|   | Borges : teoría y prácticaEn: Número, nº 27, diciembre 1955
 p. 125-157
 I "A lo largo de unos treinta años de vida literaria 
                Borges ha cultivado con preferencia tres géneros: la poesía, 
                el ensayo, la narrativa. Aunque los tres son formas de una sola 
                creación estética, notable por su concentración 
                y unidad, el análisis particular de cada uno puede ayudar 
                a ver mejor esa creación, a precisarla luego con una nitidez 
                que enriquece la posterior visión unitaria. A exponer los 
                resultados de ese análisis está dedicado este trabajo. II LA POESIA Yo solicito de mi verso que no me 
                contradiga, y es mucho.
 Que no sea persistencia de hermosura, pero sí
 de certeza espiritual.
 (JACTANCIA DE QUIETUD, 1925.)
 La aventura ultraísta Nunca ha coincidido totalmente Borges con el concepto general 
                de literatura aceptado en las letras hispanoamericanas. Cuando 
                comienzan a aparecer sus poemas suburbanos, de temas deliberadamente 
                humildes, ensalzadores de la felicidad simple del vivir y transparentes 
                de una inquietud metafísica, la poesía argentina 
                no había gastado aún la herencia millonaria de Darío 
                y sus epígonos, sus pompas verbales, su exotismo de bazar. 
                Leopoldo Lugones proyectaba su sombra sobre todos y los más 
                jóvenes sintieron (el mismo Borges lo ha dicho) que el 
                gran poeta parecía haber agotado la poesía -como 
                sienten ahora los más jóvenes frente a Neruda.  En Europa, la primera postguerra dejaba a las letras orientadas 
                hacia todos los vanguardismos posibles. Borges -que iba a regresar 
                del Viejo Mundo en 1921 con las últimas noticias poéticas 
                (como Echeverría lo había hecho en 1830)- pudo conocer 
                y practicar alguno de esos ismos; pudo despejarse de lo adjetivo 
                de casi todos, antes de que llegaran al Río de la Plata 
                y comenzaran a hacer estragos. De este período es una declaración 
                terminante en la que enjuicia a las letras de occidente: "La 
                literatura europea se desustancia en algaradas inútiles. 
                No cunde ni esa dicción de la verdad personal en formas 
                prefijadas que constituye el clasicismo, ni esa vehemencia espiritual 
                que informa lo barroco. Cunden la dispersión y el ser un 
                leve asustador del Leyente. En la lírica de Inglaterra 
                medra la lastimera imagen visiva; en Francia todos aseveran -¡cuitados!- 
                que hay mayor agudeza de sentir en cualquier Cocteau que en Mauriac; 
                en Alemania se ha estancado el dolor en palabras grandiosamente 
                vanas y en simulacros bíblicos. Pero también allí 
                gesticula el arte de sorpresa, el desmenuzado, y los escribidores 
                del grupo Sturm hacen de la poesía, empecinado juego 
                de palabras y de semejanza de sílabas. España, contradiciendo 
                su historia y codiciosa de afirmarse europea, arbitra que está 
                muy bien todo ello." Al llegar a Buenos Aires, Borges se convierte pronto en cabecilla 
                de un grupo de jóvenes poetas exaltados. Uno de ellos, 
                en evocación muy posterior de aquellos años ha dicho: 
                "Todo el mundo sabía algo de Borges y hasta parecía 
                asignársele como una especie de tácita jefatura 
                que él no ejercía más que con la temibilidad 
                de su tan destructora ironía". Y desde una perspectiva 
                completamente distinta, Macedonio Fernández (escritor de 
                la generación anterior y a quien Borges descubrió 
                e impuso como adelantado del grupo) lo calificó en 1941 
                de "verdadero maestro de aquella hora". La poética de aquel grupo fue sintetizada un poco más 
                tarde por el mismo Borges en estos términos: "1º 
                Reducción de la lírica a su elemento primordial: 
                La metáfora; 2º Tachadura de las frases medianeras, 
                los nexos y los adjetivos inútiles; 3º Abolición 
                de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, la circunstanciación, 
                las prédicas y la nebulosidad rebuscada; 4º Síntesis 
                de dos o más imágenes en una, que ensanche de ese 
                modo su facultad de sugerencia." Cabe reducir a tres términos esenciales esa poética. 
                En primer lugar, Eliminación del Mensaje (confesionalismo, 
                prédicas); en segundo lugar, Eliminación de lo Ornamental 
                (trebejos, circunstanciación y nebulosidad rebuscada); 
                en último término, Concentración en la Metáfora, 
                en la que se haría descansar, casi exclusivamente y con 
                un fanatismo que sirve pare caracterizar el movimiento, toda la 
                carga poética. La fundación de algunas revistas 
                sirve pare secularizar a esta poética y estos poetas. En 
                un texto autobiográfico ha contado Borges: "Arriesgué, 
                con González Lanuza, con Francisco Piñero, con Norah 
                Lange, con mi prima Guillermo Juan, la publicación mural 
                Prisma, cartelón que ni las paredes leyeron, y que fue 
                una disconformidad hermosa y chambona. Después aventuramos 
                Proa en que salió a relucir Macedonia Fernández 
                y que cumplió tres números. El veinticuatro, a instigaciones 
                de Brandam Caraffa, fundé una segunda revista Proa, esta 
                vez con Don Ricardo Güiraldes y Pablo Rojas Paz." La segunda Proa (que también publicó libros, 
                entre ellos tres de Borges) murió en 1925. Pero ya se había 
                fundado, el año anterior, el periódico quincenal 
                Martín Fierro que, bajo la dirección de Evar 
                Méndez, se convertiría en el órgano de agitación 
                y combate de la nueva generación y duraría, polémicamente, 
                hasta 1927. Cuando Borges recoge en volumen sus ensayos críticos 
                primeros (Inquisiciones, 1925, El tamaño de mi 
                esperanza, 1926) facilita al movimiento un fundamento teórico, 
                aún hay imprescindible. En las páginas de estos 
                libros y con mayor perspectiva que en 1921, puede el joven crítico 
                determinar la naturaleza del ultraísmo rioplatense al tiempo 
                que logra precisar lo que lo une y separa del movimiento español 
                del mismo nombre. Dice en uno de sus ensayos: "El ultraísmo 
                de Sevilla y Madrid fue una voluntad de renuevo, fue la voluntad 
                de ceñir el tiempo del arte con un ciclo novel, fue una 
                lírica escrita como con grandes letras coloradas en las 
                hojas del calendario cuyos más preclaros emblemas -el avión, 
                las antenas y la hélice- son decidores de una actualidad 
                cronológica. El ultraísmo de Buenos Aires fue el 
                anhelo de recabar un arte absoluto que no dependiese del prestigio 
                infiel de las voces y que durase en la perennidad del idioma como 
                una certidumbre de hermosura. Bajo la enérgica claridad 
                de las lámparas fueron frecuentes, en los cenáculos 
                españoles, los nombres de Huidobro y de Apollinaire. Nosotros, 
                mientras tanto sopesábamos líneas de Garcilaso, 
                andariegos y graves a lo largo de las estrellas del suburbia, 
                solicitando un límpido arte que fuese tan intemporal como 
                las estrellas de siempre. Abominábamos de los matices borrosos 
                del rubenismo y nos enardeció la metáfora por la 
                precisión que hay en ella, par su algébrica forma 
                de correlacionar lejanías." El texto arriba invocado define antes que el ultraísmo 
                argentino -en que no faltaran discípulos y hasta epígonos 
                de los españoles- el ultraísmo de un grupo que encontraba 
                en Borges su maestro. A diferencia del español que se quería 
                actualísimo y era de raíz romántica, el ultraísmo 
                de Borges era de estirpe clásica, como lo demuestra la 
                voluntad de limitaciones de su poética. Aunque desdeñoso 
                entonces: de algunos principios fundamentales del verso tradicional 
                -la rima, el ritmo, la regularidad métrica- el verso libre 
                de Borges no podía ocultar su filiación clásica. 
                No en balde se sopesan líneas de Garcilaso. Un poeta ultraísta En uno de sus poemas declara Borges que pide de su verso que 
                no lo contradiga y aclara: Que no sea persistencia de hermosura, pero sí 
                de certeza espiritual. Hay aquí algo más que un desentenderse de todo 
                lo ornamental y aparencial de la poesía, de los prestigios 
                de la palabra o de su música (que en muchos casos se confunde 
                con el placer, entre muscular y auditivo, de decir un verso sonoro). 
                Borges buses un ave más rara y tal vez menos exclusivamente 
                lírica: la esencia espiritual del verso, lo que yace bajo 
                la estructura sonora y hasta puede prescindir de ella: una intuición 
                de certeza espiritual. En su actitud radical y primera esta poesía 
                empieza por negar los prestigios elementales de la poesía. Borges se desliga de todo retoricismo ajeno para inventar su 
                retórica. Se sabe poeta pero no quiere empobrecerse en 
                la rutina de enhebrar versos. Reduce su experiencia métrica 
                al alejandrino o crea su verso libre en que resuena el ritmo informe 
                y largo del verso de los salmos o del verso de Whitman. Por voluntario 
                constreñimiento, por ensimismamiento en un mundo reducido, 
                consigue esa cálida austeridad de sus mejores versos, esa 
                delicada intimidad que caracteriza una parte de su poesía: 
                la que él ha rescatado en la antología de sus poemas. 
                La emoción siempre se contiene para realizarse mejor. Como 
                ejemplo de esta modalidad de su poesía, valgan estos versos 
                del poema dedicada a un amigo, suicida a los veintitrés 
                años: Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte 
                si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,
 es en vano que palabras rechazadas te soliciten,
 predestinadas a imposibilidad y derrota.
 También es esencial la elección de los elementos 
                de su poesía. Ya González Lanuza ha apuntado cuáles 
                son éstos. La palabra es el primero. Palabras las 
                suyas tan sencillas, comunes, como son cotidianos los objetos 
                que señalan: baldíos, calles de arrabal, yuyos, 
                almacenes suburbanos, zaguanes, patios y aljibes. En la metáfora 
                va a descubrir Borges el contenido poético de estos objetos 
                de todos los días. Por la metáfora, la palabra humilde 
                se enriquece y colma de significado. Suave como el sauzal está la noche, dice. Y aunque la metáfora puede tener el indudable cuño 
                ultraísta -como al decir: El poniente de pie como un Arcángeltiranizó el sendero-
 la intuición que ella expresa tiene esa cualidad de simple 
                esencialidad espiritual que Borges reclama para su verso. Más allá de la metáfora, superándola 
                por su concisión y rapidez, encuentra Borges el adjetivo 
                metafórico. Puede llegar a decir, por ejemplo: Soy esa torpe intensidad que es un alma en que torpe condensa toda la carga de intuición 
                poética requerida y no abruma con su propio peso o brillo 
                la sobriedad de la línea. Casi es uno solo el tema de la poesía ultraísta 
                de Borges. Lo indica el título de su primer volumen: Fervor 
                de Buenos Aires (1923). Pero su Buenos Aires no es el cosmos 
                deshumanizado, hostil, que trató de mostrar Eduardo Mallea 
                en La ciudad junto al río inmóvil (1937) 
                o que presentó en crudas, inconexas imágenes Juan 
                Carlos Onetti en Tierra de nadie (1941). Es la ciudad entrañable, 
                secreta, que se encuentra en la memoria de la infancia, que cada 
                día se recobra al recorrer sus calles en horas repetidas 
                y casi indiscernibles por la cotidianidad, es la ciudad íntima 
                y casi personal del poeta. La canta en el poema La fundación 
                mitológica de Buenos Aires; la canta en toda su obra 
                y se dibuja así. Comienza en el patio de la casona familiar El patio es el declivepor el cual se derrama el cielo en la casa;
 se comunica por amistad con la calle. Esa amistad es el zaguán. 
                En el largo y bajo frente de la casa están, hacia arriba, 
               las balaustraditas repartiéndose el cielo; hacia afuera, está la calle. Las calles de Buenos Aires ya son la entraña de mi alma.
 No las calles enérgicas
 molestadas de prisas y ajetreos,
 sino la duce calle de arrabal
 enternecida de árboles y ocaso
 y aquéllas más afuera
 ajenas de piadosos arbolados
 donde austeras casitas apenas se aventuran
 hostilizadas por inmortales distancias,
 a entrometerse en la honda visión
 hecha de gran llanura y mayor cielo.
 Esas calles de su Buenos Aires las reencuentra en Montevideo 
                y las elogia así: Calles con luz de patio. Las calles de Buenos Aires (o Montevideo) se pierden luego en 
                los lejos, en el campo: bien recuerdan las callesque fueron campo un día.
 En un poema titulado Cercanías resume Borges esa 
                geografía limitada de su verso y concluye He nombrado los sitios donde se desparrama la ternura
 y el corazón está consigo mismo.
 Ese es el espacio. El momento temporal de esta poesía 
                es casi siempre la tarde. La soledad repleta como un sueñose ha remansado alrededor del pueblo.
 Las esquilas recogen la tristeza
 dispersa de la tarde. La luna nueva
 es una vocecita desde el cielo.
 Según va anocheciendo
 vuelve a ser campo el pueblo.
 Pero hay también cantos para la noche y para el alba, 
                para esos momentos en que la luz transfigura el mundo cotidiano 
                y ahonda la intuición del Tiempo. Véase, en uno 
                de sus más evidentes poemas, Calle con almacén 
                rosado, esa hora del alba que se abre sobre el poeta y la 
                calle. Liquidación del ultraísmo Este período de la estética y la poesía 
                de Borges no es prolongado. Ya en 1925 (y en tanto que su poesía 
                tardaría aún unos años en superar la etapa) 
                puede advertir Borges lo que hay de vivo o perecedero en su intento 
                ultraísta. Escribe entonces, con súbita lucidez: 
                "He comprobado que, sin quererlo, hemos incurrido en otra 
                retórica, tan vinculada como las antiguas al prestigio 
                verbal. He visto que nuestra poesía, cuyo vuelo juzgábamos 
                suelto y desenfadado, ha ido trazando una figura geométrica 
                en el aire del tiempo. Bella y triste sorpresa la de sentir que 
                nuestro gesto de entonces, tan espontáneo y fácil, 
                no era sino el comienzo de una liturgia." Con el paso de los años esa divergencia con el ultraísmo 
                se iría acentuando hasta llegar un momento en que Borges 
                repudiaría casi completamente los principios mismos del 
                movimiento que él contribuyó a crear. Con alguna 
                injusticia habría de afirmar en 1937 que en su afán 
                de liquidar a Lugones los ultraístas sólo habían 
                conseguido reproducirlo: "La obra de los poetas de Martín 
                Fierro y Proa está prefigurada absolutamente 
                en algunas páginas del Lunario. Fuimos los herederos 
                tardíos de un solo perfil de Lugones." Y en otro texto (colocado en 1941 como prólogo de una 
                Antología de la poesía argentina de este siglo) 
                reiteró el concepto al afirmar del múltiple Lugones 
                (el epíteto es suyo) que su "obra prefigura casi 
                todo el proceso ulterior, desde las inconexas metáforas 
                del ultraísmo (que durante quince años se consagró 
                a reconstruir los borradores de Lunario sentimental) hasta 
                las límpidas y complejas estrofas de nuestro mejor poeta 
                contemporáneo: Ezequiel Martínez Estrada." 
               Haya sido o no el ultraísmo un intento frustrado y anacrónico, 
                parece indiscutible que lo que constituye la esencia última 
                de la poesía de Borges poco tiene que ver con las novedades 
                de muchos de sus compañeros de aventura. Borges coincidió 
                con ellos en algunas preferencias personales y en muchos recursos 
                poéticos (particularmente en el culto excesivo de la metáfora 
                y en el menosprecio, al fin y al cabo suicida, del ritmo) pero 
                no todos los integrantes del grupo podrían suscribir las 
                palabras con que Borges creyó definir toda poesía 
                ultraísta y definió solamente su propia actitud 
                creadora: "El ultraísmo tiende a la meta principal 
                de toda poesía, esto es, a la trasmutación de la 
                realidad palpable del mundo en realidad interior y emocional." La poesía metafísica La poesía de Borges -la mejor poesía de Borges- 
                es absolutamente personal eintimista. No intenta repetir un universo 
                visible y menos aún proponerlo a la imitación de 
                sus contemporáneos. Lo que muestra del universo común 
                a todos -el patio y el zaguán, la calle de arrabal enternecida 
                de ocasos, la esquina con almacén rosado; o si se quiere 
                otro orden de imágenes: los cementerios de la ciudad, el 
                truco, los compadritos orilleros, la larga teoría de militares 
                unitarios que fueron sus abuelos- no es sino los elementos materiales 
                mínimos que sirven de metáforas de un mundo invisible 
                (ese sí esencial) que está construido de tiempo 
                detenido en una esquina o de tiempo que fluye como un río 
                o devora como un tigre; de muerte inevitable y universal; de sangre 
                que viene del pasado, prefigurando gestos del presente, y que 
                trae lecciones de coraje o revela bruscamente destinos secretos. En esas imágenes de su cotidianidad (todo lo que es auténticamente 
                poético en Borges arranca de su propia experiencia vital) 
                culmina una poesía de Buenos Aires o del mundo que carece 
                por completo de toda intención folklórica y hunde 
                sus raíces más allá de la superficie suburbana 
                y patricia para desnudar una vivencia metafísica de todos 
                o una emoción de felicidad que es impersonal por compartida 
                o una angustia que siente un hombre que es cualquier hombre. Para comprenderlo basta considerar un poema cuyo aparente folklorismo 
                es mera delusión: El truco, se llama.  Cuarenta naipes han desplazado la vida, amuletos de cartón pintado
 conjuran con placentero exorcismo
 la maciza realidad primordial
 de goce y sufrimiento carnales
 y una creación risueña
 va poblando el tiempo usurpado
 con los brillantes embelecos
 de una mitología criolla y tiránica.
 En los lindes de la mesa
 el vivir común se detiene.
 Adentro hay otro país:
 las aventuras del envido y del quiero,
 la fuerza del as de espadas
 como don Juan Manuel omnipotente,
 y el siete de oros tintineando esperanza.
 Una lentitud cimarrona
 va refrenando las palabras
 que por declives patrios resbalan
 y como los altibajos del juego
 son sempiternamente iguales
 los jugadores en fervor presente
 copian remotas bazas:
 hecho que inmortaliza un poco,
 apenas,
 a los compañeros muertos que callan.
 ¿Cómo no descubrir que el tema profundo, no la 
                apariencia descriptiva de las imágenes, es el Tiempo detenido 
                por un milagro de la voluntad de los que juegan? ¿Cómo 
                no comprender que entre el juego de naipes y el de la vida se 
                establece una relación refleja? ¿Que las rígidas 
                convenciones del juego, cíclicas al cabo, también 
                rigen la vida, o viceversa? ¿Que los mismos hombres que 
                detienen el Tiempo con su simulacro ya no son individualidades 
                concretas sino símbolos de la especie? ¿Que son 
                (como lo explicita demasiado el poema) ellos mismos y los compañeros 
                que fueron, alguien y nadie? Ni siquiera hay que leer el poema para entender su intención. 
                En una página en prosa la ha desarrollado Borges: "Los 
                siete versos del final prefiguran uno de mis antiguos propósitos: 
                aplicar el principio leibniziano de los indiscernibles a los problemas 
                de la individualidad y del tiempo. Ese propósito resurge 
                en otros ejercicios; también en mi Evaristo Carriego 
                (página 46); también, en la Historia de la 
                Eternidad (páginas 30-33); también, en una de 
                las notas de El jardín de senderos que se bifurcan 
                (página 24). Copio el último texto: "En 
                el día de hoy, una de las iglesias de Tlön sostiene 
                platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del 
                amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única 
                realidad. Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, 
                son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea 
                de Shakespeare, 'son' William Shakespeare." Por eso Borges debía desembocar fatalmente en una poesía 
                cada vez más despojada de elementos locales. Pasada la 
                etapa ultraísta, Borges abandonó poco a poco el 
                mundo suburbano bonaerense. No se apagó su fervor de Buenos 
                Aires (que se encauza en la ficción narrativa) pero renunció 
                a cantarlo en un verso que fuera todo para todos. También 
                abjuró de la metáfora y del verso libre. Volvió 
                a la métrica tradicional, al verso bien escandido, a las 
                medidas clásicas, a la rima incluso. A esta etapa pertenecen sus últimos poemas, desde 1936; 
                esos poemas cabría llamar metafísicos si la palabra 
                conservara su connotación original y no implicase quién 
                sabe qué pedantería académica. En algunos, 
                Borges ve su propia vida (Mi vida entera) o se plantea 
                la muerte ejemplar de alguien (Poema conjetural, tan cargado 
                de alusiones contemporáneas a pesar de su lejanía 
                histórica); en otros sufre una experiencia de carácter 
                trascendental (Amanecer) o reproduce en verso los grandes 
                temas del pensamiento filosófico universal (Del infierno 
                y del cielo). En estas composiciones se encuentra más 
                puro el Borges esencial, frecuentador de Browne, de Berkeley, 
                de Schopenhauer, de Nietzsche y su doctrina de los ciclos. Algunos de estos poemas tienen la distraída apariencia 
                de ejercicios retóricos. Son mucho más: en ellos 
                un hombre inquiere el sentido del mundo; repite, enjuiciándolas, 
                las soluciones veneradas por la filosofía; al confrontarlas, 
                al definirlas desde su propia perspectiva, actualiza siempre las 
                preguntas fundamentales y aporta su propia experiencia intuitiva. Un hombre que conversa A partir de 1925 la prosa se impone lentamente en la creación 
                borgiana. Primero como ensayo crítico, luego como narración. 
                Esto determina una transformación en su actitud literaria. 
                Empieza a inquirir problemas estéticos ajenos al verso, 
                encuentra su verdadero pulso en el ritmo de una prosa tensa y 
                trabajada sin descanso. Versificó entonces en contadas 
                ocasiones y ya en 1929 (al presentar su Cuaderno San Martín) 
                debió echar mano a una frase de Edward Fitzgerald para 
                justificar su escasez o desvío de una forma que, diez años 
                antes, era única. Dijo en el siglo XIX el traductor de 
                Omar Khayyam y repite Borges: "As to an occasional copy 
                of verses, there are few men who have leisure to read, and are 
                possessed of any music in their souls, who are not capable of 
                versifying on some ten or twelve occasions during their natural 
                lives: at a proper conjunction of the stars. There is no harm 
                in taking advantage of such occasions." El paso de los años y una mayor concentración en 
                el arte de la prosa ha movido a Borges a anteponer a la última 
                edición de sus Poemas (1955) estas palabras -aún 
                más limitadoras y apologéticas- de Robert Louis 
                Stevenson: "I do not set up lo be a poet. Only an all-round 
                literary man: a man who talks, not one who sings... Excuse 
                this apology; but I don't like to come before people who have 
                a note of song, and let it be supposed I do not know the difference." De la ambición ultraísta de incorporar a Buenos 
                Aires al orbe poético del mundo, de su anhelo de escribir 
                un verso que fuera todo para todos, ha pasado Borges a la aceptación 
                (primero) de versificar en una conjunción propicia de las 
                estrellas y (luego) de definirse como un hombre que conversa, 
                no uno que canta. Absoluta reducción de un poeta.  III EL ENSAYO Una retórica que partiese, 
                no del arreglamiento de los sucesos literarios actuales a las 
                formas ya prefijadas de la doctrina clásica, sino de su 
                directa contemplación y que legislase la greguería, 
                la novela confesional y la figuración contemporánea 
                de las formas de siempre, fue ambición de mi pluma.(Inquisiciones, 1925.)
 Perplejidades metafísicas Aunque Borges siguió versificando, la poesía ya 
                había pasado a segundo término. El primer plano 
                lo ocupa, casi desde 1925, la obra crítica, el ensayo. 
                Pero conviene advertir desde ya que por obra crítica no 
                se debe entender únicamente el ensayo literario. La especulación 
                metafísica, tan evidente en su poesía, ocupa buena 
                parte de sus libros de ensayos. Se presenta por lo general bajo 
                la forma de examen de alguna doctrina particular o tema básico 
                de la filosofía o teología -examen al que siempre 
                aporta Borges su dialéctica y sus intuiciones personales-. Casi todos los temas centrales están ya en germen en el 
                primer volumen de Inquisiciones. Dos ensayos los declaran 
                desde sus títulos: La nadería de la personalidad, 
                La encrucijada de Berkeley. Allí apunta Borges ("a 
                la vera de claras discusiones con Macedonio Fernández") 
                su convicción de que "no hay tal yo de conjunto" 
                y formula así su intuición: "... entendí 
                ser nada esa personalidad que solemos tasar con tan incompatible 
                exorbitancia. Ocurrióseme que nunca justificaría 
                mi vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás, 
                que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras 
                del porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente, 
                de lo circunstancial, no éramos nadie." Allí también niega el Tiempo con una vehemencia 
                que los años han apaciguado pero no obliterado. El presente 
                es la sustancia de nuestra vida, de esta vida. "Yo estoy 
                limitado a este vertiginoso presente (escribe) y es inadmisible 
                que puedan caber en su ínfima estrechez las pavorosas millaradas 
                de los demás instantes sueltos." Para este lúcido 
                poca cosa es la Realidad fuera de ese yo reducido al presente. 
                "La Realidad (dice) es como esa imagen nuestra 
                que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, 
                que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca 
                basta ir para dar siempre con él." Esa imagen del espejo, que acecha en el fondo de toda la creación 
                borgiana y que es como cifra de su mundo alucinado, volverá 
                en otros avatares a servir de imagen al mundo. En textos posteriores -que pueden encontrarse no sólo 
                en las páginas de sus ensayos, sino también en sus 
                poemas y en sus ficciones narrativas- razonará y afinará 
                Borges estas intuiciones básicas que aquí apunta 
                en la prosa barroca de sus primeros libros. La naturaleza de la 
                Realidad habrá de asomar en un poema (El truco, 
                por ejemplo) o en la minuciosa alegoría que se llama Tlön, 
                Uqbar, Orbis Tertius, el primero de los relatos de El jardín 
                de senderos que se bifurcan (1941); estará también 
                en La lotería de Babilonia y en La biblioteca 
                de Babel, en Las ruinas circulares como en el poema 
                que se titula La noche cíclica. Pero en sus ensayos, 
                retomados y nunca concluidos, en suma, es donde se ve puede seguir 
                más claramente la evolución de los temas metafísicos 
                que Borges reduce a algunas formas constantes: el examen de la 
                paradoja de Zenón sobre la carrera entre Aquiles y la tortuga 
                que permite mostrar la naturaleza ilusoria del Espacio y del Tiempo 
                (está en Discusión, 1932, y reaparece en 
                Otras inquisiciones, 1952); la doctrina de los ciclos, 
                tan vinculada al tema básico: el Tiempo (empieza a publicarse 
                en Historia de la eternidad, 1936, pasa a un poema de 1940 
                y se reitera en 1943 bajo la forma de ensayo de La Nación); 
                la misma negación del tiempo, rastreable, a partir de 1925 
                en textos de El idioma de los argentinos, 1928 (Sentirse 
                en muerte se titula) y en sucesivas versiones de la citada 
                Historia de la eternidad y de Nueva refutación 
                del Tiempo, 1947. Bajo cualquiera de estas formas se manifiesta una convicción 
                última: la irrealidad del mundo aparencial. O si se quiere 
                una definición más técnica. Es el de Borges 
                un idealismo solipsista que va más allá de Berkeley 
                y de Hume y que se apoya en algunos textos escogidos de Schopenhauer 
                (siempre los mismos) para sostener que fuera del presente el Tiempo 
                no existe y que este mismo presente contemplado por nuestro yo 
                es de naturaleza ilusoria. En la base de sus especulaciones metafísicas 
                hay la intuición de la vanidad del conocimiento intelectual 
                y la convicción de que es imposible penetrar el diseño 
                último del mundo (si lo hay). Porque su metafísica descansa además en la negación 
                de todo socorro sobrenatural y en la empecinada denuncia de las 
                fábulas de la teología. En un artículo sobre 
                Edward Fitzgerald (recogido en Otras inquisiciones) excusa 
                sus incursiones teológicas con una frase que se le puede 
                aplicar a él también: "Todo hombre culto 
                es un teólogo, y pera serlo no es indispensable la fe." 
                De aquí que la obra de Borges abunde en el examen de heresiarcas 
                históricos, como el falso Basílides (al que dedica 
                un ensayo en Discusión), o como John Donne (sobre 
                su Biathanatos escribe en Otras inquisiciones), o en el 
                registro apócrifo de herejías por él mismo 
                inventadas, como en el cuento Los teólogos o en 
                Tres versiones de Judas, que debe seguramente su impulso 
                al texto citado de Donne. De aquí que dedique poemas y 
                ensayos al examen del Infierno y enuncie, a la vera de León 
                Bloy esta vez, una horrible intuición: "los goces 
                de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos 
                al revés, en un espejo." De aquí que su 
                última convicción teológica pueda encontrarse 
                en aquella frase tan destructora de uno de sus relatos fantásticos, 
                Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: "¿Cómo 
                no someterse a Tlön, a esa minuciosa y vasta evidencia de 
                un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también 
                está ordenada. Quizás lo esté, pero de acuerdo 
                a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no acabamos 
                nunca de percibir." Tal vez estas especulaciones metafísicas o teológicas 
                de Borges carezcan de todo valor filosófico. Es probable 
                que Borges no haya agregado una sola idea nueva, una sola intuición 
                perdurable, al vasto corpus compilado por occidentales y orientales 
                desde las meditaciones de los presocráticos o de las pasivas 
                alucinaciones de Buddha. Pero son fundamentales para comprender 
                el sentido último de su obra creadora. Aunque él 
                mismo tienda a juzgarlas (en paradójica humildad) como 
                una rama de la literatura fantástica o hable de ellas como 
                del "débil artificio de un argentino extraviado 
                en la metafísica" y hasta denuncie la subyacente 
                actitud estética ("estimar las ideas religiosas 
                o filosóficas por su valor estético y aun por lo 
                que encierran de singular y maravilloso", aclara o define), 
                actitud que es indicio según él de un escepticismo 
                esencial; aunque sea el propio Borges el primero en denunciar 
                limitaciones y errores, es evidente que sin examinar estas perplejidades 
                es imposible situar precisamente la obra creadora de este singular 
                escritor. Vanidad de la crítica literaria Ya se ha visto al examinar la poesía de Borges el papel 
                fundamental que juega en ella su obra crítica. En realidad, 
                Borges puede ser considerado más que como un crítico 
                literario puro como un crítico practicante, de acuerdo 
                con la útil distinción propuesta por T. S. Eliot. 
                Es decir: como el crítico que estudia aquellos problemas 
                que debe resolver como creador y desdeña (o falsea) los 
                que estorban a su propia invención. Esto explicaría 
                en parte la naturaleza tan agresiva de la crítica de Borges, 
                así como sus cambios de frente. Lugones y Góngora 
                podrían ser buenos ejemplos de la parcialidad con que ataca 
                Borges y de la honradez (excepcional en el ambiente rioplatense) 
                con que reconoce errores antiguos y adora lo que había 
                quemado. Al hacer esta distinción no se quiere disminuir la penetración 
                y alcance excepcional de la facultad crítica de Borges; 
                se quiere indicar únicamente que esa facultad no se ejerce 
                gratuitamente sino que aparece al servicio de la propia creación. 
                Esa es su verdadera naturaleza. En muchos textos ha glosado Borges la vanidad de toda crítica 
                literaria. En algún lugar ha mostrado que suele reducirse 
                a dos actividades ajenas por completo a la función crítica: 
                la alabanza, el vituperio. En sucesivos ensayos (desde El tamaño 
                de mi esperanza hasta Discusión, principalmente) 
                ha mostrado la relatividad del juicio, cómo siempre el 
                lector empieza por prejuzgar (id est: por situarse en una 
                perspectiva condicionada). El examen de una metáfora le 
                sirve en La fruición literaria (de El idioma 
                de los argentinos) para denunciar esa relatividad. Se trata 
                de un texto que dice: "El incendio, con feroces mandíbulas 
                devora al campo." Borges conjetura sucesivamente que 
                fue escrita por un poeta argentino ultraísta, por un poeta 
                chino o siamés, por el testigo presencial de un incendio, 
                por Esquilo (de quien es realmente). Cada atribución supone 
                una distinta valoración, la aplicación de diferentes 
                patrones críticos. Con el mismo tema ha desarrollado Borges 
                una de sus más ingeniosas sátiras literarias. Se 
                titula Pierre Menard, autor del Quijote. Borges postula 
                un literato francés que se propone reescribir el Quijote 
                con las mismas palabras de Cervantes y sin copiarlo; después 
                de arduos esfuerzos llega a conseguir algunos párrafos, 
                textualmente idénticos pero casi opuestos en su significado, 
                en las alusiones de su contenido. No en balde Pierre Menard es 
                un escritor contemporáneo y Cervantes un hombre del Seiscientos. 
                El propósito de Borges se explicita mejor en los irónicos 
                párrafos finales del cuento (en que hay un eco del ejercicio 
                cometido sobre el texto de Prometeo encadenado): "Menard 
                (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica 
                nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica 
                del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. 
                Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer 
                la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y 
                el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier 
                como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla 
                de aventura los libros más calmosos. ¿Atribuir a 
                Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación 
                de Cristo no es una suficiente renovación de esos tenues 
                avisos espirituales?" Detrás de tanta cortesía lo que se encuentra es 
                la convicción de la vanidad y locura de la crítica 
                literaria. En un texto de 1933 (Elementos de preceptiva, 
                no recogido en volumen) ha sido Borges menos elaborado, más 
                explícito. Después de proceder al análisis 
                de algunos ejemplos llega a dos conclusiones: "Una la 
                invalidez de la disciplina retórica, siempre que la practicasen 
                sin vaguedad; otra la imposibilidad final de una estética. 
                Si no hay palabra en vano, si una milonga de almacén es 
                un orbe de atracciones y repulsiones ¿cómo dilucidar 
                ese tide of pomp, that beats upon the high shore of the world: 
                las 1056 páginas en cuarto menor atribuidas a Shakespeare? 
                ¿Cómo juzgar en serio a quienes las juzgan en masa, 
                sin otro método que una maravillosa emisión de aterrorizados 
                elogios, y sin examinar una línea?" La conclusión práctica a que llega Borges no es 
                la imposibilidad de toda crítica sino, por el contrario, 
                la necesidad de que toda crítica se atenga cuidadosamente 
                a los textos concretos. De aquí que sus ensayos abunden 
                en examen de versos sueltos, de frases, de párrafos, y 
                casi nunca emprendan el análisis de una obra entera, de 
                todo un autor, de una literatura. Hay excepciones, es claro. Borges 
                ha escrito un estudio sobre Evaristo Carriego y prepara 
                hace algunos años otro sobre Dante; Borges ha escrito largamente 
                (y en varias instancias) sobre La literatura gauchesca y 
                sobre El "Martín Fierro"; Borges ha escrito 
                (con la ayuda invisible de Delia Ingenieros) un tratado sobre 
                Antiguas literaturas germánicas. Pero esta clase 
                de trabajos constituye la excepción en su obra crítica, 
                compuesta de breves ensayos, dispersos en revistas y recogidos 
                morosamente en las páginas de un libro. Por otra parte, 
                basta considerar cualquier página de los volúmenes 
                arriba invocados para advertir hasta qué punto cada afirmación 
                crítica está apoyada siempre en la cita textual 
                y cómo se busca precisar la imagen y se elude toda caracterización 
                sumaria o vaga. La nueva retórica Semejante concepción de los riesgos y ventura de la crítica 
                ha llevado a Borges al examen de la retórica tradicional 
                y a la fundamentación de una retórica nueva que 
                intenta legislar las nuevas formas del arte contemporáneo 
                (según él mismo apuntó en 1925). Capítulos 
                de esa retórica se fueron escribiendo entre 1925 y 1936, 
                y aunque Borges nunca los ordenó en tratados ni consintió 
                siquiera en recogerlos en un solo volumen, su examen pormenorizado 
                arroja ancha luz sobre su creación estética. Puede 
                intentarse ahora una ordenación centrada en tres temas 
                básicos: el lenguaje, la metáfora, los procedimientos 
                de la narración. Repetidas veces escribe Borges sobre el lenguaje. Le preocupa 
                ante todo la caracterización de un lenguaje rioplatense 
                que sin necesitar convertirse en idioma nacional y practicar una 
                mutiladora separación del tronco común del idioma, 
                se despeje de falsos casticismos, de devociones galicistas y de 
                supersticiones autóctonas. Esa lengua ideal aparece expresada 
                en la conferencia que titula El idioma de los argentinos y 
                cabe en sus penúltimas palabras: "Pero nosotros 
                quisiéramos un español dócil y venturoso, 
                que se llevara bien con la apasionada condición de nuestros 
                ponientes y con la infinitud de dulzura de nuestros barrios y 
                con el poderío de nuestros veranos y nuestras lluvias y 
                con nuestra pública fe. Sustancia de las cosas que se esperan, 
                demostración de cosas no vistas, definió San Pablo 
                la fe. Recuerdo que nos viene del porvenir, traduciría 
                yo. La esperanza es amiga nuestra y esa plena entonación 
                argentina del castellano es una de las confirmaciones de que nos 
                habla. Escriba cada uno su intimidad y ya la tendremos. Digan 
                el pecho y la imaginación lo que en ellos hay, que no otra 
                astucia filológica se precisa." Palabras en que se encuentra el mismo acento de las que por esos 
                días escribió Pedro Henríquez Ureña 
                en sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión 
                (1928) y que Borges habría de glosar en una reseña 
                bibliográfica olvidada. "No hay secreto de la expresión 
                sino uno (escribe el maestro dominicano): trabajarla hondamente, 
                esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las 
                cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección. 
                El ansia de perfección es la única norma. Contentándonos 
                con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota, 
                nunca comunicaremos la revelación íntima; contentándonos 
                con la tibia y confusa enunciación de nuestras intuiciones, 
                las desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar. 
                Pero cuando se ha alcanzado la ex presión firme de una 
                intuición artística, va en ella no sólo el 
                sentido universal, sino la esencia del espíritu que la 
                poseyó y el sabor de la tierra de que se ha nutrido." En cuanto al lenguaje como creación propia, como expresión 
                personal, Borges ha sintetizado en El idioma infinito (de 
                El tamaño de mi esperanza) su propia conducta. Después 
                de afirmar que ha procurado atenerse siempre a la gramática 
                ("arte ilusoria que no es sino la autorizada costumbre") 
                indica algunas trazas, por las que tiende a ensanchar infinitamente 
                el número de voces posibles. Esas trazas son: 1º La 
                derivación de adjetivos, verbos y adverbios, de todo nombre 
                sustantivo; 2º La separabilidad de las llamadas preposiciones 
                inseparables; 3º La traslación de verbos neutros en 
                transitivos y lo contrario; 4º El emplear en su rigor etimológico 
                las palabras. Bastan tales procedimientos para formular (no para explicar) 
                las novedades de un lenguaje que ha sido asombro de lectores y 
                tentación irresistible para tanto joven escritor. Cabría 
                agregar a lo dicho allí por Borges que se advierte una 
                notable evolución a lo largo de su obra. Ese lenguaje que 
                está más vinculado a lo español castizo en 
                sus orígenes y que abunda, con gozosa complacencia en el 
                arcaísmo de origen quevedesco, se va depurando a medida 
                que el escritor se esencializa y alcanza una concisión 
                sintáctica y una lucidez semántica que son sus caracteres 
                más salientes hoy. La metáfora es otro tema básico de sus inquisiciones 
                críticas. En sucesivos exámenes advierte Borges 
                que ella no existe en la lírica popular; que en la lírica 
                culta suele convertirse en todo, es decir: en el elemento de mayor 
                potencialidad poética; que esta primacía es en cierto 
                sentido ilusoria ya que requiere pares ello un estado de poesía 
                muy elaborado ("La poesía de los vocablos entreverados 
                por ella la condiciona y la hace emocionar o fallar", 
                escribe hacia 1928); que su verdadera condición es más 
                bien la de objetos poéticos ("Son, para de alguna 
                manera decirlo, objetos verbales, puros e independientes como 
                un cristal o como un anillo de plata", escribe en 1952). La conclusión a que llega ahora un análisis que 
                se dilata a lo largo de tres décadas se apoya en esta experiencia: 
                "Hará treinta años, mi generación 
                se maravilló de que los poetas desdeñaran las muchas 
                combinaciones de que esa colección es capaz y maniáticamente 
                se limitaran a unos pocos grupos famosos: las estrellas y los 
                ojos, la mujer y la flor, el tiempo y el agua, la vejez y el atardecer, 
                el sueño y la muerte." La conclusión es 
                que los poetas (y no su generación) tenían razón. Todo su afán de retórico de la metáfora 
                se ha concentrado en estos últimos años en mostrar 
                que bastan esas aproximaciones pares ordenar todas las metáforas 
                posibles. Es claro que esta unidad no aniquila la variedad. No 
                cualquiera advierte la unidad esencial que enlaza secretamente 
                a ciertas metáforas y el propio Borges se pregunta: "¿Quién, 
                a priori, sospecharía que 'sillón de hamaca' 
                (como dicen en los blues a la muerte) y `David durmió 
                con sus padres' (I Reyes, 2: 10) proceden de una misma 
                raíz?" Es decir: la identificación del 
                sueño con la muerte. Una estética de la narración Cuando los problemas de la narración empiezan a dominar 
                la obra creadora de Borges, aparecen sus ensayos sobre los procedimientos 
                narrativos y descriptivos, su reiterada consideración de 
                las Sagas, su análisis del valor de invención en 
                el argumento, su discrepancia de las teorías expuestas 
                por Ortega y Gusset en Ideas sobre la Novela, 1925, su 
                ataque al psicologismo. Con todo ello, Borges compone una estética 
                de la narración que podría articularse así. "El problema central de la novelística es la causalidad", 
                dice en un ensayo de 1932. Borges reconoce dos formas de expresión 
                de esa causalidad. Una de ellas es la realista que encuentra su 
                mejor expresión en "la morosa novela de caracteres 
                [que] finge o dispone una concatenación de motivos que 
                se proponen no diferir de los del mundo real." Mejor 
                le parece a Borges el procedimiento de las narraciones fantásticas 
                que descansan en la magia "que es la coronación 
                o pesadilla de lo causal, no su contradicción". 
                De aquí que postule: "... una novela (...) debe 
                ser un juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades. Todo episodio, 
                en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior." Algunos años más tarde, distinguirá mejor 
                entre novela y cuento y precisará: "La palabra 
                cuento se justifica, pues cada pormenor existe en función 
                del argumento general; esa rigurosa evolución puede ser 
                necesaria y admirable en un texto breve, pero resulta fatigosa 
                en una novela, género que para no parecer demasiado artificial 
                o mecánico requiere una discreta adición de rasgos 
                independientes." Pero lo que ahora importa es la distinción entre relatos 
                que tratan de seguir el proceso de causalidad del mundo real y 
                que desembocan fatalmente en la incoherencia de la novela realista 
                o psicológica, y los relatos que se atienen al proceso 
                mágico, "donde profetizan los pormenores, lúcido 
                y limitado." De aquí su conclusión: "En 
                la novela, pienso que la única posible honradez está 
                con el segundo. Quede el primero para la simulación psicológica." 
               Con no menor nitidez distingue Borges en otro texto los dos tipos 
                básicos de narración. Figura como prólogo 
                a La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares (1940) 
                y no ha sido recogido en los volúmenes críticos 
                de su autor. Contra la opinión de Omega y Gusset que aboga 
                por la novela psicológica y opina que el placer de as aventuras 
                es inexistente o pueril, expone Borges los motivos de su disentimiento: 
                "El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar 
                ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. 
                La novela característica, 'psicológica', propende 
                a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos 
                han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: 
                suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que 
                se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores 
                por fervor o por humildad... Esa libertad plena acaba por equivaler 
                al pleno desorden. Por otra parte, la novela `psicológica' 
                quiere ser también novela "realista": prefiere 
                que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de 
                toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) 
                un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos 
                de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los 
                que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso 
                de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone 
                como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial 
                que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir 
                en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes 
                de Simbad o del Quijote, le impone un riguroso argumento. "He alegado un motivo de orden intelectual; hay otros 
                de carácter empírico. Todos tristemente murmuran 
                que nuestro siglo no es capaz de tejer tramas interesantes; nadie 
                se atreve a comprobar que si alguna primacía tiene este 
                siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas. 
                Stevenson es más apasionado, más diverso, más 
                lúcido, quizá más digno de nuestra absoluta 
                amistad que Chesterton; pero los argumentos que gobierna son inferiores. 
                De Quincey, en noches de minucioso terror, se hundió en 
                el corazón de laberintos hechos de laberintos, pero no 
                amonedó su impresión de unutterable and 
                self-repeating infinities en fábulas comparables a las 
                de Kafka. Anota con justicia Ortega y Gasset que la "psicología" 
                de Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar de sus argumentos. 
                A Shakespeare, a Cervantes, les agradaba la antinómica 
                idea de una muchacha que, sin disminución de su hermosura, 
                logra pasar por hombre; ese móvil no funciona con nosotros... 
                Me creo libre de toda superstición de modernidad, de cualquier 
                ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o 
                diferirá de mañana; pero considero que ninguna otra 
                época posee novelas de tan admirable argumento como The 
                invisible man, como The turn of the screw, como Der 
                Prozess, como Le Voyageur sur la terre, como ésta 
                que ha logrado, en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares." Posteriormente a este análisis, Borges ha precisado en 
                otros textos (particularmente en su examen de las Sagas) las excelencias 
                de una narrativa que se aparta del realismo descriptivo, postula 
                argumentos originales, revela el carácter de los personajes 
                por el comportamiento o por la anécdota. Estos procedimientos 
                que el crítico descubre o señala hacia 1951 en los 
                narradores escandinavos habían sido puestos en práctica 
                ya por el narrador. IV LA NARRACION Desvarío laborioso y empobrecedor 
                el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas 
                una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocosminutos.
 (EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN, 1941.)
 Timideces y audacias de un narrador Al presentar en 1954 la segunda edición de Historia 
                universal de la infamia escribe Borges que estas ficciones 
                "son el irresponsable juego de un tímido que no 
                se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear 
                y tergiversar (sin justificación estética, alguna 
                vez) ajenas historias." En efecto, las primeras narraciones 
                de Borges no declararán su condición de tales. Preferirán 
                disimularse como historias verdaderas, apenas literatizadas por 
                el estilo, o (en variante todavía más tímida) 
                como páginas de prosa perdidas en los libros de crítica. 
                Así, su primer relato: Hombres pelearon, de ambiente 
                orillero y que prefigura El hombre de la esquina rosada, 
                1935, se publica junto a Sentirse en muerte (que registra 
                una intuición metafísica perdurable) y bajo el rótulo 
                común: Dos esquinas. Su primera narración 
                fantástica, El acercamiento a Almotásim figura 
                en Historia de la eternidad, 1936, como nota bibliográfica 
                del inexistente libro del inexistente Mir Bahadur Ali. Borges prefirió intercalar en las páginas de Sur 
                algunos cuentos (Examen de la obra de Herbert Quain, por 
                ejemplo) que asumían el carácter de nota necrológica 
                de algún desconocido escritor. El procedimiento es llevado 
                al absurdo en Pierre Menard, autor del Quijote que fue 
                fichado eruditamente por algún omnívoro cervantista. Lo paradójico es que la timidez de Borges no se extendía 
                sino a la presentación ambigua o equívoca de los 
                cuentos. Los relatos mismos revelaban una imaginación ilimitada 
                que se complace en inventar con abundancia y originalidad. Porque 
                lo primero que sorprende al lector de Borges es la cualidad de 
                invención inagotable de sus ficciones. Baste considerar 
                el primer volumen: El jardín de senderos que se bifurcan, 
                1941. Se reúnen allí ocho narraciones en que se 
                postula: un universo absolutamente coherente inventado por sabios 
                y descubierto accidentalmente por el autor gracias a un amigo 
                (Bioy Casares) y al tomo de una enciclopedia apócrifa; 
                la reseña bibliográfica de una obra hindú 
                (apócrifa, también) en que se cuenta el peregrinaje 
                de un individuo en busca de otro (Dios tal vez) cuyo reflejo maravilloso 
                reconoce en los seres más miserables o indignos; el propósito 
                de reescribir el Quijote intentado por un poeta francés 
                post-simbolista; un hombre que sueña a otro y logra interpolarlo 
                en la realidad para descubrir, tardíamente, que él 
                también es imagen de un sueño; una lotería 
                que sustituye al Estado o se confunde con él y que es cifra 
                del caos y la arbitrariedad del mundo; una nota necrológica 
                sobre un escritor inglés (inexistente) en que se resumen 
                algunos argumentos de sus libros, de naturaleza fantástica 
                todos; una Biblioteca total que es también cifra del universo, 
                caótico y lúcido; una trama policial que exige para 
                su perfección no sólo un chino, un sinólogo 
                inglés y un tenaz policía, sino (además) 
                un laberinto que es un libro. La timidez tampoco se manifiesta 
                en los recursos narrativos. Los procedimientos de la narración fantástica Al examinar la literatura fantástica en una conferencia 
                dictada en Montevideo en 1949, encuentra Borges cuatro grandes 
                procedimientos que se presentan desde los primeros tiempos y que 
                permiten al creador destruir no sólo el realismo de la 
                ficción sino la misma realidad. Ellos son: la obra de arte 
                dentro de la misma obra, la contaminación de la realidad 
                por el sueño, el viaje en el tiempo, el doble. El procedimiento de la obra dentro de la obra está ya 
                en el Quijote (como apunta Borges) : en la segunda parte 
                los personajes han leído el Quijote de 1605; está 
                también en Hamlet: los cómicos representan 
                ante la corte una tragedia que tiene gran semejanza con la de 
                Hamlet. Pero es posible rastrearlo antes del Barroco. En 
                la Eneida (libro I) el héroe troyano contempla en 
                Cartago unas pinturas en las que se muestra la destrucción 
                de Troya, de la que acaba de escapar, y se reconoce "mezclado 
                entre los príncipes aqueos". Y antes, en la Ilíada, 
                modelo de Virgilio, Helena borda en el canto III un doble 
                manto de púrpura cuyo tema es el mismo del poema: el combate 
                de troyanos y aqueos por la posesión de Helena. En estos 
                ejemplos (y en otros que Borges propone o pueden proponerse complementariamente) 
                se advierte que la misma obra literaria postula la realidad de 
                su ficción al introducirse como realidad en el mundo que 
                sus personajes habitan. Borges no ha descuidado el empleo de este procedimiento. Pero 
                no se ha limitado a trasladarlo tal como lo ofrecía la 
                tradición literaria de occidente: la ha invertido. En vez 
                de testimoniar la realidad de su cuento por la presencia dentro 
                de él de la misma obra de arte, ha introducido en sus relatos 
                más inauditos la realidad contemporánea del lector. 
                Así, por ejemplo, para evitar toda discusión sobre 
                la existencia de una enciclopedia que permite acceder a Tlön, 
                Uqbar, Orbis Tertius, Borges compromete a su amigo Bioy Casares 
                en el descubrimiento (empieza por atribuirle una frase suya) y 
                luego transcribe las opiniones, también apócrifas, 
                de Carlos Matronardi, Ezequiel Martínez Estrada , Pierre 
                Drieu la Rochelle, Alfonso Reyes, Xul Solar, Enrique Amorim, Néstor 
                Ibarra. En otra variante de este recurso, utiliza a éstos 
                y otros amigos como personajes (incidentales, es claro) de sus 
                ficciones: Pedro Leandro Ipuche y Bernardo Haedo en Funes el 
                memorioso; Patricio Gannon y yo en La otra muerte. 
                Una tercera variante le permite decretar que la ficción 
                ya ha sido escrita por otro (también Cervantes previó 
                este recurso al inventar a Cide Hamete Benengeli). En vez de crear 
                el cuento se limita a comentarlo bajo la humilde apariencia de 
                reseña bibliográfica o la más grave de necrológica. 
                Ya se ha visto que así compone El acercamiento a Almotásim, 
                Examen de la obra de Herbert Quain y Pierre Menard, autor 
                del Quijote. En todos los casos un pedazo irrefutable de la 
                realidad aparece injertado en la ficción, aparece lastrándola 
                de realidad. El procedimiento de introducir imágenes del sueño 
                que alteran la realidad ha sido explotado por el folklore de todos 
                los pueblos; Borges cita y traduce así: "si un 
                hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran 
                una flor como prueba de que había estado ahí, y 
                si al despertar encontrara esa flor en su mano... entonces ¿qué?" 
                En unos de sus cuentos de más minuciosa elaboración, 
                Las ruinas circulares, Borges juega con el impreciso límite 
                entre la realidad y el sueño: un asceta o místico 
                de la India decide soñar un hombre e interpolarlo en la 
                realidad. Después de muchas vigilias y de algunas horas 
                dedicadas al sueño, consigue crearlo. Un solo signo podrá 
                delatar la condición irreal del fantasma: será inmune 
                al fuego. Más tarde un incendio amenaza la vida del soñador. 
                Quiere huir, atraviesa el fuego: "con alivio, con humillación, 
                con terror (escribe Borges), comprendió que él también 
                era una apariencia, que otro estaba soñándolo." La flor de Coleridge, combinada con otro recurso -el viaje 
                en el Tiempo- ha engendrado otras ficciones famosas que el mismo 
                Borges apunta. Así, por ejemplo, en The Time Machine 
                de H. G. Wells, el protagonista viaja hacia el porvenir y trae 
                una flor marchita. Borges comenta: "Más increíble 
                que una flor celestial o que la flor de un sueño es la 
                flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora 
                ocupan otros lugares y no se combinaron aún." 
                Henry James, que conocía el texto de Wells, propone una 
                versión más fantástica en The Sense of 
                the Past, novela que no llegó a concluir pero cuyo 
                argumento total es conocido: un retrato que data del siglo XVIII 
                representa misteriosamente al protagonista, que fascinado por 
                la tela logra trasladarse a la fecha en que fue pintada y consigue 
                que el pintor, tomándolo como modelo, comience la obra. 
                "James crea así (dice Borges) un incomparable 
                'regressus ad infiniturn', ya que su héroe, Ralph 
                Pendrel, se traslada al siglo XVIII porque lo fascina un viejo 
                retrato, pero ese retrato requiere, para existir, que Pendrel 
                se haya trasladado al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto, 
                el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje." Borges ha utilizado también la fantasía temporal. 
                Por ejemplo, en El milagro secreto el tiempo real queda 
                suspendido mientras fluye un año mental para el protagonista 
                (a quien apuntan los fusiles del pelotón de ejecución); 
                en Funes, la memoria estratifica el tiempo: ni uno sólo 
                de sus segundos se pierde, todos quedan registrados en la inhumana 
                vigilia del memorioso; El inmortal (que el autor ha calificado 
                de Bosquejo de ética para inmortales) está 
                señalando desde el título una curiosa derrota del 
                tiempo que es también derrota de la noción de personalidad. 
                Dejé para el final el más audaz, aunque no (tal 
                vez) el de más feliz ejecución: La otra muerte 
                en que la voluntad de un hombre opera un milagro, le permite remontar 
                la corriente del tiempo y alterar una cobardía pasada, 
                que padeció durante toda la vida, con un acto de arrojo. El último procedimiento codificado por Borges, el de los 
                dobles, abunda en antecedentes ilustres. En su conferencia recuerda 
                dos: uno de los cuentos de Edgar Allan Poe que se titula William 
                Wilson; una narración de Henry James, The Jolly 
                Corner, que presenta la sugestiva variante de referirse a 
                un doble que habita no otro tiempo real sino un tiempo posible, 
                que es un fantasma en fin. Este procedimiento cuenta con la predilección de Gorges. 
                Hay tres cuentos que lo ensayan, siempre con significativas invenciones. 
                En Tres versiones de Judas se sustituyen rápidamente 
                las teorías sobre la traición pasta concluir con 
                la más fascinante: Dios no se encarnó en Cristo, 
                el perfecto, sino en Judas, el traidor. En realidad, más 
                que una blasfemia o una herejía barroca (que tendría 
                su antecedente, según he apuntado, en el Biathanatos 
                de John Donne) lo que Borges propone es la identificación 
                final de Judas y Cristo, de cada hombre con todo hombre. El procedimiento 
                aparece explícito en El tema del traidor y del héroe 
                en que el jefe de una conspiración resuelve traicionar 
                a sus cómplices; éstos se enteran y deciden elimínarlo, 
                pero de manera que la causa no se debilite. Para ello, lo obligan 
                a jugar el papel de víctima, de héroe, en un atentado 
                simulado que servirá para encubrir el suicidio verdadero. 
                En Los teólogos, deliciosa recreación arqueológica, 
                insiste en el procedimiento: después de largas y vanas 
                refutaciones un teólogo logra la completa destrucción 
                (por el fuego) de un rival famoso. Al morir descubre que para 
                Dios, para la mirada ilimitada de Dios, ambos son la misma persona. 
                En cualquiera de los tres ejemplos, Borges ha preferido imaginar 
                no dos personas idénticas sino dos personas aparentemente 
                opuestas aunque en realidad complementarias. En algún caso 
                (el segundo) ni siquiera es necesario que haya dos personas; bastan 
                distintos enfoques de la misma. Otro cuento, La forma de la 
                espada, especula con el cambio de enfoque y muestra la despreciable 
                delación de un hombre contada por él mismo como 
                si él fuera la víctima y no el delator. Metáforas de la realidad Quizá el error más grueso que puede cometer un 
                lector de Borges es el de suponer que sus ficciones se agotan 
                después de examinados sus procedimientos. Es decir: que 
                son únicamente construcciones artificiosas sin ningún 
                contenido. El mismo Borges se ha encargado de tolerar y pasta 
                fomentar esa injusticia. Algunas veces ha señalado que 
                son juegos de la inteligencia y la escritura, artificios, como 
                si sólo fueran eso. Sin embargo, su autor no puede ignorar 
                (y pasta lo ha declarado públicamente) que la literatura 
                fantástica se vale de ficciones no para evadirse de la 
                realidad, como Green sus fáciles detractores, sino para 
                expresar una visión más honda de la realidad. Toda 
                esa literatura está destinada más a ofrecer metáforas 
                de la realidad, por las que el escritor quiere trascender la superficie 
                indiferente o casual, que evadirse a un territorio impune.  De aquí que no cualquier ficción irresponsable 
                pueda valer; de aquí que la literatura fantástica 
                requiera más lucidez y rigor, más auténtica 
                exigencia creadora, que la mera copia de la realidad que (ésta 
                sí) puede permitirse abundar en incoherencias, en arbitrariedades, 
                en el tedio. El mismo Borges acerca dos ejemplos: The Invisible Man 
                de H. G. Wells y Der Prozess de Franz Kafka. Ambas obras 
                (apunta en su conferencia de 1949) plantean el mismo tema: la 
                soledad del hombre, su incomunicabilidad última, pero utilizan 
                distintos procedimientos narrativos. Una es una fantasía 
                científica, contada en términos de minucioso realismo; 
                la otra es una pesadilla que conserva su irrealidad, su angustia, 
                sus leyes arbitrarias, a pesar de estar expuesta con detalles 
                de la más penosa o trivial materialidad. Del mismo modo pueden reducirse las ficciones de Borges a constantes 
                temas humanos. Así, por ejemplo, Pierre Menard, Autor 
                del Quijote y La busca de Averroes, La biblioteca 
                de Babel y El milagro secreto, La escritura del 
                Dios, demuestran, de muy variada manera, la vanidad de todo 
                esfuerzo creador, la locura de la erudición, de la crítica 
                literaria, de la filosofía, del arte. El tema dcl traidor 
                y del héroe, Tres versiones de Judas, Los teólogos, 
                ejemplifican la imposibilidad de un deslinde total entre el Bien 
                y el Mal. La biblioteca de Babel, La lotería en Babilonia, 
                La escritura del Dios, El Aleph, presentan variantes del azar 
                que rige este mundo caótico, en tanto que El muerto (en 
                que a un hombre lo dejan triunfar y ser prepotente y creerse alguien 
                porque ya lo tienen condenado de antemano) ofrece una reducción 
                del tema a escala del destino individual. Examen de la obra 
                de Herbert Quain, El jardín de senderos que se bifurcan, 
                La muerte y la brújula, La casa de Asterión, 
                proponen una imagen del universo y del destino humano que se confunde, 
                por su bifurcación, por su simetría, con las de 
                un hombre encerrado en la pesadilla de un laberinto.  En el centro de estas ficciones hay un mensaje -nihilista- que 
                no es difícil formular: el mundo coherente que creemos 
                vivir, gobernado por la razón y fijado por el esfuerzo 
                creador en perdurables categorías morales a intelectuales 
                no es real. Es una invención de hombres (artistas y teólogos, 
                filósofos y visionarios) que se superpone a la realidad 
                absurda, caótica, del mismo modo que la caprichosa creación 
                de Tlön (obra de sabios también) se superpone a esta 
                realidad legislada que todos soñamos. El mundo, el real 
                no el aparencial, ha sido creado por dioses subalternos y abunda 
                en incongruencias, en imperfecciones, en sinsentido. Las ficciones realistas Es claro que toda una zona de las ficciones de Borges afecta 
                la apariencia del realismo. Y el mismo autor ha permitido que 
                uno de sus relatos, Emma Zunz, fuera anunciado en Sur 
                como "cuento realista". ¿Acaso no rigen 
                en estos relatos las mismas normas narrativas?, podría 
                preguntarse el lector. ¿Es distinta la visión del 
                mundo que ellos revelan? Consideremos el caso de Emma Zunz Borges cuenta allí la historia (sugerida por Cecilia Ingenieros) 
                de una joven que para vengar la muerte de su padre resuelve hacerse 
                violar por un marinero desconocido para poder echar la culpa de 
                ese acto al hombre de quien desea vengarse y tener así 
                una excusa por haberlo matado. El cuento es realista en más 
                de un sentido, como se ve. Pero, ¿en qué consiste 
                el realismo de Emma Zunz? No indudablemente en su desagradable 
                peripecia ni en el estilo neutro en que la comunica Borges. Su 
                realismo consiste en que ningún detalle (por rebuscado 
                o casual que parezca) viola ninguna de las leyes aceptadas del 
                mundo real. No hay nada que sea fantástico en su planteo 
                o en sus términos; todo es de una burocrática realidad, 
                aún en sus sordideces. Y sin embargo, la realidad profunda 
                que postula el relato es de la misma esencia de los cuentos fantásticos: 
                es una realidad pesadillesca, deformada por el estado anormal 
                en que se encuentra la protagonista, y que se revela, súbitamente, 
                en el último párrafo del cuento. "La historia 
                [que cuenta Emma Zunz a la policía] era increíble, 
                en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era 
                cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, 
                verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que 
                había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, 
                la hora y uno o dos nombres propios." Basta este último párrafo (en que el ultraje cometido 
                por un hombre puede ser pagado, sin alteración de la verdad 
                sustancial, por otro), basta este párrafo ambiguo y luminoso 
                para destruir la aparente coherencia del mundo que postula Emma 
                Zunz, para convertir el relato realista en fantástico. 
                De la misma estirpe fantástica de los cuentos de El 
                jardín de senderos que se bifurcan. Más evidente es el caso de otro cuento que Borges ha vinculado 
                por su estilo a Emma Zunz. Se titula La espera y 
                es más reciente. Allí un hombre contrabandista, 
                (se adivina) se esconde de sus compañeros a los que sin 
                duda ha delatado; día tras día, noche tras noche, 
                imagina el momento en que aquellos lo descubren, entran en su 
                cuarto y lo balean sin previo aviso. Cuando llegan realmente, 
                el hombre está acostado y los mira; no acaba de convencerse 
                a intenta un gesto como para devolverlos al sueño al que 
                sin duda pertenecen, como para despojarlos de realidad por medio 
                de un conjuro; entonces muere. ¿Será necesario aclarar 
                que para este hombre que estuvo viviendo durante meses la pesadilla 
                de la muerte repentina y multiplicada en horas de espera, la muerte 
                misma no es sino una variante, la última tal vez, de la 
                pesadilla circular? Si se compara esta historieta de Borges con una anterior y levemente 
                similar de Ernest Hemingway (The Killers es el título 
                original) se puede apreciar mejor la naturaleza no realista del 
                enfoque borgiano. Hemingway se mantiene deliberadamente en la 
                superficie del relato y a través de ella permite a la intuición 
                del lector el acceso a la angustia del hombre acorralado que espera, 
                en lúcida impotencia, a los matones que han de ultimarlo. 
                Borges se instala en cambio (sin monologo interior, sin análisis 
                proustiano) en la conciencia del hombre y verifica allí 
                que el horror de la muerte real no es peor (ni mejor) que el de 
                las mil muertes sufridas en la espera; verifica (ya en otro plano 
                que ahora interesa más) que no hay casi manera de distinguir 
                la muerte real de esas muertes previas, sus borradores confusos, 
                que la imaginación proveyera. La realidad sólida, 
                aparencial, aparece destruida por su mirada y muestra su incoherencia, 
                su desgarrada faz de pesadilla. V LA COSMOVISION ... un misterio y una esperanza: 
                la eternidad.(EL IDIOMA DE LOS ARGENTINOS, 1928ZÓ.
 El Tiempo y el Mundo No es posible considerar el nihilismo como la última etapa 
                de esta obra. El universo que muestran sus ficciones no es, en 
                verdad, caótico; este escritor que las crea no es, en verdad, 
                nihilista. La visión caótica y nihilista se refiere 
                únicamente al mundo de las apariencias. Pero si el lector 
                es capaz de trascender la corteza de estas ficciones y alcanzar 
                la grave realidad subyacente se puede descubrir otra perspectiva. 
                Para ello es posible guiarse por las revelaciones contenidas en 
                Nueva refutación del Tiempo, 1947, librito en que 
                resume Borges su más perdurable inquisición metafísica. 
                Allí escribe: "Berkeley negó que hubiera 
                un objeto detrás de las impresiones de los sentidos; Hume 
                que hubiera un sujeto detrás de la percepción de 
                los cambios. Aquél había negado la materia, éste 
                negó el espíritu; aquél no había querido 
                que agregáramos a la sucesión de impresiones la 
                noción metafísica de materia, éste no quiso 
                que agregáramos a la sucesión de estados mentales 
                la noción metafísica de un yo". Prolongando entonces a estos negadores del espacio y del yo, 
                Borges niega el tiempo, y afirma: "Fuera de cada percepción 
                (actual o conjetural) no existe la materia; fuera de cada estado 
                mental no existe el espíritu; tampoco el tiempo existiría 
                fuera de cada instante presente." O como escribe Schopenhauer 
                en palabras que el mismo Borges cita: "Nadie ha vivido 
                en el pasado, nadie vivirá en el futuro; el presente es 
                la forma de toda vida, es una posesión que ningún 
                mal puede arrebatarle."  Esta convicción metafísica, que Borges razona y 
                comparte, no es sólo producto de una especulación. 
                El mismo libro permite conocer una experiencia en que Borges vivió 
                (creyó vivir) la eternidad. Aparece contada en el fragmento 
                titulado Sentirse en muerte (hacia 1928). Borges recorre, 
                solitario y feliz, la noche del suburbio porteño. Se detiene 
                a contemplar una tapia rosada. "Me quedé mirando 
                esa sencillez (escribe). Pensé, con seguridad, en 
                voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años... Conjeturé 
                esa fecha: época reciente en otros países, pero 
                ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un 
                pájaro y sentí por él un cariño chico, 
                de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es 
                que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que 
                el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento 
                `Estoy en mil ochocientos y tantos' dejó de ser 
                unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó en 
                realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto 
                del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor 
                claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado 
                las presuntivas aguas de Tiempo: más bien me sospeché 
                poseedor del sentido reticente ausente de la inconcebible palabra 
                "eternidad". Sólo después alcancé 
                a definir esa imaginación. La escribo ahora así: 
                Esa pura representación de hechos homogéneos -noche 
                en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la 
                madreselva, barro fundamental- no e meramente idéntica 
                a la que hubo en esa esquina hace tantos años es, sin parecidos 
                ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir esa identidad, 
                es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un 
                momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy basta para 
                desintegrarlo." Un idealismo que lleva sus conclusiones más lejos que 
                Berkeley y Hume y (tal Vez) Schopenhauer, tal es la cosmovisión 
                que encierran las ficciones de Borges, la obra entera de este 
                creador impar. A esta luz, todo cambia. El tema del doble adquiere 
                nuevo significado. No se trata ya de un doble porque todos los 
                hombres son el mismo hombre y hay un solo hombre. (En la fantasía 
                arqueológica que se titula El inmortal se despliega 
                con abundancia de detalles y felicidad de estilo el tema.) Y los 
                juegos con el tiempo presentan otro sentido. Incluso algunas de 
                eras ficciones que muestran a Borges o a sus creaturas, habitados 
                por revelaciones y éxtasis (por ejemplo, El testigo 
                en el volumen Dos fantasías memorables, escrito 
                en colaboración con Bioy Casares; o El Zahir y El 
                Aleph, en el Volumen homónimo) se revelan como metáforas, 
                patéticas o burlescas, de aquella intuición fundamental 
                de la eternidad del presente, de la abolición del Tiempo, 
                que golpeó a Borges una noche de 1928 en una callne del 
                suburbio porteño. VI EL HOMBRE Negar la sucesión temporal, 
                negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones 
                aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia 
                del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología 
                tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible 
                y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El 
                tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; 
                es un, tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego 
                que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, 
                es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.(NUEVA REFUTACIÓN DEL TIEMPO, 1947.)
 Borges el memorioso ¿A qué se debe esa duplicidad de las ficciones 
                de Borges, ese oscilar entre la concepción francamente 
                fantástica y la apariencia del realismo? El fundamento 
                está, ya se ha visto, en la peculiar cosmovisión 
                del escritor. Pero esa weltanschauung (para usar la palabra 
                técnica) depende estrechamente de las circunstancias concretas 
                de este ser Borges. Para los que se sientan repugnados por la 
                explicación de raíz metafísica arriba expuesta, 
                se puede intentar una segunda (psicológica) que no sólo 
                no la desmiente sino que la confirma, El punto de partida lo ofrece 
                uno de sus cuentos, que Borges ha calificado del mejor. En Funes el memorioso ha trazado una suerte de autobiografía 
                espiritual. El cuento presenta a un muchacho de Fray Bentos que 
                a consecuencia de una caída de caballo queda tullido. El 
                accidente tiene otra consecuencia. "Al caer, escribe 
                Borges, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, 
                el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, 
                y también las memorias más antiguas y más 
                triviales." Más adelante detalla el relator (el 
                mismo Borges): "Nosotros de un vistazo, percibimos tres 
                copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos 
                y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las 
                nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos 
                ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las 
                vetas de un libro en pasta española que sólo había 
                mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo 
                levantó en el Río Negro la víspera de la 
                acción del Quebracho." El mundo que contempla Funes (y que estas citas tratan de evocar 
                en el recuerdo del lector), ese mundo en que nada es olvidado, 
                en que todo es presente, no es esencialmente distinto al que contempla 
                cotidianamente su creador. Apenas si está amplificado por 
                la literatura, por el estilo. Una memoria prodigiosa le permite 
                también a Borges fijar para siempre las circunstancias 
                de cada instante; una repetición o monotonía de 
                su vida diaria le permite rectificar en el detalle la misma acción, 
                cotidianamente ejecutada. El insomnio que acosaba también 
                a Funes, le facilita la lenta elaboración de sus ficciones. 
                Largas interminables noches preceden a cada una de sus obras y 
                las dejan marcadas para siempre con sus intervalos de pesadilla 
                o de éxtasis. En sus cuentos abundan esas señales 
                inequívocas de la lucidez alucinatoria del insomnio, esa 
                exasperación intuitiva, ese aumento cruel de las percepciones, 
                unidas (es claro) a las ocasionales distracciones, a los lapsos 
                de inconsciencia que el mismo insomnio alimenta, esos lapsos en 
                que las cosas más nítidas suelen confundirse y los 
                límites borrarse súbitamente. Todos los cuentos abundan en estas señales. En La forma 
                de la espada, al confesarse John Vincent Moon suele equivocar 
                los términos ("Antes o después, dice, orillamos 
                el ciego paredón de una fábrica o un cuartel"), 
                y acaba por reconocer que los nueve días que pasó 
                ocultándose de sus enemigos en la enorme quinta del general 
                Berkeley (¿o del obispo?, hace conjeturar a su lector Borges), 
                esos nueve días pesadillescos por el miedo forman uno solo 
                en el recuerdo. En La muerte y la brújula el detective Eric Lönnrot 
                recorre una vieja quinta. "Por antecomedores y galerías 
                salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. 
                Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; 
                infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó 
                de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo 
                desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; 
                adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas 
                en tarlatán." Es decir: Eric Lönnrot se sumerge 
                en una quinta que es un mundo de pesadilla, gobernado por las 
                trampas de una simetría onírica. Y no son éstas las únicas señales que muestran 
                la identidad de los sueños o vigilias del creador con los 
                de personajes o circunstancias de sus ficciones. A través 
                de todos los cuentos (sean fantásticos o pretendidamente 
                realistas) algunos elementos muestran esa identidad de visión. 
                Se trata de imágenes que no sólo hechizan a los 
                personajes; hechizan también al autor. Los losanges amarillos 
                que evoca Emma Zunz (estaban en la quinta de Lanús 
                que su padre poseía y que les remataron cuando la quiebra) 
                reaparecen ante el hombre que espera como "los desvaídos 
                rombos de la pinturería y ferretería" del 
                barrio en que se ha refugiado. Esos losanges vuelven, coloridos, 
                y se instalan en la pared de otra pinturería junto a la 
                que se descubre el cadáver, apuñalado, de Daniel 
                Simón Azevedo en La muerte y la brújula. 
                A través de todo este cuento, en los arlequines enmascarados 
                que se llevan (que fingen llevar) a Gryphius borracho o herido 
                de muerte; en la ventana del mirador en que Lönnrot enfrenta 
                la solución del misterio, el tema de los losanges es símbolo 
                o metáfora de la secreta simetría de la historia 
                policial. Esos losanges vienen, sin duda, del fondo de la historia 
                personal de Borges, de su infancia en la quinta de Adrogué, 
                poblada de corredores pesadillescos que se reflejan en abominables 
                espejos. ¿Habrá que agregar también otras coincidencias 
                estilísticas entre los cuentos que sugieren (o documentan) 
                una intuición compartida honda, recurrentemente por el 
                autor? El narrador de Hombre de la esquina rosada, al ver 
                el coraje de Francisco Real, el guapo del otro barrio que viene 
                a desafiar, se siente anonadado y expresa: "Yo hubiera 
                querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería 
                salir de esa noche." Quince años después, 
                al contar cómo Emma Zunz reacciona ante la noticia de la 
                muerte de su padre, repite Borges: "Su primera impresión 
                fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega 
                culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya 
                estar en el día siguiente." Unidad central de la obra No es posible (no es tampoco necesario) explicar a Proust sólo 
                por el asma, a Herrera y Reissig sólo por la taquicardia, 
                a Borges sólo por e insomnio. Aquí no se esboza 
                una explicación única. Sólo se pretende confirmar, 
                con algún detalle estilístico, una intuición 
                invasora: la de una visible identidad entre el mundo de las ficciones 
                y el mundo que habita realmente su inventor; la intuición 
                de que la realidad es para Borges pesadillesca, de que sus ficciones 
                (fantásticas o realistas) son verdaderas en el sentido 
                de que copian una realidad alucinada: la de su autor. Con lo que 
                se vuelve a la weltanschauung ya esbozada. Esta intuición también puede razonarse. Un cuidadoso 
                examen de la obra de Borges permite demostrar fácilmente 
                que, como Funes, él se sintió alguna vez, "solitario 
                y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo 
                y casi intolerablemente preciso"; que no sólo 
                habla John Vincent Moon cuando asegura: "Lo que hace un 
                hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es 
                injusto que una desobediencia en un jardín contamine al 
                género humano; por eso no es injusto que la crucifixión 
                de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer 
                tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos 
                los hombres. Shakespeare es de algún modo el miserable 
                John Vincent Moon"; que las mismas palabras con que Yu 
                Tsun expresa su perplejidad ante el laberinto inventado por su 
                antepasado ("Me sentí... percibidor abstracto del 
                mundo") habían sido usadas antes por su inventor 
                para comunicar su perplejidad metafísica, en una noche 
                de suburbio de 1928, ante la súbita intuición de 
                la eternidad; que uno de los argumentos utilizados por Jaromir 
                Hladik en su Vindicación de la Eternidad ("no 
                es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y 
                ... basta una sola `repetición' para demostrar que el tiempo 
                es una falacia") ya había sido empleado, antes 
                de El milagro secreto, por Borges en Nueva refutación 
                del Tiempo. ¿Para qué continuar? La trama de las intuiciones 
                de Borges y la trama de sus ficciones son una y la misma cosa. 
                Debajo de las metáforas narrativas (que suelen llamarse 
                cuentos) se esconde una concepción idealista de la Realidad, 
                una metafísica hondamente enraizada en las experiencias 
                del hombre. Por eso, este hombre Borges (este creador) es también 
                John Vincent Moon el traidor, es también Eric Lönnrot 
                el detective, es también Irineo Funes el memorioso. VII UNA LITERATURA Quizá la manera más eficaz de acceder al mundo 
                literario que cubre el nombre de Jorge Luis Borges sea aceptar, 
                de una vez por todas, que no se le puede comprender cabalmente 
                si no se le considera como una literatura dentro de otra. Borges 
                lo ha dicho de algunos grandes creadores de occidente (de Joyce, 
                de Goethe, de Quevedo, de Shakespeare, de Dante) y tal vez no 
                sea excesivo aplicárselo a él mismo. En efecto, 
                su literatura no es sólo un capítulo o una etapa 
                o una tendencia dentro de la literatura argentina (e hispanoamericana) 
                contemporánea. Es toda una literatura, con su pluralidad 
                de géneros, desde la lírica hasta la fabulación 
                metafísica; con sus evidentes períodos, desde la 
                renovación ultraísta del 20 hasta la fantasía 
                arqueológica de hoy; con sus corrientes opuestas y hasta 
                excluyentes, desde el versolibrismo del comienzo hasta el neoclasicismo 
                de los últimos poemas. Una literatura que tiene su propia 
                retórica y estilística, una metafísica que 
                le da unidad y convierte una obra en apariencia fragmentaria en 
                un todo coherente, un estilo inconfundible y hasta sus apócrifos. 
                Una literatura que a pesar de su variedad revela la unidad del 
                ser Borges, su creador, su tema secreto." |