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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Diario de la UNESCO"
En Revista de la UNAM, nueva época, nº 28, agosto 1983
p. 44-52

"Entre el 13 y el 17 de junio en la sede de la UNESCO, París, el XII Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. Este Instituto, fundado en 1938 en la ciudad de México por la Asociación Hispánica de Profesores, y, desde 1962 radicado en la Universidad de Pittsbugh, Pennsylvania, se reúne anualmente en distintos países del continente americano: desde 1975 (en que tuvo lugar en España), también en Europa. La internalización del Instituto en estos últimos años (hubo un congreso en Budapest, en 1980, y hay otros dos ya planeados en Madrid y en Roma, en el futuro más próximo) ha sido consagrada por esta reunión en la sede de la UNESCO. Aunque la iniciativa se debe, sin duda, al actual Presidente del Instituto, el profesor y poeta argentino Saúl Yurkiévich (que enseña en Vincennes), la energía detrás del éxito y expansión presentes del Instituto proviene de su director, el profesor argentino Alfredo Roggiano que enseña precisamente en Pittsburgh desde 1962, hombre dueño de conocimientos enciclopédicos sobre la literatura hispanoamericana; autor y director de conocidas empresas crítico-bibliográficas; compilador de antologías críticas (la más notable: sobre Octavio Paz. Madrid, Fundamentos, 1979). En su doble condición de director del Instituto y de la Revista Iberoamericana, Roggiano ha dejado marca en el estudio académico y en la difusión responsable de nuestra literatura. Generoso y ecléctico, ha sabido navegar las aguas traicioneras de las polémicas más o menos ideológicas, para abrir la Revista a toda escuela de análisis literario. Hasta cierto punto, el XXII Congreso realizado en la UNESCO fue la demostración más elocuente del éxito de una prédica que excluye todo fanatismo. En forma de Diario, he registrado impresiones y observaciones tomadas (como instantáneas) durante la celebración del Congreso.

E.R.M.

SÁBADO 11

Las últimas y frenéticas comunicaciones telefónicas con la agencia Salt and Pepper (sal y pimienta, lo juro), me hacían temer que habría dificultad en abordar el avión especial que llevaría a los congresistas a París. Pero ninguna anticipación, alimentada en la experiencia del teatro del absurdo, me había preparado para el espectáculo que se ofreció en el aeropuerto Kennedy. Ya estaba en el despacho de Air France (donde habíamos sido citados por la picante agencia) a las 5 pm en punto pero no había señales de nadie responsable por nuestro viaje y cuando pregunté a una dama francesa, impecable de politesse, si sabia quienes eran los agentes de Salt and Pepper, me hizo repetir el nombre con asombro y me envió a otra fila, pululante de adolescentes norteamericanos y que ostentaba la ominosa sigla CIEE. (Luego supe que correspondía a una agencia de viajes baratos para estudiantes.) Allí alegaron no conocer a los picantes y me enviaron a una tercera fila (bajo un rótulo que ya no recuerdo) en que me preguntaron si lo que yo quería era un menú especial en el avión. (Aparentemente no hay sólo judíos ortodoxos que sólo pueden comer comida kosher: las empresas de navegación aérea parecen dispuestas a lidiar hasta con fanáticos de otros condimentos y recetas culinarias.) Mi sangre vasca y catalana ya estaba empezando a amostazarse en mi cabeza, cuando me llamaron la atención sobre una pareja, joven, delgada y elegante, que circulaba discretamente con una profusión de billetes en la mano y aire un si es no es furtivo. Atrapados entre dos filas, confesaron ser de Salt & Pepper y que efectivamente tenían mi billete, así como el de otros miembros del Instituto que viajaban en el mismo avión, (cuando recibí mí billete comprobé con auténtico asombro que (1) no llevaba ninguna indicación de que hubiese sido negociado a través de Salt & Pepper; (2) que sí llevaba en la carátula la mención de CIEE (unos minutos antes éstos habían negado haber oído siquiera la ya siniestra combinación de picantes fonemas); (3) que contra todos los reglamentos en vigencia, el tal billete no indicaba en ningún lado el precio del pasaje. Mi perplejidad aumentó cuando al presentar el billete a los funcionarios de Air France, no sólo lo aceptaron sino que me dieron un asiento y un pase para abordar el vuelo a París. Acepté conmovido y mis tribulaciones (y desconfianzas) habrían terminado allí si no me hubiese quedado la espina de la inseguridad del retorno. Pero ya estaba olvidándome de las sospechas y empezaba a moverme en dirección del Duty Free Shop, cuando apareció a pedirme ayuda otra congresista que estaba muy justamente agitada: su nombre no aparecía en la lista de pasajeros de Salt & Pepper, y el elegante joven francés que nos atendió (enfundado en un traje de impecable blanco) desmentía que nunca hubiese hablado con ella por teléfono para confirmarle el vuelo. Por suerte para ella, ya había hablado con el mismo joven por teléfono y al confirmarme mi billete, también me había mencionado el de otros congresistas. Lo confronté con cierta aspereza, aprendida en mis años de París, y ante la doble acometida tuvo que reconocer no sólo que había hablado con ella del billete ahora desaparecido sino conmigo también. El final de la charada fue que el joven cambió de táctica, le echó toda la culpa a una mítica computadora, y aseguró bajo su palabra de honor (sic) que pondría a nuestra amiga en uno de los aviones que partían esa misma noche a París, aunque fuera en Air Pakistán. La tensión y el suspenso crecieron a medida que se acercaba la hora de partida del vuelo de Air France, y sólo cuando todos los congresistas ya estábamos con los cinturones de seguridad atados, apareció la damnificada los ojos echando chispas, dos lamparones de rouge natural en las mejillas, y maldiciendo a toda la genealogía de Salt & Pepper. La perspectiva de viajar de madrugada en un avión perfumado por el curry no era demasiado apetitoso. Los congresistas consideramos la victoria de nuestra amiga como una derrota más de la infame sigla. No sabíamos lo que nos esperaba en París.

DOMINGO 12

El vuelo fue muy agradable, la comida (como siempre en Air France) excelente, y el día en París se anunciaba luminoso y cálido. Pero en el aeropuerto Charles de Gaulle, algunos de los congresistas que viajaban con pasaporte suramericanos descubrieron que la política cultural de acercamiento a América Latina y de protección de nuestra cultura (que tanto han publicitado Miterrand y Jack Lang, tan amigos de García Márquez, tan amigo de Fidel Castro) no llega hasta el Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia. Una profesora argentina que se había tomado al pie de la letra los discursos de confraternidad tuvo que esperar dos horas a que le dieran una visa (previo pago de 25 dólares) para poder pasar una semana de trabajo en Francia. Naturalmente que los que tenían pasaportes norteamericanos o, desconfiados de aquella política cultural, se proveyeron de visas, pasaron sin pena. Este inconveniente no amargó demasiado a nadie. Todos sabemos que a los franceses (como ya dijo Bernard Shaw) les importa más que una frase sea gramaticalmente correcta a que sea verdadera, Las iniciativas de Lang y de Miterrand valen como figuras del discurso político, y no como realidades del mundo político o cultural. Como el Congreso no empieza hasta el lunes, y no hay manera de conseguir respuesta de los asediados teléfonos de Yurkiévich o Alfredo Roggiano, me dedico a turistear. Hace tres años que estuve aquí por última vez, pero entonces tenia tanto que hacer y pasé tan pocos días, que París fue sólo para mi una sucesión de taxis o trenes del Metro que me llevaban a lugares donde encontraba a viejos amigos - una tierra de nadie que era el decorado (fastuoso pero al cabo indiferente) para encuentros que tenían el sello de lo latinoamericano. Esta vez miro a París despacito. El taxi que me lleva desde la terminal de la Porte Maillot a la Ile Saint Louis (primera etapa de mi itinerario), parece contratado por una compañía de Hollywood para situarme en la ciudad de los turistas: Arc de Triomphe, Avenue des Champs Elysées, Concorde, Quai des Tuilleries y du Louvre, Quai de l'Hótel de Ville, vistazos de La Madeleine, del Louvre, del Veri Galant, de Notre Dame y la Conciergerie, de la Tour Saint-Jacques; retazos de historia vivida en las novelas y las películas: aquí estuvo encerrada María Antonieta y se le puso el pelo blanco en una noche; allí la mujer de "Las babas del diablo" sedujo al adolescente para servírselo luego al compañero homosexual; desde aquella torre espiaba Quasimodo a Esmeralda. Pero, también fragmentos de mi propia historia el restaurante donde comí por última vez en París con Victoria Ocampo: el apartamento de los fondos de Notre Dame donde amigos comunes me presentaron a un joven bajo y ancho, de ojos intensos, que se identificó con un seco Pablo Picasso. (Era es claro, el otro, el hijo.) Tantas y tantas imágenes de los largos veinte años en que he ido y vuelto a París, paseado por sus muy paseables calles, encontrado tanta gente ilustre y tantos desconocidos queridos, y que ahora, caleidoscópicamente, volvían a llenarme los ojos de la memoria. Después de una recalada en el apartamento de Jorge Mara(uruguayo, especialista en antigüedades, ya ciudadano del mundo), voy a casa de Mauricio y Mecha Muller, con quienes me une una viejísima amistad. Debo a Mauricio (profesión: polígloto) mi entrada en Marcha, 1943. Si no hubiera sido por su amistosa insistencia, el joven ensimismado y tímido que yo era entonces no se habría animado a exponer por escrito las infinitas opiniones sobre literatura y cine que llenaban nuestras conversaciones de todas las noches. A Mauricio (y antes a Homero Alsina Thevenet) debo el haber aprendido a convertir en letra lo que era sólo voz. Desde hace tres años Mauricio está residiendo en París, después de cinco años en Kenya, y otros cinco en Nueva York, acompañando a Mecha que es funcionaria de Naciones Unidas, y continuando en todos los climas y ciudades su incansable busca del perfecto retruécano, de la más feliz ocurrencia, del epigrama más letal. En el siglo XVIII, Mauricio habría sido aceptado sin asombro como un wit (Gracián diría: un ingenio) pero en el mundo en que vivimos hasta los ingenios tienen que tener alguna profesión. Mauricio se ha resignado a que lo confundan con un periodista. Hacía ocho años que no los veía y estar con ellos, y con César Fernández Moreno, que viene a cenar con nosotros, es como reconstruir fugazmente una de las Marchas posibles. No la que fundó en 1939 Carlos Quijano con un equipo en que Juan Carlos Onetti era el idiosincrático Secretario de redacción, ni tampoco la Marcha panfletaria de los últimos años, acosada políticamente por un Gobierno cada vez más opresivo y terrorista, sino la Marcha de los años dorados años 1945-1960. Ese lapso (en que la decadencia económica del Uruguay era el tópico eterno de los editoriales inflamados de Quijano, cubrió años en que el país seguía creyendo que tenía un futuro y hasta Quijano cumplía con indudable prestancia su papel de Casandra en el semanario y en el elegante salón del restaurant El Aguila. En esos años, Mauricio Muller, Homero Alsina Thevenet, Carlos Martínez Moreno y yo éramos la sección de espectáculos y letras nos turnábamos, escribíamos sobre todo, incorporábamos lo mejor de Europa y Estados Unidos a un discurso en que también hacíamos dialogar a los entonces no tan famosos Carpentier y Borges, Asturias y Roa Bastos, Onetti y Juan Cunha. Fue en esa Marcha donde Mario Benedetti y Eduardo Galeano tuvieron su primera acogida: en esa Marcha donde todos protestamos contra la agresión de la CIA a Nicaragua (1954), contra la agresión norteamericana en Playa Girón (1961), contra tantas otras ignominias. Hoy esa Marcha, y las más tardías que vinieron después, andan dispersas por el mundo. Quijano y Martínez Moreno están en México; Galeano en Europa; Benedetti se radicó en España, después de una recalada en Cuba; Alsina está en Barcelona. Mauricio en París, yo en New Haven. Para César (que nos acompañó en los años cincuenta con una sección especial sobre Buenos Aires) el reencuentro es parte de su biografía ya que, desde la otra orilla, él siempre siguió las alternativas de Marcha, pero para Mecha, que es bastante más joven, la reunión tiene sin duda algo de Gran Exposición Retrospectiva, o (para decirlo menos pomposamente) de esos Encuentros de la clase de 1945 que parecen un mero recuento de arrugas, peladas o cabellos decorosamente plateados, en los que circulan, incontenibles, las anécdotas conservadas en salmuera. Me voy a dormir con la cabeza llena de Marcha y muy poca información sobre el Congreso que empieza al día siguiente. Lo único seguro es que hay que estar en la sede de la UNESCO antes de las 11 am.

LUNES 13

Todas las dudas sobre la posible (des)organización del Congreso se disipan en un instante. Un comité en que tuvo participación especial Gladys Yurkiévich ha trabajado a todo vapor y con habilidad profesional para que cada participante tenga su carpeta, su tarjeta de identidad y su lugar asignado en las sesiones del Congreso, así como en las dos fiestas con que será abierto y cerrado. Por la ahora razonable suma de 50 dólares, habrá mapas de París y del Metro, un folleto sobre las actividades del Congreso y sendas invitaciones para un cocktail (champagne y scoth) en la Sorbonne y una cena en la Maison de l'Amérique Latin (pollo con vino rojo para hacer sufrir al snobismo de los James Bond de este mundo). Puntualmente, a las 11 am nos dirigimos a la sala 2 para asistir a la ceremonia de inauguración en que escuchamos los consabidos discursos.

Preside, impecable, Saúl Yurkiévich. Para quienes siempre admiramos su ingenio verbal y su chispa crítica, esta versión presidencial es una pérdida. ¿Dónde quedó la máscara de un Aznavour nada sentimental y algo grotesco con que suele pautar sus inesperadas ponencias sobre poesía? El director del Congreso es otro: un señor muy preciso y lacónico que sitúa la literatura iberoamericana en el contexto internacional y abre paso a la confraternización a través de la UNESCO. Más imprevisible es la primera sesión de trabajo. Como el tema general es la "Identidad cultural de Iberoamérica en su literatura". Alfredo Roggiano, que preside la sesión, traza un rápido panorama de los momentos iniciales y cede la palabra a Severo Sarduy que se refiere sobre todo al Barroco. Pero el brillante enfoque del novelista cubano no corresponde a la visión diacrónica de los historiadores de la literatura, ni siquiera a la visión sincrónica que él mismo popularizó en el trabajo "Barroco y neo-barroco en las letras hispanoamericanas", publicado en el volumen colectivo de la UNESCO,América Latina en su literatura (1972). bajo la dirección de César Fernández Moreno. (Hay una versión al inglés, compilada por Ivan Schulman, en 1980, que es muy inferior a la original.) Ahora, Sarduy va más lejos que nunca y ve el Barroco no ya como un movimiento situado en la historia o en el presente, sino como una modalidad de la literatura de todos los tiempos, marcado por la noción de vacuidad y apoyado en la concepción de la literatura como parodia. Todo es parodia, porque no hay texto original, y los supuestos modelos de la parodia son ellos mismos paródicos. (O dicho de otro modo: las novelas de caballerías que parodia el Quijote son a su vez parodias de las epopeyas medievales que son parodias de las griegas que son parodias de la...) Frente a la pirotecnia elegante y precisa de Sarduy, la intervención siguiente, de Sylvia Molloy, parece de más modestas ambiciones. Al analizar el discurso autobiográfico argentino, la novelista efectúa, sin embargo, observaciones y distinciones que no son nada vulgares y que sitúan a Sarmiento (Recuerdos de provincia) y a Mansilla en una línea menos ortodoxa que la manejada por la crítica académica al uso. Lamentablemente, la falta de tiempo impide que Sylvia se refiera, con algo más que una totalizadora mención, a dos fascinantes textos escritos por mujeres argentinas: los Cuadernos de infancia, de Norah Lange, amiga de Borges y mujer de Oliverio Girondo; y la Autobiografía, de Victoria Ocampo. Desde el público, una congresista, también argentina, pregunta por las memorias de María Rosa Oliver que venía de la misma clase pudiente y ha dejado testimonio del conflicto entre su educación conservadora y su ideología izquierdista. En su respuesta, Sylvia sitúa adecuadamente a la Oliver en el esquema autobiográfico. Más convencional fue el planteo siguiente de Fernando Ainsa sobre la identidad cultural en la nueva novela. Crítico de larga trayectoria en el Uruguay, también novelista, Ainsa pareció conformarse con repasar lugares que él, y otros, habían explorado con bastante anterioridad. La defección de dos ponentes (Peter Earle, que no llegó a París a tiempo: Rene de Costa que se indispuso después de un almuerzo francés) impidió que la mesa cumpliese con su objetivo de presentar a varias voces el tema general de la identidad.

Lo que sí fue un éxito fue el cocktail en los salones nobles de la Sorbonne. Improvisado mesero, el profesor uruguayo Olver de León ordenaba el flujo del scotch, el champagne y los saladitos. Fue la suya una performance digna del Arlecchino de Goldoni: pareció estar siempre a tiempo en todas partes. La acústica metálica del salón principal restallaba con las voces iberoamericanas, unos decibeles más altas que las europeas. Los encuentros inesperados provocaban terremotos de copas que se volcaban o saladitos que iban a depositarse en pecheras distraídas. Las corbatas manchadas, las solapas estrujadas, algún peinado que se caía en pedazos, parecían sacrificio suficiente en esta apoteosis de la confraternización. Como iba acompañado de mi hija Georgina (que está en Suecia hace seis años, gracias a la cortesía del Gobierno militar uruguayo), los encuentros con compatriotas se volvieron más ruidosos que nunca. Damos con Mario Benedetti al que no veíamos desde hace años. Está simpático y sonriente como siempre. Un poco más rotundo de circunferencia, más blanco en la cabeza gris. Pero no ha perdido el sentido del humor, que le ha permitido soportar expulsiones del Uruguay, de Argentina, de Perú y otros lugares donde mandan lo que llamamos (con palabra tan nuestra) los milicos. También anda por ahí otro compatriota con el que no me saludo y al que el sufrimiento de los exilios le ha oxigenado súbitamente los pocos rulos que le quedan. La que no cambia y está siempre intensa, hermosa y locuaz, es la casi-uruguaya Claribel Alegría, salvadoreña que no puede volver a su patria, y que encontró en París y en Mallorca, en La Habana y en Managua, después de Santiago de Chile y Montevideo nuevas patrias para su poesía rodeada de sus bellas hijas. Claribel desmiente agresivamente el paso de los años.

Con un grupo de congresistas, nos vamos a cenar a uno de los restaurantes de la Ile Saint-Louis. Apretados como sardinas en las proverbiales latas, rodeados de franceses que se dedican con alegría a la segunda pasión nacional (la primera es el ahorro), nos divertimos en hacer de turistas para beneficio de un parisino que hace años vive en Lyon y ha vuelto precisamente esta noche para encontrarse sitiado en una mesa de "sudaméricains". Muy filosóficamente se nos une, recomienda las especialidades de la casa y hasta brinda con los ojitos puestos en las más lindas de nuestras comensales (si, la tercera pasión es ésa).

José Miguel Oviedo, con quien he compartido las alegrías y las penurias del Congreso de Berlín (ver Vuelta, núm. 69, 1982) se pone a contar chistes de todos colores, en feroz competencia con los manes de su compatriota Ricardo Palma y contra la activa réplica de Suzanne Jill Levine. Cuando llega Fabrizio Mondadori, increíble traductor al italino de Tres tristes tigres, podemos sentir, como un Darío cualquiera, que París es realmente la patria espiritual de la raza latina. Al dejar el restaurant y pasearnos en la noche tibia de las orillas del Sena, me enfrasco con Fabricio en una discusión sobre Werner Herzog, el director de Aguirre. Fabrizio lo conoció mientras filmaba Corazones de vidrio, y me cuenta que tiene una mirada que lo atraviesa a uno de lado a lado. No puedo evitar comentarle que esa mirada le habrá venido al pelo para hipnotizar a los actores, según cuentan las crónicas. Me dice que es verdad, y que lo hizo para que actuasen de la manera extraña que el film exige. Le retruco que debió haber hipnotizado también a los espectadores para conseguir una reacción más favorable. Hablamos también de Fitzcarraldo. Me pregunta (como probándome) si me gustó. Cuando le digo que si, asiente. Aparentemente, el libro no gustó a ninguno de sus amigos. Tal vez porque esperaban un segundo Aguirre y se encontraron con una película cómica, leve, algo ingenua. Le insinuó que, tal vez, se sintieron defraudados los que conocían los planes originales de Herzog: Fitzcarraldo sería una superproducción estrellada por Jack Nicolson o Jason Robards Jr. y con Mick Jagger, pero al final hubo que conformarse con el inevitable Klaus Kinski. En vez de un gran film épico-alegórico, resultó una comedia de malentendidos en el trópico. Le pregunto si vio el film de Les Blank que documenta la filmación de Fitzcarralddo. Me dice que no. Se lo recomiendo porque allí mejor que en el original, se ve lo que hubiera sido la película si las demoras en la filmación, la enfermedad de Robards, y la falta de dinero, no hubieran forzado a Herzog a salvar por la comedia la épica que no fue. Hablamos y hablamos, cruzando el Sena en dirección al Boulevard Saint-Germain. En una callejuela pintoresca hay muchos policías, camiones en estado de alerta, barreras. Pregunto si esperan una repetición de los escándalos estudiantiles de hace unas semanas. Me contestan que no, que los estudiantes están todos en casa preparando los infernales exámenes de bachillerato. Lo que pasa es que en esa callecita vive Francois Miterrand. Cortés, impersonal, la policía nos deja pasar sin saber que en el grupo de turistas hay por lo menos dos personas que han sido declaradas subversivas por las autoridades militares del Uruguay.

MARTES 14

Repaso el programa del Congreso para decidir a qué sesiones asistir.

Descubro que hay 42 mesas que funcionan en cuatro días, a razón de cuatro mesas por vez, más seis encuentros con poetas y narradores, más sesiones plenarias y actos especiales (dedicados a Bolívar, Cortázar. Mario Vargas Llosa, Severo Sarduy), más tres funciones de cine en la noche. Tanta abundancia me vuelve filósofo. Sé que no podré asistir más que a una fracción del Congreso y que el Diario que escribo será por fuerza parcial. Con esta convicción, decido saltearme las sesiones de la mañana y dar una pasadita por la sede de la CIEE, corresponsal en París de los infamosos Salt & Pepper. Una elegantísima muchacha africana me atiende en el francés más dulce del mundo, y me asegura que no tengo por qué preocuparme; que bastará telefonear con 48 horas de anticipación a unos números que me obsequia generosa, para asegurarme el retorno en la fecha que indica mi dudoso ticket le pregunto si volveré por la compañía allí indicada o por otra (a la ida se cambió a Air France) y dulcemente me asegura que esa información me será dada a tiempo y por teléfono. De despedida me obsequia una número de la revista Passion (en inglés) que informa a los estudiantes norteamericanos de las cosas más excitantes que están pasando en París en el mes de junio. Como está decorada por una colección de fotografías de Jean-Francois Jonvelle que ilustran "The sensual side of French women", la hojeo cuidadosamente. Es obvio que el Sr. Jonvelle, a pesar de su nombre, tiene antepasados búlgaros. tal es el fanatismo con que enfoca retrospectivamente a las sensuales mujeres francesas. Reconfortado por esta comprobación, abandono la sede de la CIEE, con la esperanza de que la hermosa africana esté en lo cierto también en materia de pasajes de avión.

De tarde asisto en la UNESCO a la sesión plenaria en que Mario Vargas Llosa habla de su obra. Hábilmente interrogado por José Miguel Oviedo. En una performance impecable, de esas a las que nos tienen acostumbrados ambos. Oviedo conoce como nadie la obra de su compatriota; éste ha aprendido a proyectar en público la más encantadora personalidad de novelista que en el mundo ha sido. Directo y cálido, sin temor de confesar sus trucos literarios, sus vacilaciones, sus aprendizajes, hablando para cada uno de los oyentes y jamás para un público anónimo. Vargas Llosa responde al delicado interrogatorio revelando el taller de su obra aunque lo que cuenta es conocido, y figura en muchos de sus ensayos y entrevistas. Mario hace sonar cada palabra como si fuera dicha por primera vez. Como cierre cuenta (a pedido de Oviedo) su papel en la comisión encargada de elucidar una reciente matanza de periodistas peruanos en una remota región andina en que días antes habían sido también asesinados algunos guerrilleros del Sendero Luminoso. Con un sentido extraordinario de la narración dramática, Mario reconstruye el doble episodio y muestra que tanto los periodistas como los guerrilleros fueron víctimas de la propia ignorancia más que de la ferocidad de los habitantes de la sierra. Guiados por gente del llano que son enemigos natos de los de la sierra, tanto los temerarios guerrilleros como los inquisitivos periodistas fueron masacrados por no saber que entre los hombres del llano y los de la sierra hay una vieja enemistad. El diálogo, en los términos urbanos que ellos proponían, no era posible allí. Al pasar, Mario censura el extremismo demencial (son sus palabras) de una guerrilla que desprecia tanto a la izquierda como a la derecha, y que se propone una subversión tan radical que acabaría con el mundo tal como lo podemos concebir hoy.

Mario es escuchado con todo respeto y aplaudido con el entusiasmo que se merece. Una cosa que falta en este Congreso, si se le compara con el de Berlín el año pasado, es la horda de resentidos que sólo van a hacer preguntas agresivas o a insultar a los ponentes. Tal vez la circunstancia de que el Congreso se reúna en la UNESCO haya impuesto un estilo diplomático que faltó en Berlín. Tal vez la invisible consigna de no ensuciar un foro que es de todos haya también funcionado como moderadora. Sea como sea, es un placer poder escuchar a un escritor tan elocuente como Vargas Llosa sin el temor de que algún energúmeno le dispare una saeta envenenada.

MIÉRCOLES 15

Hoy participo en una sesión especial, presidida por el profesor argentino Alberto Blasi, sobre las "Relaciones literarias entre Francia e Iberoamérica". El primero en hablar es el profesor Mirón Lichtblau que presenta una ponencia muy breve porque simultáneamente debe hablar sobre "Mallea y Francia", en otra mesa. Le sucede Paulette Patout de la Universidad de Toulouse II, que con humor finamente matizado traza las venturas y desventuras del "desgastamiento" de los escritores hispanoamericanos en el París de los años veinte. Poseedora de una formidable erudición pero también de un toque leve, en pocos minutos traza un cuadro brillante y lleno de ironías. Paúl Verdevoye ataca la cuestión central de la validez o insuficiencia de los conceptos europeos en el estudio de la literatura hispanoamericana. Con agudeza muestra que el problema está falsamente planteado. No se trata de que los "conceptos" sean europeos o no, sino de que sean aplicados mecánica o creativamente. Verdevoye (que tradujo a Borges ya en los años cincuenta) podría haber invocado en su favor el artículo "El escritor argentino y la tradición", en el que Borges se burla de los que quisieran que los argentinos sólo hablasen de gauchos. Observando que esa limitación habría resultado incomprensible a Shakespeare o a Racine (este último sólo tiene una pieza de asunto francés, la comedia Les plaideurs), llega a la conclusión que los argentinos tienen tanto derecho como los hombres de otras partes del mundo a tratar temas de cualquier origen. Remata apuntando que no hay que esforzarse por ser argentino porque o es una fatalidad (si se ha nacido allí) o una afectación (si se es extranjero). Pero Verdevoye prefiere usar sus propias municiones contra esos fantasmas nacionalistas. (Borges también observó que los argentinos deberían repudiar la teoría del nacionalismo porque es de origen europeo). Por su parte, Sylvia Molloy hace un delicioso recuento (anónimo, por piedad) de las tonterías que suelen escribirse en Francia sobre los escritores latinoamericanos. Es un sotisiare que haría las delicias masoquísticas de Flaubert, y es festejado anchamente por el público.

Me toca hablar de la misión "colonizadora" de las revistas literarias hispanoamericanas en Francia. Como dirigí aquí una (Mundo Nuevo, entre 1966 y 1968) cuento esa experiencia. Aclaro, en primer lugar, que nunca quise hacer una revista "francesa". Mundo Nuevo era una revista de América Latina (como decía su subtítulo) y se publicaba en español para su distribución en el mundo hispánico. París fue elegida por ser la única capital internacional de América Latina: la ciudad que tiene mejores comunicaciones con el mundo hispánico que cualquier otro centro latinoamericano, la ciudad a la que acuden, tarde o temprano, los escritores más importantes de nuestra América. La segunda observación (complementaria de la anterior) es que durante la producción de los 25 números a mi cargo, viví siempre en esa capital imaginaria y no en el París de los franceses o los turistas. Su dedicación total me hacía hablar y escribir español todo el tiempo, y sólo cuando salía a la calle y debía tomar un taxi o el Metro para ir a la imprenta del Marais en que se hacía la revista, o cuando iba a un restaurant o a un cine, sentía que estaba en París. El resto del tiempo estaba en esa ciudad latinoamericana que había fundado Echeverría hacia 1930 y que colonizaron Darío y Gómez Carrillo, Lugones, García Caldarón, Huqo Barbagelata antes que yo. La tercera observación es que el ámbito intelectual de la revista se beneficia entonces de la presencia allí (colaborasen o no directamente en Mundo Nuevo), de Alejo Carpentier y Severo Sarduy, de Julio Cortázar y César Fernández Moreno, de Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes (que vivían principalmente en Londres pero se las ingeniaban para estar en París cuando era necesario), de Juan Goytisolo, Jorge Edwards y Cabrera Infante (este último también radicado en Londres). Si a esta pléyade más o menos local se sumaban los constantes visitantes (Sábato, Neruda, Parra, Arreola, Manuel Puig, pero sobre todo Octavio Paz), la realidad imaginaria de esa ciudad cosmopolita que era sobre todo latinoamericana, se hacía más honda y viva. Decir esto, no es afirmar que el París de los franceses no llegaba hasta Nuevo Mundo. Gracias sobre todo a Paz y a Sarduy, el estructuralismo que empezaba entonces a ser conocido en el mundo entero penetró en Mundo Nuevo. En las colaboraciones críticas de estos últimos, el diálogo de América Latina con lo mejor de Francia era posible a un nivel completamente inédito.

De esa manera, y por estar arraigada en el París de los latinoamericanos y estar escrita para América Latina, Mundo Nuevo pudo servir de foro a la nueva literatura que se producía en todas partes del vasto mundo hispánico. Así como lanzó Cien años de soledad lanzó también Tres tristes tigres y La traición de Rita Hayworth, De donde son los cantantes y Cambio de piel, y tantos otros textos con lo que se fundamentó lo que los periodistas llamaron el boom de la literatura latinoamericana. No menos importantes fueron las antologías de poetas de todas partes del continente, las entrevistas y, last but not least la publicación de un fragmento de Blanco, el espléndido poema con el que Octavio Paz coronaba su obra.

Toda esa labor, concluí, permitió contribuir a la obra realizada desde la Sorbonne, las casas editoriales y la prensa literaria, para "colonizar" la eurocéntrica cultura francesa y orientarla hacia el descubrimiento responsable de nuestra América. En esa tarea, la obra de Borges (que sacudió a la crítica francesa en sus mismas bases) puso su granito de arena. Por eso, Mundo Nuevo que sólo se propuso (modesta pero firmemente) ser un lugar de diálogo para los latinoamericanos, consiguió también dialogar con los nativos más alertas. El diálogo, felizmente, continúa.

Almuerzo en el restaurant de la UNESCO, invitado por Birgitta Leander y su marido, el profesor chileno Raúl Silva Cáceres que hace años enseña en la Sorbonne. Conocí a Silva Cáceres ya en los años sesenta y tuve el placer de publicar en Mundo Nuevo un trabajo suyo sobre Carpentier y Los Pasos perdidos, que fue uno de los primeros en analizar críticamente la obra del novelista cubano. Pero a Birgitta sólo la conocía por la revista Culturas, que dirige para la UNESCO desde el volumen VIII. No. 3 (1982). A una revista de alto nivel intelectual e impecable erudición, ha aportado ella no sólo un sentido más actual y dinámico de la paginación (usando hábilmente del color y la tipografía en blanco y negro), sino un enfoque más audaz de los tópicos de hoy. El sumario del primer número que ella dirigió es elocuente; tres secciones lo dividen: "Reflexiones preliminares sobre políticas culturales", "Pasado y presente de la mujer en México". "Documentos: La mujer: elementos para un debate." Por su profesión de antropóloga, Birgitta Leander aporta a Culturas un punto de vista menos encerrado en las letras humanísticas. Por la revista circula ahora otro aire, otra intención, un jiro de polémica a alto nivel. Conversando mientras comemos con una vista de tarjeta postal de la Tour Eiffel (me confirma que al fin y al cabo estamos en París), descubro que Birgitta tiene hablando el mismo estilo de apertura, de humor implícito y de contestación polémica que la revista traduce en otros signos sutiles pero firmes. Participan en el informe coloquio a la hora del almuerzo el novelista chileno Antonio Skármeta, amigo de Silvia Cáceres de vieja data; Elsa Gambanni, profesora de Yale y especialista en literatura femenina; Jacques Leenhardt que había organizado el l Coloquio de Berlín y aquí sólo aparece como ponente. Hay más conversaciones simultáneas de las que puedo seguir. Tengo que sacrificar un oído que quiere escuchar cómo Elsa le explica a Leenhardt algunos conceptos de Bajtin, Tusara seguir el anecdotario jugoso de Skármeta y Silvia Cáceres que evocan una temporada de los años sesenta en Nueva York. Pero el foco de mi atención se concentra en lo que me cuenta Birgitta de sus trabajos y proyectos. Es contagiosa su lúcida devoción a Culturas.

Por la tarde presido un "Encuentro con Severo Sarduy", al que asiste el novelista cubano para leer (con impecable sentido del humor y gracia que no excluye el choteo de las expectaciones del oyente) un fragmento de su último libro, Colibrí. Un grupo de cuatro ponentes examina aspectos fundamentales de su obra: su Orientalismo (que está tan unido a los trabajos barrocos de Lezama cuanto a las exploraciones críticas y poéticas de Octavio Paz) es objeto de un metódico análisis por parte de Julia Kushigian; el efecto de Desplazamiento, clave de su práctica textual, es estudiado por Suzanne Jill Levine, a partir de la propia experiencia de traducción de Sarduy al inglés; la eliminación de toda referencia a la Teosofía, a Mme. Blavatsky y Krishnamurti en la segunda versión de un fragmento de Maitreya, permite a Didier Jaén valiosas verificaciones textuales; el concepto de Barroco, que evoluciona en Sarduy desde un famoso trabajo de 1972 hasta hoy, permite a Enrico-Mario Santí una sutil distinción entre la lectura diacrónica del barroco (a la D'0rs) y la lectura sincrónica, y por tanto borgiana, del último Sarduy: en vez de enfatizar la plenitud, lo que ahora éste enfatiza es la vacuidad del barroco que para él se enlaza (como lo demuestra también Kushigian) con la vacuidad del budismo. La discusión vuelve asi al punto de partida. En mis palabras de presentación subrayo la importancia de Sarduy como maestro (para mí, en particular, pero también para los críticos hispanoamericanos) de una crítica que dialoga con la crítica francesa de igual a igual, sin supersticiones de dependencia, sin angustias de descastamiento. La sesión atrae a un público no sólo devoto de la literatura sino también a nadie menos que al representante de Cuba ante la UNESCO, el conocido cinematografista Alfredo Guevara, que llega escoltado por el otrora comentado novelista Lisandro Otero; después de saludar diplomáticamente a Sarduy, hacen una pausa y parten silenciosamente. La presencia de estos representantes oficiales es señal de cómo han cambiado los tiempos. Durante mucho tiempo, y a pesar de su afiliación a grupos franceses de izquierda, Sarduy fue ignorado por el régimen de Castro. Ahora, en cambio, es reconocido en gestos como éste que si bien no son espectaculares indican un rumbo distinto.

Al terminar la sesión me piden que anuncie que habrá un homenaje a Bolívar, otro famoso escritor latinoamericano. Cuando llego al hall del Congreso, veo pasar a una delegación muy solemne en la que distingo la noble figura de Arturo Uslar Pietri, más lento y distraído que la última vez que lo vi, hace años ya en Caracas. Pienso que él debía estar con nosotros, discutiendo aquellos años veinte de París en que con Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y Carlos Quijano intentaron forjar una noción distinta de nuestra identidad. Pero quién se resiste a homenajear a Bolívar, el padre de todos. Me sumo a la lenta procesión que ocupa la sala mayor de la UNESCO.

De noche me salteo otro homenaje (a Cortázar en el Palacio Chaillot) para ir a cenar con el pintor Ramón Díaz Alejandro y su mujer Catherine. Viven en la misma proletaria rué des Vinaigriers en que los visité hace ya unos ocho años, pero han renovado totalmente el departamento que ahora parece mayor, Ramón, o Mongui, como le dicen los amigos. Es cubano pero hace mucho que salió de su patria. Después de una escala en Montevideo, donde estudió en el Taller de Torres García, con los discípulos e hijos el maestro, vino a recatar a París. Lo conocí por Jorge Mara en los años sesenta cuando era todavía un muchacho, obsesionado por la invención de máquinas hermosas y agresivas. Su increíble caligrafía de entonces ha madurado en telas y dibujos de rigurosa imaginación. Las máquinas vuelan ahora como naves espaciales de un hermoso mundo silencioso, o se radican extrañas en paisajes dibujados con la minucia elegante del lápiz de Ruskin. Todo el arte europeo y americano alimenta esta pintura paródica que se desdobla ocasionalmente en textos de humor surrealista y en dibujos fálicos de increíble comicidad. Después de la cena, Mongui me muestra sus últimas cosas: un tríptico a medio pintar de inquietantes murallas grises en que el paisaje todavía no ha cobrado vida. Y sobre el que espejean las pesadillas Carceri de Piranesi. Me pregunto qué pasará cuando la furia del color entre a saco con esta imaginería geométrica, algo gélida en su horror, bella en sus tonos apagados. Por cuadros terminados recientemente veo que Mongui (que pasó una temporada pintando a la luz total de San Juan, Puerto Rico) ha llevado su paleta hacia los rojos, los violetas, los azules extremos. Me resigno ya a la pérdida de estos grises, de esta neutralidad siniestra, confiado en que el color hará más intensa aún la práctica de esa imaginación que es su marca inconfundible.

La presencia de Mongui, su pintura, me apartan de los otros comensales que sin embargo distingo con toda nitidez. Veo a Catherine mostrar muy discretamente sus pinturas a mi hija Georgina y a Elsa Gambarini, veo a Jill Levine empeñada en una pirotecnia de bromas con el dramaturgo cubano José Triana y su mujer, distingo (casi invisible) la sonrisa pálida de Jorge Mara. La urbanidad infinita de David Bigelman. Quisiera hablar con todos, meter mi cuchara en las simultáneas conversaciones, estar más alerta, pero la pintura de Mongui y sus comentarios crean un mundo al que no puedo escapar. Para perfeccionar el hechizo, me regala un espléndido dibujo en que la perfección de la línea y el humor del tema no disimulan la tristeza profunda del sujeto: un hombre desnudo y decorado con un gorro de caracoles, asediado por simbólicos fálicos.

Llego a casa molido pero antes de dormirme un oscuro sentido del deber me hace recorrer Le Monde que he cargado todo el día sin poder abrirlo un instante siquiera. Me entero (entre otras mil cosas) que todo le está empezando a ir mal a Pinochet, lo que me alegra profundamente, y que los franceses empiezan a darse cuenta de que su fuerza es una versión tecnológicamente más moderna de la siniestra Línea Maginot. Es decir: una protección que no protege. Lo que devuelve el debate precisamente al terreno al que la fantasía luiscatorsiana de De Gaulle quería evitar: cómo coordinar la defensa del territorio nacional con la de Europa entera. Con estas reflexiones me entrego a los puntuales brazos de Morfeo.

JUEVES 16

Como para compensarme por no haber asistido al homenaje a Cortázar, el azar me hace ver al escritor mismo paseando por el Boulevard Saint-Germain. Hace no sé cuántos años que no lo veo y lo descubro no sólo más lento (a todos nos pasa) sino más canoso y vago, como si esos años que se salteó tanto tiempo con un gesto de muchachón que ha crecido demasiado lo hubieran esperado en la esquina para sumársele de un solo golpe. Aunque la luz matinal de verano dibuja todo nítidamente, veo a Cortázar como uno de esos fantasmas que acechaban a Lautréamont en su cuartito de hotel, y que él usó tan hábilmente en "El otro cielo". No me animo a detenerlo para saludarlo aunque lo conozco hace tanto tiempo: me cohíbe el hecho de que sus últimos libros de cuentos me han parecido superfinos: repetitivos de lo mejor que él ya había hecho en los años cincuenta y sesenta, sin el juguetón ingenio que era la sustancia preservativo. Lo veo entrar, altísimo, derecho, borroso, en Le Danton. Y sigo mis quehaceres. Me dejo tentar por algunas librerías cercanas. En la Española de la Rué de Seine veo la gorda edición Ayacucho de la Obra de Teresa de la Parra y me parece una feliz coincidencia que ayer mismo haya escuchado una de las mejores ponencias del Congreso precisamente sobre las Memorías de la Mama Blanca. En veinte minutos, y formidablemente pertrechada en la mejor critica femenina de hoy (Barbara Johnson, Shoshana Felman, y otras), Elsa Gambarini desmontó una escena clave de las Memorias para mostrar debajo del texto patriarcal y represivo el subtexto femenino. Este trabajo que rescata la critica feminista de las tautologías del sociologismo político, fue muy bien recibido y comentado. Hoy, como si el azar de Nadja todavía funcionase en París, me encuentro no sólo con el fantasma de Cortázar sino con una nueva versión bibliográfica de la gran novelista venezolana. En la librería Gallimard, de Saint-Germain des Prés, veo y admiro el último volumen de la Pléiade, dedicado a Rene Char, e irresistible, así como una colección de trabajos de Lévi-Strauss, Le regard eloigné, que incluye el seminal texto, "Race et culture", escrito precisamente para la UNESCO. Creo que éstos son, también. encuentros fatales y me resigno, alegremente, a comprarlos.

Al llegar a la UNESCO encuentro mucha agitación oficial: el Presidente de Burondi será recibido solemnemente y nos piden a los congresistas que despejemos la entrada al salón noble, cosa que hacemos de buen humor, para volver de inmediato a nuestros asuntos. En la tarde asisto a una presentación de Jacques Leenhardt y Tzvetan Todorov sobre América Latina. La dedicación del primero a nuestras cosas es conocida pero el segundo hace sólo relativamente poco que ha vuelto su curiosidad enciclopédica a este mundo. Resultado de unos cursos dictados en los Estados Unidos en el volumen La conquete de l'Amérique, Le discours de l'autre, (Paris, Seuil, 1982). Los especialistas en el período murmuran que el libro usa materiales archiconocidos y que contiene errores factuales importantes (yo descubrí sólo uno que me parece decisivo: no advertir que la pintura del cuerpo equivale a la ropa en las culturas nativas) pero aun así, es obvio que Todorov consigue dramatizar brillantemente el conflicto subyacente a las crónicas: cómo referir el discurso ajeno. Tomando impulso en algunas teorías de Bajtin, su trabajo reconstruye precisamente esas confusiones, equívocos, ambigüedades y diálogo de sordos que es el repertorio histórico de la Conquista. Hace unas semanas, Todorov me había escrito precisamente para subrayar la coincidencia entre algunos puntos de vista de su libro y la introducción a la antología Die Neue Welt, que preparé para la editorial alemana Suhrkamp (Frankfurt, 1982). Al conversar antes de su presentación le aclaro que sí que leí con placer su libro pero que mi antología no sólo estaba pronta el año anterior sino que se basaba en otra antología que publiqué en inglés, en 1977, el Borzoi Book of Latin American Literature (New York, Knopf) nos felicitamos por la coincidencia y le prometo colaborar en una nueva revista sobre las culturas mestizas que prepara en París.

La presentación de Todorov es, inevitablemente, menos interesante que su libro. Además, Birgitta Leander le objeta una descripción imprecisa de los códices mexicanos. En tanto que Todorov los presenta como ideográficos y pictóricos, Birgitta observa que también son fónicos. La discusión es demasiado especializada para esta sesión y se pierde en la inatención del público. Pero ese mero intercambio de observaciones me ha permitido observar hasta qué punto está afilada la puntería de la nueva directora de Culturas.

Los corredores y las otras mesas abundan en uruguayos. Desde que salí de mi país en 1965, no he encontrado tantos por centímetro cuadrado. La mayoría son viejos amigos o jóvenes conocidos. Hay ex alumnos, como la narradora Cristina Peri Rossi a la que intenté, una vez, revelar los secretos de la versificación castellana. Otros son desconocidos amistosos como el representante de la agencia IPS que me consulta sobre mis opiniones sobre el futuro de la democracia en el Uruguay. Trato de no parecer demasiado negativo pero no dejo de observar que el camino a recorrer es muy largo y espinoso. Le confío que tengo más esperanzas en la recuperación cultural del país, y le pregunto si conoce a la gente de la revista Maldoror que hace años lucha contra viento y marea por evitar el sistemático empobrecimiento de una cultura que una vez nos llenó a todos de orgullo. Al dejar a mi flamante amigo uruguayo, me topo otra vez con Mario Benedetti que acaba de leer un cuento en otra sala. Le digo (entre bromas y veras) que Montevideo estos días se está pareciendo cada vez más a París, y la sonrisa algo triste con que me contesta me confirma que realmente es al revés: París se está pareciendo cada vez más a Montevideo.

De noche voy al estreno de una nueva puesta en escena de Cosí fan tutft, en el Théatre des Champs Elysées. Y bajo la dirección musical del argentino Daniel Baremboim. La dirección teatral, los decorados y los trajes son de Jean Claude Ponelle. Por televisión había visto algunas de sus increíbles reconstrucciones de óperas de Monteverdi y de la soslayada obra de Mozart, La Clemenza di Tito. Su uso de la simetría barroca y de la recargada metaforización visual, no me hacían esperar al ingenio neoclásico de esta presentación. Convirtiendo al viejo filósofo, Don Alfonso, no sólo en el intrigante que concibieron Mozart-da Ponte -responsables de la trampa en que caerán las livianas muchachas del título- sino también en director de escena y hasta director de orquesta (él ordena a Baremboin cuándo entra la música). Ponelle ha subrayado el juego de títeres que esconde la agridulce comedia musical, "dramma giocoso", de Mozart. La impotencia voyeurística del viejo es aprovechada por Ponelle para una mise-en scène que en vez de atenuar la corrupción de los sentimientos y del sexo la expone más absurdamente. Se crea así una tensión entre la música leve, cristalina o sentimental, de Mozart y la manipulación perversa del texto. El publico reacciona con fuertes aplausos pero no hay esa tensión que revela una entrega total al espectáculo. Sin embargo esta versión de Cosí fan tutte es una de las más imaginativas lecturas de un clásico que he visto y oído en muchas temporadas.

VIERNES 17

Como tengo responsabilidades burocráticas en Yale (estoy a cargo de los estudios graduados en el Departamento de Español y Portugués) debo irme antes de la clausura del Congreso. Después de algunas peripecias inevitables en la temporada turística (dificultad en conseguir taxis, filas enormes en el aeropuerto) abordo un avión de Pan American que me deposita siete horas y media más tarde, a salvo y fatigado de no hacer nada, en el aeropuerto Kennedy. Me quedan todavía dos horas de limousine para llegar a New Haven y empezar el lento ajuste de lo que se llama el jet: la perturbación causada por que el cuerpo no viaja a la velocidad del avión y sigue cumpliendo sus rutinas al ritmo horario de la ciudad que dejamos atrás. Me esperan un par de días de dormirme a las ocho de la noche y despertarme, tan lúcido a las tres y media. En el avión, y para distraerme, repaso algunos de los libros recientes que me han regalado mis compañeros de congreso unos ensayos útiles de Josa Pascual Buxó sobre César Vallejo (México, 1982); una selección de artículos de José Miguel Oviedo. Escrito al margen (Bogotá, 1982), sobre temas de literatura latinoamericana actual y que lo muestran maestro del ensayo breve, con punta, y elegante (creo que hoy, sólo se le acerca Juan Gustavo Cobo Borda, en el mismo registro de intuición y gracia para escribir crítica); un minucioso estudio de la obra de Juan Carlos Onetti (Madrid, 1981), a cargo de dos queridos compatriotas: Omar Prego y su mujer, la historiadora María Angélica Petit. A diferencia de muchos vedetistas que usan la producción compleja del narrador uruguayo para lucir sus plumas, Prego y Petit presentan muy precisamente la trayectoria de su vida y obra, citando con ecuanimidad la bibliografía más pertinente y guiando al lector con mano firme por los laberintos de la imaginación de Onetti. Nada dicen de sus lamentables opiniones sobre política internacional lo que es una suerte porque el maestro tiene casi la misma capacidad apocalíptica de Borges de entender mal lo que oyó apenas. Me caigo de sueño pero sigo peleando para no perder al hilo de estos discursos críticos mientras el avión se desplaza inexorablemente hacia Kennedy.

Posdata. Leyendo el New York Times del sábado 18 me entero que hubo una huelga del Metro precisamente el viernes 17 (lo que explica la demora en conseguir el taxi que me llevó al aeropuerto). Hablando más tarde con otros congresistas que se quedaron hasta la cena de clausura me entero de que las últimas sesiones, con excepción de una, fueron calmas y poco concurridas por la huelga. La nota insólita la puso el presidente provisorio de una mesa que se negó a aceptar la práctica común de que otra persona que el autor lea una ponencia ya autorizada por el Congreso, y no sólo expulso de la mesa al lector suplente sino que también expulsó a una de las más altas funcionarías de la institución. Con esa tan poco diplomática nota terminó un Congreso que si por algo se destacó fue por la urbanidad y el alto nivel de sus encuentros. Pero como decía Joe E. Brown a Jack Lemmon en la hilarante escena final de Some Like it Hot: Nadie es perfecto. Ni siquiera esa gran dama que se llama la UNESCO."

Emir Rodríguez Monegal

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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