|  | "Guimaraes Rosa en su frontera"En Temas, 1ª. Época, 
              nº 1, abril-mayo 1965
 p. 3-9
 Para Virginia y Walter Wey, que me 
              facilitaron el acceso a este mundo.  "Los sucesores de Colón siguen descubriendo América. 
              Cada tanto Europa (o los Estados Unidos) lanza un nuevo gran novelista 
              latinoamericano que era tal vez conocido en su patria pero no había 
              trascendido las fronteras nacionales lingüísticas. El 
              caso de Rómulo Gallegos, con Doña Bárbara, 
              en 1929, o el de Ciro Alegría, con El mundo es ancho y 
              ajeno, en 1941, son demasiado conocidos para necesitar mayor 
              glosa. Estos últimos años, La ciudad y los perros, 
              de Mario Vargas Llosa (1963), o Los albañiles, de 
              Vicente Leñero (1964), han venido a demostrar que el proceso 
              sigue su marcha. Lo que Luis Alberto Sánchez calificó 
              con precisión periodística de "intersordera 
              continental" hace ya muchos años, esa incomunicación 
              suicida entre las distintas naciones de la América Latina, 
              resulta aún hoy verdad. A pesar de los esfuerzos de muchos, 
              de la organización cada día más numerosa de 
              congresos, simposios y números especiales de revistas, la 
              América Latina sigue siendo un continente a descubrir. Ejemplo es en este sentido el caso de João Guimarães 
              Rosa a quien muchos consideran en el Brasil el mayor novelista vivo 
              y cuya obra es prácticamente desconocida en el resto de la 
              América Latina. La traducción al alemán de 
              su única novela: Grande Sertão: Veredas y el 
              éxito crítico que ha obtenido, llamaron la atención 
              del mundo sobre Guimarães Rosa. Una traducción norteamericana 
              -hecha con esmero por James L. Taylor y Harriet de Onís, 
              publicada por Alfred A. Knopf con el título de The Devil 
              to Pay in the Backlands (New York, 1963) ha contribuido a la 
              cotización internacional de Guimarães Rosa. La editorial 
              barcelonesa Seix-Barral anuncia para el futuro cercano una versión 
              española del gran libro. Sin embargo, en el caso de Grande Sertão: Veredas (que 
              significa: Gran Desierto: Arroyos) la traducción por sí 
              sola no basta porque se trata de una obra cuya complejidad, cuyas 
              raíces étnicas y mitológicas, cuyos supuestos 
              culturales y estilísticos no son fácilmente perceptibles, 
              requieren un lector muy atento y una crítica muy alerta para 
              sus implicaciones. El desinterés con que ha sido recibida 
              la novela en los Estados Unidos pone en evidencia mejor que nada 
              este aspecto de la obra, al mismo tiempo que ilustra la naturaleza 
              de la crítica bibliográfica en dicho país. 
              Que Guimarães Rosa haya pasado casi inadvertido y que en 
              cambio un libro agradable pero fácil como Gabriela, cravo 
              e canela, de Jorge Amado (también publicado por la misma 
              editorial norteamericana) se convirtiera en un éxito de librería 
              y de crítica, demuestra, que el traslado y la aclimatación 
              de los valores culturales depende da algo más que la calidad 
              intrínseca de los mismos. Por eso, parece tan importante 
              tratar de considerar la obra y la personalidad de Guimarães 
              Rosa en su propio habitat. I. EN EL TALLER DEL NOVELISTA Nacido en Codisburgo, Minas Gerais, en pleno centro del enorme 
              país y en una de las tierras de más vieja tradición 
              histórica, Guimarães Rosa, pertenece a una familia 
              patricia. Es hombre de este siglo (nació en junio 3, 1908) 
              y aparece por su educación vinculado a la vida activa de 
              su Estado natal. Estudia medicina, se recibe y ejerce la profesión 
              en el interior, participa como médico del ejército 
              en la guerra civil de 1932. De esa experiencia recoge el caudal 
              de observaciones, el contacto inmediato con la tierra y los hombres, 
              la visión de la sangre y la violencia que luego ilustrarán 
              sus narraciones. En 1934 inicia una carrera diplomática que 
              lo llevará, por mesuradas etapas, hasta su actual puesto 
              de Embajador en Itamaraty, Rio de Janeiro, Departamento de Demarcación 
              de Fronteras. Ha prestado servicios de cónsul en Hamburgo 
              en las vísperas mismas de la segunda guerra mundial; ha estado 
              en Baden-Baden en plena contienda; allí pudo recoger sus 
              testimonios más directos de una forma supercivilizada de 
              la violencia. A partir de 1942 representa a su patria en la América 
              Latina (secretario de Embajada en Bogotá, 1942/1944) y en 
              Europa otra vez (Consejero en París, 1948/1951). Actualmente 
              se considera radicado en Brasil: quiere concentrarse para llevar 
              a la completa maduración una obra literaria que ya empieza 
              a ser reconocida en todo el mundo. El Anuario del Ministerio de Relaciones Exteriores del Brasil, 
              de donde tomo algunos de estos datos, no dice una palabra sobre 
              su carrera de novelista. Pero cuando lo visité en el Palacio 
              de Itamaraty, hace ya un par de años, en su oficina de Embajador, 
              no encontré al diplomático de carrera. Ese hombre 
              alto y corpulento, pero no grueso, de pelo gris cortado muy corto, 
              de lentes y sonrisa afable, gestos precisos y nítidos, que 
              se levanta de su escritorio contra un fondo de viejos mapas, de 
              fotografías amarilladas por el tiempo, tiene del diplomático 
              sólo la apostura exterior, la exquisita cortesía, 
              la reserva sobreentendida. Apenas empieza a hablar, surge el narrador. Guimarães Rosa no pierde el tiempo en vaguedades: habla 
              de su arte y de su oficio. Escribe mucho, me cuenta, luego deja 
              descansar lo escrito y vuelve más tarde a revisar, haciendo 
              muchas correcciones, cortando sin piedad. Ese primer trazo copioso 
              de su escritura tiene como propósito (me dice) ocupar 
              el territorio, marcar los límites entre los que se va 
              a mover el cuento o la novela corta o la narración más 
              extensa. Mientras lo escucho hablar con precisión y sin prisa 
              pienso que esa tarea es, también, un servicio de demarcación 
              de fronteras, como la que está a cargo del Embajador. Al 
              corregir, al rechazar, al omitir, Guimarães Rosa sufre las 
              furias y las penas de todo creador apasionado en lo que ha escrito. 
              Para engañar al subconsciente (confiesa) suele decirse que 
              ese material rechazado no va a morir a la cesta de papeles. Al contrario, 
              lo copia cuidadosamente en un cuaderno especial que titula Rejecta, 
              lo destina a posteriores y tal vez inexistentes obras. De ese modo, 
              el subconsciente calla y acepta. Cuando reedita un libro, vuelve sobre cada palabra, cada coma, 
              cada ritmo. Una de sus colecciones de cuentos, Sagarana, 
              que publicó por primera vez en 1946 y ya anda por la quinta 
              edición (de 1958), ha sido retocada infinitamente. A cada 
              nueva tirada, Guimarães Rosa decidía poner otra vez 
              todo el libro en el taller. Hasta que un día se dio cuenta 
              de que si no paraba y decidía que lo escrito, escrito está, 
              se iba a pasar la vida corrigiendo el mismo libro. Ahora piensa 
              (con una imperceptible nostalgia flaubertiana) que debía 
              tomar uno de sus cuentos, uno cualquiera, y seguirlo corrigiendo 
              hasta el fin de sus días, como modelo y ejemplo. Pero tiene que seguir escribiendo. Para sus 55 años largos, 
              Guimarães Rosa ha publicado relativamente poco: los cuentos 
              ya mencionados de Sagarana, su primer libro; dos tomos de 
              novelas breves que recogió bajo el título de Corpo 
              de baile (1956); la narración larga que le ha valido 
              fama internacional, Grande Sertão: Veredas (de 1956 
              también); y un tomo de cuentos cortos que se llama Primeiras 
              Estorias y es de 1962. Esos cuatro títulos lo han hecho 
              famoso dentro del Brasil y han empezado a difundirse fuera. Hace 
              dos años era imposible encontrar en Río de la Janeiro 
              un ejemplar de sus primeros títulos. Un librero, especialista 
              en literatura brasileña y él mismo editor (Carlos 
              Ribeiro, de la Livraria São José) me dice que tiene 
              más de cien ejemplares pedidos de Grande Sertão: 
              Veredas. El mismo Guimarães Rosa se excusa por no poder 
              conseguirme uno y me cuenta que para poder enviar la novela a los 
              editores europeos que se interesaban en leerla, debió saquear 
              las bibliotecas de los amigos. (Es, por otra parte, lo que yo tuve 
              que hacer para conseguir la edición original de su gran novela.) 
              Para documentar sus problemas, se refiere a las traducciones en 
              curso, a las cartas de Knopf (su amigo personal) y de los editores 
              alemanes, a las Editions du Seuil, en París, que le escriben 
              misivas de exquisita cortesía francesa: allí lo saludan 
              como maestro y señalan con aplauso la condición irracional 
              de sus cuentos y la naturaleza casi mítica de la imaginación. 
             Se ha levantado para mostrarme la carpeta en que guarda las cartas 
              de sus editores extranjeros y ese gesto (que podría revelar 
              una vanidad superficial, casi infantil) está desmentido por 
              la presencia de gran señor con que se mueve, por la delicada 
              ironía que asoma a sus ojos y a esa semi-sonrisa que baila 
              siempre en sus labios. Es esa ironía que se vuelca impecablemente 
              sobre sí misma. Pienso en Cervantes y en ese encuentro crepuscular 
              del autor del Quijote con un admirador que se conmueve al 
              conocerlo; recuerdo las páginas en que el mismo cuenta (en 
              el prólogo del Persiles) ese encuentro; evoco la doble 
              o triple instancia de esa vanidad irónica. También 
              en la gran novela del autor brasileño se encuentran rastros 
              de la misma ironía, también en ella se reconoce la 
              gran tradición (cómica, paródica, pero asimismo 
              épica) del Quijote. Me muestra la carpeta con las 
              cartas y sigue hablando de sus libros. Habla con cariño pero 
              es un cariño atemperado por los buenos modales y por una 
              convicción, muy honda, de que el verdadero goce de crear 
              no está jamás en el aplauso recibido sino en la acción 
              misma de crear. Por eso sigue hablando. Cuando planea un relato 
              o una novela, me cuenta, empieza siempre por el marco, el paisaje, 
              que invariablemente es el de su Minas natal. Luego trabaja el argumento 
              que le permitirá revelar aspectos psicológicos de 
              sus personajes. Todo eso es, para él, sólo un aspecto, 
              una parte de la creación, ya que en el centro de sus narraciones 
              busca siempre expresar algo ético, algo trascendente. Esta 
              preocupación lo hace calificarse de filósofo, con 
              sobreentendidos similares a los del viejo Azorín.  Tengo horror a lo efímero, me dice. Siempre pienso en libros. 
              El volumen de Primeiras Estorias surgió de la invitación 
              de un periódico de Rio de Janeiro. El autor se comprometió 
              a escribir una serie de cuentos. Pero antes de entregar el primero, 
              debió pensar mucho, esbozar unos cuentos, tener por lo menos 
              tres ya escritos y revisados, para estar seguro (desde el comienzo) 
              sobre cuál sería la visión general del libro 
              en que irían a parar esas historias de seres soñadores, 
              seres débiles, de temibles bandoleros, de mujeres trágicas, 
              de sucesos extraños como fábulas, mágicos como 
              la misma leyenda del interior brasileño. Escribiendo y corrigiendo, 
              descubre a veces un error y en vez de retocarla resuelve aprovecharlo. 
              Así, por ejemplo, en Grande Sertão: Veredas hay 
              una piedra preciosa que cambia varias veces de nombre: la primera 
              vez se habla de un topacio, luego se convierte en zafiro, 
              casi de inmediato pierde el nombre y es sólo una piedra valiosa, 
              pero antes de concluir la narración será una amatista. 
              Releer todo el libro (594 páginas en la edición brasileña) 
              para uniformar el nombre de la piedra, le pareció tarea estéril. 
              Prefirió agregar unas líneas cerca del final en que 
              las mismas dudas y contradicciones sobre el cambio de nombre sirvieran 
              para acentuar el carácter ambiguo del relato entero. Al fin 
              y al cabo, esa piedra preciosa que el protagonista se siente tentado 
              a regalar a la mujer que ama pero que también quisiera regalar 
              a un compañero al que ama, es símbolo de un corazón 
              dividido. "Hay que trabajar a favor de las limitaciones", 
              me dice Guimarães Rosa con una sonrisa en que se refleja 
              su sentido irónico de la vida. Es tarde cuando salgo de su oficina un día de julio de 1963. 
              El Palacio de Itamaraty, sus paredes rosadas o blancas, se perfilan 
              como un decorado teatral contra el violento azul del cielo carioca, 
              contra los morros violáceos que cubren como lujoso fondo 
              el panorama. En las calles hay gente que se dirige presurosa a las 
              paradas de los omnibuses y trolleybuses: son cientos, marchan en 
              hileras, hacen cola con paciencia. Hay un calor húmedo de 
              verano en el pleno invierno del Sur. En la oficina de Demarcación 
              de Fronteras queda un señor alto, de lentes, impecablemente 
              vestido con un traje azul piedra que tiene una tenue rayita blanca, 
              de corbata de moña y aire fresco y reposado. En la oficina 
              no hace calor, nada se agita, todo está en su sitio. Pero 
              esa calma, esa serenidad estudiada que infunde Guimarães 
              Rosa no es sino la máscara urbana de su creación profunda. 
              En sus libros, en la violencia y el frenesí de sus libros, 
              se encuentra la misma vitalidad, el mismo calor apasionado, la misma 
              fuerza oscura de esta muchedumbre que se ordena presurosa hacia 
              su destino. En la serena dimensión de su arte, Guimarães 
              Rosa también expresa el mismo espíritu vital de su 
              pueblo. II. LOS PUNTOS DE VISTA NARRATIVOS Grande Sertão: Veredas tiene la forma exterior de 
              un larguísimo monólogo del protagonista, un jagunco, 
              es decir: un bandido del desierto brasileño. El hombre ya 
              es viejo, ha dejado el bandidaje y es un honorable estanciero, pero 
              evoca interminablemente, ante los ojos y oídos de un inaudible 
              interlocutor, su vida de aventuras. El monólogo se despliega 
              sin pausas, aunque hay algún hiato menor provocado por una 
              frase del interlocutor que no se transcribe pero que es fácil 
              suponer. El oyente (una figura más imprecisa aún que 
              los famosos relatores de que se servia Joseph Conrad para multiplicar 
              los puntos de vista) es, sin embargo, una presencia muy necesaria 
              en el relato ya que es para él y ante él que el protagonista 
              hilvana, en desorden sólo aparente, su larga historia. El 
              monólogo necesita un oyente porque la presencia de ese oyente 
              determina su naturaleza profunda de confesión pero también 
              de historia con un secreto. Por otra parte, ese oyente invisible 
              e inaudible, esa ausencia vaciada con tanta cautela en la materia 
              misma de la narración, sugiere evidentemente la presencia 
              del propio Guimarães Rosa, de su peripecia como médico 
              del interior brasileño, como testigo del sertão y 
              de la guerra civil de 1932. El monólogo del protagonista crea un mundo: es el universo 
              mineiro que está enquistado en el centro del Brasil, tierras 
              altas y áridas, que lindan con el desierto del Nordeste, 
              con esa Bahía ya poetizada por narradores y sociólogos. 
              Es un mundo de tradicional violencia, de pasión ardida, de 
              fábula que Guimarães Rosa ubica cronológicamente 
              a fines de siglo pero que sigue conmoviéndose hasta el día 
              de hoy, como lo documentan trágicamente los periódicos. 
              Ese mundo es, por otra parte, el mismo de las grandes narraciones 
              de la literatura latinoamericana: el Facundo, de Sarmiento, 
              con su vasta perspectiva de la pampa y sus caudillos; el Martín 
              Fierro, de Hernández, con su denuncia del aniquilamiento 
              de un tipo humano: el gaucho; la Excursión a los indios 
              Ranqueles, de Lucio V. Mansilla, con su crónica pintoresca 
              de la extinción de otra raza; el Ismael y las demás 
              novelas del ciclo épico con que Acevedo Díaz recrea 
              las fuentes de la nacionalidad uruguaya; The Purple Land, 
              del angloargentino Hudson, que evoca con ojos extranjeros e irónicos 
              la misma tierra uruguaya dividida por las facciones políticas; 
              Nostromo, de Joseph Conrad, que convierte en barroca alegoría 
              todo el mundo latinoamericano de revoluciones, exceso tropical y 
              lealtades divididas; Tirano Banderas, del gallego Valle Inclán, 
              que traspasa a clave esperpéntica y lingüísticamente 
              inagotable esa misma visión de Conrad; El águila 
              y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, que resume 
              en Pancho Villa la esencia de la revolución mexicana; Doña 
              Bárbara, de Rómulo Gallegos, que convierte en 
              símbolo accesible el hechizo de la tierra americana.  No es nuevo en las letras brasileñas el mundo que intenta 
              recrear Guimarães Rosa. Entre sus antecedentes más 
              notorios se encuentra precisamente Os sertões, de 
              Euclides da Cunha. Este enorme y algo monstruoso libro de 1902 ya 
              había descubierto para la literatura un territorio y unos 
              personajes muy similares a los que Guimarães Rosa explota 
              en Grande Sertão: Veredas. Por otra parte, Da Cunha 
              había tenido la ventaja de participar directamente, como 
              periodista del diario O Estado de São Paulo, en la 
              campaña que dirigió el Gobierno contra uno de los 
              más famosos jaguncos, Antonio Conselheiro, que se 
              había atrincherado en Canudos. En un libro de este título 
              y en la gran obra sociológica de 1902, Euclides da Cunha 
              dejó un testimonio notabilísimo de ese mundo y esos 
              hombres. Las vinculaciones de da Cunha con Guimarães Rosa 
              son notables: también da Cunha ha estado relacionado con 
              el Ejército, aunque en calidad de militar; también 
              da Cunha fue diplomático y estuvo encargado, bajo la dirección 
              del Barão do Rio Branco, de importantes misiones de demarcación 
              de fronteras. Pero estas semejanzas accidentales importan menos 
              que la esencial. Desde muchos puntos de vista, la obra de Guimarães 
              Rosa prolonga y trasciende la de Euclides da Cunha. Porque precisamente la gran ventaja del novelista sobre el sociólogo 
              es la de no haber estado allí y entonces. Su contacto con 
              el mundo de los jaguncos es indirecto y a la distancia, tanto 
              espacial como temporal. Conoce el territorio que su gran novela 
              describe pero lo conoce desde un ángulo distinto al de su 
              protagonista. Él llega al territorio que cubre su libro como 
              llega el oyente de la larga confesión del jagunco: 
              desde fuera y con una perspectiva literaria. Lo curioso es que este 
              distanciamiento, esta aparente alienación, le permite penetrar 
              más la entraña del asunto. Le pasa a Guimarães 
              Rosa algo similar a lo que ocurrió a Sarmiento mientras escribía 
              el Facundo. Es sabido que su gran biografía se abre 
              con unos capítulos panorámicos que describen la pampa, 
              y sus hombres. Cuando los escribe (en el destierro de Chile) Sarmiento 
              no ha visto la pampa. Se basa en las minuciosas, objetivas, extranjeras 
              descripciones de los viajeros ingleses; se basa en historial literario 
              ajeno. Lo que no impide que su descripción esté atravesada 
              de vida y pasión. "Los sonetos se escriben con palabras 
              y no con ideas", le dijo cierta vez Mallarmé a Degas. 
              Palabras es lo que supo encontrar Sarmiento y lo que ha encontrado 
              tan magistralmente Guimarães Rosa. De ahí la importancia 
              del punto de vista en esta novela.  Es, simultáneamente, el punto de vista del jagunco que 
              se confiesa y del oyente invisible que recoge sus palabras: un punto 
              de vista comprometido en la acción y la pasión, y 
              otro punto de vista del contemplador, del artífice que trasmite 
              esa acción y esa pasión. A pesar de sus esfuerzos 
              de objetividad, Euclides da Cunha estaba demasiado cerca de la materia 
              que trataba para lograr ese doble enfoque. Es el suyo el libro de 
              un testigo genial, un sociólogo intuitivo, un periodista 
              de garra, que capta la realidad documental en lo vivo. Las limitaciones 
              del método positivista han anulado históricamente 
              buena parte de su esfuerzo. Pero la obra (una de las mayores de 
              las letras latinoamericanas) sigue sin embargo viva por la importancia 
              de su testimonio y por la creación verbal de que también 
              fue capaz Euclides da Cunha. Aquí se encuentra, por fin, 
              un nuevo punto de contacto con Guimarães Rosa. Porque si 
              Os sertões revolucionaron la narrativa brasileña 
              de comienzos de siglo por su testimonio y por su estilo, Grande 
              Sertão: Veredas viene a cumplir, más de cincuenta 
              años después, una función similar. III. LA CREACIÓN VERBAL Con una sabiduría y una sensibilidad adiestradas en los 
              mejores productos de la vanguardia narrativa de los años 
              veinte -sus deudas con Joyce, con Proust, con Mann, con Faulkner, 
              son obvias-, el novelista brasileño presenta en su gran novela 
              el monólogo de Riobaldo, también llamado el Tatarana 
              (el gusano de fuego, por su puntería al disparar), también 
              conocido como el Urutú-Branco (la víbora de 
              cascabel blanca), a través de las casi seiscientas páginas 
              de su novela, sin una pausa, sin una ruptura, sin un corte. O mejor 
              dicho: con las únicas pausas, rupturas y cortes que se impone 
              el propio relator para no anticipar más de lo que quiere, 
              para no contar lo que desea dejar hasta el final, para esconder 
              toda una zona del relato hasta el mismo desenlace. En su monólogo, 
              Riobaldo enlaza tiempos y espacios, telescopa sucesos y personajes, 
              hace correr la sangre y estallar el deseo, mientras va dando (pieza 
              a pieza) los elementos de un gigantesco rompecabezas que es su propia 
              vida y destino. Este hombre ya viejo, que se confiesa ante el inaudible 
              oyente, no quiere ocultar nada pero quiere, eso sí, poner 
              retrospectivamente cada cosa en su lugar. Sólo que el lugar 
              no es el que cronológicamente le correspondería en 
              una narración linear, sino otro. El hilo conductor del relato no es la cronología sino la 
              sucesión de estados afectivos del relator. No hay realmente 
              otro tiempo que ese presente de casi seiscientas páginas 
              en que un viejo jagunco se confiesa, explora su pasado en 
              busca del tiempo perdido, trata de apresar una clave de su vida, 
              y va reservando para el final el único dato que lo explicaría 
              todo. La arquitectura del libro no depende de las categorías 
              exteriores del tiempo o el espacio sino de las categorías 
              interiores de la vida afectiva. Como muchos relatos célebres 
              -el monólogo interior de Marion Bloom en Ulysses; 
              los monólogos de As I lay Dying, de Faulkner; el universo 
              circular que evoca Pedro Páramo, de Juan Rulfo, el 
              relato del jagunco va y viene, adelanta un dato (Medeiros 
              Vaz es padre de Diadorim) o insinúa una solución (la 
              primera vez que habla de Urutú-Branco no dice que 
              es uno de los nombres del relator), baraja los tiempos y los espacios, 
              rectifica el rumbo, desanda lo andado o anticipa una solución, 
              pero siempre parece dueño absoluto de la continuidad interior, 
              afectiva, del largo monólogo. Aquí el tiempo es únicamente el de la conciencia 
              individual que evoca, a la distancia del recuerdo y la nostalgia, 
              sin orden cronológico, la vida pasada; el único espacio 
              es el enorme sertão, el desierto que se dilata en 
              torno de los personajes pero que es, además, un estado de 
              ánimo, una sustancia sin materia que se ahonda dentro de 
              los laberintos interiores. El tema de la novela no es, como en tanto 
              esfuerzo documental, la miseria de los desposeídos, la injusticia 
              y la explotación a que es sometida toda una zona de la población 
              brasileña (aunque esa miseria y esa injusticia están 
              mostradas sin retoques en el libro) sino que es la posesión 
              diabólica. El protagonista teme haber hecho un pacto con 
              el Diablo y cuenta su larga historia para demostrar al oyente (y 
              demostrarse) que ese pacto es imposible. Por este enfoque anti-realista y anti-documental, Guimarães 
              Rosa se aparta decididamente de todo un género que si bien 
              ha producido algunas obras maestras de la literatura latinoamericana, 
              también ha producido estragos. Me refiero al realismo documental, 
              de orientación social o política, que explora las 
              realidades latinoamericanas con animo de denuncia y reforma. En 
              la literatura brasileña abundan esos libros que toman el 
              Nordeste, o el sertão, como pretexto para panfletos 
              sociales. En el mismo terreno que ahora está cubriendo Grande 
              Sertão: Veredas, abundan las obras de agitación 
              y combate. El único que hasta cierto punto escapó 
              a las trampas del realismo documental fue el novelista bahiano José 
              Lins do Rego (muerto en 1953). A fuerza de sensibilidad e imaginación, 
              de verdadera proyección afectiva en un mundo que conoció 
              desde su infancia, Lins do Rego evitó que sus novelas del 
              ciclo de la caña de azúcar, o su evocación 
              del fanatismo religioso en Pedra Bonita, o su recreación 
              del mundo del bandidaje en Cangaceiros, se convirtiera en 
              mera crónica social o pintoresca. El peligro ni siquiera existe en el caso de Guimarães Rosa. 
              Para él no hay duda de que el paisaje y las condiciones sociales 
              son apenas los datos a partir de los cuales se debe comprender la 
              naturaleza humana. Esa es su presa. Lo que Grande Sertão: 
              Veredas quiere mostrar es cómo un hombre llega a ser 
              jagunco, cómo llega a ser poseído por fuerzas 
              que no comprende y que lo arrastran a una vida de crímenes 
              y deseos perversos. Por eso, el antagonista no es otro personaje 
              real sino el mismo Diablo. Pero aquí el Diablo no es el clásico 
              tentador de la pata caprina y el humor irónico a que nos 
              tiene acostumbrados la literatura europea. El Diablo asume la forma 
              (las formas) de la realidad cotidiana: es una voz en el desierto, 
              un susurro de la conciencia en los momentos de mayor peligro, unos 
              ojos masculinos que tientan súbitamente, una maldad que fascina 
              y somete. El Diablo lo impregna todo. Junto al Diablo, esta moralidad de Guimarães Rosa instala 
              la figura de un ángel, un muchacho amigo del protagonista, 
              casto y hermoso, que se llama Reinaldo pero al que el protagonista 
              llama Diadorim. Este personaje tiene una pureza singular, 
              se resiste a toda violencia, en los pueblos jamás acompaña 
              a los jaguncos en sus recorridas de bórdeles o en 
              sus violaciones, evita todo contacto físico. Su poder sobre 
              el protagonista es enorme. El violento jagunco se siente 
              atraído, descubre que es posible amar a un hombre, quiere 
              tocar su piel, se retuerce poseído de deseos que no entiende 
              y cuya perversión lo aterroriza. A lo largo de toda la novela, 
              oscila entre la atracción y el rechazo por Diadorim. 
              Encuentra en algunas mujeres (varias) el refugio contra esa luminosidad, 
              esa pureza. Sólo cuando estalla la violencia o el combate, 
              solo cuando se juega la vida varias veces para vengar al padre de 
              Diadorim, asesinado canallescamente por Hermógenes 
              (otra variante del Diablo), el protagonista encuentra la forma más 
              simple de vincularse a ese ángel. También la bondad 
              exige sacrificios de sangre. Con un desprecio por las convenciones del realismo documental que 
              llega hasta la más franca burla, Guimarães Rosa revela 
              al cabo de su historia el secreto del jagunco: Diadorim 
              es una mujer, dentro del casto y valiente bandolero se escondía 
              una doncella, lanzada al sertão con vestido de hombre 
              para proteger su honor, convertida en asesino para vengar a su padre. 
              La solución habría encantado a Shakespeare y a Cervantes, 
              que proliferan en estas bravías si que travestidas vírgenes. 
              En una fábula realista tal solución resultaría 
              tan inverosímil que sólo puede ser tolerada si se 
              comprende que Grande Sertão: Veredas no es una fábula 
              realista. Es una gran narración épica que trabaja 
              la materia documental del desierto brasileño con total libertad 
              y poesía. Lo que Guimarães Rosa quiere revelar es 
              la entraña mítica, la raíz ética y religiosa, 
              de ese mundo y esos hombres. El protagonista es el campo de batalla 
              entre las fuerzas del mal y las fuerzas del bien. El Mal es el Diablo, 
              encarnado anecdóticamente en ese Hermógenes que asesina 
              al padre de Diadorim; el Bien es ese muchacho andrógino, 
              ese o esa Diadorim que tienta con su inaccesible pureza, 
              que protege con la luminosidad de sus ojos. La gran epopeya se convierte 
              en gozosa alegoría. Pero es una alegoría que jamás cae en la abstracción, 
              que no se desprende nunca de la carne concreta de la poesía. 
              El autor brasileño ha logrado este milagro porque su obra, 
              antes de ser una construcción intelectual y ética 
              es una poderosa organización verbal. No en vano, Guimarães 
              Rosa ha elegido como forma novelesca el monólogo, la confesión 
              en voz alta. Ese recurso le permite dar a su narración un 
              carácter oral; le autoriza a deshacer la sintaxis, a modificar 
              el vocabulario, a crear y recrear cada articulación del lenguaje 
              para someter la narración entera (su textura continua) al 
              imperio del ritmo, esta larguísima novela ha sido escrita 
              como un poema: en ella cuenta más la invisible estructura 
              sonora, la distribución de los acentos, la entonación 
              y el movimiento de la frase, los giros bruscos, las elipsis, los 
              saltos y los hiatos de una forma continuamente inventiva, que la 
              sustancia anecdótica del relato, tratada siempre con un sutilísimo 
              sentido de la parodia. Por eso, el protagonista se resiste tanto 
              al comienza a narrar las cosas directamente, y cuando lo hace parece 
              ceder sólo a regañadientes, por trozos más 
              o menos breves y avaros, a la fluencia narrativa. La arquitectura 
              entera del libro (la exterior, tan visible, y la interna) está 
              sometida a las leyes impecables del ritmo. De ahí, la dificultad casi infernal que presenta el autor 
              al lector corriente, aún al lector de habla brasileña; 
              de ahí los desvelos infinitos de sus traductores. He tenido 
              oportunidad de revisar unas traducciones al español de Virginia 
              Wey (se trata de unos cuentos de Primeiras Estorias) y he 
              podido seguir de cerca el proceso de traslado, sus dificultades, 
              sus pesadillas, la necesidad de recurrir siempre en última 
              instancia a la consulta directa con Guimarães Rosa. Leyendo 
              la traducción norteamericana, he podido advertir hasta qué 
              punto es inevitable un esfuerzo de clarificación, de ordenación, 
              de simplificación que termina, por desvirtuar, así 
              sea mínimamente, la prosa tan alusiva, tan trabajada y envolvente 
              del narrador mineiro. Los críticos brasileños se quejan, 
              con razón, de que las versiones francesas son cartesianas 
              y destruyen el edificio rítmico, las ambigüedades de 
              sonido y de sentido, tan pacientemente construidas por Guimarães 
              Rosa. (Hay una excelente crónica de Benedito Nunes en el 
              suplemento literario de O Estado de São Paulo, setiembre 
              14, 1963, sobre la traducción de Corpo de baile, publicada 
              en 1960 en Paris por las Editions du Seuil.) Traducir a Guimarães 
              Rosa es, mutatis mutandis, como traducir a Joyce.  Por la magnitud de su empresa (sólo intentada antes, pero 
              con menos fortuna, por Mario de Andrade en Macunaíma); 
              por el nivel de creación verbal y mítica en que se 
              sitúa Grande Sertão: Veredas; por la sabiduría 
              de su enfoque humanístico y la ironía sazonada de 
              su visión narrativa, esta obra de Guimarães Rosa es 
              una de las creaciones mayores de la literatura latinoamericana de 
              hoy. Es, también, una síntesis magistral de las esencias 
              de esa enorme, desmesurada, escindida tierra de Dios y del Diablo 
              que es su patria." EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL es uno de los críticos 
              uruguayos de mayor solvencia intelectual. Profesor de Literatura, 
              ha viajado por Europa y el Continente americano. Vivió algunos 
              años en Londres. En este momento enseña en la Universidad 
              de Harvard. Ha publicado varios libros: José Enrique Rodó 
              en el 900, Las Raíces de Horacio Quiroga, El 
              Juicio de los Parricidas (sobre la nueva literatura argentina) 
              y Narradores de esta América. Colabora, también, 
              en algunas, de las más importantes revistas americanas y 
              durante varios años asumió la dirección literaria 
              del semanario uruguayo Marcha. |