 
                poco después) la exasperación y la violencia verbal 
                llegan al colmo. Azuela desprecia toda posibilidad de crear personajes 
                y decir un conflicto auténtico. Al oponer la pureza de 
                la protagonista a una burocracia corrompida no consigue salvarse 
                del folletín, de la facilidad sentimental. Un público, 
                cada vez más grueso, parece poseerlo. Y los mismos excesos 
                de la denuncia acaban por anular una sátira que, saltando 
                por encima del momento mexicano, parece destinada a rechazar una 
                sofisticación general, una nueva sensibilidad que el escritor 
                ya no comprende. Una de sus últimas novelas, Nueva burguesía, 
                consigue apuntar más alto. Una casa de vecindad sirve de 
                punto de partida para una sucesión de episodios en los 
                que se estudia la constitución de esa clase que la Revolución 
                arrojó sobre las ciudades. El sarcasmo es crudo y no perdona 
                nada. Una frase permite resumir el enfoque de Azuela: Hormigueaba 
                la multitud haraposa y famélica, acarreada de Los estados 
                de México, Hidalgo, Tlaxcala y Morelos, a falta de concurrentes 
                de la capital. Eran las mismas bestias de cargo al servicio del 
                encomendero español después de la Conquista, las 
                mismas que hoy obedecen al líder, al sargento o al presidente 
                municipal. Entre tanta alma corrompida -o simplemente animal- 
                como la que circula por estas páginas, entre tanto miserable, 
                Azuela desliza alguna figura auténtica, algún alma 
                patética. Su procedimiento simultaneísta no deja 
                de anticipar -en las letras hispánicas, sin duda- el que 
                habría de usar Camilo José Cela en otro libro de 
                odio: La colmena (1951). Lo que falta aquí, o sobra en 
                Cela, es la procacidad, la insistencia en lo sexual, en la exposición 
                de otras lacras más llamativas. A pesar de todo, Azuela 
                consigue superar su fanatismo reaccionario, su visión mezquina 
                del México moderno. La sinceridad de su 
                denuncia, la entereza de su actitud negativa, confirman el dicho 
                (de González de Mendoza) de que le dolía 
                México, como le dolía España al célebre 
                vasco. Ese dolor, esa llaga que no pudo cerrarse, explican aunque 
                no justifican la acritud, la pasión, el encono, con que 
                quedó retratado México en su vasta galería 
                (5). III  RODRIGUEZ.- (Amargado.) No diga 
                nada, Elena. el maderismo fue un santo anhelo de justicia, y si 
                yo no hubiese sido maderista por ideas, hasta por estética 
                lo habría sido...MARIANO AZUELA: Del Llano Hermanos, S. en C. (1938 )
 No fue, estrictamente hablando, un gran creador. Fue un testigo 
                y un moralista. Llegó a la literatura por el camino de 
                la experiencia política -entendiendo por política 
                no sólo la que se practica en la vida pública-. 
                Quiso decir lo que eran los hombres de su México y cuáles 
                los males a los que estaban expuestos; levantó el inventario 
                de su época y también se proyectó -por los 
                documentos- hacia el pasado para así poder iluminar mejor 
                el presente, ese presente suyo que amó y odió con 
                entereza. Pero no hizo (tal vez ni quiso hacer) faena de literato, 
                de novelista creador. De lo más perdurable de su experiencia 
                extrajo Los de abajo y alguna otra obra que acompañará 
                su nombre en la inmortalidad de manuales, de historias literarias. 
                Fue ante todo y sobre todo el cronista de la Revolución 
                Mexicana. Por eso mismo, parece oportuno, antes de concluir este examen, 
                el repaso de aquella zona de su obra que se compromete más 
                deliberadamente con las letras, la que pertenece a su período 
                estridentista. La Malhora es el más acabado ejemplo de esa etapa 
                que coincide -cronológica, estéticamente -con el 
                así llamado movimiento estridentista que capitaneaba 
                hacia 1920 el poeta Manuel Maples Arce. Simultáneo de esa 
                efervescencia de ismos de la vanguardia europea, a la zaga 
                de Dada y del Futurismo, también México tuvo su 
                ultraísmo -tal vez más efímero aunque no 
                menos alborotador que el español o el rioplatense. Aunque 
                Mariano Azuela no integró la plana de estridentistas (pertenecía, 
                por otra parte, a una generación anterior), derivó 
                ocasionalmente hacia ellos en un intento de apuntar su creación 
                hacia la minoría literaria. El experimento 
                demoró poco y el propio Azuela habría de desechar 
                casi toda la obra del período, habría de publicar 
                una versión menos hermética de La luciérnaga, 
                habría de volver a su verdadero ámbito y a su verdadero 
                público. De todos modos ahí está La malhora 
                para documentar su ensayo estridentista en un momento en que la 
                literatura parecía entregada al laboratorio (6). Esta novela cuenta la destrucción de una prostituta, una 
                brumosa venganza, varios crímenes. La historia, que se 
                desarrolla en los barrios bajos de México, es folletín 
                y lo único que hoy puede interesar es el tratamiento deliberadamente 
                literario. Ya se sabe que hacia 1930 Valéry Larbaud la 
                reputaba como superior a cuanto había escrito su autor 
                (Los de abajo incluídos). La fecha de su elección 
                justifica el error. En 1930 una novelita experimental pudo parecer 
                superior a un testimonio político. Hoy, La malhora 
                tiene el mérito, involuntario, de documentar una actitud 
                y un período literarios. Como creación estilística 
                se propone destruir el fundamento lógico del lenguaje y 
                substituirlo por uno puramente afectivo. Con técnica expresionista, 
                con abuso del monólogo interior, Azuela revela una tragedia 
                suburbana sin misterio; la elaboración formal acentúa 
                (o denuncia) la pobreza del material. Lo que 
                en Joyce o en Virginia Woolf era no sólo estilo sino profunda 
                investigación en almas y en vivencias, en Azuela parecía 
                torpe ejercicio lingüístico. Sus personajes de dos 
                dimensiones no resistían el tratamiento intenso, la inquisición 
                pretendidamente rigurosa. Por otra parte, el abuso del mexicanismo 
                volvía más impracticable una prosa en la que, como 
                restos de una distinta actitud literaria (más auténtica), 
                sobrenadaban períodos folletinescos, frases irredimibles 
                (7). El fracaso de La malhora es aleccionador. Aliviado después 
                de esta etapa de sus propósitos esteticistas, Azuela pudo 
                volver a lo que era su mundo: la crónica realista, el escorzo 
                satírico, el testimonio y la denuncia. En esa zona de la 
                literatura se encuentra su lugar; allí ha de permanecer 
                como un escritor valioso, como un testigo insustituible. Una vez más parece necesario referirse a los otros novelistas 
                de la Revolución Mexicana. Azuela se aparta de ellos no 
                sólo por la naturaleza de su testimonio (como se ha visto); 
                se aparta también por la índole literaria del mismo. 
                En los mejores autores -en Martín Luis Guzmán, en 
                López y Fuentes, en Rafael Núñez, en Magdaleno- 
                hay, por encima del contenido testimonial, un esfuerzo consciente 
                de elaboración narrativa. Sus obras son documentos pero 
                son, también, creaciones. Es ejemplar en este sentido un 
                libro como El águila y la serpiente. Allí 
                Guzmán cuenta -con exactitud de nombres propios y de fechas- 
                lo que vio durante la Revolución y, sin embargo, la obra 
                parece novela. Es novela por la recreación a que han sido 
                sometidos los materiales -elaboración narrativa, no imaginativa, 
                aclaro-; es novela por la intensidad y tono de la narración. 
                Y lo que se dice de El águila y la serpiente podría 
                decirse también de las Memorias de Pancho Villa 
                del mismo Guzmán. Historia y novela son aquí inseparables 
                porque los hechos reales están dados con la fuerza y verdad 
                de una creación novelesca y es esto lo que -en última 
                instancia- debe determinar literariamente su naturaleza. Que hayan 
                sucedido o no en la caótica realidad es asunto secundario. Con la luminosa excepción de Los de abajo, Mariano 
                Azuela no consiguió alcanzar esa felicidad narrativa. De 
                aquí la aparente paradoja con que conviene cerrar este 
                examen. Azuela, el fundador de la novela de la Revolución 
                Mexicana, el más famoso de sus cultores, el que con su 
                nombre parece representar esa tendencia, es (tal vez) el menos 
                dotado novelísticamente. Es el que está más 
                cerca del material primario, del hecho efímero y crudo 
                y no de la materia imperecedera del arte." 1. Jesús Silva Herzog: 
                Un ensayo sobre la Revolución Mexicana, México. 
                Cuadernos Americanos, 1946, p. 21. Puede consultarse, también, 
                del mismo autor: Meditaciones sobre México, Ensayos 
                y notas, México, Cuadernos Americanos, 1948.(Volver) 2. Silva Herzog, ob. cit., 
                p. 30.)(Volver) 3. Cf. Arturo Torres Ríoseco: 
                La novela de la tierra, en Atenea, Año XVI, 
                Tomo LVI, Nº 167, Universidad de Concepción, 
                mayo de 1939. En las páginas 189-190 hay una breve biografía 
                de Azuela, a quien Torres Ríoseco conoció personalmente. 
                Es el estudio más completo que conozco sobre el novelista 
                mexicano.(Volver) 4. Francisco Monterde: La etapa 
                de hermetismo, en la obra del Dr. Mariano Azuela, en Cuadernos 
                Americanos, Año XI, Nº 3, México, mayo-junio 
                1952, pp. 286-88.(Volver) 5. Cf. J. M. González de 
                Mendoza: Mariano Azuela y lo mexicano, en Cuadernos 
                Americanos, Ano XI, Nº 3, México, mayo-junio 1952, 
                pp. 282-85. Su punto de vista difiere del expuesto en este trabajo.(Volver) 6. Cf. Germán List Arzubide: 
                El nacimiento estridentista, Jalapa, Ediciones de Horizonte. 
                1927. En este curioso ensayo, redactado por uno de los participantes 
                del movimiento, se exponen sus propósitos y se demuestran 
                (involuntariamente) sus limitaciones.(Volver) 7. Sin propósito de examen 
                estilístico copio algunas: Extraña obsesión, 
                anhelo impreciso, necesidad inconsciente quizás de un toque 
                de luz viva... (pág. 9); El mismo brillo metálico 
                del agua en el asfalto parecía esclerótica de agonizante 
                (pág. 10); En la esquina obscura discutieron ampliamente 
                el caso bueno. Porque sus abismos se miraron y entraron en conjunción 
                (pág. 26). Cito por la primera edición: México, 
                Imprenta y encuadernación de Rosendo Terrazas, 1928, 
                72 pp. (Volver) |