|  | "Anacronismo de Onetti"En Temas, nº 15, enero-marzo 
              1968
 p. 18-22
 La fama, ese malentendido.RILKE.
 "Sólo muy lentamente, como sin prisa y con desgano, 
              la fama de Onetti ha empezado a traspasar estos últimos años 
              las pequeñas fronteras del Uruguay, y sin embargo, en apariencia, 
              se dieron desde 1940 todas las condiciones objetivas para que este 
              gran novelista uruguayo fuese más conocido fuera de su patria: 
              durante un par de décadas vive en Buenos Aires, publica en 
              editoriales argentinas de gran circulación como Losada y 
              Sudamericana, gana algunos premios en concursos internacionales. 
              Pero la reputación de Onetti sigue siendo, a pesar de todo, 
              local, y se reduce a cierta zona de la literatura uruguaya, hasta 
              bien entrada la década del Sesenta. Son muchos los factores 
              que explican esta aparente paradoja y, sin ánimo de agotarlos, 
              quisiera repasar ahora algunos. Pero antes quiero contar qué significaba Onetti para un 
              grupo de escritores uruguayos que teníamos entre 15 y 25 
              años en 1939. La fecha no es arbitraria. En junio de ese 
              año se funda el semanario Marcha que entonces (recién 
              nacido) es sólo un órgano pequeño de una fracción 
              disidente de una fracción mayor de uno de los dos partidos 
              tradicionales del Uruguay: el Partido Blanco, el más conservador, 
              el de los terratenientes. Con el tiempo, ya se sabe, Marcha llegará 
              a ser una cosa muy distinta y alcanzará fama en toda América. 
              Pero en 1939 es sólo un tabloide que se parece mucho a los 
              franceses de aquel entonces. El director pagaba así su tributo 
              cultural a París, donde había estudiado. El semanario 
              se ocupa principalmente de política, nacional e internacional, 
              de economía (sobre todo nacional) y dedica muchas páginas 
              a asuntos de arte, de música, de literatura. El secretario 
              de redacción es un joven moreno, de 30 años más 
              o menos exactos, alto y sombrío, con una cara que él 
              mismo describiría más tarde como de caballo. Este 
              joven escribe y publica en Marcha curiosos relatos y notas 
              críticas. Algunos textos que elige son seudónimos, 
              otros vienen de las letras europeas y sobre todo de las norteamericanas. 
              Pero tienen como autores a nombres que no se esperaban entonces 
              en el Río de la Plata. Este joven se llama Juan Carlos Onetti y ya ha descubierto a Louis 
              Ferdinand Céline y a William Faulkner. El mismo año 
              habrá de publicar su primera novela, El pozo, breve 
              e intenso relato que él mismo editará con ayuda de 
              algunos amigos y con un falso dibujo de Picasso en la portada (se 
              asegura que él también lo dibujó y la cara 
              que muestra se le parece un poco). La edición, pequeña, 
              tardará sus buenas décadas en agotarse. Sin embargo, ya circulaban por Montevideo algunos muchachos que 
              habían descubierto a Onetti. Como esos jóvenes secretos 
              que estaban dispuestos a hacerse matar por un verso de Mallarmé 
              (según le decía al maestro francés su discípulo 
              Paúl Valéry), estos primeros descubridores de la enorme 
              térra incógnita que era y sigue siendo Onetti andaban 
              por la principal avenida, entraban en los cafés de estudiantes 
              e intelectuales, se paseaban por los claustros de la sección 
              Preparatorios o por la Facultad de Derecho con El pozo bajo 
              el brazo. Se llamaban sin duda Carlos Maggi, Mario Arregui, Carlos 
              Martínez Moreno, Homero Alsina Thevenet, Roberto Ares Pons, 
              Manuel Flores Mora y también tenían otros nombres 
              que no he registrado. Con el tiempo llegarían a ser diputados 
              y ministros, abogados e historiadores, narradores y dramaturgos, 
              hasta críticos. Pero entonces sólo eran adolescentes 
              y hablaban sin cesar de Onetti. Llegué hasta ese vasto continente 
              semisumergido a través de ellos. Uno me prestó un 
              ejemplar de Santuario, de William Faulkner, en la edición 
              española de Espasa Calpe y propiedad de la Biblioteca del 
              Centro de Protección de Choferes, institución donde 
              lo había detectado Onetti para provecho de todos. Otro me 
              acercó el Voyage au bout de la nuit, donde leí 
              las escalofriantes escenas soñadas por Céline y que 
              luego encontraría metamorfoseadas por Onetti en sus libros. 
              Un tercero me regaló El pozo, que no se encontraba 
              casi en las librerías. Maggi y Flores Mora me contaron cosas 
              de Onetti a quien (oh maravilla) ellos habían visto y hasta 
              tuteado. No conocí entonces a Onetti sino muy de lejos y a través 
              de una leyenda que se iba coagulando lenta pero insistentemente 
              a su alrededor: la leyenda de su humor sombrío y de su acento 
              un poco arrabalero; la leyenda de sus grandes ojos tristes de enormes 
              lentes, la mirada de animal acosado, la boca sensual y vulnerable; 
              la leyenda de sus mujeres y sus múltiples casamientos; la 
              leyenda de sus infinitas copas y de sus lúcidos discursos 
              en las altas horas de la noche. Yo devoraba todo lo que caía 
              en mis manos pero no me atrevía a acercarme un sólo 
              milímetro a Onetti. Entonces no se me pasaba siquiera por 
              la cabeza que iba a ser crítico y que debía empezar 
              a hacer mis palotes sin perder más tiempo. Onetti era un 
              nombre que sonaba cerca mío, que andaba por los rumbos en 
              que yo andaba, que encontraba en la boca de tantos. Pero nunca soñé 
              en ir a buscarlo para convertir ese nombre en persona real. Un día supe que se había ido de Buenos Aires. Otro 
              día me enteré que una novela suya, de la que conocía 
              algún fragmento, había sido elegida por el jurado 
              uruguayo para competir en un concurso internacional que al fin ganó 
              El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. Como Onetti 
              no publicó nunca esa novela, se hace difícil opinar 
              sobre el acierto del jurado. Pero se puede decir, que aquí 
              comienza la historia de sus malentendidos con jurados más 
              o menos internacionales. Un segundo concurso, organizado esta vez 
              en Buenos Aires por Losada, concede el segundo premio a Tierra 
              de nadie (1941), prefiriendo para el primer puesto una novela 
              de Bernardo Verbitsky que nadie ahora lee. Onetti estaba ya instalado 
              en la capital porteña, trabajaba en agencias de publicidad, 
              mantenía algún contacto con los fieles que lo iban 
              a visitar o que incluso (como Alsina Thevenet) hasta se iban a instalar 
              a vivir en su casa. Pero seguía siendo el maestro de unos 
              pocos jóvenes secretos. Era en vano que Cine Radio Actualidad, 
              publicación uruguaya entonces muy leída, dedicase 
              un apasionado comentario de Alsina Thevenet a Tierra de Nadie: 
              los discípulos tal vez aumentaban pero las letras uruguayas 
              seguían sin enterarse del todo. En la Argentina era peor. Onetti vivió en Buenos Aires casi 
              dos décadas, como vivió William Blake en el Londres 
              dieciochesco. Era el hombre invisible. Siguió publicando 
              allí sus novelas (Para esta noche, 1943, La vida 
              breve, 1950, Los adioses, 1954); llegó a conocer 
              a algunos escritores y críticos importantes (Mallea, Borges, 
              Girondo, Julio E. Payró) pero no fue reconocido allí. 
              Hace pocas semanas un semanario argentino de gran circulación 
              subrayó el escándalo de que a la aparición 
              de La vida breve, su primera novela y la que funda el mundo 
              mitológico de Santa María, sucesor del Yoknapatawpha 
              de Faulkner, antecedente del Macondo de García Márquez, 
              no se escribiese nada serio sobre Onetti en el Río de la 
              Plata. El crítico argentino debió haber mirado sólo 
              la orilla occidental del río porque en la oriental, el culto 
              de Onetti continuaba creciendo lento pero firmemente. Ya a la aparición de Tierra de nadie, Carlos Martínez 
              Moreno había escrito una penetrante nota en El País; 
              yo escribí en Marcha con fervor e invocando los manes 
              de Faulkner, al aparecer Para esta noche; la publicación 
              de La vida breve suscitó también en Marcha 
              dos páginas de disimulada valoración autobiográfica 
              a cargo de Alsina Thevenet y un largo estudio, el más largo 
              que se le ha dedicado hasta la fecha, que yo escribí para 
              Número, de Montevideo, y en que no sólo se 
              analizaba con pausa a la novela sino que se trataba de situar a 
              Onetti en el contexto de la novela rioplatense contemporánea. 
              (Ahora está en el libro que se titula, Literatura uruguaya 
              del medio siglo, 1966). La leyenda de Onetti crecía, 
              aumentada por el aura de autor maldito a quien editores y críticos 
              del oficialismo argentino ignoraban olímpicamente. Pero en 
              Montevideo los fieles también crecían y desde 1950 
              en adelante Onetti era ya un autor respetado por todos los escritores 
              jóvenes y militantes del Uruguay. Como prueba de ese respeto 
              se podría citar el título que da Carlos Maggi a su 
              primera colección de prosas. Es Polvo enamorado que 
              viene del famoso soneto de Quevedo que concluye: Polvo serán mas polvo enamorado le fue acercado por Onetti. 
              En 1951, Número recoge algunos de sus cuentos con 
              el título de uno de ellos, Un sueño realizado; 
              el prólogo es de Mario Benedetti, la selección mía. 
              El entronque de parte de la generación del 45 con Onetti 
              quedó firmemente establecido. Por esos años se sitúa un encuentro en el Buenos 
              Aires peronista entre Borges y Onetti al que me tocó asistir 
              como moderador. Aunque siempre denunció ciertas exquisiteces 
              borgianas, Onetti es uno de los primeros conocedores uruguayos del 
              narrador argentino. En uno de mis viajes a Buenos Aires me pidió 
              que le presentase a Borges, a quien yo conocía a través 
              de una larga admiración. En una cervecería de la calle 
              Corrientes que en los altos albergaba una de las más siniestras 
              organizaciones peronistas (fue demolida a cañonazos por los 
              tanques de la Revolución Libertadora de 1955), llevé 
              a Borges a conocer a Onetti. No sé si la natural timidez 
              de Onetti o la larga espera, provocaron el aire fúnebre, 
              claramente modificado por la cerveza, con que nos recibió. 
              Estaba hosco, como retraído en sí mismo, y a la defensiva. 
              Sólo salía de su isla para atacar con una virulencia 
              que no le conocía. Era obvio que él había leído 
              a Borges y que Borges no lo había leído ni tal vez 
              lo leería nunca. La conversación saltaba sin progresar 
              hasta que de golpe Onetti embistió con una frase que se dejaba 
              silabear como un verso de tango: -Y ahora que están juntos, díganme, 
              explíquenme, ¿qué le ven al coso ese, a Henry 
              James? Inútil aclarar que Onetti había leído a James 
              y que era tan capaz como cualquiera de valorar sus méritos. 
              Pero la frase quería decirnos otra cosa. Infortunadamente, 
              tanto Borges como yo nos pusimos a explicar laboriosamente, y con 
              gran entusiasmo genuino la obra de James, lo que le veíamos. 
              Hasta desarrollamos pedagógicamente una comparación 
              entre el mundo aparentemente realista pero en realidad abstracto 
              de James y el fantástico pero tan concreto de Kafka. Citamos 
              libros y cuentos, críticas y opiniones. Yo estaba en la gloria. 
              Me sentía como el bueno de Boswell al asistir a un encuentro 
              entre el Dr. Johnson y Reynolds o Garrick. Pero todo era una ilusión 
              óptica: no había ni podía haber contacto entre 
              Onetti y Borges, o sólo lo había en mi imaginación. 
              Cuando nos íbamos (acompañé a Borges a su casa 
              de Maipú, a pocas cuadras de la cervecería), le pregunté 
              un poco inquieto qué le había parecido Onetti. Me 
              contestó con gran cortesía que le había gustado, 
              pero agregó: -¿Por qué habla como un compadrito 
              italiano? Toda la noche, y sin que mi oído lo hubiera registrado, 
              Onetti estuvo censurando a Borges al arrastrar las sílabas 
              más que de costumbre, deliberadamente, como un acto fonéticamente 
              agresivo y suicida. Comprendí que de alguna manera esa noche 
              Onetti había sido Roberto Arlt: ese genial y loco narrador, 
              contemporáneo de Borges, y que Borges también había 
              ignorado; ese Roberto Arlt que, antes que Onetti, que Marechal, 
              que Sábato, que Cortázar, colonizó algunas 
              zonas profundas de la triste Buenos Aires. Ahora comprendo que debimos 
              haber hablado de Arlt y no de Henry James, pero de todos modos Onetti 
              se las ingenió para que Arlt estuviera de algún modo 
              presente. El encuentro es ejemplar de esos malentendidos que persiguen a 
              Onetti, o que él tal vez secretamente inspira. Borges representaba 
              en esa fecha la mejor literatura argentina oficial. Aunque poco 
              después Sur publicaría Los adioses y 
              hasta saldría algún comentario en revistas argentinas, 
              Onetti seguía siendo el hombre invisible en Buenos Aires. 
              En Montevideo, ya saludaría Los adioses con un larguísimo 
              artículo de Marcha. Pero la orilla oriental del Plata 
              ya estaba conquistada y cada día serían más 
              los jóvenes que descubrirían a Onetti o los no tan 
              jóvenes que se pondrían rápidamente al día. 
              La nueva literatura empieza a existir entonces bajo el signo de 
              Onetti. Los mejores lo siguen o lo glosan o escriben a contrapelo 
              de él. Pero está indiscutiblemente ahí, instalado 
              como el maestro. Es imposible no haber pasado alguna vez por su 
              Santa María. En Buenos Aires siguen los malentendidos. En un concurso de la 
              Editorial Fabril su obra maestra, El astillero, sólo 
              obtiene una mención frente a libros que ahora ni es prudente 
              recordar. Cuando por suerte la novela se publica en 1961 hay ya 
              una generación de críticos y escritores argentinos 
              que también lo reconocen como maestro. Pero ya entonces Argentina 
              ha producido a Marechal, a Sábato y a Cortázar y es 
              natural que Onetti quede desenfocado ligeramente, que haya que repasar 
              la cronología para advertir que si, es claro, Adán 
              Buenos-ayres se publica varios años después de 
              los tres primeros títulos de Onetti; que El túnel 
              es posterior a Para esta noche; que todo Cortázar 
              es también posterior. Pero estas precisiones las recuerdan 
              por lo general sólo los eruditos o los fanáticos. 
              Onetti ya está situado anacrónicamente y ese anacronismo 
              se advierte también claramente en dos concursos internacionales 
              más: el de Life en español (Nueva York 1960) 
              y el Premio Rómulo Gallegos (Caracas 1967). Me tocó 
              asistir como jurado al primero en que fue premiado un cuento largo 
              de Marco Denevi, argentino y autor de Rosaura a las diez. 
              El cuento, que se titula Ceremonia secreta no es malo pero 
              es prescindible, para emplear uno de esos adjetivos que Borges puso 
              en circulación hace ya tantos años. El cuento de Onetti, 
              Jacob y el otro, es una pequeña obra maestra. Pero 
              como es un cuento duro y amargo (es la historia de un forzudo de 
              circo que se enfrenta con un forzudo local, historia vista desde 
              varios ángulos, a cual más sórdido y/o patético), 
              como es un cuento intransigente, como es un cuento en que la visión 
              negra de Onetti cala hasta el hueso, el jurado lo relegó. Algo semejante debe haber pasado en Venezuela. No negaré 
              el mérito extraordinario de La casa verde, de Mario 
              Vargas Llosa, libro que he sido de los primeros en analizar críticamente, 
              (v. Mundo Nuevo, núm. 3, setiembre 1966). Junto a 
              esta gran obra de la actual novela latinoamericana, enorme fresco 
              que maneja con increíble maestría varios mundos a 
              lo largo de cuarenta años de narración, impecable 
              de técnica y profundamente humana, Juntacadáveres 
              (1964) debe haber parecido un libro menor. Y en muchos sentidos 
              lo es. Esa historia de malevos y prostitutas en un pueblito perdido 
              de la cuenca del Plata, la Santa María de La vida breve 
              y El astillero parece un melancólico ejercicio 
              en el humor más negro posible: la historia de una ilusión 
              crapulosa, de un paradiso corrompido, de la debilidad de la carne 
              y la leprosa inocencia de ciertos seres. El protagonista, Junta 
              Larsen o Juntacadáveres, es un héroe muy poco épico. 
              Aunque su profesión no dista mucho de la de Fushia, en La 
              casa verde, y aunque su burdel puede tener sus puntos de contacto 
              con el de Vargas Llosa, la visión del joven peruano de 30 
              años y del maduro uruguayo que se acerca a los 60 no puede 
              ser más distinta. Es comprensible que el jurado haya elegido 
              a Vargas Llosa, como es comprensible que se elija entre Céline 
              y Roger Martín du Gard al segundo; entre Durrell y Beckett 
              al primero. La casa verde, además, está en 
              la tradición de don Rómulo Gallegos la de los grandes 
              mundos vegetales, como ha dicho Carlos Fuentes. Comparar es odioso, por eso no quisiera poner en esta comparación 
              otra cosa que la posibilidad de considerar el premio desde varios 
              puntos de vista. Tal vez yo hubiera votado también a Vargas 
              Llosa y si hubiera preferido a Onetti me habría descubierto 
              votando en un sentido muy limitado aunque muy preciso: votando por 
              una visión descarnada e irremediable de la vida, por una 
              obra literaria entera y ya completa, por un autor que me ha fascinado 
              desde que empecé a descubrir lo que era la literatura. Votando 
              por Vargas Llosa habría votado por su entusiasmo, por una 
              amplitud de visión, por un panorama abierto hacia la esperanza. 
              Pero basta. No se trata ahora de votar sino de entender. Y lo que 
              hay que entender es que el premio a Vargas Llosa es no sólo 
              justo sino inobjetable. Y que el propio Onetti lo ha reconocido 
              así. Porque hay una perfecta coherencia en que una vez más, Onetti 
              haya perdido un premio. Ya le pasó con Ciro Alegría 
              (que es su estricto coetáneo), y le volvió a pasar 
              con Verbitsky en Losada (otro coetáneo) y con Masciángoli 
              en Fabril (mucho más joven) y le pasa ahora con Vargas Llosa, 
              que es un delfín. Así como hay una vocación 
              para el éxito hay una para el fracaso. El fracaso de Onetti, 
              aquí está la última paradoja, no es el fracaso 
              de la calidad sino el fracaso de la oportunidad. En 1941 Onetti 
              llega demasiado pronto para arrebatar el premio a Ciro Alegría. 
              Pero en 1967 llega demasiado tarde, para poder disputar seriamente 
              el premio a Vargas Llosa. Anacrónico siempre, descolocado, 
              desplazadísimo, Onetti no está nunca en el escalafón 
              literario. Está sí en la literatura y su puesto, al 
              margen de éxitos o fracasos, de fluctuaciones de lectores 
              y críticos) ha sido ya asegurado por sus grandes novelas 
              y sus sombríos cuentos. Ahora que la suma de malentendidos 
              y postergaciones está dando un total de fama, ahora que en 
              todos los extremos del continente latinoamericano los jóvenes 
              secretos se multiplican y salen a proclamarlo ahora que la Editorial 
              Alfa, de Montevideo, prepara la colección ordenada de sus 
              obras (dispersas suicidamente en tantas editoriales de América 
              del Sur), ahora que la CEAL de Buenos Aires se precipita a recoger 
              sus Cuentos completos, la fama de Onetti es un hecho incontrovertible. 
              Tal vez en Montevideo, Onetti se esté preguntando, el cigarrillo 
              colgando precariamente de un labio, los ojos más tristes 
              que nunca, la boca modulando cada sílaba como si le costara 
              dejarla caer: -Pero ustedes ¿qué le ven al coso ese, 
              a Onetti? Cada día son más lo que 'ven' ".  |