|  | "Retrato de un Best-seller: Carlos Maggi"En Temas, nº 7, junio-julio 
              1966
 p. 5-14
 "Se ha hablado mucho de la aceptación popular de Carlos 
              Maggi: su éxito temprano como libretista radial y como humorista 
              en Marcha; su condición de primer best-seller de su 
              generación, con un libro de 1951; su triunfo en el teatro 
              con dos primeras piezas, estrenadas casi simultáneamente 
              en 1958/59. Menos comentada pero no menos importante es su condición 
              de precursor de muchas cosas que han resultado obvias desde 1958. 
              Su precocidad es indiscutible. No bien salido de Preparatorios, 
              Carlos Maggi (n. 1922) ya es autor de un competente trabajo sobre 
              Artigas, escrito con su gran amigo Manuel Flores Mora con el que 
              llegan a ganar un concurso. El trabajo se publica en 1942; ese mismo 
              año, Maggi lanza la primera revista verdaderamente juvenil 
              de su promoción, Apex, que publica dos números 
              en papel de astraza y aparece ya bajo el signo de las preocupaciones 
              americanistas de Joaquín Torres García y de la literatura 
              negra de Juan Carlos Onetti, de quien tanto Maggi como Flores Mora, 
              compañero en la redacción de Apex, eran entonces 
              afanosos glosadores y réplicas algo más jóvenes 
              y optimistas. Por ese mismo año, Marcha empieza a 
              publicar sus primeros cuentos, entre realistas y sobrerrealistas, 
              inesperados y hasta caprichosos en sus títulos. Uno de los 
              mejores se llama Louis Jouvet y no presenta al famoso actor 
              y director francés, aunque se refiere sí a los simulacros 
              teatrales de la conducta humana: tema que será desarrollado 
              mucho más tarde en una de sus piezas más ambiciosas, 
              La gran viuda. Maggi tiene entonces unos veinte años 
              y se lanza sobre la vida y la literatura con una apetencia, una 
              sonrisa, un humor juguetón, un sentido funambulesco, sentimental 
              y a veces hasta dulzón de la existencia, una necesidad de 
              ser y de afirmarse. Lo increíble es que este muchacho también 
              está lidiando en otros frentes. La muerte del padre lo ha 
              convertido bruscamente en cabeza de familia, lo ha obligado a escribir 
              libretos humorísticos para la radio (no existía entonces 
              la TV), defendiéndose como podía. Su ambición 
              estaba puesta sin embargo más alta. Como Balzac, al que se 
              parece algo físicamente, aunque sin el sesgo demoníaco, 
              Maggi se multiplica. Para ganarse la vida, escribe libretos: Pobre 
              mi amigo González, para Los Risatómicos; 
              Memorias de un Recién casado, para Héctor Coire, 
              que se acaba de casar; Las divagaciones de la tía Elisa, 
              en colaboración con la narradora María Inés 
              Silva Vila, que será su mujer. También inicia una 
              sección humorística en Marcha, de nivel algo 
              más alto: En este país, se titula. Al mismo 
              tiempo, Maggi tienta el cuento en serio aunque sin el éxito 
              que espera. Por un lapso parece absorbido sólo por las tareas 
              menores de la literatura y por la necesidad de salir de cualquier 
              modo a flote. Trabaja en la Biblioteca Nacional, colabora en el 
              diario batllista Acción, (es uno de los pocos militantes 
              de un partido tradicional entre los escritores de su generación). 
              También estudia Derecho, se recibe, se casa. Llegará 
              a ser abogado del Banco República, a tener casa propia en 
              Carrasco y un rancho hermoso en Punta del Este, a lograr la fama 
              literaria como narrador, como dramaturgo, como ensayista popular. 
              No habrá de perder la sonrisa pero debajo de ella asomará 
              cada vez menos la mueca del grotesco, el rencor y hasta el resentimiento 
              que le hizo en sus primeros años ser tan agresivo. De esa 
              época queda un testimonio en Marcha, un artículo 
              contra ciertos críticos de su generación, que se titula: 
              Bueno, yo les dije, y que ha sido comentado suficientemente 
              en la Introducción a este libro. En esos años, Maggi 
              tenía la dureza del que cree que todos los demás van 
              en coche y sólo él anda a pie. Ahora su sonrisa oculta 
              otra sonrisa. Qué maravillosa es la madurez, me dijo no hace 
              mucho, y esa otra sonrisa interior, la más suya, se le veía 
              también sobre la cara. LA VOCACIÓN DE SER Por haber empezado tan pronto, por haber sido acosado y acorralado 
              más por las circunstancias que por los irreductibles demonios 
              interiores, Maggi fue de los primeros en empezar aquí muchas 
              cosas. No sólo fue de los que descubrió a Onetti (sin 
              esperar las celebraciones del cuarto de siglo) y de los que también 
              descubrió a Espínola (por el que ha tenido una veneración 
              documentable en una de sus piezas teatrales, La noche de los 
              ángeles inciertos, sino que ha sido de los primeros que 
              lo intentó todo en su generación, desde el ensayo 
              histórico de tipo revisionista hasta el humorismo tópico 
              que tanto éxito tendría en localizar un nuevo público; 
              desde el teatro que gusta hasta la pequeña estampa costumbrista 
              que se lee. Fue el primer best-seller con un libro, Polvo enamorado 
              (1951), que apareció en una época en que no había 
              editoriales prácticamente y nadie vendía un ejemplar 
              de autor nacional. Maggi agotó entonces una edición 
              que sería tal vez de quinientos o mil ejemplares: cifra pequeña 
              ahora pero fabulosa para el páramo de aquellos años. 
              Sin embargo, sólo al triunfar en el teatro con un par de 
              obras en 1958/59, Maggi se convierte en escritor famoso. El mismo 
              ha señalado, con exacto sentido de la autoburla, a una periodista 
              que venia una vez a reportear al hombre célebre: No se 
              preocupe, aquí nadie es famoso. Es cierto. Pero si hay 
              alguien cerca de serlo en nuestro ambiente es Carlos Maggi. La paradoja 
              que encierra este éxito algo tardío es varia. Porque 
              Maggi ha demorado en llegar a ser realmente famoso, a pesar de tener 
              en sus manos desde el comienzo la clave del éxito en esta 
              tierra. Para entender esta situación hay que volver a mirar un poco 
              la cronología. Cuando Maggi publica su ensayo histórico 
              sobre Artigas o cuando saca Apex, cuando entrega sus primeros 
              cuentos a Marcha, incluso cuando hace humorismo en el mismo 
              semanario, y luego agota su primer libro de ficción, su fama 
              tiene ya dos caras, muy distintas: una es la fama anónima, 
              casi folklórica, de libretista radial; la otra es la fama 
              personal, más literaria aunque no exquisita, de escritor 
              conocido y fomentado por una élite. En buena medida, el éxito 
              de Polvo enamorado lo hizo un brillante y demagógico 
              artículo de Flores Mora que se publicó en la última 
              página de Marcha, una de las mas leídas entonces. 
              Como gran amigo, Flores Mora exaltó a Maggi, y su lector 
              acudió al libro y lo agotó. El elogio era escasamente 
              literario pero logró su efecto. Permitió que Maggi 
              saltara, como literato, la barrera del desconocimiento en que vivían 
              casi todos los del 45. El éxito sin embargo era relativo. 
              No existía entonces un público bastante grande para 
              la literatura nacional, como se decía y repetía entonces 
              cada semana desde las páginas literarias de Marcha. 
              La prueba de que ese éxito fue solo un succes d'estime 
              la ofrece la carrera posterior de Maggi. Polvo enamorado 
              no tiene secuela inmediata; por otra parte, la editorial que 
              lo publica (formada ad-hoc por Maggi y algunos amigos) también 
              desaparece. Hay un hiato. Las actividades políticas (que 
              ya se han tragado a Flores Mora) también absorben a Maggi 
              y por un tiempo parece que aquel joven que empezó tan pronto 
              y con tanto sentido de lo que se esperaba aquí y ahora, había 
              sido obliterado por el abogado. Entonces aparece Mario Benedetti. En realidad, también Benedetti se había revelado 
              antes y con cierta precocidad. Un libro de poemas a los veinticinco 
              años; la dirección de una revista literaria, Marginalia, 
              poco después; las colaboraciones cada vez más numerosas 
              en Marcha y en Número (cuyo consejo de dirección 
              integra a partir de 1950), ya habían permitido situar a Benedetti 
              en una literatura exigente y con sus ribetes de exquisita, que la 
              sucesión implacable y ordenada de sus libros de cuentos, 
              ensayos y poesía no haría sino corroborar. Pero poco 
              a poco, después de 1951, empieza a asomar en Benedetti un 
              escritor bastante distinto: una sección humorística 
              que viene a sustituir precisamente en Marcha a la de Maggi 
              y que firma con el seudónimo de Damocles; otras multiplicaciones 
              periodísticas del humor; una preocupación cada vez 
              más creciente por el montevideanismo (que ya había 
              tenido su primera expresión deliberada en un cuento, El 
              presupuesto, publicado en Numero, noviembre-diciembre 
              1949); una conciencia cada día más angustiada por 
              los problemas del Uruguay y de la América hispánica, 
              irán modificando a Benedetti, haciéndole dejar atrás 
              su piel exquisita de lector y glosador de Proust y Graham Greene, 
              y lo convertirán en el montevideano por antonomasia (aunque 
              nació en Paso de los Toros), en hombre hondamente preocupado 
              por lo nacional, en el escritor de su generación que mejor 
              se identifica con las aspiraciones y frustraciones de la clase media 
              ciudadana. Benedetti acaba por asumir a ojos de todos una conciencia 
              nacional aterida, de testigo implicado, que es su mejor definición, 
              como se ha visto ya en la segunda parte de este libro. El éxito 
              de este Benedetti es unánime. Se convierte sin duda alguna 
              en el best-seller de su generación. Hay aquí una ligera injusticia, porque parece claro, retrospectivamente, 
              que antes que él, y con una entonación más 
              apasionada incluso, Maggi había abierto los mismos caminos 
              de la preocupación y del enfoque satírico del contorno 
              inmediato. Es cierto que Maggi, al hacerlo, también recogía 
              una tradición local bastante considerable: la de Wimpi, la 
              de El Hachero, y sobre todo la de Julio E. Suárez, creador 
              y fundador de Peloduro, de tan querida memoria. Pero Maggi ya lo 
              había hecho con un encaje literario que casi siempre faltaba 
              en sus modelos. Incluso lo había hecho con un sentido muy 
              cabal de ser (y no sólo parecer) montevideano. Pero en tanto 
              que él llega antes y prematuramente, Benedetti llega precisamente 
              a punto. Es cierto que con el rodar de los años, Maggi vuelve 
              a la literatura y (paradoja que no ha sido señalada, creo) 
              vuelve para hacer las mismas cosas, aunque desde una altura de su 
              madurez que asegura sí el éxito. Consigue captar al 
              público de antes, ahora acrecido, ahora existente y real 
              y empieza a convertirse para muchos en la imagen de lo que fue desde 
              siempre, con una fidelidad interior muy conmovedora. En tanto que 
              Benedetti, cumplido ese segundo ciclo de su expresión literaria, 
              ese montevideanismo que ha sido su pasión y su cruz, parece 
              orientarse hacia otras dimensiones, como lo revelan algunos de sus 
              últimos cuentos recogidos por la página de los viernes 
              de La Mañana. Algún cronista ha insistido en explicar el primer cambio 
              de Benedetti como si se tratara de un caso de doble personalidad: 
              un doctor Jekyll que escribe su obra más literaria y ambiciosa, 
              un Mr. Hyde que hace el humorismo de Damocles. En realidad, las 
              dos personalidades son una, y el paso de la una a la otra es mucho 
              más frecuente de lo que se cree. Recientemente Fernando Ainsa 
              comentaba Gracias por el fuego, señalando que algunas 
              páginas parecían escritas por el humorista. El Dr. 
              Jekyll de la literatura exquisita revela muchas veces al Mr. Hyde. 
              Cabría decir que en Benedetti se produce a veces la imposible 
              fusión, el Dr. Hyde al fin. En Maggi también podría 
              encontrarse superficialmente semejante duplicidad que marcarían 
              las figuras contrastadas del historiador y del libretista radial, 
              o del dramaturgo ambicioso y el letrista de murga. Pero también 
              aquí la dualidad aparente en la superficie se disuelve en 
              una curiosa unidad real. Incluso diría que, menos conflictual 
              que Benedetti, menos acosado, más ajustado a sus límites 
              y a los límites de este país, Maggi está cerrando 
              (oh, la madurez) la curva total de su personalidad con una sola 
              línea continua. DE AQUÍ Y DE AHORA Con motivo del estreno de su tercera obra teatral, La gran viuda, 
              en 1961 Maggi escribió para el programa y sus eventuales 
              lectores una declaración que resume no sólo su curriculum 
              vitae básico sino que también precisa su ambición 
              central. Allí dice: "Yo, señor, soy de Montevideo. 
              Nací acá hace treinta y ocho años y viví 
              en la Aguada, en el Cordón, en el Centro, en Malvín, 
              en Pocitos. Pasé días de verano por casi toda la costa, 
              pesqué unos cientos de pejerreyes y trabajé en una 
              oficina pública. No creo que nada de esta ciudad me sea ajeno. 
              También trasnoché en el Café Metro, en rueda 
              de intelectuales inéditos, y fui titulero, cronista y redactor 
              de Acción. Me ocupé de historia, leí algo de 
              filosofía, publiqué dos o tres libros, gané 
              concursos; van tres épocas en que colaboré en Marcha. 
              Fui jugador de las divisiones inferiores del Club Atenas aunque 
              me hubiera gustado más ser Juan Alberto Schiaffino y, como 
              todos, estudié abogacía. Escribí audiciones 
              de radio y por los libretos de los Risatómicos cobré 
              veinte veces más de lo que establecía el laudo. Hace 
              unos años logré liberarme de esta sacrificada manera 
              de multiplicar los panes y por ahora contengo la tentación 
              de sentirme rico sirviendo a la televisión: se parece demasiado 
              a la literatura, sin serlo. Me conformo con recibir un décimo 
              de los honorarios que marca el Arancel de abogados, estando en el 
              Banco República y en uso de este privilegio me fueron quedando 
              ganas para escribir La Trastienda, La Biblioteca y La 
              noche de los ángeles inciertos, que se estrenaron en los 
              últimos tres años; también esta Gran Viuda, 
              y algunas otras que están a la sombra de una carpeta. 
              Ud. debe saber, señor, que los autores -los que como yo no 
              están enfermos de anormalidad ni de genio- son, en buena 
              medida, el mero reflejo del medio en el cual viven. Por eso, cuando 
              la obra que va a ver en este teatro le resulte buena o mala, seria 
              o superficial, agradable o aburrida, piense que en cierta medida, 
              eso se debe a mí pero también a Ud.; porque usted 
              contribuye a que Montevideo sea Montevideo. A los ingleses les pasa 
              lo mismo, aunque allá sí, allá tuvieron tiempo 
              para darse cuenta de que eran ingleses. Sucede que también 
              la autenticidad es una larga paciencia, porque no es fácil 
              estar en lo de uno, llegar a ser lo que uno es; y menos fácil 
              resulta aquí, en un país a medio hacer. Por eso cada 
              día somos y no somos uruguayos, cada día somos y no 
              somos nosotros mismos. Fue a partir de esta consideración 
              que escribí La Gran Viuda: pensando en este país 
              que es y no es. Aunque, lo confieso, todavía no sé 
              si me parece del todo mal esa indecisión de la personalidad 
              que padecen tantos, eso de estar como desacomodados en el mundo 
              circundante, como queriendo no ser de aquí para ser mejores; 
              aunque no sepan cómo". Este tema -un país a fare, por eso mismo un país 
              cuya autenticidad es todavía un problema- guía toda 
              la búsqueda de Maggi. Su inquisición de la realidad 
              nacional se apoya precisamente en una nostalgia de lo auténtico, 
              que para él se identifica con el buen tiempo criollo de antes, 
              y en una denuncia, cada vez más urgente y acre, de la realidad 
              desmonetizada de hoy. A semejanza de Washington Lockhart (de quien 
              se habla en la cuarta parte de este libro) y de Mario Benedetti, 
              también Maggi cree que antes éramos mejores, más 
              puros, más verdaderos. Es cierto que falta en Maggi ese matiz 
              apocalíptico del antimodernismo de Lockhart (Maggi hasta 
              ha hecho cine, en La raya amarilla, y con éxito); 
              también falta, a pesar del común origen italiano, 
              esa melancolía que yace en el fondo del humor de Benedetti. 
              Por eso mismo, la lucha de Maggi contra el medio, su denuncia y 
              su queja, se envuelve casi siempre en una forma equívoca, 
              o ambivalente, desde cuyo fondo asoma indestructible una sonrisa. 
              Aquí cabría subrayar la influencia de Espínola 
              que en la generación anterior supo hacer su denuncia (el 
              quietismo, la falta de espiritualidad, de sentido trágico 
              y trascendente de la vida, son los temas dostoyevskianos de Sombras 
              sobre la tierra, 1933) pero sin perder del todo una compasión 
              última por esos mismos personajes cuya miseria se deletrea. 
              AI comentar el teatro de Maggi habrá ocasión de volver 
              con más detalle sobre esta influencia tutelar. Se anota ahora 
              porque ella contribuye a comprender la diferencia que hay entre 
              la denuncia, resentida hasta el autodesgarramiento expresionista 
              de Benedetti, exasperada y sin salida, y la crítica de Maggi, 
              que encuentra casi siempre la válvula de escape del grotesco. 
              Un cuento que ha publicado no hace mucho en la página de 
              los viernes de La Mañana (se llama Trinidad y 
              está en setiembre 25, 1964) es buen ejemplo de la duplicidad 
              crítica de su enfoque actual. La historia de un envejecido 
              periodista que financia las aventuras de un negro con una rubia 
              casada para obtener vicarias gratificaciones de voyeur y 
              lograr así empujes viriles que parecían ya perdidos, 
              está contada por Maggi con una atenuación de las peores 
              implicaciones homosexuales del tema, disolviendo el conflicto en 
              una suerte de chiste verde para rueda de probados amigos. El nivel 
              chacotón en que se coloca Maggi exorciza las perversiones. 
              Compárese su tratamiento de estas sordideces con el de Onetti 
              en un cuento como El infierno tan temido o el de Benedetti 
              en algunos de sus más crapulosos Montevideanos y se 
              verá el abismo interior que separa estas creaciones de las 
              de Maggi. LA REALIDAD Y SUS FANTASMAS Por eso, como censor de la realidad nacional Maggi ha tenido una 
              actitud ambivalente. Uno de sus críticos (Rubén Cotelo, 
              El País, diciembre 13, 1964) ha señalado la 
              evolución de la actitud de Maggi tal como la ilustran sus 
              libros de estampas costumbristas y de artículos tópicos. 
              El Maggi que empieza a evocar con nostalgia el Uruguay criollo en 
              Polvo enamorado (1951) es el mismo que funda la sección 
              humorística en este país. Pero a medida que las épocas 
              se endurecen y que la fracción del partido colorado que él 
              apoya pierde clamorosamente el poder (la derrota de 1958 es sobre 
              todo una derrota personal para Luis Batlle), la visión de 
              Maggi se agria, el Uruguay pasa a ser un paisito, de nacionalidad 
              discutida y discutible, impuesto políticamente sobre el Río 
              de la Plata por los ingleses (esos villanos de la historia a la 
              francesa que domina todavía por estos lados), dudoso hasta 
              del nombre mismo de su nacionalidad (somos orientales y no uruguayos, 
              insiste Maggi), un país no sólo en quiebra sino en 
              duda. Sin embargo, un país muy querido. Hay una diferencia 
              de tono en sus libros posteriores a 1958, como se ve repasando sus 
              últimos trabajos recogidos en El Uruguay y su gente (1963) 
              y en Gardel, Onetti y algo más (1964) que reproduce 
              muchas estampas de Polvo enamorado pero agrega otras menos 
              nostálgicas. La visión actual de Maggi se puede sintetizar, 
              por ejemplo, en este párrafo del libro de 1963: "Este 
              es un país fuera de sí, vale decir: imitador de los 
              demás y distraído de sí mismo, echado para 
              afuera y despreciativo de lo bueno que tiene y hasta de lo malo 
              que le pasa; en una palabra: es un país que muere cada día 
              y cada día es engendrado por fecundación artificial; 
              algo sin médula, casi sin conciencia de su propia historia, 
              casi sin masa; no vive sobre sí mismo, no se continúa; 
              es una pluma al viento, llevada por uno para aquí, soplada 
              de lejos para allá; una nadita que no sabe lo que quiere 
              ni quien es, un puñado de seres sin nacionalizar; en el mundo: 
              una pequeña población insignificante, cosmopolita, 
              un detritus flotando a la deriva". Es fácil advertir 
              que el desdén acaba por convertir a Maggi en víctima 
              de lo mismo que denuncia: "despreciativo de lo bueno que 
              tiene y hasta de lo malo que le pasa", es una frase tipo 
              boomerang. No es casual por eso mismo que un crítico muy vinculado 
              últimamente al oficialismo blanco (Arturo Sergio Visca, también 
              en El País, marzo 14, 1965) haya violado su consigna 
              no escrita de no ocuparse de libros recientes para atacar a Maggi 
              por su visión deformada del Uruguay. Algo de lo que dice 
              allí Visca es compartible: no es necesario saber mucha historia 
              nacional para descubrir que cuando Maggi presenta al Uruguay posterior 
              a 1830 como una verdadera Arcadia está sufriendo una inesperada 
              miopía en quien empezó sus faenas literarias con un 
              trabajo histórico. Una de las frases que Visca recoge es 
              muy elocuente: "Concretamente aquí, en el Uruguay, 
              durante muchos años posteriores al 1830 contemplamos descansadamente 
              cómo los vacunos se amaban los unos a los otros y oímos 
              con deleite ocioso el rumor de la espontánea y divina función 
              clorofiliana alfombrando estos campos. Fueron los tiempos felices 
              del asado con cuero y la importación de adoquines suizos. 
              Así nos acostumbrábamos a vivir sobre una inundación 
              de pastos sabrosos, ahítos de rica carne y de buena lana; 
              sin lujos, pero sin trabajo; gozando despaciosamente este clima 
              gratuito, pisando sin sobresaltos este suelo dulce; regalones, bucólicos, 
              rentistas porque sí, recostados a una naturaleza ancha y 
              tierna como un ama de leche. Durante la larga aldea, paladeamos 
              un tiempo espumoso, calentito, recién ordeñado, nata 
              de tiempo colono; campo abierto y carne gorda. Y nos hicimos a eso. 
              Tan es así que aún hoy, cuando el mundo se nos viene 
              abajo, todavía hoy resiste adentro de cada uno de nosotros, 
              como acunado en el regazo de tanta opulencia, un criollo sentencioso 
              y lento, alguien que puede vivir al tranquilo porque tiene todo 
              lo poco que necesita. En el fondo de nuestra alma hay un haragán 
              que se sentó a tomar mate. No es que esté pensando, 
              resolviendo, hundiéndose en sí mismo, tenso y viviente; 
              se está dejando ir al ritmo de ese oleaje amargo. La pequeña 
              calabaza tibia es un segundo estómago sujeto en el hueco 
              de la mano y él rumia lo verde, absorto, ensimismado, meditabundo 
              sin meditar, al modo de una vaca que cae del cuero hacia adentro 
              y parece grave. Pero no hay nada que le esté pasando". Visca pone en su sitio estas efusiones sentimentales al citar unas 
              palabras de José Pedro Várela, escritas hacia 1870 
              y tantos; "En cuarenta y cinco años hemos tenido 
              diecinueve revoluciones. La guerra es el estado normal de la República". 
              La guerra, y no el lento deglutir del mate. También podría 
              haber citado las cartas que envía treinta años después 
              José Enrique Rodó a Juan Francisco Piquet y en que 
              comenta la Revolución de 1904, que entonces azotaba el país. 
              Lo curioso es que Visca se limita a señalar su objeción 
              y no prosigue este camino del análisis, para dar con la causa 
              de esta ceguera de Maggi. Tampoco lo hace, a negar de estar teóricamente 
              situado en una posición sociologizante de la crítica, 
              Rubén Cotelo. Ninguno de los dos se pregunta por qué 
              este uruguayo que indudablemente estudió historia y conoce 
              y ama a su país prefiere evocar un Uruguay arcádico, 
              que nunca ha existido, para oponer a los acomodos y tristezas del 
              actual. La respuesta quizá la pueda dar la misma situación 
              existencial de Maggi, descendiente de inmigrantes y con la necesidad 
              punzante de arraigarse en una patria hasta hace poco ajena. Esa 
              patria resulta contemplada a través de una falsa proyección 
              sentimental que trastrueca los valores históricos. También 
              Borges, descendiente de portugueses, de ingleses y tal vez de judíos 
              sefarditas, no se cansa de evocar en sus poemas o relatos las gestas 
              de mínimos antepasados que combatieron y murieron por la 
              patria. Ese mismo rasgo de nostalgia del desarraigado se encuentra 
              también en Benedetti, que a pesar de lo que enseña 
              la historia patria, imagina en El país de la cola de paja 
              (1960) un Uruguay decente, un Uruguay digno, el de sus padres. 
              Tanto Maggi como Benedetti olvidan que ese Uruguay decente fue el 
              que fundó el negocio electoral, dio el golpe de estado de 
              Terra, maquinó el reparto proporcional de la hacienda pública. 
              En el caso de Maggi la ilusión arcádica se complica 
              en la práctica porque a diferencia de Benedetti, milita en 
              la misma fracción que con su desgobierno trajo estos lodos 
              de hoy. La clave de esta doble ceguera habrá de encontrarse 
              en una actitud en buena medida generacional. Excelentes hijos casi 
              todos, los escritores del 45 heredan un país deteriorado 
              por la corrupción de unos y la impotencia y blandura de otros, 
              y en vez de recelarse contra sus padres para fundar de nuevo la 
              nación, con toda responsabilidad y riesgo, se refugian en 
              la crítica cejijunta y trascendente, y en la estampa satírica. 
              Rehuyen el parricidio y se consuelan con la literatura. Por eso, 
              sus ataques resultan a la postre ineficaces y sólo sirve 
              para perpetuar (avanzada la madurez) una situación de adolescencia. De esta situación arranca el error de enfoque de Maggi que 
              Visca denunciaba tan acertadamente. Es un error que cabría 
              calificar de murénico, convirtiendo en adjetivo el nombre 
              del notorio ensayista argentino. Ese error consiste en extrapolar 
              una situación particular de una clase en un momento dado 
              de la historia, y hacerla válida para todo un país 
              o un continente. Así como Murena, en su libro sobre el pecado 
              original del continente, ve a toda América como poblada de 
              inmigrantes recién llegados (hasta los indios del Altiplano 
              le parecen europeos), Maggi ve el Uruguay del siglo XIX, ese Uruguay 
              que Hudson llamó La Tierra Purpúrea porque 
              realmente la vio cubierta de sangre, como si fuera una época 
              de siesta y mate. Felizmente para Maggi, como para Benedetti, la parte más 
              importante de su obra no descansa en esa crítica moral de 
              costumbres de este o de otro tiempo. Es cierto que es la que les 
              ha dado más fama. Pero no conviene confundir fama con calidad 
              literaria. Ya Rilke se refirió a ese malentendido. Aquí 
              podría volver a subrayarse la paradoja de que sean Maggi 
              y Benedetti los más difundidos críticos de la situación 
              nacional cuando son notoriamente otros (Pivel Devoto, Ardao, Solari, 
              Real de Azúa, Ares Pons, para citar algunos ejemplos que 
              se examinan en la cuarta parte de este libro) los que han hecho 
              y continúan haciendo el trabajo realmente crítico. 
              Pero si como ensayista Maggi, o Benedetti, interesan sólo 
              por ser índice de las predilecciones del lector uruguayo, 
              el enfoque cambia radicalmente si se les considera en su actividad 
              verdaderamente creadora. Para Benedetti (ya se ha visto) esta dimensión 
              se da sobre todo en el cuento; para Maggi ocurre en el teatro. Las 
              mismas observaciones que se pueden hacer con respecto a las tesis 
              de sus artículos son válidas para las tesis de sus 
              obras, especialmente para la más crítica, La Gran 
              Viuda, hasta el momento, su mayor esfuerzo satírico. 
              Pero como pasa a menudo (le pasa incluso a Brecht) Maggi es tanto 
              mejor comediógrafo cuanto menos se preocupa por el mensaje 
              de sus piezas. Por ahora, ese mensaje ha sido para él sin 
              duda un lastre. EL TEATRO DE MAGGI La labor teatral de Maggi se ordena hasta la fecha en cuatro piezas 
              largas, algunas cortas que no se han representado pero sí 
              han sido publicadas, algunos sketches para revistas y hasta canciones 
              de murga para una obra de Mauricio Rosencof (El gran Tuleque, 
              1960), y un collage de textos propios y ajenos que se estrenó 
              en 1965 con el título de El pianista y el amor, y 
              que aprovecha una de sus mejores piezas cortas, El apuntador. 
              En plena producción desde 1958, resulta aventurado pronunciarse 
              ya sobre el rumbo que tomará el teatro de Maggi. Parece preferible 
              considerar las cuatro piezas que por ahora concentran su mayor ambición. 
              El orden de estrenos no coincide con el de composición. Así 
              La trastienda (1958) se estrenó antes que La biblioteca 
              (1957), a pesar de ser posterior; lo mismo pasa con La gran 
              viuda (1959), escrita antes y estrenada después que La 
              noche de los ángeles inciertos (1960), que viene a ser 
              así su última pieza importante. Aquí he preferido, 
              sin embargo, el orden de estrenos porque Maggi ha colaborado casi 
              siempre muy estrechamente con los directores de sus piezas, y ha 
              estado haciendo ajustes y retoques hasta el último ensayo; 
              por eso, las fechas de estreno dan un tope máximo de elaboración 
              de cada obra. La línea que dibujan sus cuatro piezas importantes 
              es sinuosa. La trastienda se ocupa de mostrar, en un estilo de naturalismo 
              satírico que está claramente emparentada con el grotesco 
              de Discépolo, o de los maestros italianos de ambos, la historia 
              de una familia de comerciantes que es devorada por la codicia y 
              la sordidez del alma. La obra se inicia con una suerte de ballet 
              feroz en que todos buscan la fortuna, enterrada en alguna parte, 
              de un tío muerto, y en donde se perfila ya la figura de José, 
              el más duro, el que acabará por quedarse con la herencia. 
              El último acto reitera el ballet pero ahora la figura central 
              es aquel José, viejo y paralítico, a cuyo alrededor 
              se mueven las mismas alucinaciones de la codicia. Este personaje 
              es uno de los mejores retratos escénicos de Maggi y da a 
              la pieza una densidad de la que carecen los demás, divertidas 
              viñetas por lo general. Por el camino de La trastienda, 
              Maggi pudo haber compilado toda una Comedia Humana teatral uruguaya. 
              El que no lo haya hecho, el que alterase su rumbo, certifica la 
              naturaleza de su talento y de su ambición. Porque La biblioteca ya se propone otra cosa. Allí 
              Maggi toma el tema clásico de la administración pública 
              y lo encara en términos a la vez uruguayos y universales. 
              Es cierto que hay raíces locales fácilmente documentables 
              en esta alegoría kafkiana. Todos sabemos que Maggi fue funcionario 
              de la Biblioteca Nacional. Pero si el autor se apoya en su experiencia 
              para recoger en lo vivo ciertos rasgos de esta Babel, no es menos 
              indudable que la obra debe su brío, su fuerza comunicativa, 
              aún en el texto impreso, a una peculiar visión teatral. 
              La pieza gira en tomo de la figura de un bibliotecario ideal que 
              asume su puesto de Director con todas las ilusiones de la juventud, 
              y la ve poco a poco hundirse en el caos de la redistribución 
              administrativa y hasta en la completa demolición. Maggi no 
              ha querido caracterizar a nadie en este personaje que no está 
              suficientemente dibujado como para tener individualidad. Es el prototipo 
              del Jefe, que sueña con planes de futuro en el acto primero, 
              con programas extra conyugales en el segundo y con el hogar dulce 
              hogar en el tercero, mientras o su alrededor la realidad roe y desgasta 
              la Biblioteca. Pero no es este personaje, ni los otros rápidamente esbozados 
              también, quienes importan en la pieza. Importa sobre todo 
              una visión dinámica, de rápida fantasía 
              afectiva que levanta en acción visual frenética ese 
              ballet de la Biblioteca que está siempre construyéndose 
              en teoría y destruyéndose en la realidad. Para la 
              culminación del acto primero, Maggi transforma a los bibliotecarios, 
              espoleados por la colocación de la piedra fundamental del 
              edificio, en una murga que canta el futuro traslado. Para el acto 
              segundo inventa una multiplicación física del espacio 
              que hace rendir el doblo a cada sala (luego las hará rendir 
              el cuádruple) y también intercala una hilarante escenita 
              en que un investigador pide el texto original de una tesis de Schopenhauer 
              sobre la cuádruple raíz del principio de razón 
              suficiente. (Esta escena no figuraba en una primera redacción, 
              como podrá advertir quien repase el texto en la edición 
              publicada en 1961.) En el acto tercero ya no existe la Biblioteca 
              y los empleados siguen viniendo al terreno baldío a cumplir 
              el horario. Como Pirandello, el precursor, como Brecht y como Adamov, Maggi 
              tiene ese tipo de imaginación teatral capaz de visualizar 
              en acción (y no en mero movimiento físico) el conflicto 
              esencial de la obra. Su acción es metáfora teatral. 
              Por eso su obra de entonación expresionista, alcanza la alegoría 
              sin sacar los pies de la tierra. En La Biblioteca, el personaje 
              central es la Biblioteca: es decir, el mundo, devorado por el Tiempo. 
              El don de Maggi para el diálogo, su felicidad para la réplica 
              cómica (a veces, demasiado obvia, pero casi siempre punzante), 
              un cierto rasgo absurdo del humor, disimulan este aspecto alegórico 
              de su obra, que reaparece también más atenuado en 
              su restante producción. Pero es aquí donde Maggi ha 
              estado más cerca de la verdadera recreación artística 
              de uno de los mitos más tenaces de nuestra realidad: el mito 
              de la seguridad estatal, del planeamiento burocrático, del 
              paraíso laico fundado por Batlle. Lo Biblioteca supone la 
              reducción al absurdo, el súbito desgarrar la piel 
              de la apariencia, la alegoría que revela la medida de nuestros 
              sueños mas tenaces. De otra índole es La noche de los ángeles inciertos. 
              El tema de la obra daba para su acto largo, y sólo para un 
              acto largo. El autor entendió esto, claramente al concentrar 
              la pieza en una acción y en un tiempo. Pero necesidades tal 
              vez ajenas a la creación dramática le hicieron interponerle 
              entre el primero y el tercero acto (ambos situados en el mismo cabaret) 
              un segundo acto episódico, que estira la acción, la 
              diluye en apuntes satíricos de calidad muy menor y rompe 
              definitivamente la unidad de clima dramático de la obra, 
              Un tenue pretexto -el peregrinaje de Costita y su madre por la casa 
              de familiares, jefes o amigos, para obtener los cincuenta pesos 
              que necesita para comprar una noche con Doria, la prostituta de 
              la que está enamorado- apenas justifica la inserción 
              de una serie de sketches en que se ve la mano y el ojo de 
              Maggi, buen observador superficial de costumbres rioplatenses, pero 
              que en definitiva sólo agregan materia externa a una obra 
              que no la necesitaba. Lo que sí había de lograrse 
              era la continuidad del clima afectivo y poético que con tanto 
              afán crea Maggi en el primer acto. Ese clima se diluye con 
              las estridencias, dramáticamente superfluas, del segundo 
              acto y penosamente se reconstruye en el tercero, cuando la acción 
              vuelve al cabaret. Si se prescinde de este acto segundo, queda una pieza más 
              concentrada en la que Maggi paga tributo a su gran admiración 
              por Francisco Espínola, al que también dedica apasionadamente 
              la obra. La relación entre la pieza de Maggi y el mundo fabuloso 
              de Espínola es fácil de trazar. Cualquier aficionado 
              al maestro de San José puede reconocer en el protagonista, 
              ese Costita, boxeador fracasado, que persigue a la bailarina de 
              cabaret, a aquel jorobadito, Carlin, de Sombras sobre la tierra, 
              que llega al prostíbulo de pueblo con la moneda calentita 
              en la mano, y no se atreve a pedir a la más linda y buena, 
              a Margarita, e invita en cambio a la más fea y desdentada, 
              para recibir (como un golpe de serrucho en el alma) la risa de prostitutas 
              y clientes, para sentir, ya ciego de humillación, la mano 
              de Margarita que viene a rescatarlo, a llevárselo a su cuarto, 
              a entregársele. En aquel Carlin está el germen de este Costita, aunque Maggi 
              ha ampliado naturalmente el personaje y ha sabido anotarlo con los 
              tics del boxeador estupidizado por las palizas, y ha escrito para 
              sus monólogos (la misma pelea alucinadamente repetida, el 
              castigo infernal a manos del boxeador negro) los mejores momentos 
              dramáticos de la obra. Pero si Maggi ha conseguido aquí 
              arrancar del apunte de Espínola y elevarse hacia una concepción 
              escénica viable, en otros pasajes de su pieza la inspiración 
              del maestro no hace sino subrayar las limitaciones del discípulo. Tal vez sea también de Sombras sobre la tierra la 
              idea de mezclar la celebración de Noche Buena con la corrupción 
              cotidiana de un cabaret. En la episódica novela de Espinóla 
              hay una celebración de Semana Santa en el prostíbulo. 
              Tal vez de un cuento que se titula Rancho en la noche arranque 
              Maggi para su versión -entre simbólica y naturalista- 
              de la misma fiesta, con las bailarinas de cabaret convertidas en 
              los ángeles inciertos del título, la dueña 
              en discutible Virgen María y su joven amante en un sórdido 
              San José. Pero si en la novela y en el cuento de Espínola 
              los elementos directamente extraídos de la realidad circundante 
              lograban armonizarse casi siempre con un estilo que tiene sus naturales 
              contactos con el expresionismo (no en vano Espínola escribe 
              en los años treinta), en la pieza de Maggi no se logra nunca 
              esa unidad de clima que permite pasar eficazmente de un mundo a 
              otro. Donde se advierte mejor el error de querer adaptar así a 
              Espínola es en una frase que Maggi inserta a comienzos del 
              tercer acto. Uno de los borrachos que frecuentan el cabaret le cuenta 
              a su compañera ocasional: "-Asi le dijo: Ud. entra nomás, amigo 
              Sosa, y agarra la yegua, le dijo. Para eso es mi amigo. Ud. entra 
              y la agarra y se la lleva, y si la yegua no está, si la yegua 
              no está, tampoco importa. Ud. se la lleva lo mismo. Eso es 
              un amigo, verdad?" En el cuento de Espínola (Qué lástima, 
              de 1933) la frase no está referida en un diálogo ajeno, 
              como aquí, sino que ocurre directamente, en una narración 
              que presenta con toda lentitud el encuentro casual de Sosa y Juan 
              Pedro, que transcribe su diálogo sabroso, hecho de tiempo 
              y canas, de largos espacios sin palabras en que los dos hombres 
              se van hundiendo más y más en una amistad a primera 
              vista (como se dice: amor) y de la que saldrán, borrachos, 
              delirantes, hacia el aire frío, en una completa trasmutación 
              de identidades: Sosa llamará Sosa a Juan Pedro, y éste 
              le retrucará llamándolo Juan Pedro. Pero si la frase 
              que Maggi recoge por boca de uno de sus personajes (esa entrega 
              tan absoluta de la yegua que alcanza a violar las leyes de la realidad), 
              si el chiste a la Macedonio Fernández que Espínola 
              en su cuento hace funcionar tan magníficamente, en la obra 
              de Maggi queda reducido a su esqueleto conceptual. Es una broma. 
              Apenas. Acá se capta el error fundamental de La noche de los 
              ángeles inciertos como creación dramática 
              y literaria: su incapacidad de comunicar emocionalmente temas y 
              motivos poéticos que Maggi ha concebido a partir del fecundo 
              mundo narrativo de Espínola y que ha hecho suyos por un proceso 
              de identificación emocional. No basta por eso que Maggi recoja 
              dichos o personajes; no basta intentar la recreación de un 
              clima en que el apunte realista aparece trascendido por la entrañable 
              visión del artista; no basta continuar, dentro de la línea 
              original, esos temas o motivos. Maggi debió haber trasmutado 
              la materia misma. Si lo intentó, es indudable que no lo consiguió. 
              La obra da indicios, aquí y allá, de un Maggi posible: 
              más ambicioso en sus temas literarios, más poético 
              o denso en sus imágenes, pero un Maggi todavía futuro. Con La gran viuda (que fue escrita antes), Maggi parece 
              dar un paso atrás, abandonar el grotesco sentimental y poético, 
              e instalarse en un territorio más seguro: la sátira 
              de la falsa cultura, o de la inautenticidad. En la figura de Eleonora, 
              mujer que está constantemente dramatizando su vida, Maggi 
              ataca la afectación intelectual. La burla es muy directa: 
              la protagonista recita fragmentos de tragedia griega mientras su 
              marido agoniza; le roba el novio a su hermana para sentirse heroína 
              de novela. Hay un personaje que recita poemas de Neruda y de Lorca, 
              olvidándose de declarar la paternidad; un filósofo 
              vagamente anarquista que la protagonista trata como un muñeco, 
              a pesar de sus pretensiones trascendentes. Lo malo no es (como creyó 
              Maggi después de la unánime censura de la crítica 
              teatral montevideana) que su sátira contra los falsos intelectuales 
              levante resquemores. Todo lo que dice está bien, pero esa 
              gente no importa. La verdadera inautenticidad de los intelectuales 
              uruguayos corre más profunda y es más grave. La burla 
              de Maggi no la alcanza. Por otra parte, sus personajes y situaciones 
              son tan caricaturescas que hasta hacen olvidar el propósito 
              inicial. La obra no crece, después de un primer acto divertido, 
              y parece terminada de apuro. Si Maggi hubiera explorado un poco 
              más hondo en esa Eleonora habría descubierto que la 
              raíz de su inautenticidad (como ha señalado uno de 
              sus críticos) está en el egoísmo, el mismo 
              egoísmo que convierte en monstruo a José, el protagonista 
              de La trastienda. Por ese camino, la pieza podría 
              haberse salvado. Tal como está es a ratos divertida y en 
              definitiva irredimible. Felizmente, la cronología de composición nos enseña 
              que La gran viudad es anterior a La noche de los ángeles 
              inciertos. Después del traspiés de aquella pieza, 
              Maggi apunta más alto y aunque yerra, esta más cerca 
              de lograr una obra valiosa. Es el suyo un fracaso distinguido. No 
              es el fracaso de la mediocridad. De un escritor de tanta facundia, 
              tan inventivo e inesperado, cabe aguardar nuevas obras, nuevas volteretas, 
              nuevos descubrimientos. La madurez es maravillosa, sobre todo, porque 
              permite reconocer el verdadero camino." |