|   | Estructura y estilo de Soledad de Eduardo Acevedo 
                Díaz. En: Número, nº 26, marzo 1955
 p. 73-84.
 IEl tema y los personajes
 "Soledad (1894) desarrolla dos conflictos simultáneamente: 
                el del amor-pasión entre la protagonista y Pablo Luna ("crecimiento 
                inexorable del amor", dice Omar Prego Gadea); el de un 
                odio, también inexorable, entre Pablo Luna y don Brígido 
                Montiel, el estanciero y padre de Soledad. Ambas pasiones tienen 
                origen diverso. Soledad distingue pronto a Luna entre los hombres 
                que la Rodean y celan. Él pasa, indiferente sólo 
                en apariencia, provocativo en su silencio y en la esquivez de 
                su mirada; no la elude pero tampoco la acecha. Hace valer así 
                su estampa, inusitada en el pago, de varón melancólico 
                y hermoso. En Soledad nace el deseo por comparación y contraste 
                entre este hombre y los que la procuran, en particular el prometido 
                que le ha buscado su padre, el viejo (para ella) Manduca Pintos. 
                En cuanto a Montiel, se opone a Luna por considerarlo (tal vez 
                con razón que el autor no fundamenta) como un matrero, 
                como un ser parásito que carnea sus animales y elude el 
                trabajo honrado. La circunstancia (no casual) de ser Soledad hija 
                de don Brígido, contribuye a acentuar el antagonismo entre 
                ambos hombres, agrava una situación insostenible, provoca 
                la crisis. Soledad se convierte en el motivo más inmediato 
                (aunque no el único, como creen apresurados lectores) del 
                odio entre su padre y su amante. El primero de los temas de esta novela (el erótico) ha 
                sido suficientemente glosado por la crítica (1). Insisto 
                ahora en el segundo, en la oposición Luna-Montiel. Un planteo 
                psicológico suele ver en el desarrollo de este tema la 
                prueba del carácter resentido de Pablo Luna. Repaso de 
                hechos: Atraído por Soledad, Luna se dirige a la estancia 
                a solicitar trabajo en el momento de la esquila, lo obtiene del 
                capataz (aunque con la advertencia de que no se deje ver del dueño); 
                don Brígido lo ve y lo echa con insultos; Pablo se va, 
                visiblemente agraviado pero sin rebelarse (capítulo IX); 
                esa misma noche se encuentra con Soledad en una loma; don Brígido 
                los descubre insulta y pega a Pablo, quien no se defiende; el 
                incidente no se agrava por la decidida intervención de 
                Soledad (capítulo X); durante todo el resto de la noche 
                y el día siguientes Luna masculla y sufre su agravio, hasta 
                que se dibuja en él la forma de la venganza : el incendio 
                (capítulo XI). Uno de sus críticos ha llegado a hablar del carácter 
                eminentemente exótico de Luna, de su ajenidad al mundo 
                gauchesco y en particular a la psicología del gaucho cantor 
                (o gaucho-trova, como lo llama Acevedo Díaz). "La 
                mayoría de cantores y payadores eran hombres abiertos, 
                francos, sociables, valerosos. Pablo Luna representa el otro hemisferio 
                de esta fauna lírica: el tímido, el resentido, el 
                andrógino, el esquizofrénico." Tal vez 
                sea cierta la afirmación de que Luna no es un gaucho cantor 
                típico. Pero parece evidente que el crítico exagera 
                su atipicidad. Los rasgos de coquetería de Luna le parecen 
                demasiado femeninos y llega a hablar de homosexualidad (2). Parece posible una interpretación menos extremista. La 
                rivalidad de Luna y Montiel tiene una causa más honda que 
                la mera oposición de caracteres: es de naturaleza social. 
                Es la lucha entre un, individuo (don Brígido) que tiene 
                su lugar en la sociedad, que lo cuida y lo defiende, y un ser 
                asocial (Pablo), deliberadamente vuelto hacia la naturaleza y 
                la soledad, huraño, incomunicado. Este ser, si se le acosa, 
                puede llegar a cometer actos antisociales. La cualidad general 
                o abstracta de ser asocial de Pablo Luna aparece expuesta por 
                el autor desde el comienzo de la novela. Pablo es (o parece ser) 
                huérfano; vive solo; a pesar de su gusto por la guitarra, 
                rehuye la sociabilidad de los peones y se hunde en la naturaleza, 
                satisfecho de acordar su canto al no aprendido de las aves (como 
                diría Garcilaso); es un ensimismado, que sólo rompe 
                su aislamiento (en contadas, bruscas, ocasiones) si algún 
                ser acosado o en peligro lo necesita, pero que de inmediato vuelve 
                a desaparecer, a hundirse en el monte hospitalario. Soledad despierta en él un impulso de sociabilidad; le 
                hace volver al contacto humano, buscar la manera de ingresar -por 
                el trabajo, en la esquila- en el orden social. Al ser rechazado 
                brutalmente por don Brígido, su naturaleza asocial reacciona 
                también brutalmente. Enfrentado a la sociedad, acaba por 
                violar todas sus normas: conquista a Soledad, incendia la estancia 
                provocando así la muerte de don Brígido, mata a 
                Manduca Pintos, se hunde en la noche de la selva, con la mujer 
                que ha raptado. Queda el problema de su coquetería. Repasada la morosa 
                descripción de Acevedo Díaz (el cuidado en el vestir, 
                la guedeja de pelo sobre el ojo, "gracioso celaje" 
                que tal vez servía para ocultar un párpado caído, 
                la cintura estrecha, como "de mujer", la oreja 
                "tan chica como el reborde de un caracol rosado") 
                no se encuentra en ella nada que pueda denunciar un elemento andrógino 
                y (menos aún) homosexual. Luna se cuida como el macho de 
                las especies ostenta sus atributos más brillantes, sus 
                colores más lucientes. Hay en su coquetería rasgos 
                eminentemente sensuales pero de virilidad y hasta de agresividad 
                viril. Por otra parte, y según apuntó ya otro crítico, 
                rasgos equivalentes (rizos blondos, ojos pardos, boca de cereza, 
                "carita de hembra pelirrubia") ostenta Ismael 
                Velarde, sobre cuya virilidad nadie puede echar sombras. (El autor 
                llega a calificarlo de: "gauchito de boca de clavel" 
                (3).) No es falta de virilidad lo que moviliza la venganza de Luna; 
                es su actitud asocial, que Acevedo Díaz ha presentado (sin 
                declararla) con sumo cuidado desde el comienzo del libro. Pero 
                ésta es una sola cara de la composición de su novela 
                (la social); desde otro punto de vista es posible acceder mejor 
                a su verdadera creación novelesca. II La estructura narrativa
 El tema (simple, concentrado, breve) no toleraba la dimensión 
                narrativa mayor: la de sus novelas históricas. Al autor 
                le bastó la dimensión intermedia de nouvelle, 
                que soporta la variedad dentro de la única intriga, el 
                desarrollo pausado de algún episodio (en este caso: el 
                incendio final), al tiempo que permite una gran rapidez y la exigente 
                integración de cada uno de sus elementos, en un mecanismo 
                único, tenso. Acevedo Díaz desarrolló su 
                tema en forma lineal. El planteo de la relación amorosa 
                (capítulo V) es precedido por cuatro capítulos destinados 
                a la presentación, misteriosa, de Luna (I-III) y de don 
                Brígido Montiel y su hija Soledad (IV). En el mismo capítulo 
                V se indica la preexistencia de una oposición entre don 
                Brígido y Luna ("don Brígido le tenía 
                mucha inquina a Pablo, porque, según él, vivía 
                de sus ovejas y de sus vaquillonas, sin que nunca hubiese podido 
                sorprenderlo en una carneada"). La doble situación 
                progresa, alternativamente, hasta el capítulo X (verdadero 
                eje narrativo de la obra) en que Soledad se entrega a Luna y don 
                Brígido lo golpea. El desenlace resuelve simultáneamente 
                los dos conflictos. La intriga progresa sin complejidades, sin desarrollos laterales, 
                sin saltos al pasado. Es cierto que hay racconti pero ellos no 
                están en función de la intriga (como ocurre en Ismael, 
                1888) sino que sirven para ilustrar la naturaleza de los personajes. 
                Así, por ejemplo, en los capítulos II y V se cuentan 
                hazañas anteriores de Pablo Luna (la identificación 
                en la noche de una res gorda, la intervención a favor de 
                un matrero acosado, la salvación de otro que se ahogaba 
                en las aguas de un arroyo crecido); ellas permiten reconocer su 
                valentía, documentan su conocimiento del campo, completan 
                rasgos de su carácter y (por la manera de ser comunicadas 
                indirectamente al lector) no disminuyen el aura de misterio que 
                con tanta cautela ha levantado Acevedo Díaz para envolver 
                a su personaje. Del mismo modo, otros personajes son revelados 
                por el racconto: Rudecinda, la Bruja, en el capítulo 
                III; las relaciones de Soledad con Manduca Pintos y con los peones, 
                en el capítulo VI.  Ni siquiera se atenúa esa estructura lineal al final de 
                la nouvelle. Al estudiar la famosa escena del incendio, uno de 
                sus críticos ha hablado de simultaneísmo 
                y ha escrito que para aliviar la monotonía de una descripción 
                que abarca seis capítulos (XII-XVII) "Acevedo Díaz 
                recurre al procedimiento estilístico de irlo enfocando 
                sucesivamente desde cada uno de los personajes": en los 
                capítulos XII y XIII el punto de vista asumido es el del 
                incendiario, Pablo Luna; en el XIV se pasa a Soledad; le corresponde 
                el XV a don Brígido Montiel; el XVI a Manduca Pintos; la 
                serie se cierra, en el XVII, con Pablo Luna otra vez. Sin embargo 
                y contra lo que sugiere la cita, el incendio no se cuenta, entero, 
                cuatro (o cinco) veces. El autor aprovecha los cuatro puntos de 
                vista posibles para mostrar las etapas del crecimiento de la inmensa 
                conflagración. Se trata, en realidad, de un procedimiento 
                esencialmente sucesivo y el mismo crítico ha dejado deslizar 
                el adverbio "sucesivamente" en el párrafo 
                arriba citado. Cada cambio del punto de vista, podría insistirse, 
                no vuelve la acción hacia atrás sino que la toma 
                en una etapa más avanzada de su desarrollo. IIIEl punto de vista
 Cuando Acevedo Díaz cuenta el incendio asumiendo sucesivamente 
                el punto de vista de cada uno de sus personajes está utilizando 
                una técnica tan antigua e ilustre como la Ilíada: 
                no de otro modo expone Homero sus batallas, eligiendo en cada 
                caso el punto de vista más privilegiado (o el más 
                oportuno, dramáticamente). No es necesario que ese punto 
                de vista coincida con el de un personaje determinado (en el capítulo 
                XVII más que el de Pablo Luna es el del autor el asumido); 
                tampoco es necesario que sea el de un observador especial, un 
                testigo que el autor interpola visiblemente en la obra para acentuar 
                el punto de vista (como ocurre casi siempre en Henry James, estricto 
                coetáneo de Acevedo Díaz y a quien éste no 
                conoció). El punto de vista narrativo suele corresponder 
                al de un ser impersonal y privilegiado, el autor. Como Dios de 
                sus creaturas, puede mostrarlas en su apariencia externa y en 
                su esencia. En Soledad Acevedo Díaz no abusa de su privilegio, 
                y de aquí la falsa impresión de que asume el punto 
                de vista de un observador imparcial. Todos los personajes son 
                vistos desde fuera y por dentro, según las conveniencias 
                narrativas. Bastaría para probarlo la secuencia (capítulos 
                V-VII) en que Acevedo Díaz registra detenidamente el impacto 
                de Luna en Soledad. Sin embargo, frente a uno de sus personajes, 
                el autor asume (casi siempre) la actitud de observador impersonal: 
                en la presentación de Pablo Luna se esmera en mostrarlo 
                desde fuera y, también, desde lejos. Ya ha sido observado 
                por Prego Gadea este procedimiento, aunque no parece superfluo 
                caracterizado con mayor precisión. El capítulo I 
                abunda en expresiones como "según era fama", 
                "cuando de él se hablaba", "decíase", 
                "añadíase", "a juzgar por 
                la pinta", "solía vérsele pasar", 
                "habíase observado", "se conocía". 
                Todas ellas tienden a presentar a Luna de fuera, a los ojos de 
                un observador (o de varios). En realidad, obedecen a la voluntad 
                de presentar a Luna como lo verían en el pago, con lo que 
                se obtiene una doble caracterización por contraste y se 
                preserva (por el momento) el misterio de su psicología. 
               Incluso cuando el autor debe ahondar más en el personaje 
                o comunicar una acción que nadie pudo ver (capítulo 
                III, con la muerte de la Bruja y el combate de Luna con los perros 
                cimarrones), prefiere mantener el punto de vista externo y ofrecer 
                las acciones del personaje. La escasa visión interior limita 
                voluntariamente su alcance por medio de fórmulas dubitativas. 
                El autor quiere mostrar que Luna es hijo de la Bruja, pero no 
                quiere decirlo. Explica entonces su dolor y su llanto con expresiones 
                de clara ambigüedad, como si el misterio se revelase en forma 
                incompleta. Hay, sin embargo, excepciones a este procedimiento y éstas 
                empiezan a abundar a medida que la nouvelle avanza hacia 
                su culminación y el misterio va iluminándose. Es 
                ejemplar, en este sentido, todo el capítulo XVII en que 
                Acevedo Díaz no sólo muestra el incendio de los 
                campos de Montiel sino que expone el que arde en el interior de 
                Pablo Luna. (El símil está declarado por el mismo 
                autor). En esta segunda actitud explicativa, Acevedo Díaz 
                llega a cometer errores, casi imperdonables: mostrar por dentro 
                al personaje con un lenguaje absolutamente ajeno a su psicología. 
                En el capítulo XII escribe: "Pablo no apuró 
                su cabalgadura. Mantuvo la marcha al trote, largo rato, sin tropiezo, 
                confiado en el mutismo de los campos y en la obra del misterio." 
                Mutismo de los campos, obra del misterio; lenguaje abstracto 
                que resulta completamente inadecuado para expresar lo que realmente 
                podía sentir el gaucho-trova. Pero dejando de lado este ejemplo, y considerándolo sólo 
                como desliz narrativo, ¿cómo explicar el cambio 
                radical en el punto de vista narrativo de Acevedo Díaz 
                entre el primer capítulo (visión externa y ajena 
                de Luna) y el último (visión interior)? Hasta cierto 
                punto, está determinado por el mismo desarrollo de la intriga. 
                A medida que Luna es obligado a actuar (primero rondando a Soledad, 
                más tarde enfrentándose a don Brígido), se 
                va revelando su naturaleza profunda. Los límites de su 
                ser social se reconocen; su resentimiento asume proporciones antisociales, 
                a la vez que se desnuda el deseo despertado por Soledad. Su misterio 
                se evapora en pare. La iluminación interior de sus actos 
                es mayor y cuando ocurre la crisis (el castigo recibido por mano 
                de don Brígido) el autor está obligado a mostrar 
                a Luna desde dentro. Sin embargo, no ha abolido por completo el misterio. Hay siempre 
                una sombra que envuelve el gaucho-trova, un aura que Acevedo Díaz 
                preserva hasta la última frase ("hundiéndose 
                por grados en los lugares selváticos como en una noche 
                eterna de soledad y misterio") y esto no sólo 
                porque el misterio es inherente al personaje de Luna sino porque 
                toda la nouvelle descansa en el Misterio y su estructura y su 
                estilo narrativos están determinados por él. IVLa Estructura Poética
 La semejanza entre el tema erótico de Soledad y 
                el de Ismael ya ha sido señalada por la crítica. 
                Hay también en Ismael una pasión (Felisa 
                e Ismael) contrariada por un antagonismo (Ismael y Almagro); hay 
                una intensificación del antagonismo por la presión 
                del motivo erótico. El desarrollo de la pasión amorosa 
                es muy semejante. También Ismael provoca a Felisa con su 
                silencio y su esquivez; también es parco de palabras en 
                la lid amorosa y generoso de gestos que compensan con creces el 
                laconismo (4); también se enciende entre ellos el deseo 
                con ímpetu genésico incontenible.  Hay detalles menores que acentúan la semejanza. Ismael 
                es huérfano y cantor; tiene una belleza viril en la que 
                no faltan rasgos de delicadeza femenina que sirven para subrayarla; 
                la sazón erótica de Felisa es dada por comparación 
                con el fruto del país, incitante, fuerte. Pero hay, es 
                claro, notorias diferencias. Las anecdóticas son de menor 
                importancia: Almagro no es el padre sino el primo de Felisa y 
                la cela para él (en realidad, suma la condición 
                de Manduca Pintos a la de don Brígido); Ismael no es un 
                ser asocial; el desenlace es muy distinto. A estos accidentes se suman diferencias profundas, determinadas 
                por la índole misma de ambas obras. El antagonismo de Ismael 
                y Almagro se proyecta contra un marco bélico y nacional: 
                Ismael es criollo y lucha en las fuerzas de Artigas, Almagro es 
                español. El autor los enfrenta en la batalla de Las Piedras, 
                culminación de la novela: En Soledad la anécdota 
                erótica no es parte de otro orden mayor; sino su mismo 
                centro. Donde se advierte mejor esta diferencia de naturaleza es en la 
                actitud poética de Acevedo Díaz. En Ismael 
                los personajes están presentados en su doble condición 
                de individualidades y de arquetipos. Baste la consideración, 
                sumaria, del capítulo VII. La entrada de Ismael en el monte 
                donde se ocultan los matreros está presentada, sucesiva 
                y a veces simultáneamente, desde dos puntos de vista: narrativo 
                (Ismael huye y se interna en el monte), histórico-sociológico 
                (un gaucho huye y se interna en un monte). Otro ejemplo notable 
                (y también válido ahora porque encuentra su equivalente 
                en Soledad) es el del capítulo XIX en que Ismael 
                posee a Felisa. Está contado sin regodeos sensuales, pero 
                con la misma doble visión narrativa y sociológica. 
                Parece el apareamiento de dos animales, hermosos y simbólicos. 
                Acevedo Díaz, novelista, no puede refrenar al sociólogo 
                positivista y se deja decir: "El gaucho vigoroso que domaba 
                potros, era en aquel instante lo que el clima y la soledad lo 
                habían hecho: un instinto en carnadura ardiente, una naturaleza 
                llena de sensualismos irresistibles y arranque grosero." 
                A la óptica intimista y a la vez objetiva del creador narrativo 
                se sustituye en pasajes semejantes la visión del sociólogo 
                que delinea lo típico, habla de la ley de la evolución, 
                de las fuerzas de la naturaleza y del clima (id. est.: del medio), 
                la voz de la raza, la presión de la historia, etc.(5). En Soledad no hay sociología ni hay historia; tampoco 
                hay arquetipos. En la escena del encuentro de los amantes nada 
                se explica: todo se presenta. La asociación animal está 
                viva en el lector por alusiones que desliza el autor y que actualizan 
                un episodio previo (capítulo VII) en que Soledad asiste 
                a un espectáculo habitual en su mundo (el padrillo cubriendo 
                a una yegua) y por primera vez alcanza su significado sensual 
                general. Acevedo Díaz ha abandonado el método sociológico 
                que da naturaleza narrativa híbrida a Ismael. Su 
                concepción de Soledad es estrictamente poética. La naturaleza misma de ambas obras explica la diferencia de procedimiento. 
                Ismael es una novela histórica, doblada de un ensayo 
                sociológico. Soledad es ficción pura (el 
                autor la subtitula: Tradición del pago). Su misma 
                condición novelesca está acentuada por la indiferente 
                localización temporal, por su indeterminación espacial. 
                Se puede suponer que ocurre en algún lugar cercano a la 
                frontera con el Brasil (algunas voces, el personaje de Manduca 
                Pintos) y se la puede ubicar en una pausa de las guerras civiles 
                (no hay la menor alusión bélica). Pero su misma 
                indeterminación justificaría proyectarla más 
                hacia el pasado aún, hasta los orígenes mismos, 
                en el seno misterioso de la tradición.  Si Acevedo Díaz (tan sensible para lo histórico, 
                tan minucioso en su determinación espacio-temporal) nada 
                dice es porque nada quiere decir; porque desea que su tradición 
                se mueva en un marco indeterminado, rico en sugestión. Poema en prosa ha dicho uno de sus mejores críticos 
                (tal vez el mejor de sus sentidores) (6). Toda la novela está 
                atravesada internamente, por un sistema de alusiones poéticas 
                que empapan todos sus elementos. Ellas constituyen su estructura 
                poética, no visible pero sí actuante. Sin ánimo 
                de agotar el tema pueden indicarse sus líneas más 
                firmes. El título mismo, con su ambivalencia, está 
                revelando la intención del autor. Soledad es el nombre 
                de la protagonista; es también la condición en que 
                ella se encuentra ("Recién se apercibió 
                que a su alrededor había como un vacío, y que la 
                soledad no lo llevaba en el nombre sino dentro de sí misma", 
                dice en el capítulo VII, cuando medita sobre Luna). Es 
                asimismo la condición de Luna, solitario por excelencia. 
                El desarrollo mismo de la intriga no lleva a Luna y a Soledad 
                a abolir su condición de solitarios y a ingresar en un 
                orden social, colectivo; los lleva a huir del mundo, a compartir 
                más íntima y estrechamente esa soledad selvática 
                en que el autor los hunde al término de la nouvelle. Pero hay otros elementos que apuntalan la estructura poética 
                de la obra. Uno de los más notorios es el paralelismo de 
                temas o motivos, lo que podría calificarse de las grandes 
                metáforas narrativas. (No me refiero a las metáforas 
                poéticas que la novela toma de la épica y que son 
                también posibles en un poema lírico; sino a esa 
                otra relación que se establece entre dos partes de una 
                misma narración, explícita o implícitamente, 
                por la semejanza de motivos o situaciones y que permiten al autor 
                ahondar el significado de cada una.) La más evidente en 
                Soledad es la metáfora, ya aludida, del encuentro 
                nocturno de la protagonista y Luna con el apareamiento anterior 
                de los animales. La manera de traer a la conciencia del lector 
                este episodio es sumamente eficaz. En el diálogo desliza 
                Acevedo Díaz palabras (cariñosas en su rudeza) que 
                llevan connotaciones animales: °Parejito que a bagual", 
                dice Luna cuando Soledad tendida en el suelo, le tira al rostro 
                un puñado de gramilla; Ojizaino, le murmura ella, apartando 
                de su rostro el bucle que cubre uno de los ojos. Pero no sólo 
                el diálogo, la narración misma va potencializando 
                de una animalidad discreta, el juego de los amantes. Cuando se 
                están mirando y no han empezado todavía las caricias, 
                rompe el silencio de la noche "el relincho aislado de 
                los potros en el valle"; cuando Pablo ya la está 
                acariciando y besando, el autor anota: "Después 
                la ciñó con sus brazos de la cintura, resollante, 
                la atrajo hacia sí, impetuoso y la tuvo estrechada largos 
                momentos hasta hacerla quejarse." La descripción 
                del apareamiento animal (en el capítulo VII) insiste en 
                las mismas notas aunque, es claro, da la situación con 
                una fuerza y concisión que hubiera resultado grosera en 
                el segundo caso. Otros ejemplos podrían estudiarse: la relación 
                casi erótica entre la guitarra y Luna, enfatizada desde 
                las primeras páginas de la nouvelle, va cediendo paso a 
                la de Luna con Soledad; en el último párrafo, ambas 
                aparecen íntimamente ligadas al gaucho-trova ("a 
                grupas llevaba la guitarra -confidenta amada de sus dolores- y 
                en brazos una hermosa -último ensueño de su vida"). 
                O, también, el paralelismo (ya relevado) entre el incendio 
                del campo y el incendio que devora íntimamente al personaje 
                (capítulo XVII). Pero hay un tema más importante 
                y que constituye, sin duda, la clave poética de la obra: 
                la Bruja. El autor la presenta en un racconto (capítulo III) 
                : se llamaba Rudecinda, había tenido un hijo (que la abandona, 
                "acosado por la miseria y por las persecuciones injustas 
                de la autoridad"), era curandera y Manduca Pintos la expulsa 
                de su estancia; va a vivir al campo de don Brígido, en 
                lo espeso del monte; allí disputa una noche una oveja muerta 
                a los perros cimarrones y es destrozada por ellos. Pablo Luna 
                llega a tiempo para vengarla, para reconocerla como su madre. 
                (Aunque el autor lo insinúa no lo dice hasta el fin.) Pero 
                el entierro de la Bruja y la matanza de los perros cimarrones 
                no expían el crimen. Sobre toda la novela se cierne la 
                figura del cadáver de la Bruja, custodiado por un ñacurutú. 
                A veces la acción pasa cerca de donde aquél se halla; 
                otras, se desliza en el diálogo (incluso en el encuentro 
                nocturno de los amantes). A medida que la novela llega a su clímax, 
                la figura de la Bruja está más presente. Cuando 
                Pablo traga su afrenta y medita la venganza (capítulo XI) 
                se cruza en sus sueños "un fantasma sangriento 
                enseñando anchas heridas a través de sus harapos; 
                fantasma que huía perseguido por una banda de perros famélicos, 
                veloces monstruosos de erizados pelos y agudos colmillos." 
                En el delirio de su resentimiento, Luna habla incoherencias con 
                la sombra de la Bruja. Toda la venganza está presidida 
                por su fantasma. En el último capítulo, cuando ya 
                el incendio está desatado, ha muerto don Brígido 
                y Manduca Pintos trata de salvarse con Soledad, la fuga se hace 
                por el Barranco de la Bruja. Allí Manduca abandona a Soledad 
                (el caballo no puede aguantar el peso de ambos); allí, 
                en el instante de la huída, oye una voz "más 
                semejante al roncar de un tigre que a un acento humano" 
                y cree, desvariando, que es la voz de la Bruja. Es Pablo Luna 
                que viene a salvar a Soledad y a matar a Manduca. Viene también 
                a vengar a la Bruja. Ante los restos de la Bruja inmola a Manduca 
                Pintos. Porque hay una historia no advertida dentro de esta ficción. 
                Manduca Pintos era causante de la primera expulsión de 
                la Bruja, la que la arroja al monte, en compañía 
                de los perros cimarrones (capítulo III); había sido, 
                además, maldecido por la Bruja, que se le cruza en el camino, 
                horrible y arrojándole un puñado de hierbas, para 
                hundirse de inmediato entre las breñas. Debajo de la trama 
                visible de Soledad (la pasión de los jóvenes, 
                al antagonismo de los hombres) se cuenta una historia fantástica 
                de horror y superstición. Esa historia está presidida 
                por la Bruja, como momia y como sombra, y agrega a la dimensión 
                poética de la nouvelle una perspectiva fantástica. El Misterio aparece entonces como una condición no sólo 
                inherente a la psicología de Pablo Luna sino a la misma 
                obra, en cuya concepción circula ese romanticismo vigoroso 
                del autor que un arte realista cada vez más disciplinado 
                no ha conseguido abolir.  VEl Estilo del Lenguaje
 Disciplina es precisamente la palabra que mejor define la cualidad 
                estilística última de Soledad. Ya se ha mostrado 
                la disciplina en la doble estructura de la nouvelle. Cabe 
                examinar ahora la disciplina de su estilo en el lenguaje. No hay; 
                como en Ismael, una escisión entre el estilo del 
                narrador y el estilo del sociólogo. Hay un solo estilo: 
                narrativo, poético. Pero ese mismo estilo no es coherente. 
                En la narración pura es (casi siempre) de primer orden. 
                En la descripción es desigual, capaz de grandes aciertos 
                y capaz, también, de vulgaridades. Hay una voluntad de 
                estilo que recorre toda la nouvelle. Esa voluntad se manifiesta 
                en la sobriedad de la caracterización y en la intensidad 
                de la presentación. Como el tema mismo, el estilo de exposición 
                es simple, pero vigoroso. Su intensidad reconoce tensiones y distensiones; 
                todo se organiza hacia el clímax del incendio. Hay pasajes justamente famosos: la muerte de la Bruja; el encuentro 
                nocturno de los amantes; el implacable desarrollo del incendio. 
                Pero es en este último episodio (que ocupa los capítulos 
                XII a XVII) en donde se pueden estudiar mejor las características 
                del estilo de Acevedo Díaz. Dos grandes influencias luchan 
                en su lenguaje: la grandilocuencia, de raíz oratoria; las 
                asociaciones vulgares, de origen periodístico. En la descripción 
                del incendio ambas deslucen pasajes de gran valor. Aparecen donde 
                no deben, llenan con sus acentos huecos o con su tonalidad incolora 
                un espacio que debía ocupar la creación verbal. Baste (a título de ejemplo) el examen del capítulo 
                XVII. Se abre con la figura de Pablo Luna internándose 
                en dirección del Barranco de la Bruja, donde encontrará 
                a Manduca Pintos. Acevedo Díaz dice que "llevaba 
                en su cabeza una tormenta", y subraya la semejanza entre 
                el incendio exterior y su conflagración interna. Todo el 
                análisis psicológico a que se entrega abunda en 
                clisés verbales ("agolpábanse a su cerebro 
                impetuosas algunas ideas nobles, fugaces relámpagos de 
                sus pasiones férvidas tan puras y sencillas cuando eran 
                de toscamente virginales") en que la cuota de creación, 
                en que la tensión estilística, se ven sustituidas 
                por la asociación resabida o por la connotación 
                indiferente. En cambio la narración -todo lo que es suceso y acción- 
                está presentada por Acevedo Díaz con un ardimiento 
                que no excluye (ocasionalmente) la brusca iluminación poética. 
                La transición entre lo que es expresión del conflicto 
                interno de Luna y conflagración externa está marcada 
                por una frase que participa por igual de la torpeza y la felicidad: 
                "El alazán volaba por el sendero con el hocico 
                levantado y el ojo despavorido. Y cuando pasó los cascos 
                casi encima de las llamas iluminándose hasta en su último 
                detalle caballo y jinete, el centauro de fuego redobló 
                sus rugidos. La carrera se convirtió en vértigo." 
                Los elementos de observación directa (hocico levantado, 
                ojo despavorido) se mezclan con los de la fantasía literaria 
                (el centauro de fuego, los rugidos, el vértigo) 
                para determinar esa nueva textura lingüística que 
                define mejor que nada la naturaleza de esta tradición, 
                fronteriza entre el realismo y la literatura fantástica. Todo el resto del capítulo desarrolla, sintéticamente, 
                la apoteosis del incendio y el asesinato de Manduca Pintos. La 
                descripción de este último acto da también, 
                la medida de este estilo: Pablo apuñalea a Manduca en el 
                cuello. "Bañado por un chorro caliente que brotó 
                como de un surtidor recio y espumante, Pablo se puso el acero 
                en la boca, y a dos manos sacudió y derrumbó al 
                ganadero en el horno espantoso de las breñas. El cuerpo 
                macizo de Pintos cayó de cabeza en la cuenca hecha ascuas 
                y en ellas se sepultó casi por entero, apartando las llamas 
                un instante como al soplo de un fuelle; pero éstas pronto 
                cerraron círculo, se agrandaron y confundieron en una sus 
                lenguas, acogiendo al nuevo combustible con una salve de lúgubres 
                crepitaciones." Con la última acción (la fuga de Pablo con Soledad 
                en brazos) la narración realista y su contenido de símbolo 
                poético aparecen expresadas visiblemente por el autor. 
                Es como la llave puesta al final de libro, la llave que permite 
                leer a Soledad como lo que es: una ficción poética, 
                no una historia. "Detrás dejaba un horizonte rojo 
                y montes de pavesas; por delante se abría el desierto vestido 
                a esa hora de luto y se alzaban como mudos gigantes las moles 
                de los cerros. Y cuando ya lejos de la dense humareda pudo ostentarse 
                diáfano el cielo, alumbraron sus pálidas estrellas 
                al jinete que a grupas llevaba la guitarra -confidenta amada de 
                sus dolores- y en brazos una hermosa -último ensueño 
                de su vida-, adusto, altanero, hundiéndose por grados en 
                los lugares selváticos como en una noche eterna de soledad 
                y misterio." La realidad (Pablo Luna que se hunde con la mujer y la guitarra 
                en el monte) resulta transfigurada por la visión poética. 
                Adusto, altanero, solitario, con la confidenta de sus dolores, 
                con el último ensueño de su vida, un jinete se hunde 
                bajo la luz de las pálidas estrellas en la noche eterna, 
                hecha de soledad y de misterio. Es posible que el lenguaje falle 
                (hay, sin duda, demasiada palabra prestigiosa, demasiada voz manoseada) 
                pero no falla la visión narrativa: no falla, y esto es 
                lo que importa, la comunicación de un ser y un destino 
                que el autor quiso arrancar de los moldes reales y fijarlo, para 
                siempre, en la creación poética." EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL. 1. Cf. Omar Prego Gadea : El arte narrativo 
                de Acevedo Díaz en "Soledad", in Marcha, 
                Montevideo, octubre 22, 1954, Año XVI, Nº 742, pp. 
                14/16. Es excelente en este artículo el examen de las relaciones 
                entre Soledad y Pablo Luna. Otros aspectos del mismo (el supuesto 
                simultaneísmo, el punto de vista narrativo, el use de los 
                racconti) son más discutibles y serán discutidos 
                aquí.2. Cf. Daniel D. Vidart: in El Día, suplemento dominical, 
                Montevideo.
 3. Cf. Omar Prego Gadea, Loc. cit.
 4. Véase el acertado análisis de este rasgo del 
                gaucho en Félix Schwartzmann: El sentimiento de lo humano 
                en América, Ensayo de Antropología Filosófica, 
                Santiago de Chile, Universidad de Chile, 1950, tomo 1, p. 286. 
                El pensador chileno parte de un análisis del juego amoroso 
                en Soledad, pero lo que dice se aplica asimismo a Ismael.
 5. Cf. Emir Rodríguez Monegal: Acevedo Díaz novelista, 
                La Composición de "Ismael", in Marcha, 
                Montevideo, diciembre 31, 1953, Año XV, Nº 703, suplemento. 
                El tema está desarrollado con detalle.
 6. Cf. Francisco Espínola : Prólogo a Soledad 
                y El combate de la tapera, Montevideo, Colección 
                de Clásicos Uruguayos, Vol. 15, 1954. n. XIII.
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