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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Estructura y estilo de Soledad de Eduardo Acevedo Díaz.
En: Número, nº 26, marzo 1955
p. 73-84.

I
El tema y los personajes

"Soledad (1894) desarrolla dos conflictos simultáneamente: el del amor-pasión entre la protagonista y Pablo Luna ("crecimiento inexorable del amor", dice Omar Prego Gadea); el de un odio, también inexorable, entre Pablo Luna y don Brígido Montiel, el estanciero y padre de Soledad. Ambas pasiones tienen origen diverso. Soledad distingue pronto a Luna entre los hombres que la Rodean y celan. Él pasa, indiferente sólo en apariencia, provocativo en su silencio y en la esquivez de su mirada; no la elude pero tampoco la acecha. Hace valer así su estampa, inusitada en el pago, de varón melancólico y hermoso. En Soledad nace el deseo por comparación y contraste entre este hombre y los que la procuran, en particular el prometido que le ha buscado su padre, el viejo (para ella) Manduca Pintos. En cuanto a Montiel, se opone a Luna por considerarlo (tal vez con razón que el autor no fundamenta) como un matrero, como un ser parásito que carnea sus animales y elude el trabajo honrado. La circunstancia (no casual) de ser Soledad hija de don Brígido, contribuye a acentuar el antagonismo entre ambos hombres, agrava una situación insostenible, provoca la crisis. Soledad se convierte en el motivo más inmediato (aunque no el único, como creen apresurados lectores) del odio entre su padre y su amante.

El primero de los temas de esta novela (el erótico) ha sido suficientemente glosado por la crítica (1). Insisto ahora en el segundo, en la oposición Luna-Montiel. Un planteo psicológico suele ver en el desarrollo de este tema la prueba del carácter resentido de Pablo Luna. Repaso de hechos: Atraído por Soledad, Luna se dirige a la estancia a solicitar trabajo en el momento de la esquila, lo obtiene del capataz (aunque con la advertencia de que no se deje ver del dueño); don Brígido lo ve y lo echa con insultos; Pablo se va, visiblemente agraviado pero sin rebelarse (capítulo IX); esa misma noche se encuentra con Soledad en una loma; don Brígido los descubre insulta y pega a Pablo, quien no se defiende; el incidente no se agrava por la decidida intervención de Soledad (capítulo X); durante todo el resto de la noche y el día siguientes Luna masculla y sufre su agravio, hasta que se dibuja en él la forma de la venganza : el incendio (capítulo XI).

Uno de sus críticos ha llegado a hablar del carácter eminentemente exótico de Luna, de su ajenidad al mundo gauchesco y en particular a la psicología del gaucho cantor (o gaucho-trova, como lo llama Acevedo Díaz). "La mayoría de cantores y payadores eran hombres abiertos, francos, sociables, valerosos. Pablo Luna representa el otro hemisferio de esta fauna lírica: el tímido, el resentido, el andrógino, el esquizofrénico." Tal vez sea cierta la afirmación de que Luna no es un gaucho cantor típico. Pero parece evidente que el crítico exagera su atipicidad. Los rasgos de coquetería de Luna le parecen demasiado femeninos y llega a hablar de homosexualidad (2).

Parece posible una interpretación menos extremista. La rivalidad de Luna y Montiel tiene una causa más honda que la mera oposición de caracteres: es de naturaleza social. Es la lucha entre un, individuo (don Brígido) que tiene su lugar en la sociedad, que lo cuida y lo defiende, y un ser asocial (Pablo), deliberadamente vuelto hacia la naturaleza y la soledad, huraño, incomunicado. Este ser, si se le acosa, puede llegar a cometer actos antisociales. La cualidad general o abstracta de ser asocial de Pablo Luna aparece expuesta por el autor desde el comienzo de la novela. Pablo es (o parece ser) huérfano; vive solo; a pesar de su gusto por la guitarra, rehuye la sociabilidad de los peones y se hunde en la naturaleza, satisfecho de acordar su canto al no aprendido de las aves (como diría Garcilaso); es un ensimismado, que sólo rompe su aislamiento (en contadas, bruscas, ocasiones) si algún ser acosado o en peligro lo necesita, pero que de inmediato vuelve a desaparecer, a hundirse en el monte hospitalario.

Soledad despierta en él un impulso de sociabilidad; le hace volver al contacto humano, buscar la manera de ingresar -por el trabajo, en la esquila- en el orden social. Al ser rechazado brutalmente por don Brígido, su naturaleza asocial reacciona también brutalmente. Enfrentado a la sociedad, acaba por violar todas sus normas: conquista a Soledad, incendia la estancia provocando así la muerte de don Brígido, mata a Manduca Pintos, se hunde en la noche de la selva, con la mujer que ha raptado.

Queda el problema de su coquetería. Repasada la morosa descripción de Acevedo Díaz (el cuidado en el vestir, la guedeja de pelo sobre el ojo, "gracioso celaje" que tal vez servía para ocultar un párpado caído, la cintura estrecha, como "de mujer", la oreja "tan chica como el reborde de un caracol rosado") no se encuentra en ella nada que pueda denunciar un elemento andrógino y (menos aún) homosexual. Luna se cuida como el macho de las especies ostenta sus atributos más brillantes, sus colores más lucientes. Hay en su coquetería rasgos eminentemente sensuales pero de virilidad y hasta de agresividad viril. Por otra parte, y según apuntó ya otro crítico, rasgos equivalentes (rizos blondos, ojos pardos, boca de cereza, "carita de hembra pelirrubia") ostenta Ismael Velarde, sobre cuya virilidad nadie puede echar sombras. (El autor llega a calificarlo de: "gauchito de boca de clavel" (3).)

No es falta de virilidad lo que moviliza la venganza de Luna; es su actitud asocial, que Acevedo Díaz ha presentado (sin declararla) con sumo cuidado desde el comienzo del libro. Pero ésta es una sola cara de la composición de su novela (la social); desde otro punto de vista es posible acceder mejor a su verdadera creación novelesca.

II
La estructura narrativa

El tema (simple, concentrado, breve) no toleraba la dimensión narrativa mayor: la de sus novelas históricas. Al autor le bastó la dimensión intermedia de nouvelle, que soporta la variedad dentro de la única intriga, el desarrollo pausado de algún episodio (en este caso: el incendio final), al tiempo que permite una gran rapidez y la exigente integración de cada uno de sus elementos, en un mecanismo único, tenso. Acevedo Díaz desarrolló su tema en forma lineal. El planteo de la relación amorosa (capítulo V) es precedido por cuatro capítulos destinados a la presentación, misteriosa, de Luna (I-III) y de don Brígido Montiel y su hija Soledad (IV). En el mismo capítulo V se indica la preexistencia de una oposición entre don Brígido y Luna ("don Brígido le tenía mucha inquina a Pablo, porque, según él, vivía de sus ovejas y de sus vaquillonas, sin que nunca hubiese podido sorprenderlo en una carneada"). La doble situación progresa, alternativamente, hasta el capítulo X (verdadero eje narrativo de la obra) en que Soledad se entrega a Luna y don Brígido lo golpea. El desenlace resuelve simultáneamente los dos conflictos.

La intriga progresa sin complejidades, sin desarrollos laterales, sin saltos al pasado. Es cierto que hay racconti pero ellos no están en función de la intriga (como ocurre en Ismael, 1888) sino que sirven para ilustrar la naturaleza de los personajes. Así, por ejemplo, en los capítulos II y V se cuentan hazañas anteriores de Pablo Luna (la identificación en la noche de una res gorda, la intervención a favor de un matrero acosado, la salvación de otro que se ahogaba en las aguas de un arroyo crecido); ellas permiten reconocer su valentía, documentan su conocimiento del campo, completan rasgos de su carácter y (por la manera de ser comunicadas indirectamente al lector) no disminuyen el aura de misterio que con tanta cautela ha levantado Acevedo Díaz para envolver a su personaje. Del mismo modo, otros personajes son revelados por el racconto: Rudecinda, la Bruja, en el capítulo III; las relaciones de Soledad con Manduca Pintos y con los peones, en el capítulo VI.

Ni siquiera se atenúa esa estructura lineal al final de la nouvelle. Al estudiar la famosa escena del incendio, uno de sus críticos ha hablado de simultaneísmo y ha escrito que para aliviar la monotonía de una descripción que abarca seis capítulos (XII-XVII) "Acevedo Díaz recurre al procedimiento estilístico de irlo enfocando sucesivamente desde cada uno de los personajes": en los capítulos XII y XIII el punto de vista asumido es el del incendiario, Pablo Luna; en el XIV se pasa a Soledad; le corresponde el XV a don Brígido Montiel; el XVI a Manduca Pintos; la serie se cierra, en el XVII, con Pablo Luna otra vez. Sin embargo y contra lo que sugiere la cita, el incendio no se cuenta, entero, cuatro (o cinco) veces. El autor aprovecha los cuatro puntos de vista posibles para mostrar las etapas del crecimiento de la inmensa conflagración. Se trata, en realidad, de un procedimiento esencialmente sucesivo y el mismo crítico ha dejado deslizar el adverbio "sucesivamente" en el párrafo arriba citado. Cada cambio del punto de vista, podría insistirse, no vuelve la acción hacia atrás sino que la toma en una etapa más avanzada de su desarrollo.

III
El punto de vista

Cuando Acevedo Díaz cuenta el incendio asumiendo sucesivamente el punto de vista de cada uno de sus personajes está utilizando una técnica tan antigua e ilustre como la Ilíada: no de otro modo expone Homero sus batallas, eligiendo en cada caso el punto de vista más privilegiado (o el más oportuno, dramáticamente). No es necesario que ese punto de vista coincida con el de un personaje determinado (en el capítulo XVII más que el de Pablo Luna es el del autor el asumido); tampoco es necesario que sea el de un observador especial, un testigo que el autor interpola visiblemente en la obra para acentuar el punto de vista (como ocurre casi siempre en Henry James, estricto coetáneo de Acevedo Díaz y a quien éste no conoció). El punto de vista narrativo suele corresponder al de un ser impersonal y privilegiado, el autor. Como Dios de sus creaturas, puede mostrarlas en su apariencia externa y en su esencia.

En Soledad Acevedo Díaz no abusa de su privilegio, y de aquí la falsa impresión de que asume el punto de vista de un observador imparcial. Todos los personajes son vistos desde fuera y por dentro, según las conveniencias narrativas. Bastaría para probarlo la secuencia (capítulos V-VII) en que Acevedo Díaz registra detenidamente el impacto de Luna en Soledad. Sin embargo, frente a uno de sus personajes, el autor asume (casi siempre) la actitud de observador impersonal: en la presentación de Pablo Luna se esmera en mostrarlo desde fuera y, también, desde lejos. Ya ha sido observado por Prego Gadea este procedimiento, aunque no parece superfluo caracterizado con mayor precisión. El capítulo I abunda en expresiones como "según era fama", "cuando de él se hablaba", "decíase", "añadíase", "a juzgar por la pinta", "solía vérsele pasar", "habíase observado", "se conocía". Todas ellas tienden a presentar a Luna de fuera, a los ojos de un observador (o de varios). En realidad, obedecen a la voluntad de presentar a Luna como lo verían en el pago, con lo que se obtiene una doble caracterización por contraste y se preserva (por el momento) el misterio de su psicología.

Incluso cuando el autor debe ahondar más en el personaje o comunicar una acción que nadie pudo ver (capítulo III, con la muerte de la Bruja y el combate de Luna con los perros cimarrones), prefiere mantener el punto de vista externo y ofrecer las acciones del personaje. La escasa visión interior limita voluntariamente su alcance por medio de fórmulas dubitativas. El autor quiere mostrar que Luna es hijo de la Bruja, pero no quiere decirlo. Explica entonces su dolor y su llanto con expresiones de clara ambigüedad, como si el misterio se revelase en forma incompleta.

Hay, sin embargo, excepciones a este procedimiento y éstas empiezan a abundar a medida que la nouvelle avanza hacia su culminación y el misterio va iluminándose. Es ejemplar, en este sentido, todo el capítulo XVII en que Acevedo Díaz no sólo muestra el incendio de los campos de Montiel sino que expone el que arde en el interior de Pablo Luna. (El símil está declarado por el mismo autor). En esta segunda actitud explicativa, Acevedo Díaz llega a cometer errores, casi imperdonables: mostrar por dentro al personaje con un lenguaje absolutamente ajeno a su psicología. En el capítulo XII escribe: "Pablo no apuró su cabalgadura. Mantuvo la marcha al trote, largo rato, sin tropiezo, confiado en el mutismo de los campos y en la obra del misterio." Mutismo de los campos, obra del misterio; lenguaje abstracto que resulta completamente inadecuado para expresar lo que realmente podía sentir el gaucho-trova.

Pero dejando de lado este ejemplo, y considerándolo sólo como desliz narrativo, ¿cómo explicar el cambio radical en el punto de vista narrativo de Acevedo Díaz entre el primer capítulo (visión externa y ajena de Luna) y el último (visión interior)? Hasta cierto punto, está determinado por el mismo desarrollo de la intriga. A medida que Luna es obligado a actuar (primero rondando a Soledad, más tarde enfrentándose a don Brígido), se va revelando su naturaleza profunda. Los límites de su ser social se reconocen; su resentimiento asume proporciones antisociales, a la vez que se desnuda el deseo despertado por Soledad. Su misterio se evapora en pare. La iluminación interior de sus actos es mayor y cuando ocurre la crisis (el castigo recibido por mano de don Brígido) el autor está obligado a mostrar a Luna desde dentro.

Sin embargo, no ha abolido por completo el misterio. Hay siempre una sombra que envuelve el gaucho-trova, un aura que Acevedo Díaz preserva hasta la última frase ("hundiéndose por grados en los lugares selváticos como en una noche eterna de soledad y misterio") y esto no sólo porque el misterio es inherente al personaje de Luna sino porque toda la nouvelle descansa en el Misterio y su estructura y su estilo narrativos están determinados por él.

IV
La Estructura Poética

La semejanza entre el tema erótico de Soledad y el de Ismael ya ha sido señalada por la crítica. Hay también en Ismael una pasión (Felisa e Ismael) contrariada por un antagonismo (Ismael y Almagro); hay una intensificación del antagonismo por la presión del motivo erótico. El desarrollo de la pasión amorosa es muy semejante. También Ismael provoca a Felisa con su silencio y su esquivez; también es parco de palabras en la lid amorosa y generoso de gestos que compensan con creces el laconismo (4); también se enciende entre ellos el deseo con ímpetu genésico incontenible.

Hay detalles menores que acentúan la semejanza. Ismael es huérfano y cantor; tiene una belleza viril en la que no faltan rasgos de delicadeza femenina que sirven para subrayarla; la sazón erótica de Felisa es dada por comparación con el fruto del país, incitante, fuerte. Pero hay, es claro, notorias diferencias. Las anecdóticas son de menor importancia: Almagro no es el padre sino el primo de Felisa y la cela para él (en realidad, suma la condición de Manduca Pintos a la de don Brígido); Ismael no es un ser asocial; el desenlace es muy distinto.

A estos accidentes se suman diferencias profundas, determinadas por la índole misma de ambas obras. El antagonismo de Ismael y Almagro se proyecta contra un marco bélico y nacional: Ismael es criollo y lucha en las fuerzas de Artigas, Almagro es español. El autor los enfrenta en la batalla de Las Piedras, culminación de la novela: En Soledad la anécdota erótica no es parte de otro orden mayor; sino su mismo centro.

Donde se advierte mejor esta diferencia de naturaleza es en la actitud poética de Acevedo Díaz. En Ismael los personajes están presentados en su doble condición de individualidades y de arquetipos. Baste la consideración, sumaria, del capítulo VII. La entrada de Ismael en el monte donde se ocultan los matreros está presentada, sucesiva y a veces simultáneamente, desde dos puntos de vista: narrativo (Ismael huye y se interna en el monte), histórico-sociológico (un gaucho huye y se interna en un monte). Otro ejemplo notable (y también válido ahora porque encuentra su equivalente en Soledad) es el del capítulo XIX en que Ismael posee a Felisa. Está contado sin regodeos sensuales, pero con la misma doble visión narrativa y sociológica. Parece el apareamiento de dos animales, hermosos y simbólicos. Acevedo Díaz, novelista, no puede refrenar al sociólogo positivista y se deja decir: "El gaucho vigoroso que domaba potros, era en aquel instante lo que el clima y la soledad lo habían hecho: un instinto en carnadura ardiente, una naturaleza llena de sensualismos irresistibles y arranque grosero." A la óptica intimista y a la vez objetiva del creador narrativo se sustituye en pasajes semejantes la visión del sociólogo que delinea lo típico, habla de la ley de la evolución, de las fuerzas de la naturaleza y del clima (id. est.: del medio), la voz de la raza, la presión de la historia, etc.(5).

En Soledad no hay sociología ni hay historia; tampoco hay arquetipos. En la escena del encuentro de los amantes nada se explica: todo se presenta. La asociación animal está viva en el lector por alusiones que desliza el autor y que actualizan un episodio previo (capítulo VII) en que Soledad asiste a un espectáculo habitual en su mundo (el padrillo cubriendo a una yegua) y por primera vez alcanza su significado sensual general. Acevedo Díaz ha abandonado el método sociológico que da naturaleza narrativa híbrida a Ismael. Su concepción de Soledad es estrictamente poética.

La naturaleza misma de ambas obras explica la diferencia de procedimiento. Ismael es una novela histórica, doblada de un ensayo sociológico. Soledad es ficción pura (el autor la subtitula: Tradición del pago). Su misma condición novelesca está acentuada por la indiferente localización temporal, por su indeterminación espacial. Se puede suponer que ocurre en algún lugar cercano a la frontera con el Brasil (algunas voces, el personaje de Manduca Pintos) y se la puede ubicar en una pausa de las guerras civiles (no hay la menor alusión bélica). Pero su misma indeterminación justificaría proyectarla más hacia el pasado aún, hasta los orígenes mismos, en el seno misterioso de la tradición.

Si Acevedo Díaz (tan sensible para lo histórico, tan minucioso en su determinación espacio-temporal) nada dice es porque nada quiere decir; porque desea que su tradición se mueva en un marco indeterminado, rico en sugestión.

Poema en prosa ha dicho uno de sus mejores críticos (tal vez el mejor de sus sentidores) (6). Toda la novela está atravesada internamente, por un sistema de alusiones poéticas que empapan todos sus elementos. Ellas constituyen su estructura poética, no visible pero sí actuante. Sin ánimo de agotar el tema pueden indicarse sus líneas más firmes. El título mismo, con su ambivalencia, está revelando la intención del autor. Soledad es el nombre de la protagonista; es también la condición en que ella se encuentra ("Recién se apercibió que a su alrededor había como un vacío, y que la soledad no lo llevaba en el nombre sino dentro de sí misma", dice en el capítulo VII, cuando medita sobre Luna). Es asimismo la condición de Luna, solitario por excelencia. El desarrollo mismo de la intriga no lleva a Luna y a Soledad a abolir su condición de solitarios y a ingresar en un orden social, colectivo; los lleva a huir del mundo, a compartir más íntima y estrechamente esa soledad selvática en que el autor los hunde al término de la nouvelle.

Pero hay otros elementos que apuntalan la estructura poética de la obra. Uno de los más notorios es el paralelismo de temas o motivos, lo que podría calificarse de las grandes metáforas narrativas. (No me refiero a las metáforas poéticas que la novela toma de la épica y que son también posibles en un poema lírico; sino a esa otra relación que se establece entre dos partes de una misma narración, explícita o implícitamente, por la semejanza de motivos o situaciones y que permiten al autor ahondar el significado de cada una.) La más evidente en Soledad es la metáfora, ya aludida, del encuentro nocturno de la protagonista y Luna con el apareamiento anterior de los animales. La manera de traer a la conciencia del lector este episodio es sumamente eficaz. En el diálogo desliza Acevedo Díaz palabras (cariñosas en su rudeza) que llevan connotaciones animales: °Parejito que a bagual", dice Luna cuando Soledad tendida en el suelo, le tira al rostro un puñado de gramilla; Ojizaino, le murmura ella, apartando de su rostro el bucle que cubre uno de los ojos. Pero no sólo el diálogo, la narración misma va potencializando de una animalidad discreta, el juego de los amantes. Cuando se están mirando y no han empezado todavía las caricias, rompe el silencio de la noche "el relincho aislado de los potros en el valle"; cuando Pablo ya la está acariciando y besando, el autor anota: "Después la ciñó con sus brazos de la cintura, resollante, la atrajo hacia sí, impetuoso y la tuvo estrechada largos momentos hasta hacerla quejarse." La descripción del apareamiento animal (en el capítulo VII) insiste en las mismas notas aunque, es claro, da la situación con una fuerza y concisión que hubiera resultado grosera en el segundo caso.

Otros ejemplos podrían estudiarse: la relación casi erótica entre la guitarra y Luna, enfatizada desde las primeras páginas de la nouvelle, va cediendo paso a la de Luna con Soledad; en el último párrafo, ambas aparecen íntimamente ligadas al gaucho-trova ("a grupas llevaba la guitarra -confidenta amada de sus dolores- y en brazos una hermosa -último ensueño de su vida"). O, también, el paralelismo (ya relevado) entre el incendio del campo y el incendio que devora íntimamente al personaje (capítulo XVII). Pero hay un tema más importante y que constituye, sin duda, la clave poética de la obra: la Bruja.

El autor la presenta en un racconto (capítulo III) : se llamaba Rudecinda, había tenido un hijo (que la abandona, "acosado por la miseria y por las persecuciones injustas de la autoridad"), era curandera y Manduca Pintos la expulsa de su estancia; va a vivir al campo de don Brígido, en lo espeso del monte; allí disputa una noche una oveja muerta a los perros cimarrones y es destrozada por ellos. Pablo Luna llega a tiempo para vengarla, para reconocerla como su madre. (Aunque el autor lo insinúa no lo dice hasta el fin.) Pero el entierro de la Bruja y la matanza de los perros cimarrones no expían el crimen. Sobre toda la novela se cierne la figura del cadáver de la Bruja, custodiado por un ñacurutú. A veces la acción pasa cerca de donde aquél se halla; otras, se desliza en el diálogo (incluso en el encuentro nocturno de los amantes). A medida que la novela llega a su clímax, la figura de la Bruja está más presente. Cuando Pablo traga su afrenta y medita la venganza (capítulo XI) se cruza en sus sueños "un fantasma sangriento enseñando anchas heridas a través de sus harapos; fantasma que huía perseguido por una banda de perros famélicos, veloces monstruosos de erizados pelos y agudos colmillos." En el delirio de su resentimiento, Luna habla incoherencias con la sombra de la Bruja. Toda la venganza está presidida por su fantasma. En el último capítulo, cuando ya el incendio está desatado, ha muerto don Brígido y Manduca Pintos trata de salvarse con Soledad, la fuga se hace por el Barranco de la Bruja. Allí Manduca abandona a Soledad (el caballo no puede aguantar el peso de ambos); allí, en el instante de la huída, oye una voz "más semejante al roncar de un tigre que a un acento humano" y cree, desvariando, que es la voz de la Bruja. Es Pablo Luna que viene a salvar a Soledad y a matar a Manduca. Viene también a vengar a la Bruja. Ante los restos de la Bruja inmola a Manduca Pintos.

Porque hay una historia no advertida dentro de esta ficción. Manduca Pintos era causante de la primera expulsión de la Bruja, la que la arroja al monte, en compañía de los perros cimarrones (capítulo III); había sido, además, maldecido por la Bruja, que se le cruza en el camino, horrible y arrojándole un puñado de hierbas, para hundirse de inmediato entre las breñas. Debajo de la trama visible de Soledad (la pasión de los jóvenes, al antagonismo de los hombres) se cuenta una historia fantástica de horror y superstición. Esa historia está presidida por la Bruja, como momia y como sombra, y agrega a la dimensión poética de la nouvelle una perspectiva fantástica.

El Misterio aparece entonces como una condición no sólo inherente a la psicología de Pablo Luna sino a la misma obra, en cuya concepción circula ese romanticismo vigoroso del autor que un arte realista cada vez más disciplinado no ha conseguido abolir.

V
El Estilo del Lenguaje

Disciplina es precisamente la palabra que mejor define la cualidad estilística última de Soledad. Ya se ha mostrado la disciplina en la doble estructura de la nouvelle. Cabe examinar ahora la disciplina de su estilo en el lenguaje. No hay; como en Ismael, una escisión entre el estilo del narrador y el estilo del sociólogo. Hay un solo estilo: narrativo, poético. Pero ese mismo estilo no es coherente. En la narración pura es (casi siempre) de primer orden. En la descripción es desigual, capaz de grandes aciertos y capaz, también, de vulgaridades. Hay una voluntad de estilo que recorre toda la nouvelle. Esa voluntad se manifiesta en la sobriedad de la caracterización y en la intensidad de la presentación. Como el tema mismo, el estilo de exposición es simple, pero vigoroso. Su intensidad reconoce tensiones y distensiones; todo se organiza hacia el clímax del incendio.

Hay pasajes justamente famosos: la muerte de la Bruja; el encuentro nocturno de los amantes; el implacable desarrollo del incendio. Pero es en este último episodio (que ocupa los capítulos XII a XVII) en donde se pueden estudiar mejor las características del estilo de Acevedo Díaz. Dos grandes influencias luchan en su lenguaje: la grandilocuencia, de raíz oratoria; las asociaciones vulgares, de origen periodístico. En la descripción del incendio ambas deslucen pasajes de gran valor. Aparecen donde no deben, llenan con sus acentos huecos o con su tonalidad incolora un espacio que debía ocupar la creación verbal.

Baste (a título de ejemplo) el examen del capítulo XVII. Se abre con la figura de Pablo Luna internándose en dirección del Barranco de la Bruja, donde encontrará a Manduca Pintos. Acevedo Díaz dice que "llevaba en su cabeza una tormenta", y subraya la semejanza entre el incendio exterior y su conflagración interna. Todo el análisis psicológico a que se entrega abunda en clisés verbales ("agolpábanse a su cerebro impetuosas algunas ideas nobles, fugaces relámpagos de sus pasiones férvidas tan puras y sencillas cuando eran de toscamente virginales") en que la cuota de creación, en que la tensión estilística, se ven sustituidas por la asociación resabida o por la connotación indiferente.

En cambio la narración -todo lo que es suceso y acción- está presentada por Acevedo Díaz con un ardimiento que no excluye (ocasionalmente) la brusca iluminación poética. La transición entre lo que es expresión del conflicto interno de Luna y conflagración externa está marcada por una frase que participa por igual de la torpeza y la felicidad: "El alazán volaba por el sendero con el hocico levantado y el ojo despavorido. Y cuando pasó los cascos casi encima de las llamas iluminándose hasta en su último detalle caballo y jinete, el centauro de fuego redobló sus rugidos. La carrera se convirtió en vértigo." Los elementos de observación directa (hocico levantado, ojo despavorido) se mezclan con los de la fantasía literaria (el centauro de fuego, los rugidos, el vértigo) para determinar esa nueva textura lingüística que define mejor que nada la naturaleza de esta tradición, fronteriza entre el realismo y la literatura fantástica.

Todo el resto del capítulo desarrolla, sintéticamente, la apoteosis del incendio y el asesinato de Manduca Pintos. La descripción de este último acto da también, la medida de este estilo: Pablo apuñalea a Manduca en el cuello. "Bañado por un chorro caliente que brotó como de un surtidor recio y espumante, Pablo se puso el acero en la boca, y a dos manos sacudió y derrumbó al ganadero en el horno espantoso de las breñas. El cuerpo macizo de Pintos cayó de cabeza en la cuenca hecha ascuas y en ellas se sepultó casi por entero, apartando las llamas un instante como al soplo de un fuelle; pero éstas pronto cerraron círculo, se agrandaron y confundieron en una sus lenguas, acogiendo al nuevo combustible con una salve de lúgubres crepitaciones."

Con la última acción (la fuga de Pablo con Soledad en brazos) la narración realista y su contenido de símbolo poético aparecen expresadas visiblemente por el autor. Es como la llave puesta al final de libro, la llave que permite leer a Soledad como lo que es: una ficción poética, no una historia. "Detrás dejaba un horizonte rojo y montes de pavesas; por delante se abría el desierto vestido a esa hora de luto y se alzaban como mudos gigantes las moles de los cerros. Y cuando ya lejos de la dense humareda pudo ostentarse diáfano el cielo, alumbraron sus pálidas estrellas al jinete que a grupas llevaba la guitarra -confidenta amada de sus dolores- y en brazos una hermosa -último ensueño de su vida-, adusto, altanero, hundiéndose por grados en los lugares selváticos como en una noche eterna de soledad y misterio."

La realidad (Pablo Luna que se hunde con la mujer y la guitarra en el monte) resulta transfigurada por la visión poética. Adusto, altanero, solitario, con la confidenta de sus dolores, con el último ensueño de su vida, un jinete se hunde bajo la luz de las pálidas estrellas en la noche eterna, hecha de soledad y de misterio. Es posible que el lenguaje falle (hay, sin duda, demasiada palabra prestigiosa, demasiada voz manoseada) pero no falla la visión narrativa: no falla, y esto es lo que importa, la comunicación de un ser y un destino que el autor quiso arrancar de los moldes reales y fijarlo, para siempre, en la creación poética."

EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL.

1. Cf. Omar Prego Gadea : El arte narrativo de Acevedo Díaz en "Soledad", in Marcha, Montevideo, octubre 22, 1954, Año XVI, Nº 742, pp. 14/16. Es excelente en este artículo el examen de las relaciones entre Soledad y Pablo Luna. Otros aspectos del mismo (el supuesto simultaneísmo, el punto de vista narrativo, el use de los racconti) son más discutibles y serán discutidos aquí.
2. Cf. Daniel D. Vidart: in El Día, suplemento dominical, Montevideo.
3. Cf. Omar Prego Gadea, Loc. cit.
4. Véase el acertado análisis de este rasgo del gaucho en Félix Schwartzmann: El sentimiento de lo humano en América, Ensayo de Antropología Filosófica, Santiago de Chile, Universidad de Chile, 1950, tomo 1, p. 286. El pensador chileno parte de un análisis del juego amoroso en Soledad, pero lo que dice se aplica asimismo a Ismael.
5. Cf. Emir Rodríguez Monegal: Acevedo Díaz novelista, La Composición de "Ismael", in Marcha, Montevideo, diciembre 31, 1953, Año XV, Nº 703, suplemento. El tema está desarrollado con detalle.
6. Cf. Francisco Espínola : Prólogo a Soledad y El combate de la tapera, Montevideo, Colección de Clásicos Uruguayos, Vol. 15, 1954. n. XIII.

 

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