|   | "En: Vuelta, nº 30, mayo 1979, p. 44-47. "Como todos, fui alguna vez injusto con Victoria Ocampo. Una 
              mujer tan espléndidamente hermosa (hablo de los años 
              cuarenta, cuando la conocí), rica e inteligente, capaz de 
              desafiar a la católica sociedad argentina con una vida libre: 
              una mujer que había fundado la revista más importante 
              de América Latina, amiga personal de Malraux, Virginia Woolf 
              y Ortega y Gasset, no podía sino despertar las peores reacciones 
              de un crítico, joven y provinciano, militante izquierdista 
              como era yo entonces. Escribir en Marcha ya era un certificado 
              de buena conciencia política. Quería decir que formábamos 
              un grupo aparte; que estábamos contra el oficialismo; que 
              nos ganábamos la vida en humildes puestos de profesor (ganados 
              por concurso, es claro) o de periodistas; que firmábamos 
              todos los manifiestos contra el imperialismo yanqui o contra el 
              stalinismo; que pedíamos la liberación de Cuba de 
              la mafia batistiana o la que fuera, de Nicaragua de los Somozas, 
              de Guatemala y otras repúblicas del imperio bananero de la 
              United Fruit. Quería decir que saludábamos con aplauso 
              la primera edición argentina de El Señor Presidente 
              (y Asturias venía a almorzar con nosotros para celebrarla), 
              que escuchábamos emocionados a Nicolás Guillén 
              recitar sus incantatorios sones o nos sumábamos a la multitud 
              hechizada por el verso político de León Felipe o de 
              Pablo Neruda (a quien no perdonábamos, sin embargo, la adhesión 
              acrítica a la URSS). En ese contexto, el tipo de imagen pública que proyectaba 
              Victoria Ocampo -tés elegantes con Vita Sackville West, el 
              modelo de Orlando; telegramas cambiados con Valéry; 
              telefonemas con Huxley- era opuesta a nuestra imagen de lo que debía 
              ser el escritor latinoamericano. Leíamos a Sur (por 
              los textos magníficos que descubría o traducía) 
              pero no leíamos a Victoria Ocampo. O no la leíamos 
              con la seriedad y respeto con que leíamos a sus colaboradores 
              argentinos: Borges, Bioy, Silvina Ocampo, Bianco, etc. Enciclopédicamente 
              ignorantes de qué había realmente escrito esta mujer 
              de viva curiosidad e inagotable inquietud cultural, de ella sólo 
              conocíamos la petite histoire. La historia de sus amistades íntimas, reales o supuestas 
              (no, no fue amante de Ortega, contra lo que se dijo siempre) parecía 
              ocupar más nuestra atención que la de sus textos. 
              Versiones interesadas, como la del obeso Don Juan y Conde de Keyserling 
              en sus Memorias, eran más leídas que la devastadora 
              réplica de Victoria en El viajero y una de sus sombras, 
              que sólo conocimos más tarde. Cuando hojeábamos 
              sus Testimonios, era generalmente para identificar sus debilidades. 
              Nos divertía la ingenuidad de contar que se afanaba en mandar 
              zapatos a Valéry cuando la escasez producida por la ocupación 
              alemana; nos reíamos de su exaltación al descubrir 
              un nuevo sociólogo francés (Roger Caillois, que trajo 
              a Buenos Aires); nos parecía ridículo que ocupara 
              su tiempo en la cárcel peronista en traducir a Graham Green 
              en vez de firmar incendiarios manifiestos. Victoria era entonces alta, hermosa y despótica, siempre 
              estaba llegando de Londres o de París, con los sombreros 
              más extravagantes y los ojos devastadores. (Es cierto que 
              ya tenía sus añitos, ya que había nacido puntualmente 
              en 1892 y su debut en sociedad ocurrió, se dice, en las fiestas 
              del Centenario de la Independencia argentina en 1910. Pero era la 
              mujer más hermosa de este lado de la Garbo y la Crawford 
              que el Río de la Plata había visto en cuerpo y alma). 
              Mientras nosotros reíamos, Victoria seguía su labor 
              invisible a nuestros ojos: dar a la cultura latinomericana 
              una tribuna donde el diálogo literario tuviese altura y densidad. 
              Nosotros, empeñados también en cambiar la sociedad, 
              no teníamos mucha paciencia hacia una obra puramente 
              cultural como la suya. Nos parecía que Sur veía 
              América Latina con óptica demasiado europea, que la 
              colaboración de Reyes o de Paz, de Henríquez Ureña 
              o Martínez Estrada, de Ortega o Ramón Gómez 
              de la Serna, quedaba siempre un poco oscurecida por la de figuras 
              francesas o inglesas, e incluso norteamericanas, que parecían 
              más "brillantes". No entendíamos bien que 
              una cultura no se hace sólo con material nativo. O si lo 
              entendíamos, buscábamos una actitud mas crítica 
              hacia las importaciones. De manera que leíamos a Sur, 
              aprovechábamos sus descubrimientos, pero buscábamos 
              por otros caminos.  Fue en ese contexto que vi por primera vez a Victoria (la mujer 
              real, no la imagen) en Montevideo, 1948. Aunque yo entonces viajaba 
              a menudo a Buenos Aires, y conocía a Borges desde 1945, nunca 
              traté de ser presentado a Victoria. Me parecía inaccesible. 
              Hasta que un día ella vino a Montevideo a dar una conferencia 
              en el Instituto Cultural-Anglo-Uruguayo (es claro) sobre Richard 
              Hillary. Quienes hayan nacido después de la Segunda Guerra 
              Mundial no reconocerán, sin duda, este nombre. Hillary fue 
              piloto de la RAF durante la Batalla de Inglaterra. Cayó incendiado 
              en su avión dos veces: la primera, consiguió sobrevivir 
              después de horrendas operaciones que lo convirtieron a él, 
              un rubio de cine, en una suerte de momia a la Karloff; la segunda, 
              cuando volvió a volar contra toda opinión médica, 
              fue misericordiosamente abatido por un Messerschmitt. Entre ambas 
              muertes, este fénix poco frecuente escribió un relato 
              sobre su primera ordalía por el fuego. El libro fue leído, 
              durante la guerra, como un documento poético de irresistible 
              fascinación. Hoy no me puedo acordar siquiera cómo 
              se llamaba. No importa. Lo que sí importa es que Victoria vino a Montevideo 
              a hablar de Hillary, y no de Borges o de Bioy o de Bianco, que eran 
              sí sus legítimos descubrimientos. Entonces yo padecía 
              de anglofilia. La había heredado de mi abuelo Monegal y de 
              mi padre, ambos masones y liberales; pero mi Inglaterra no era la 
              de Victoria sino la de los laboristas. Había leído 
              a Hillary y, con todo respeto por los jóvenes poetas inmolados, 
              me había parecido poca cosa. Victoria lo entronizó. 
              Detrás del fuego de sus palabras, se transparentaba la misma 
              pasión que asomaba en sus ardientes testimonios sobre la 
              tísica Emily Brontë, la neurótica Virginia Woolf 
              (a quien dedicó uno de sus más sutiles libros) y el 
              masoquista T. E. Lawrence. (Ella también fue la responsable 
              de que se publicasen en español sus Cartas, Los 
              siete pilares de la sabiduría, y El troquel.) 
              Victoria necesitaba héroes y heroínas, y el pobrecito 
              de Hillary no aguantaba el paralelo. Entre el público del Anglo había unos ingleses (el 
              poeta George S. Fraser, el crítico Gabriel Coulthard) que 
              se franquearon conmigo después de la charla. Me confirmaron 
              mis sospechas: Hillary era un fenómeno literario, 
              no un escritor. Escribí entonces una crónica para 
              Marcha en que me burlaba de Victoria no sólo por creer 
              que Hillary era un segundo Lawrence (el de Arabia era un gan escritor, 
              aunque fuera espía del Foreign Office) sino por no haber 
              entendido que los jóvenes que habían sobrevivido a 
              la masacre de la Segunda Guerra Mundial estaban hartos de la retórica 
              de Churchill (que escondía con ella sus enjuagues de Yalta 
              con Stalin y Roosevelt), de la Gran Bretaña y su imperio, 
              y querían construir un mundo en que todos pudiesen tener 
              nobles y heroicos sentimientos y no sólo los que hubiesen 
              adquirido un acento en Oxford. De Victoria me separaban no sólo treinta años sino 
              una experiencia diferente del mundo. Y esa separación me 
              autorizaba a burlarme de ella, sin tratar de entenderla primero, 
              reducirla a una señora de sociedad que creía (todavía) 
              que la literatura debía ser heroica y noble. No creo que 
              Victoria haya leído entonces esa crónica. Marcha 
              no circulaba entonces sino en Montevideo, y periodistas como yo 
              estaban fuera del círculo de visibilidad de ella. Casualmente, 
              unos meses después, Pepe Bianco me invitó a colaborar 
              en Sur. Aunque era solamente secretario de redacción, 
              Bianco era realmente el director de la revista, Victoria viajaba 
              demasiado y, además, no tenía paciencia para ejercer 
              los humildes trabajos de revisión que requiere ese puesto. 
              Pero, estuviera donde estuviese, leía cada número 
              publicado al milímetro y, cuando no le gustaba algo, enviaba 
              notas cortantes a Bianco que a veces se publicaban en la revista. 
              Por aquella época, Bianco había regresado de un largo 
              viaje a París y había traído consigo Les 
              bonnes, de Jean Genet, que tradujo y publicó en la revista. 
              A Victoria no le gustó para nada la pieza (un poco perversa, 
              sin duda) y no tuvo empacho en escribir un artículo subrayando 
              su discrepancia. Recuerdo que una de las primeras cosas que me preguntó 
              Bianco cuando nos vimos en Buenos Aires fue si me gustaba Genet. 
              Le dije que sí y nos hicimos amigos. (Todo esto pasaba antes 
              de que Sartre lo canonizara en Saint-Genet e impidiera durante 
              dos décadas que fuera estudiado como dramaturgo y no como 
              caso clínico.) Esa amistad con Bianco sobrevivió no 
              sólo a mi breve pasaje por Sur sino también 
              a la crisis de su renuncia a la revista por haberse atrevido a aceptar 
              una invitación a ir de jurado al Concurso de Casa de las 
              Américas sin haber informado antes a Victoria. Aunque nunca 
              compartí el entusiasmo excesivo de algunos amigos por esa 
              institución, más política que otra cosa, me 
              pareció que Bianco tenía todo el derecho del mundo 
              de ir a Cuba y opinar como quisiese. Victoria temía que su 
              ida comprometiese la posición antimarxista de Sur. 
              Bianco se ofendió y no quiso volver a la revista, a pesar 
              de reconciliarse con Victoria. La pérdida, naturalmente, 
              fue de Sur. Y ahora creo que también de Victoria. De manera que vine a conocer a Victoria sólo más 
              tarde. Fue en París, en 1966, cuando yo dirigía Mundo 
              Nuevo. Ella solía parar en los departamentos del George 
              V, y recuerdo que una mañana, Marta Mosquera me llamó 
              para sugerirme que invitase a almorzar a Victoria que quería 
              conocerme. Recordé de inmediato una frase de Borges: "Cuando 
              Victoria quería que fuésemos a San Isidro, no nos 
              invitaba: She summoned us." (No servía una citación 
              judicial.) Hacía casi veinte años que no la veía, 
              y el tiempo había transformado la maravillosa cincuentona 
              que vi en 1948 en una anciana, de rasgos ligeramente aindiados. 
              Casi no la reconocí. Pero al segundo de oírla hablar, 
              con aquella voz tan sonora y la dicción tan firme, volví 
              a ver a Victoria. No recuerdo de qué hablamos en aquel almuerzo, 
              salvo que la conversación fue extremadamente cordial, que 
              la acompañé hasta el hotel y allí conocí 
              a su hermana Angélica (no había almorzado con nosotros 
              por estar con una gripe muy fuerte) y que quedamos en vernos vagamente 
              un día de estos. Victoria dejó París abruptamente, 
              así que el próximo encuentro sólo ocurrió 
              en Nueva York, unos meses más tarde. Pero la impresión 
              que me llevé de ese almuerzo fue el de recuperar a una vieja 
              y querida tía con la que habíamos estado separados 
              durante años por asuntos tan ridículos que era imposible 
              siquiera recordar. El encuentro en Nueva York fue más dramático. Asistíamos 
              al Congreso Internacional del P.E.N. Club (Victoria era una de las 
              presidentas de honor), cuando en una conversación con Arthur 
              Miller, el Presidente, a Carlos Fuentes se le ocurrió la 
              idea de organizar una sesión especial sobre la nueva literatura 
              latinoamericana. La idea cundió y me pidieron que la organizara 
              y presidiese. Al Congreso asistían, entre otros, João 
              Guimarães Rosa, Onetti, Neruda, Parra, Sábato, Haroldo 
              de Campos, Vargas Llosa, Martínez Moreno, Liscano, Murena, 
              Girri. De un momento a otro se esperaba la llegada de Carpentier. 
              Con ese elenco, era imposible equivocarse. Sin embargo, hubo problemas. 
              Carpentier tuvo que renunciar al viaje porque los cubanos decidieron 
              a última hora no asistir. (Los soviéticos también 
              desistieron a última hora.) Sábato se fue súbitamente, 
              y por razones muy personales, Guimarães Rosa me aseguró 
              muy firme y cariñosamente que nunca participaba en ese tipo 
              de reuniones. Murena y Girri se excusaron por no hablar fluidamente 
              ni el francés ni el inglés, las lenguas oficiales 
              del congreso. Y Victoria se negó a participar. Nunca supe 
              bien por qué. Tal vez el hecho de que Neruda asistiera la 
              decidió a abstenerse. Había una vieja polémica 
              de los años cuarenta, cuando Neruda escribió cosas 
              injustas y erróneas contra Sur que todavía 
              repiten los tontos, y Victoria tenía memoria de elefante. Traté de convencer a Victoria de que todos tendríamos 
              oportunidad de exponer nuestras ideas con entera libertad, que no 
              había ningún manifiesto preparado de antemano y sorpresivamente 
              ofrecido para las firmas, que el diálogo sería improvisado 
              y abierto. Se negó. Hicimos la reunión, sin embargo, 
              y fue un éxito. Para marcar su discrepancia, Victoria se 
              sentó exactamente en medio de la enorme sala. Pero cuando 
              terminaron las breves exposiciones de los participantes (que se 
              pueden leer en Mundo Nuevo, 1966), Victoria no pudo aguantarse. 
              Vio que, efectivamente, cada uno había hablado de lo suyo 
              con entera libertad y sin buscar adhesiones de nadie; vio que el 
              consenso sobre la situación de miseria y opresión 
              de América Latina, sobre el riesgo de una cultura desarrollada 
              en ese contexto, era unánime. Pero nadie tenía una 
              panacea, una fórmula milagrosa que lo resolvería todo. 
              Como casi todos los países importantes estaban representados 
              (y algunos doblemente), con excepción de Cuba y Argentina, 
              Victoria pidió la palabra. Entonces le rogué que subiera 
              al estrado. Vaciló unos segundos pero aceptó. Cuando 
              llegó, el primero en ponerse de pie fue Neruda, su viejo 
              enemigo, que acudió a recibirla y abrazarla. Todos lo secundamos, 
              Victoria pudo decir lo suyo, en el impecable francés que 
              le había enseñado Marguerite Moreno, y la paz fue 
              hecha en el mejor espíritu del P.E.N. Club. Desde entonces, volví a ver a Victoria muchas veces. Nuestra 
              relación fue cordial, aunque con las reservas que marcaban 
              la edad y la distancia ideológica. Un día alguien 
              me dijo que Victoria creía que yo era peronista. Entendí 
              la confusión: para ella, cualquier colaborador de Marcha 
              debía parecer populista. Aún así, los problemas 
              políticos nunca ocuparon nuestros ocasionales encuentros. 
              Recuerdo que la última vez que la vi, de esto hace unos dos 
              o tres años, ella estaba parando en un lujoso apartamento 
              de una amiga, en Central Park East. Llegué tarde a la cita 
              por un error (mío) en la exacta dirección de la casa, 
              y Victoria estaba ligeramente incómoda. Educada a la europea, 
              su tolerancia no pasa de los reglamentarios cinco minutos. Pero 
              al rato, se le había pasado, y nos quedamos charlando de 
              mil cosas. Como estaba preparando entonces mi biografía de 
              Borges, le tiré un poco de la lengua. Me contó de 
              su primer encuentro con la familia, en los años veinte. En 
              su recuerdo, lo más impresionante era la belleza de todos. 
              Y sobre todos los rasgos de genialidad de Norah que, con sus preguntas 
              absurdas, la hacía ver de otra manera el mundo. También 
              evocó Victoria muy vívidamente aquellos primeros años 
              de Sur (fundada en 1931) en que Borges era un escritor marginal, 
              ajeno a la pompa y circunstancia de la vida literaria a la francesa 
              que ella recreó en Buenos Aires. Esos eran los años 
              en que Ortega, Waldo Frank, Drieu la Rochelle, Keyserling, Tagore 
              y otras luminarias, visitaban Argentina invitados por Victoria, 
              eran homenajeados en San Isidro e inmortalizados por la cámara 
              de Gisèle Freund. Borges y sus cómplices (Bioy, Silvina, 
              Bianco) quedaban deliberadamente al margen de las grandes celebraciones. Le conté a Victoria que para escoger las ilustraciones de 
              mi Borgès par lui même, había revisado 
              el archivo de Gisèle Freund, en París y que había 
              visto muchas fotos de aquéllas. Al fondo, siempre al fondo, 
              estaban Borges y los suyos, participando carnavalescamente de las 
              veladas. Victoria me confirmó que eran infatigables en burlarse 
              de todo el mundo y para mostrarme hasta dónde llegaban con 
              su irreverencia, me dijo: "Una vez se rieron delante de mí, 
              de Goethe." ¿Qué contestarle? Ahora lamento no haberle contado 
              lo que me dijo un día Borges de ella. Porque debajo de las 
              bromas y las burlas, de la inevitable identificación de ella 
              con la homónima Reina, Borges ha tenido siempre un gran respeto 
              por Victoria. Recuerdo que una vez hablando con él de Simbad, 
              la novela en que por segunda vez Mallea romantiza su relación 
              con Victoria (la primera: La bahía de silencio). Borges 
              me recordó todo lo que ella había hecho por liberar 
              a la mujer argentina. Mucho antes que fuera elegante y estuviera 
              de moda el feminismo en aquella sociedad católica, fascista 
              y antisemita, Victoria se animó a vivir separada de su elegante 
              marido, tener los hombres que quiso, publicar una revista que no 
              fuera confesional, nacionalista o provinciana, y escribir con entera 
              libertad una obra singular. Su clase no la entendió nunca 
              y hasta los viejos liberales (como Groussac) se reían de 
              ella. (El notorio alacrán le mandó un billetito para 
              agradecerle el envío de su volumen de "estudios dantescos, 
              o diré pedantescos".) Ya vimos cómo la trató 
              la izquierda. Pero Borges, que jamás ha admirado el dinero, 
              la clase o el poder, me contó que a la muerte de Eva Perón 
              (la misma Eva que había hecho encarcelar a Victoria por algún 
              rencor olvidado ya), Victoria quiso dedicarle un número especial 
              de Sur, por lo que ella había hecho por la mujer argentina. 
              Y fueron Borges y otros bienpensantes los que impidieron que ella 
              se saliera con la suya. Releo lo escrito y veo que no he hablado casi de sus libros, que 
              aprendí a leer y hasta reseñar en Marcha. Son 
              tantos y están tan llenos de ella, de su curiosidad y sensibilidad, 
              de una inteligencia práctica y sólida, de una prosa 
              elegante y coloquial a la vez, que se va a necesitar mucho tiempo 
              para que sean leídos como lo que son: la crónica de 
              una mujer que en un país de machos condescendientes se atrevió 
              a pensar y a sentir y amar como se le dio la gana. El epitafio de 
              Victoria lo escribió Borges aquella tarde en que hablamos 
              de Simbad: "Victoria siempre hizo lo que quiso, and 
              she got away with it." Sí, se salió con la suya, pero a qué precio. 
              El día en que realmente sea leída, el día en 
              que se publiquen sus Memorias inéditas (y no expurgadas, 
              espero), ese día va a resultar claro para todos que Victoria 
              Ocampo, la fundadora de Sur, la amiga personal de Malraux 
              y Virginia Woolf, de Graham Greene (que le dedicó The 
              Honorary Consul), la señora de sociedad que se dio el 
              lujo de hacer lo que quiso, no era sino la parte visible del iceberg 
              Ocampo. Debajo está una prosa que continúa la tradición 
              de Sarmiento y de Martí, de Reyes y Gabriela Mistral: la 
              tradición de una escritura coloquial, de auténtico 
              sabor americano. Aunque su primer libro De Francesca a Beatrice 
              en francés y traducido por Ricardo Baeza al español, 
              Victoria llegó a ser una de las primeras prosistas de su 
              tiempo. Hasta en eso, she got away with it." Los textos de Caillois, Paz, Cosio y Sackville-West 
              aparecieron en Testimonios sobre Victoria Ocampo. Buenos 
              Aires, 1962. El de Borges apareció en La Nación. 
              Rodríguez Monegal nos lo envió especialmente. 
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