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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Notas sobre (hacia) el boom III: nueva y vieja nueva novela. "
En Plural, México, nº 7,
abril 1972, p. 13-15.

Enthusiasts boomed the old soldier.
E. T. Folliard

"La discusión seria del fenómero del boom casi no ha comenzado. Como señalábamos en dos artículos anteriores (véase Plural, núm. 4, enero 1972. pp. 29-32, y núm. 6, marzo 1972, pp. 34-36), la batalla del boom ha producido más furor y estrépito que buena sólida crítica. Aún aquellos que fingen ignorar la polémica publicitaria y pretenden refugiarse en la asepsia de la investigación no dejan de practicar (tal vez involuntariamente) una política de exclusiones e inclusiones. Abundan, por lo tanto, estudios particulares, compilaciones colectivas, monografías y panoramas en que la ausencia de algunos nombres, o la presencia opresiva de otros, deforma irreparablemente la perspectiva. Así, en la Nueva novela latinoamericana, que ha compilado Jorge Lafforgue (Buenos Aires, 1969), están Lezama Lima y Cabrera Infante pero faltan Sarduy y Manuel Puig. O en Actual narrativa latinoamericana, publicada por Casa de las Américas (La Habana, 1970), sólo se dedican estudios particulares a Roa Bastos y a García Márquez. Más patétlco es aún el caso del reciente volumen, La novela hispanoamericana actual, compilado por Ángel Flores y Raúl Silva Cáceres (New York, 1971), en que hay dos estudios sobre Cien años de soledad y dos sobre novelas de Vargas Llosa pero no hay una sóla línea sobre Cabrera Infante, Severo Sarduy o Manuel Puig. El empleo de la palabra actual en compilaciones como estas dos últimas parece francamente abusivo dada Ia ausencia de tres de los más actuales (si no los más actuales) de los nuevos narradores hispanoamericanos. En cuanto al adjetivo latinoamericano en la compilación argentina y en la cubana, es también abusiva ya que la formidable novela brasileña no aparece representada para nada: todos los autores y críticos que colaboran en ellas son irreparablemente hispanoamericanos.

El fenómeno de las inclusiones y exclusiones es inevitable, hasta cierto punto. Tratándose de una literatura actual (para usar la palabrita) es casi irremediable. Pero lo malo es que en estas exclusiones de la batalla del boom hay, por lo general, un significado político: política literaria, a veces; polítlca a secas, muchas otras. Por eso, no es de extrañar que en Cuba omitan toda mención a los dos más importantes narradores cubanos en exilio, (Cabrera Infante, Sarduy) sobre todo si se tiene en cuenta que uno de ellos fue de los primeros en denunciar la política burocrática cubana con respecto a las artes, ya en 1961; que también fue el pretexto para una polémica de Heberto Padilla con Lisandro Otero (novelista, poderoso burócrata), ya en 1967; que se ha convertido en una de las figuras capitales de las confesiones (sin comillas) del mismo Padilla en 1971. Pero que fuera de Cuba rija el mismo sistema político de exclusiones, ya no parece tan justificable, sobre todo si se tiene en cuenta que muchos de los que participan en tales exclusiones pretenden ejercer, realmente, la crítica literaria.

La explicación está en otra parte, y conviene buscarla con algún cuidado. En primer lugar, y valga la hipótesis, el desarrollo de la nueva novela latinoamericana ha sido largo y complejo, tan largo y complejo como el del Modernismo, que sólo ahora estamos empezando a ver en su perspectiva exacta. En segundo lugar, abarca no ya una lengua sino dos que, aunque hermanas, requieren un estudio detenido y por separado si se quiere conocerlas realmente. ¿Cuántos de nuestros críticos hispanoamericanos que hablan de la novela latinoamericana pueden leer directamente a Mario de Andrade o a Guimarães Rosa? ¿Cuántos de nuestros colegas brasileños pueden descodificar el sistema lingüístlco de Severo Sarduy? En tercer lugar, la nueva novela recoge no sólo los experimentos de la vanguardia latinoamericana y los planteamientos ideológicos del ensayo literario de Ias últimas décadas (como se indicó en el artículo anterior), sino que también recoge la enseñanza de dos y hasta tres generaciones de novelistas europeos y norteamericanos que los nuevos novelistas han leído, imitado y trascendido en un proceso de asimilación y metamorfosis que supera el ya realizado a fines de siglo por los poetas y prosistas del Modernismo.

Para situar entonces la nueva novela latinoamericana en su contexto literario adecuado se necesita un sistema de referencias tan vasto y un estudio tan bien calibrado de varias literaturas que son explicables (por motivos puramente críticos) las omisiones, ausencias y cegueras que revela la mayoría de los estudios críticos que se han dedicado a la nueva novela. O para decirlo con pocas palabras: muchos de nuestros críticos no están preparados para situar a Guimarães Rosa en el contexto de Ia narrativa brasileña, como no están preparados para leer y descodificar a Lezama Lima, o para seguir a Cabrera Infante por los laberintos de su fabulosa creación verbal. De ahí que el estudio de la nueva narrativa latinoamericana sea, aún, un estudio a fare. Pero un estudio también impostergable. Con el ánimo de adelantar un poco en ese estudio ofrezco ahora algunas reflexiones sobre un aspecto que me parece de urgente elucidación: qué es lo nuevo y lo viejo de Ia nueva novela.

La línea divisoria

Ante todo, conviene advertir que "nuevo" o "viejo" no son categorías estéticas propiamente dichas. Ambas expresiones son válidas, en tanto se usen en el contexto de actualidad que ellas mismas implican. Decir, por lo tanto, que una novela determinada es más nueva que otra no significa decir que es mejor sino que, desde el punto de vista de la novedad, ella aporta elementos que la otra aún no contiene. Del mismo modo: decir que una novela es vieja no significa que sea desechable sino que se conforma con una tradición, ya suficientemente explorada y trabajada por otras. Por eso, todo lo que sigue debe leerse en el contexto relativo de estas dos expresiones.

Se ha discutido más de una vez dónde situar la fecha de origen de la nueva novela. Parece obvio que si se sigue el curso de la historia Iiteraria reciente, la aparición sucesiva en los años cuarenta de La invención de Morel (1940), de Adolfo Bioy Casares, de las Ficciones, (1944), de Borges, El señor presidente (1946), de Asturias, Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez, El reino de este mundo (1949), de Carpentier, Hombres de maíz, (1949), de Asturias, y La vida breve (1950), de Juan Carlos 0netti, sirven para marcar una serie de hitos a través de los cuales Ia narrativa hispanoamericana pasa del realismo telúrico de los Rivera, Gallegos, Güiraldes y Cía, y de la crónica realista de los Azuela, Guzmán, Ciro Alegría et alia, a formas narrativas mucho más complejas, vinculadas con el vanguardismo de los años treinta, y a una visión en que las distintas dimensiones de la realidad, incluídas las sobrenaturales y las oníricas, aparecen armoniosamente integradas.

Conviene advertir que el proceso es ligeramente posterior en las letras brasileñas. Aunque los experimentos narrativos de Mario de Andrade y de su homónimo Oswald ya habían abierto el camino en los años veinte para una nueva narrativa, la obra que habría de condensar esa revolución literario-lingüística no aparece sino en 1956. Me refiero, como es natural, a Grande Sertão Veredas, de João Guimarães Rosa. Con esta novela, Brasil se pone magníficamente al día e incorpora a la narrativa latinoamericana una obra mayor, si no la mayor. Pero este décalago entre las novelas hispanoamericana y brasileña no afecta la observacion básica: es a partir de los años cuarenta cuando se produce masivamente la renovación de la narrativa hispanoamericana.

En otro trabajo ("The New Novelists'', Encounter, XXV, núm. 3, Londres, setiembre 1965) he tratado de dramatizar el momento de ruptura entre novela tradicional y la nueva novela, eligiendo como línea divisoria de las aguas aquel concurso de novela latinoamericana organizado en 1941 por Farrar & Reinhart y que ganó Ciro Alegría con El mundo es ancho y ajeno. A este concurso envió Juan Carlos Onetti una obra Tiempo de abrazar, que aunque obtuvo votos en la selección hecha en el Uruguay, no logró calificarse ante el jurado internacional. Esta última obra nunca ha sido publicada pero por algún capítulo aparecido en revistas es posible considerarla un antecedente de los dos libros que poco después publicaría Onetti en Buenos Aires: Tierra de nadie (1941) y Para esta noche (1943). En ellos asoma ya esa visión apocalíptica, de cuño existencialista avant la lettre, que ha caracterizado buena parte de la obra de este notable precursor de la nueva novela. También se ve en ellos la lectura y aprovechamiento de los novelistas norteamericanos de los años treinta: Dos Passos, Hemingway, Faulkner. Que Alegría haya ganado entonces el concurso de Farrar & Reinhart (independientemente del valor de Ias novelas) parece muy explicable. 1941 es una fecha demasiado temprana para que ningún jurado latinoamericano haya podido ver lo que había de viejo y de muerto ya en la novela de Alegría, y todo lo que contenía de nuevo la de Onetti. En cierto sentido, ahí se parten las aguas. Pero es toda Ia década del cuarenta que, con la aparición sucesiva de las novelas arriba citadas, va asestando golpe tras golpe a la novela de la tierra y a Ia novela de la denuncia política del realismo, hasta transformar completamente el panorama literario.

La década siguiente verá la aparición no sólo de nuevas obras de los escritores ya mencionados arriba (sobre todo, Los pasos perdidos, 1953, de Carpentier, Los adioses, 1954, de Onetti, y Ia novela de Guimarães Rosa) sino obras de nuevos escritores que continúan el proceso de renovación de la nueva narrativa: Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, El sueño de los héroes (1954), de Adolfo Bioy Casares, La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, Los ríos profundos (1959), de José María Arguedas, para citar algunos de los más notables. En estos libros se advierte, sobre todo, una profundización en las esencias míticas de América, el desarrollo de una visión que no está paralizada ni por las convenciones del realismo ni por un telurismo sospechosamente folklórico. Desde el punto de vista técnico, estas novelas no sólo aprovechan la experiencia de los maestros de la generación del 40: también incorporan elementos que la continuada renovación de la narrativa europea y norteamericana les está facilitando. De ahí que la década del cuarenta (aunque no haya producido tanta obra deslumbrante como la anterior a la que le sigue) sea realmente muy significativa desde el punto de vista fermental.

Pero es en los sesenta en donde se advierte la aparición masiva de Ias grandes novelas. Después de un experimento sólo exitoso a medias (Los premios, 1961), Julio Cortázar publica Rayuela (1963) y, más tarde, 62, Modelo para armar (1968), dos obras deliberadamente experimentales y estruendosamente nuevas. En 1964 se produce la revelación de Mario Vargas Llosa con La ciudad y los perros, a la que seguirán La casa verde (1966) y Conversación en la catedral (1968): tres novelas en que el realismo no está tanto superado como incorporado en un sistema de referencias estructurales que ahonda la ilusión de profundidad, sin (tal vez) alcanzarla realmente. De 1966 es Paradiso, de José Lezama Lima, un reservista como lo era, en cierto sentido, también, Cortázar. Nacido en 1911 (Cortázar es del 14), Lezama Lima produce la primera gran novela de la década: obra monstruosa que participa a la vez de la condición de poema y ensayo, de autobiografía y enciclopedia, recoge en una sola todas las categorías que Northrop Frye (en su discutida y discutible Anatomy of Criticism, 1957) establece para lo que comunmente Ilamamos novela. Libro de audacia increíble (exalta el homosexualismo masculino en momentos en que la burocracia cubana desataba una campaña contra los homosexuales), barroco hasta la médula, desmesurado a informe, Paradiso señala en las letras hispanoamericanas un momento de total Iibertad poética. En 1967 aparece Cien años de soledad, que permite la revelación de un García Márquez fabulista que el realismo austero de sus primeros libros había impedido manifestarse. El éxito del libro (un boom por si sólo) confunde a muchos. Casi todos ven el arte del narrador, su capacidad de no perder el hilo tenso de su historia a través de varias generaciones de Buendías y de infinitas permutaciones y encuentros eróticos. Casi todos admiran la gracia del estilo y la perfección de una prosa que no desfallece nunca, y sabe repetirse sin cansancio. La mayoría admira el carácter sobre todo narrativo del libro: su capacidad de contar historias y manejar situaciones y personajes tomados de la vasta realidad imaginaria de América Latina. Muchos se alegran de que al fin (al fin) la nueva novela ha publicado un libro legible, un libro que no es sólo para consumo de la élite. Pocos advierten hasta qué punto García Márquez entronca en una tradición literaria que viene de muy lejos: de la fabulosa literatura europea del Renacimiento (Rabelais, Cervantes, los Cronistas de Indias), así como de las más tradicional literatura hispanoamericana: la de los cronistas de aldea, como el delicioso chismógrafo colombiano Juan Rodríguez Freile, que en El carnero, y antes de Ricardo Palma, dejó el epítome de una vida parroquial, atravesada de terremotos carnales y éxtasis de brujería. Pero García Márquez también viene de esa otra rama costumbrista más cercana, la que refleja en su patria Tomás Carrasquilla y que encuentra en el folklorismo de Rivera y Gallegos algunas notas aprovechables. (Hay un desafío de hombres al comienzo de Doña Bárbara que está contado en forma muy similar al desafío del primer José Arcadio Buendía y Prudencio Aguilar.) Y viene asimismo de toda la novela experimental de este siglo, de Borges y de Rulfo, de Carpentier y Fuentes, hasta de ese extraño libro, Los recuerdos del porvenir (1963), de Elena Garro, en que la historia de Francisco Roses y sus dos queridas (Julia, Isabel) está contada con una óptica y un estilo que anticipa milagrosamente mucho de los mejores hallazgos de Cien años de soledad, hasta la letra menuda de algunas metáforas, de sus apariciones sobrenaturales, del tiempo congelado en un instante privilegiado, y las bruscas soluciones de continuidad en eI relato. Libro rico, insondable, Cien años de soledad se incorpora todo.

No quiero decir con ésto que García Márquez haya plagiado a nadie. La acusación, difundida por Miguel Ángel Asturias sobre un supuesto plagio de La recherche de I'absolu, de Balzac revela no sólo que Asturias no sabe lo que dice y no ha leído ni las tapas del libro francés sino que tampoco sabe qué cosa sea una influencia literaria. García Márquez, como todo creador o original, absorbe todo, asimila todo y Io transforma. Cuántos más modelos se le acercan más nítida aparece su hazaña. Con Cien años de soledad, la nueva novela latinoamericana parece haber llegado a su culminación. Y así lo han creído muchos. La verdad es otra: Cien años de soledad cierra un ciclo, no lo abre. Con esta novela se Ilega al colmo de una tradición fabulosa que arranca de los Cronistas y atraviesa la ficción de nuestras lenguas. Pero no abre una nueva etapa. Otros son los libros que lo hacen.

El increíble precursor

Entre las obras publicadas en los años sesenta, una ha pasado casi inadvertida en América Latina, con excepción del Río de la Plata. Me refiero al Museo de Ia novela de la Eterna (1967), de Macedonio Fernández, publicada póstumamente por su hijo. Este libro, el más experimental de los publicados en América Latina hasta la fecha, fue escrito por un caballero porteño que había nacido en 1874, cuatro antes que Horacio Quiroga, veinticinco antes que Borges y Asturias, treinta antes que Carpentier y Neruda, cuarenta antes que Bioy Casares, Julio Cortázar y Octavio Paz para citar algunos nombres significativos. Ya estaba bien muerto en 1952 cuando la nueva novela empieza a producir una segunda generación y hasta una tercera de jóvenes narradores. Én vida sólo había publicado curiosos ensayos filosóficos, pequeños relatos, fragmentos de historias surrealistas, de un humor increíble, y Una novela que comienza (1941), esbozo de sus intenciones narrativas. Pero sólo al aparecer el Museo se pudo advertir que en Macedonio Fernández (ya celebrado por Borges y Marechal en los años treinta como su común maestro y el más original escritor argentino de entonces), en ese viejo maniático que vivía en escuálidas piezas de pensión, con su gato, su mate y su guitarra, estaba el primer renovador de la novela latinoamericana. Porque Museo es la antinovela por excelencia, que Cortázar se hubiera animado a escribir si en vez de ser Cortázar hubiera sido Morelli, su alter ego teórico de Rayuela. Ese Museo de Macedonio es como la novela a la que habría llegado Monsieur Teste si sus aficiones narrativas no hubieran sido tan abstractas. Es la novela de la escritura de una novela. La acción (si cabe usar esta palabra tan estridente) no ocupa sino los últimos capítulos, y es esquemática y reminiscente de ciertas aventuras oníricas de Roberto Arlt (pienso sobre todo en Los siete locos, 1929, y Los lanzallamas, 1931). Pero lo que da una particular distinción a Museo son los 56 prólogos y 3 epílogos por medio de los cuales Macedonio Fernández dilata lña entrada en materia narrativa de su novela, cambia el peso de la obra hacia la especulación teórica, y crea la primera novela lúcidamente vuelta sobre su propio discurso narrativo, la primera antinovela de la literatura latinoamericana.

De Macedonio Fernández arranca, pues, toda esa corriente de la antinovela que habrá de convertirse en los años sesenta en lo que he Ilamado la novela del lenguaje en un trabajo de 1967. (Véase "Los nuevos novelistas", Mundo Nuevo, núm. 17, París, noviembre 1967.) Ahí está la fuente de todos los experimentos realizados por Borges y Bioy, y también por Biorges, así como el plan maestro de lo que pretendió, y no consiguió, Leopoldo Marechal con Adan Buenosayres (1948) y luego con El banquete de Severo Arcángelo (1965). Ahí está el origen de los experimentos teóricos que intenta Cortázar en Rayuela y Ileva a cabo deslumbrantemente en 62, Modelo para armar. Es cierto que Cortázar también deriva de otras fuentes (francesas, sobre todo) pero lo que se trata de subrayar ahora es precisamente el entronque de su obra con la de uno de sus maestros indiscutibles.

EI impacto de Rayuela

La aparición de Rayuela en 1963 fue un acontecimiento decisivo. Con característica hipérbole, Carlos Fuentes Ilamó a Cortázar el Bolívar de la novela hispanoamericana: título si bien excesivo, eficaz en su síntesis. Después de Rayuela las estructuras externas e internas de la novela en nuestra lengua ya no serán las mismas. El Iibro de Cortázar no sólo cuestiona la forma de contar una historia, volviendo al lector consciente no sólo del orden de la lectura (véase el "Tablero de dirección") sino también del acto de leer mismo. AI discutir en muchos de los "Capítulos prescindibles" la operación de escritura que la novelq implica, Cortázar convierte al lector en "cómplice", y Io obliga a sobrellevar con él el peso de la creación de la obra. Cada lectura diferente del Iibro es una nueva escritura del mismo. Aquí Cortázar aplica a la novela un principio que había insinuado sagazmente Borges en su relato "Pierre Menard, autor del Quijote", ya en 1939. Pero Ia renovación de Cortázar es también lingüística. Continuando los experimentos de Los premios, Cortázar trata en Rayuela de encontrar un tono para el habla argentina de sus personajes. En esta tarea, depende mucho el narrador de la obra percusora no sólo de Arlt, Biorges, Marechal y Onetti, sino también de una cierta concepción Iingüística que tiene sus orígenes en los experimentos de Girondo en su libro En la másmédula. De Rayuela, pues, arranca la novela del lenguaje. Pero quienes lo siguen habrán de ir mucho más lejos en las direcciones apuntadas por esta obra percusora.

Tres libros, publicados en la segunda mitad de la década del sesenta, reflejan de diversa manera el impacto de Rayuela. Son Cambio de piel (1966), de Carlos Fuentes, Conversación en la catedral (1968), de Mario Vargas Llosa, y El obsceno pájaro de la noche (1970), de José Donoso. Los tres son obras de narradores que de alguna manera todavía conservan adherencias importantes de una escritura realista a la que estuvieron dedicados en sus primeros libros. Pero en los tres, el impacto de las nuevas concepciones narrativas que hace circular Cortázar es muy evidente. El caso más claro es Cambio de piel. Aquí la historia de dos parejas que viajan hasta un pueblo mexicano, a visitar unas pirámides, se dobla de una historia simbólica de México y sus sacrificios humanos, y de otra historia no menos simbólica de los sacrificios humanos que constituyen los campos de concentración nazis. Pero el sesgo mítico de la historia es sólo uno de los niveles en que está compuesta esta vasta y algo abrumadora novela. En ella Fuentes explora también el lenguaje y su crisis en el mundo de la cultura pop que cubre como una lámina de brillante plástico las otras culturas que se superponen, piramidalmente y sin integrarse realmente, en el México de hoy. El lenguaje, sobre todo a través de los monólogos de un personaje que se llama el Narrador, es el protagonista de esta otra historia y de este otro cambio de piel de la sagrada serpiente mexicana.

En Conversación en la catedral, el diálogo es el instrumento básico de la narración; pero no se trata del diálogo sucesivo y cronológicamente ordenado de las novelas de Ivy Compton Burnett, o de su discípula francesa, Nathalie Sarraute. En Vargas Llosa el diálogo de dos hombres (amo y criado) en el bar que se llama "La Catedral" es, en realidad, un collage acronológico de diálogos. El autor no sólo transcribe el diálogo actual, real, de esos dos personajes, pero por asociación, analogía, reminiscencia, establece un montaje simultáneo de otros diálogos, de otras personas, en otros sitios. Sin abandonar el presente narrativo del diálogo en "La Catedral", Vargas Llosa atraviesa simultáneamente todos los tiempos de su historia y completa (en dos macizos volúmenes) un cuadro hablado del Perú en tiempos del dictador Odría. Aquí el nivel de experimentación con el lenguaje es más limitado que en Cortázar, o en Fuentes, pero la intención experimental es no menos explícita.

Con El obsceno pájaro de la noche, José Donoso abandona decisivamente esa superficie de realismo intenso y sobrio que había caracterizado sus dos mejores novelas (Este domingo, 1966, EI lugar sin límites, 1966) para internarse con toda audacia en la exploración de un mundo de pesadilla, de un universo totalmente onírico en que fragmentos brutales de realidad a la Valle Inclán o Beckett aparecen sepultados en una trama de alucinaciones, parodias, mitos y leyendas (falsas o reales) que se vuelven sobre sí mismas hasta impedir toda identificación segura de Novela que no sólo pone en discusión su propia narrativa y niega la existencia misma de sus personajes, El obsceno pájaro de la noche pone en cuestión el lenguaje sobre todo, para poder poner en cuestión al autor. Si Cortázar quería efectuar una operacion de crítica en la conciencia del lector, Donoso intenta efectuar la misma operación (pero en llaga viva) sobre el autor. Es decir: sobre si mismo. Libro enciclopédico (como el de Lezama, al que lo une una cierta cualidad de informe y a ratos delirante); libro confesional, El obsceno pájaro de la noche puede ser también leído como una gigantesca autobiografía no de los hechos de la vida de Donoso, sino de sus pesadillas, de sus angustias de la vigilia, de los sueños de la razón que (como descubrió Goya) engendran monstruos.

Hacia la nueva novela

Estas tres novelas marcan nítidamente el momento en que un grupo de narradores originariamente adherido al realismo, a pesar de toda su experimentación formal, buscan a través de estructuras narrativas y Iingüísticas más libres alcanzar ese territorio que Paradiso, a su manera, y Rayuela sobre todo, como incitación y ejemplo, habían marcado tan seductoramente. Pero no es en estos intentos logrados de renovación de tres narradores mayores donde se puede encontrar la verdaderamente nueva novela, sino en las obras de quienes, al ir más allá de Lezama Lima y Cortázar, hacen avanzar la narrativa hispanoamericana por el camino de Ia total experimentación del lenguaje. En los libros de escritores ya consagrados como Guimarães Rosa, Guillermo Cabrera Infante y Manuel Puig o en otros aún discutidos como Severo Sarduy y hasta en la obra totalmente revolucionaria de Reinaldo Arenas, es donde se podrá encontrar esa nueva novela. A ella habrá que dedicarle un estudio por separado."

Nota. Esta es la tercera de una serie de cuatro notas sobre el boom. La cuarta se ocupará de los nuevos novelistas.

 

 

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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