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"Situación del escritor en América Latina"
En Mundo Nuevo, París, nº 1
julio 1966, p. 5-21

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ERM: Exactamente. Creo que el mérito mayor de la novela es que dentro de la situación relativamente simple de cuatro o cinco personajes tú insertas millones de cosas. No hay que olvidar, además, todas esas largas tiradas del Narrador, discursos apócrifos y dirigidos a Elizabeth o Isabel, que son verdaderos ensayos de ubicación frente al mundo actual. Ensayos no ya del personaje, sino también de ti mismo, del autor. En esos ensayos, como al sesgo, se va revelando la intención más profunda de la novela. Me parece que hay aquí una verdadera Pop-Philosophie que equivale bien a la Pop lit, o Pop-literatur, como diría nuestro amigo Goethe.

CF: Mira, si hay algo que me fastidia y re-contra-fastidia es el cerco latinoamericano de lo "académico", lo "culto", lo de "buen gusto". La mitad de nuestras vidas se nos va tratando de justificar una aproximación a los modelos apolillados de un patriciado de utilería, el de todos los Miraflores y Lomas de Chapultepec y Clubes Hípicos y Hurlinghams y Academias de la Lengua de unas sociedades aterradas por su propio rostro. Los procedimientos de Cambio de piel han nacido de esa intención de legitimar toda la vulgaridad, el exceso y la impureza de nuestro mundo, de quitarles el mal olor peyorativo que permite a nuestras "aristocracias" alzar la nariz al cielo. No, señores, no tenemos Parnasos del espíritu ni Arcadias del buen gusto: estamos metidos hasta el cogote en la carrera de las ratas, estamos tan sometidos como cualquier gringo o francés al mundo de las competencias y los símbolos de status, al mundo de las luces neón y los Sears-Roebuck y las lavadoras automáticas y las películas de James Bond y los tarros de sopas Campbell. Murió la Graciosa Epifanía del Arte. Vivimos en sociedades modernas, maltratadas, inundadas de objetos, de mitos y aspiraciones de plástico y aluminio, y tenemos que encontrar los procedimientos, las respuestas, al nivel de esa realidad: tenemos que encontrar las nuevas tensiones, los nuevos símbolos, la nueva imaginación, a partir del Chicle Wrigley's y la telenovela y el frug y el bolero y Los muchachos de antes no usaban gomina. Antes que en la cultura, el mexicano o el bonaerense o el limeño actuales somos contemporáneos de todos los hombres en las mercancías y las modas, ¿no es cierto? Participamos apócrifamente de la modernidad como Elizabeth, o nos agotamos en el sueño de la armonía helénica, como Javier. Esa es la intención de la novela y por eso llega un momento en que se autodefine como pop lit. Hay una tensión, un paso: el de la vieja sensibilidad latinoamericana, "fina y sutil", de Javier, a esa exteorización pop, apócrifa en Elizabeth y finalmente cierta en Isabel, la chica que ya nació psicoanalizada. En fin, Emir: he tratado de convertir esta materia en estilo. Soy consciente de que una y otro son desagradables para mucha gente, se alejan demasiado de los ideales de pureza estética. Pero a mí me gustan las manchas y el riesgo. No me agrada repetir lo que ya sé hacer, sino indagar lo que no puedo hacer. Hablamos de dobles: el novelista quisiera ser el gemelo de Luzbel, el curioso, el tentador, el condenado.

Utopía, epopeya y mito

ERM: Vamos a retomar el hilo de tus otras novelas. ¿Por qué no me hablas un poco de la que es realmente la última, la que estás ahora terminando de escribir?

CF: Zona sagrada.

ERM: No sé casi nada de ella.

CF: Entonces te voy a contar. Me importa mucho la zona mítica y cuando hablo de zona sagrada, claro, estoy estableciendo un territorio, un recinto. Es la idea antiquísima del templo, del templo como defensa contra la epidemia, contra el sitio, y sitio a su vez; es el dónde: es el lugar que es todos los lugares y en el que tiene su sede el mito. Se me ocurre que nuestra cultura y nuestra literatura, las de América Latina, han pasado por tres etapas más o menos convulsivas o más o menos fluidas y que esa experiencia latinoamericana tiene una proyección universal, con correspondencias reales en la cultura europea, en la cultura norteamericana e, inevitablemente, en las culturas del Tercer Mundo a medida que se desarrollen. Yo creo que estas tres cadenas, estos tres círculos a veces tangenciales, son la utopía, la epopeya y el mito. América entera, el continente, fue descubierto y pensado como una utopía. Es el mundo de Tomás Moro, pero el mundo de Tomás Moro sometido a la práctica. La utopía propuesta es inmediatamente negada, destruida por las necesidades concretas de la historia. Cortés le da en la chapa a Tomás Moro y la necesidad histórica hace que la utopía ingrese en la epopeya. Hemos vivido bajo el signo de la epopeya casi toda nuestra vida; nuestras novelas han sido épicas y nuestro arte ha sido épico, pero en el momento en que se agota esta capacidad épica parece que no nos queda sino una posibilidad mítica, una posibilidad de recoger ese pasado, de salir de ese pasado que es pura historia, historia mostrenca, para entrar en la dialéctica. Salir de la historiografía, de la redacción de la historia, para entrar en la dialéctica, que es hacer la historia y hacerla con los mitos que nos dan los hilos de Ariadna de todo ese pasado utópico y épico para convertirlo en otra cosa. A través del mito, re-actuamos el pasado, lo reducimos a proporción humana. Este es el sentido de las deslumbrantes novelas de nuestro gran clásico moderno Alejo Carpentier. Esta concepción va seguramente a influir mucho más sobre otras novelas que voy a escribir en el futuro; pero en cuanto a elaboración de un mito a partir de elementos de la realidad, Zona sagrada me interesa mucho como experimento. La novela parte de las relaciones de una gran estrella de cine, de una hechicera que al mismo tiempo es madre, con su hijo. Lo importante de los mitos vivos, no de lo mistificado sino de lo mitificado, es que en realidad nunca se cierran. Parece que se han cerrado y no es cierto. Encontré un equivalente en Apolodoro, por ejemplo, en los Mitos griegos, de Robert Graves: la verdadera conclusión del mito de Ulises, el que no cuenta Homero. Se diría que el mito está cerrado, ¿verdad?

ERM: En la Odisea parece que todo termina con el regreso y la venganza del héroe.

CF: Y todos se fueron a la playa, como dice Melina Mercuri. Ulises regresa al hogar, el hijo pródigo, Telémaco, regresa al hogar, matan a los pretendientes, Penélope deja de tejer, fueron muy felices y se fueron a la playa. Esto no es cierto. ¿Qué pasó en realidad? En realidad Ulises regresa de la guerra hecho un viejo, se sienta y empieza a contarles historias a la esposa y al hijo, a fatigarlos con las historias, a disminuirlos con las historias, a hacerlos puré con tantas historias fantásticas hasta ponerlos nerviosos y volverlos locos. ¿Qué puede hacer Telémaco, sino retomar el destino del padre, reiniciar los viajes de Ulises, esos viajes que llevarán a Telémaco a la isla de la hechicera Circe en el Adriático? Allí encuentra que tiene un doble, que es su hermano, el hijo de Ulises y Circe, Telégono.

ERM: Del que no habla Homero.

CF: Y para completar los destinos y las sustituciones, Telémaco se acuesta con Circe, se convierte en el marido de Circe. Y ahora es Telégono el que prosigue las peregrinaciones, los viajes que lo tienen que llevar a ese desolado y rústico reino de Itaca, donde se encuentra esa vieja pareja, Ulises y Penélope. Penélope ve entrar por la puerta al joven Ulises, el que vio partir a la guerra. Ergo, Penélope y Telégono se escabechan a Ulises, lo matan y Telégono ocupa el lecho de su padre. Bueno, esto es un poco el marco mítico de esta historia Zona sagrada.

ERM: Me parece fascinante.

CF: Me estoy divirtiendo como nunca en mi vida escribiéndola. La escribo con verdadera excitación sensorial.

ERM: ¿Y va muy adelantada?

CF: Sí, sí, dentro de un mes la termino. Escribo muy bien en París.

ERM: Sí, es una ciudad muy tranquila.

CF: París es una Morelia elavada al cubo, una ciudad llena de monumentos, con muy bonitos espectáculos pero con una posibilidad muy grande de retirarse, de sustraerse, de aislarse para escribir.

ERM: Sobre todo, de aislarse; eso es lo que yo encuentro también.

CF: Será por cuestión de temperamento, pero yo no encuentro aquí la misma excitación que encuentro en Londres o Nueva York, que son ciudades donde tengo que estar echado a la calle las 24 horas del día, viendo qué pasa. Aquí no, aquí puedo dividir muy bien mi tiempo: ir a ver mis viejas películas de cinemateca al Palais de Chaillot, mis teatros, y pasar cinco o seis horas en la máquina.

ERM: Sí, yo encuentro que París tiene esa gran virtud para la gente que le gusta concentrarse. Los franceses son maniáticamente celosos de su vida privada y eso ayuda mucho a aislarse. No son gregarios como los norteamericanos o los latinoamericanos, ni cultivan hondas y silenciosas amistades como los ingleses. Pero dime otra cosa: y tu novela sobre Zapata, ¿cómo está?

CF: Tengo que llegar a ella, pero no le encuentro el modo todavía. Tengo la idea. No será exactamente una novela sobre Zapata en el sentido tradicional; será una novela, casi, de un lirismo objetal frente al mundo que rodea a Zapata en ese último día de su vida, nada más; pero no encuentro aún los procedimientos para entrar a la novela. Espero llegar algún día.

ERM: Recuerdo una especie de sumario redactado por ti en un solo párrafo brillante, que se publicó en un folleto del Fondo de Cultura Económica hace más de un año.

CF: Ex-Fondo de Cultura Económica.

ERM: Sí, del Fondo de Cultura Económica en su época de oro y que ahora parece también devorado por la amansadora de tigres.

CF: Por Huitzilopochtli, el castrador, y enanitos felices que lo acompañan.

ERM: Bueno, ese nombre yo no lo podría pronunciar así no más, aunque entiendo por qué es tan ominoso.

CF: Te lo escribiré.

ERM: Y ahora una pregunta de esas que los críticos tenemos siempre en reserva para poner nerviosos a los autores. ¿Qué pasó con aquella tetralogía de la que sólo se publicó Las buenas conciencias?

CF: ¿Sabes qué pasó?, que un día me agarré las tres restantes y en un acto de purificación total, parte de un mito también, de una ceremonia, las metí en el caldero y me tomé un baño con ellas.

ERM: Es la apoteosis de las purificaciones.

CF: Eso es autocrítica. Says who?

ERM: Te aseguro que revela coraje.

CF: Muerte por fuego y agua.

ERM: Y además, tú mismo bañándote en las consecuencias de esos cadáveres fastuosos. Pero ¿te las habías escrito no más?

CF: Tenía escritas como 600 páginas, pero eran tan malas...

ERM: Las buenas conciencias, que es la parte que yo conozco, es sumamente interesante como obra aislada. El peligro de esa novela, a mi juicio, es que llevaba a ciertas conclusiones un poco dogmáticas con respecto al destino del personaje, como si tú solo hubieras querido demostrar con él (a la manera de Sartre en otra tetralogía inconclusa, Les chemins de la liberté) una tesis previa. Pero como novela aislada valía la pena. Te lo digo como simple lector. Y el personaje del muchacho, de ese Jaime Ceballos, en ese pueblo mexicano, desgarrado por su educación burguesa y por su ansia de justicia social, por la religión, la amistad y el sexo, me parece muy creíble.

CF: Mira, es una novela de catarsis simplemente. En un doble sentido: literario porque quise ver si podía dominar una narración de tipo tradicional, de tipo galdosiano, y quizás no debía de haberla publicado; era para mí una prueba; y también de tipo personal porque la escribí en un momento de ruptura mía, muy traumática, con mi familia, con mi pasado, con mi educación religiosa, burguesa y demás, que traté de trasladar a la experiencia del personaje.

ERM: Eso es lo que me parece más interesante en el libro, lo que le da un valor como de autobiografía apócrifa en el buen sentido de la palabra: los hechos en sí mismos son inventados, las circunstancias están traspuestas, pero los sentimientos o la visión o la experiencia existencial que se comunican son del autor. Además, en este sentido la novela (independientemente del valor que pueda tener como creación) es una obra clave para entender ciertos aspectos de tu personalidad como escritor.

CF: Bueno, es un típico bildungs-roman, es mi "educación sentimental".

ERM: Sí, algo así como Les souffrances du jeune Werther, para emplear el título en francés, que me parece más de época. Otro tema que ya está implícito en esta conversación y que conviene precisar algo más es esa renovación de la novela latinoamericana de que se ha hablado tanto. Como sé que hace un par de años has escrito sobre el asunto un largo artículo en el suplemento de Siempre, y que me parece uno de los trabajos más importantes sobre el tema, me gustaría saber cómo ves tú la situación actual y su perspectiva futura.

CF: Mira, al tener lugar el fin de la épica de la que hablamos hace un momento, murió cierto maniqueísmo de la novela latinoamericana, que nos colocaba ante opciones sumamente fáciles. La civilización contra la barbarie, para usar el título de Sarmiento. El hombre frente a la naturaleza; el bueno contra el malo; el rico contra el pobre, etc. Ahora, es evidente que el escritor estaba operando a partir de una situación, de cierta situación de privilegio dentro de una élite progresista que había leído, desde el tiempo de las guerras de la Independencia, a Montesquieu y a Rousseau, que quería trasladar el mundo civilizado que representaban las constituciones francesa, norteamericana y británica a nuestro suelo. Lo que pasa es que al tener lugar la superposición del mundo capitalista norteamericano a las estructuras feudales y semifeudales de América Latina, el escritor perdió ese lugar en la élite y quedó sumergido en la pequeña burguesía. Se convirtió en sujeto de todas las contradicciones, de todas las enajenaciones y de todas las modernidades también, de esa sociedad de consumo superpuesta a la sociedad inmutable del siglo XVI que todavía existe en tantos países de América Latina. Es decir, dejó de ser un poco el fariseo que hablaba desde los púlpitos de la pureza con una clarísima conciencia del camino recto, para convertirse en lo que es un verdadero escritor, es decir, un publicano; un hombre que participa del pecado, de la culpa, que se mancha, que está inmerso en una situación común con los otros hombres.

ERM: Que tiene las manos sucias.

CF: Sí; y entonces yo creo que la nueva novela latinoamericana ha nacido, en gran medida, de esta nueva situación del escritor en América Latina y de una nueva conciencia, además, de su contemporaneidad, para volver siempre a esta idea de Octavio Paz, y a una conciencia de que la realidad no es ese dualismo simple, maniqueo, que nos presentan Ciro Alegría, Jorge Icaza, Rómulo Gallegos, sino una realidad infinitamente involucrada en la que hay cierto destino trágico porque nos damos cuenta de que los justos y los injustos son culpables y de ahí nace la tensión trágica. Creo que, por ejemplo, la novela de Vargas Llosa La ciudad y los perros, cala como ninguna otra este sentido de la justicia en América Latina: esta radical ausencia de inocencia en la sociedad, esta imposibilidad de inocencia. Vargas Llosa ya no presenta a los héroes epónimos luchando contra el mal absoluto. El bien y el mal del catecismo del padre Ripalda en el que fuimos criados, se han convertido en el Bien y el Mal con B y M mayúsculas. Es decir, son bienes y males dialécticos que se enfrentan, se niegan, chocan, se funden, se sintetizan, etc. Creo, además, que hoy el problema, este problema que le da su riqueza a la actual novela en América Latina, es que vivimos en países donde todo está por decirse, pero también donde está por descubrirse cómo decir ese todo. La realidad inmediata de América Latina nos ofrece los temas que ya han tratado en otras literaturas Balzac y Dreiser, pero nuestro problema es cómo retomar esos temas para paralelizarlos, digamos, para darles su relevancia actual, su relevancia nacional para nuestros lectores, para nuestra comunidad, y al mismo tiempo descubrir ese trasfondo, esa segunda realidad, o crear esa realidad paralela que pueda darles su sentido universal.

ERM: Sí, se trata de radicarlos, en el exacto sentido de la palabra, de radicarlos en la región pero también en la visión y sobre todo en el lenguaje.

CF: Exactamente. Mencionas el lenguaje. Para mí, hay un hecho esencial: en todas las nuevas novelas en América Latina, evidentemente, hay una búsqueda de lenguaje. Un remontarse a las fuentes del lenguaje. Si no hay una voluntad de lenguaje en una novela en América Latina, para mí esa novela no existe. Yo creo que la hay en Cortázar, en primer lugar, que para mí es casi un Bolívar de la novela latinoamericana. Es un hombre que nos ha liberado, que nos ha dicho que se puede hacer todo. En García Márquez, en Vargas Llosa, en Donoso, en Vicente Leñero, hay evidentemente una voluntad de encontrar un lenguaje que es al fin y al cabo la respuesta del escritor tanto a las exigencias de su arte como a las exigencias de su sociedad, y creo que ahí radica la posibilidad de la contemporaneidad. Si tú te pones a pensar, hubo quizás en los años 20 un exceso del subrayado lúdico de la literatura: en Firbank, en Cocteau, etc. Y en los años 30 hubo un excesivo subrayado del aspecto didáctico y moral de la literatura.

ERM: Social, también.

CF: Creo que actualmente hay una síntesis, hay una especie de moral lúdica o de politización del juego que para mí es extraordinariamente importante porque ilumina mucho la novela que acabo de escribir: Cambio de piel. Vi hace días, en la Cinemateca Francesa, esa maravillosa película de Buñuel, L'Age d'or. Es una película de una actualidad increíble. Yo no sé cómo nadie se atreve a decir que hay arrugas en Buñuel, que Buñuel está pasado de moda. Es una actualidad total, porque lograr reunir esas tensiones que son las tensiones reales de la cultura contemporánea. Incluso, para decirlo, de una manera un poco violenta, con las palabras de Susan Sontag, hay una tensión típica en la cultura y en el arte contemporáneos entre el polo moral derivado del hebraísmo y de los Testamentos y de Marx y de todo esto, y el polo lúdico del homosexual, de los elementos del decorado, de ver las cosas como lo que no son, de desnaturalizarlas: la voluntad de estilo. En Buñuel hay una síntesis prodigiosa del juego y de la seriedad, en la que se es serio siendo frívolo y se es frívolo siendo serio. Una auténtica dialéctica para decir cosas que iluminan nuestra realidad de una manera maravillosa.

ERM: De acuerdo. El otro día hablando precisamente de Rayuela con un escritor latinoamericano, me decía una cosa que ya me había llamado la atención pero que me pareció más importante porque la señalaba un novelista y no un crítico. Me decía que leyendo Rayuela, él se había dado cuenta de que ahora los escritores latinoamericanos podían utilizar libremente los temas cómicos, estaban autorizados a ser cómicos.

CF: ¡Claro! Hasta en México, que es un país tan triste, tenemos ahora un joven Quevedo. Se llama Carlos Monsiváis.

ERM: Eso precisamente es lo que siempre he notado como una gran ausencia en buena parte de la mejor literatura latinoamericana: un sentido de lo cómico, un sentido del juego, pero de lo cómico serio, de lo cómico con riesgo, de lo cómico como una jugada definitiva y última, no de lo cómico frívolo, de lo cómico superficial, de lo cómico pintoresco. Es decir: lo cómico como en Beckett o en Genet. Eso es lo que evidentemente está en Cortázar y que ha sido tan liberador para muchos. Creo que hay todo un camino por ese rumbo.

CF: Sí, porque América Latina pretende tener sólo Historia Sagrada, lo cual es, por definición, vivir fuera de la Historia. La historia del accidente, del azar que es lo cómico, por primera vez entra en nuestra literatura con Rayuela.

ERM: Yo te diría que entra antes, que ya está en Borges. Y precisamente aquí radica la gran confusión de esos escritores argentinos que tienen un complejo de papier mâché y una idea de la literatura derivada de Enrique Larreta y Eduardo Mallea: no haberse dado cuenta que en el juego de Borges, en la actitud de juego de Borges, hay algo muy serio y hasta trágico. Borges empieza deshaciendo imposturas: empieza por reconocer que la literatura es lenguaje, que un cuento es una ficción, que escribir es una actividad imaginaria. Cuando él cuenta un cuento no está fingiendo que la realidad asume las formas de letras echadas sobre una página, que se reduce a un mueble de formato rectangular. Al asumir la literatura como creación, el lenguaje como invención, la ficción como juego, empieza por no mentirse, por no mentir. Por eso, yo lo encuentro un gran precursor de todo lo que estamos viviendo ahora.

CF: Sí, sí, tienes toda la razón.

ERM: Algunos argentinos que se enfurecen tanto con aspectos indudablemente muy censurables de Borges, como sus declaraciones políticas, no quieren ver esto otro. Creo que el que lo ha visto, sin embargo, es Cortázar y por eso ha sabido aprovecharlo y superarlo en el terreno de la creación de una gran novela, cosa que Borges nunca intentó. De manera que por ese lado, me parece que hay una veta muy grande para todos. Ahondando un poco más en este tema de la novela latinoamericana, y a propósito de una cosa que he discutido con otros narradores, advierto en algunos de ellos una especie de reserva constante frente a la realidad local, como si se dijeran: no, este tema es demasiado pequeño para tratarlo en una novela, creo que no va a interesar fuera de las fronteras nacionales; o también, en una variante algo más masoquística: bueno, qué más remedio, esos son los temas y los personajes que me han tocado. Yo me pregunto si esa es la actitud correcta de un escritor, pensar que un determinado tema que está en su realidad vida puede no interesar fuera del contexto nacional.

CF: Casi no vale la pena discutir este punto de vista. Si regresamos al mismo Borges: hay todas las páginas compadritas, bonaerenses de Borges que son absolutamente universales; son el único contacto que tenemos con cierta picaresca contemporánea. Son páginas increíbles como El hijo de su amigo, como las narraciones policiales de H. Bustos Domecq, etc., que son extraordinarias con un lenguaje totalmente localista.

ERM: Yo creo que ahí está precisamente la gran invención del lenguaje, que esa es la veta que ensayó Cortázar en Los premios y desarrolló magníficamente en Rayuela.

CF: Entonces tú lees una crítica tan estúpida como la que hizo un escritor argentino a Cortázar, diciendo que Rayuela era una novela que no se iba a entender fuera del Río de la Plata. No se da cuenta de la carga onomatopéyica, de la sugerencia de imágenes que puede tener ese lenguaje, casi mágico, de las zonas portuarias de Buenos Aires para un lector extranjero. Como creo que lo tiene buena parte del lenguaje mexicano. A mí me ha interesado mucho utilizar el lenguaje del proletariado mexicano en Cambio de piel porque tiene una carga mágica creativa y recreativa enorme.

ERM: Te puedo decir que al leer tu novela y sin entender exactamente todas las palabras de algunos de los personajes, sobre todo cuando se ponen metafóricamente obscenos, entiendo perfectamente su carga, me maravilla la forma misma y el color de las palabras que usan, su ritmo, su sonido.

CF: Además, en todo localismo o universalismo abstractos hay una capitis diminutio. Los latinoamericanos podemos tratar todos los temas, sin dogmas a priori. Lo demás es una autonegación: una autodisminución.

ERM: Creo que no se pueden concebir obras más locales, más fanáticamente locales, que Los hermanos Karamazov o Madame Bovary; incluso las novelas de Kafka, ese mundo cerrado y limitado, ese ghetto de Kafka, que es una cosa hermética, erizada de limitaciones de todo tipo, sobre todo confesionales, y que sin embargo es la imagen más desgarradora del mundo contemporáneo. Recuerdo que hace unos años, en una discusión que se planteó en Montevideo sobre estos asuntos, saqué a relucir el caso del Quijote. A nosotros ahora el Quijote nos parece el colmo de lo universal, pero Cervantes eligió precisamente la Mancha que era un lugar completamente prosaico en su época, un lugar desprestigiado del punto de vista poético, y eligió los molinos de viento que entonces eran tan habituales como pueden ser las gasolineras hoy, y eligió la Maritornes, eligió los encapuchados y hasta eligió a los duques por ser las cosas más corrientes o triviales y de todos los días en su España. Hoy decimos la Mancha y se nos case la baba, pero la Mancha era Morelia o era Paso de los Toros: es decir, un lugar perdido de una región que ya no tenía prestigio.

CF: Bueno, esto que dices es muy importante porque creo que nos lleva al centro mismo de este debate tan difundido sobre la supuesta crisis de la novela en nuestro tiempo, y a la respuesta latinoamericana a esta llamada crisis. Es cierto, hay una crisis; pero una crisis del realismo novelesco del siglo XIX. Si ha muerto el realismo burgués del siglo XIX, no ha muerto la realidad. Hay crisis también, sí, porque toda una serie de cotos que parecían reservados a la novela han sido anexados por el cine, por el periodismo, por la ficha psicopatológica, por el trabajo de sociología a la manera de Oscar Lewis.

ERM: Y hasta por el reportaje criminal como lo demuestra el último libro de Truman Capote, In Cold Blood, que utiliza técnicas de presentación anteriormente exclusivas de la novela.

CF: En realidad, se plantea un falso problema cuando se habla de crisis y cuando se habla de nacionalismo y de universalismo en nuestros países. El problema de la crisis se reduce a adelgazar la literatura hasta su esencia imaginativa. Lo que importa en las novelas que se están escribiendo hoy, es esa esencia imaginativa, esa imaginación propia de la literatura, este decir: esto que estoy escribiendo no se podría decir, no se podría expresar de otra manera sino a través de una novela, que es lo que pasa en Malcolm, de James Purdy, o en El gato y el ratón, de Günter Grass, o en tantas otras novelas que verdaderamente son nouveaux romans, que verdaderamente van adelante, siguen luchando con esta realidad, no se sustraen de ella como el noveau roman francés. Simplemente, el problema es de tratar los temas de la Mancha con esa integridad imaginativa.

ERM: Que es lo que hizo Cervantes.

CF: Que es lo que los convierte en temas universales. O también tratar temas que aparentemente no tienen nada que ver con la realidad a partir de una creación paralela. Pueden ser buenos o malos temas de acuerdo con la imaginación del escritor, pero no de acuerdo con el sitio en que ocurren. Digo, una gran novela, un gran relato, una gran ficción, puede suceder en la Babel de Borges o en la Comala de Pedro Páramo, de Rulfo, ¿verdad?

ERM: El mismo Ulises, de Joyce, ocurre en una capital de provincia del vasto mundo británico.

CF: Y horrendos relatos pueden suceder en Babel y en Jalisco, también. La ubicación no es lo que define una novela. Fíjate, acabo de leer las primeras 75 cuartillas de Cien años de soledad, la "work in progress" del novelista colombiano Gabriel García Márquez. Son absolutamente magistrales. Y muy válidas para ilustrar lo que decimos. García Márquez está instalado en los viejos reinos vegetales de Gallegos y Rivera, sólo para liberarlos de ese peso muerto y reintegrarlos a la imaginación con un humor, una belleza, una auténtica compasión que jamás pudieron tener Arturo Cova o el Sute Cúpira o Santos Luzardo, que eran figuras antidialécticas. En cambio, la dinastía de los Buendía que traza García Márquez, es deslumbrantemente antimaniquea; los Buendía son los fundadores y los usurpadores; los Sartoris y los Snopes de Hispanoamérica, en una sola integración fulgurante. Cien años de soledad es la crónica de ese Macondo, ese pueblo perdido de Colombia que podría ser, por enésima vez, sólo la víctima de las fuerzas impersonales, la selva y el río. Pero García Márquez lo transfigura, como Faulkner transfiguró el condado de Yoknapatawpha. Toda la historia "ficticia" coexiste con la historial "real", lo soñado con lo documentado, y gracias a las leyendas, las mentiras, las exageraciones, los mitos de esa gente, Macondo se convierte en un territorio universal, en una historia casi bíblica de las fundaciones y las generaciones y las degeneraciones, en una historia del origen y destino del tiempo humano y de los sueños y deseos con los que los hombres se conservan o destruyen. Es decir: el escenario es el mismo; lo que ha cambiado es el poder imaginativo que lo ilumina. Esa es toda la diferencia.

ERM: Volvemos siempre a que lo importante es el genio del escritor que ilumina y que enriquece los temas, y no los prestigios que tiene ya a priori un tema, una ciudad, un país, o una lengua. La lengua misma que emplea (el habla propia) es lo que tiene que crear el escritor. Creo que la novela latinoamericana de hoy es cada vez más consciente de esa necesidad de creación del lenguaje. La generación anterior en su mayoría manifestaba un desprecio suicida por el lenguaje, utilizaba un lenguaje trivial, incoloro. En cambio la nueva generación, sin llegar a una concepción del estilo narrativo a lo Gabriel Miró, es estilista en cuanto le importa mucho un lenguaje que trasmita la vida y la pasión del mundo que está creando. El caso de Miguel Angel Asturias en la generación anterior de novelistas es bastante singular por eso mismo. Es un escritor al que le interesan mucho los problemas políticos y sociales, y algunas de sus obras (sobre todo la trilogía del Papa Verde) tienen un carácter panfletario muy evidente. Sin embargo sus obras más creadoras revelan un novelista al que importa mucho la invención de un lenguaje propio.

CF: Yo creo que Asturias es uno de los grandes renovadores de la novela latinoamericana. Para mí ha habido dos grandes renovadores: Borges y Asturias, por extraña que aparezca esta aproximación. Asturias deja de tratar al indio, a lo que se llamaba el hombre telúrico (horrenda expresión), de una manera documental, para penetrar la raíz mágica, la raíz mítica, a través del lenguaje que hablan estos seres. A través de su lenguaje, Asturias los salva de la anonimia, esa anonimia impuesta por la historia. En las novelas de Asturias hay una constante personalización, a través del lenguaje, de pueblos tradicionalmente anónimos. Eso me parece de una importancia extraordinaria.

ERM: Además, ese sentido mítico suyo hace que el lenguaje sea precisamente el cauce por el que se derrama toda esa realidad mítica viva de América, que no es simplemente cuestión de especialistas en antropología, de museos y congresos indigenistas, sino que es la realidad actual de toda una zona de América.

El permanente desacato del lenguaje

CF: Este problema es para mí uno de los problemas centrales de la literatura, de la política y de la vida. El problema del verbo, el problema del lenguaje porque obviamente nos dirigimos todos, más o menos mal que bien, hacia un tipo de sociedad aséptica fundada en el manejo administrativo de una élite, sea en el campo comunista, sea en el campo capitalista.

ERM: Sí, sí, la burocracia total.

CF: Las élites tecnocráticas manejan los asuntos sin consultar a nadie y sólo tienen una existencia fuera de la estructura kafkiana de la burocracia a través de la palabra. Existe una logomaquia del poder que es la única exteriorización del poder en nuestros días. Es lo que declara el Sr. de Gaulle, lo que declara el Sr. Johnson, lo que declara el Sr. Brejnev. Su uso del lenguaje se convierte en la realidad visible del poder.

ERM: Acá lo vimos con el asunto Ben Barka, cuando de Gaulle redujo todo el crimen político a un par de adjetivos: "vulgar y subalterno".

CF: Súbitamente nos damos cuenta de que el lenguaje es uno de los factores objetivos de la realidad y que el escritor que maneja el lenguaje se convierte en la única respuesta posible a la logomaquia del poder. Es la única posibilidad de darle a la realidad otro sentido, puesto que en nuestros días la realidad es palabra.

ERM: Además, el escritor es el único capaz de emplear las palabras no sólo como ocultamiento, sino como revelación.

CF: Como revelación y liberación continuas.

ERM: Creo que debemos abandonar un poco la idea anticuada pero muy anticuada, muy apocalíptica, de una disyuntiva ente la palabra y la acción. Si queremos ser escritores conscientes, escritores responsables, basta de palabras y actuemos, nos dicen de muchos bandos. En este mundo de la amenaza atómica, de Vietnam y Santo Domingo, de los millones que se mueren de hambre en el Tercer Mundo, no hay lugar para la literatura. No y no. La acción de un escritor está en sus palabras. Esa es su única y auténtica acción. Lo que puede el escritor cuando se arroja a la acción (Malraux en España, por ejemplo) es muy poco y se pierde por completo; en cambio lo que puede el escritor cuando utiliza la palabra es tremendo. No es por sus acciones, sino por sus palabras que Siniavski y Daniel fueron condenados a trabajos forzados. Hitler no sólo quemó judíos: también empezó quemando libros. En algunos lugares de América Latina estas cosas no se ven claras todavía.

CF: Buenos, Malraux es un Kipling que ha leído a Nietzsche: le gusta asumir the white man's burden para vivir peligrosamente. Y no olvidemos otro ejemplo reciente de la historia universal de la infamia verbal: McCarthy aterrorizó y paralizó a la inteligencia de los Estados Unidos a base de puras palabras, de denuncias verbales sin fundamento, de adjetivos y etiquetas infamantes. Mc Carthy demostró que hay maneras más sutiles que la cárcel o el auto-de-fe para paralizar a las palabras: usurpar el verbo, convertirlo en terror semántico. Hoy, en la posición de los mejores intelectuales norteamericanos contra la guerra en Vietnam o la intervención en la República Dominicana, hay algo más que un desplante. Toda esa gente magnífica (Lillian Hellman, Bill Styron, Jules Feiffer, Norman Mailer, Robert Lowell, etc.) trata de impedir que en nombre de un "consenso" chauvinista se pierda de nuevo el carácter de disenso que debe tener la palabra para ser reveladora y liberadora. Aquí es donde se puede criticar a Borges, a quien tanto hemos elogiado por otros motivos. Su apoyo a la intervención de Johnson en Santo Domingo encubre y somete; es un homenaje verbal al statu quo, a la buena conciencia, a los poderes constituidos que pueden garantizarnos la tranquilidad. Borges, políticamente, se comporta como eso que C. Wright Mills llamaba a cheerful robot; quiere quedar bien con los que mandan para que lo dejen en paz; y esto, precisamente, es lo que no hicieron Thomas Mann, Arthur Miller o Siniavski y Daniel. Un escritor es siempre un hors-la-loi, en todas las sociedades y bajo cualquier signo ideológico. Es, como tan bien dice Mario Vargas Llosa, el eterno descontento, el eterno opositor, el buitre que se alimenta de todos los detritus de la sociedad. Es el gran pesimista; los escritores optimistas son mentirosos; bastante optimismo nos sirven todos los gobiernos y todas las agencias de publicidad. En América Latina hay una enorme tendencia a lo providencial, al gran acto escatológico que remite nuestra redención a un futuro apocalíptico. Nuestras grandes enajenaciones son el paternalismo y el personalismo: la abdicación y la expectativa. Vivimos ansiosos de que nos protejan. El escritor de derecha, obviamente, por los poderes constituidos. Lo malo es que el escritor de izquierda, con demasiada frecuencia, también se protege bajo una sombrilla ideológica que lo exime de pensar con independencia, se disfraza con el decálogo de la apocalipsis venidera y deja de escribir, de someterlo todo a juicio a través de la palabra y la imaginación, que es nuestro mester. En cambio, el empleo verdadero del lenguaje nos somete a un revolucionarismo de todos los días, permanente, que consiste, como decía Vittorini, en "ponerlo todo en tela de juicio, caso por caso y momento por momento; esa es la única manera de participar en la Historia". Esto es lo que nos falta: la crítica diaria, la elaboración crítica, permanente, de todos los problemas humanos, con la intención de colmar ese vacío del poder en América Latina, el vacío entre el poder total de la minoría y la impotencia total de la mayoría. De lo contrario, nuestras relaciones serán siempre verticales, carismáticas, de señor y siervo, de cliente y sátrapa. Mira, yo no voy a tomar un fusil y encaramarme a la Sierra Madre. Pero sí te digo que Vietnam y Santo Domingo no son ajenos a mí, como escritor, simplemente porque acatar el consenso, el statu quo, supone silencio, negación de la palabra y abandono del lenguaje, que queda expuesto a que lo secuestre cualquier oscuro McCarthy surgido de una barraca tropical. El lenguaje es un desacato sin tregua y en todos los órdenes, del más íntimo al más público. El lenguaje es libertad o no es; y para mí la libertad es mantener el margen de herejía, mantener el mínimo disentimiento para que nunca se cierren del todo las puertas de las aspiraciones concretas de hombres concretos. Yo soy un hombre concreto, yo escribo, yo me niego a aceptar que la "fuerza interamericana" tiene derecho a estar en Santo Domingo en nombre de la democracia, porque si lo acepto hoy maña acepto que tiene derecho a estar en México y pasado mañana que tiene derecho a decidir, en nombre de la democracia, lo que puede decirse y lo que debe callarse en mi país y, finalmente, el derecho a dictarme lo que escribo. Si algo nos enseña la historia del siglo es que no podemos ser indiferentes nunca; que la palabra también es resistencia contra los Hitlers, los McCarthys y las Uniones de Escritores que, potencialmente, nos rodean. Creo que en el Estado tecnocrático, neo-industrial, la lucha por la libertad ha sido expulsada de la arena pública. ¿Te fijas que el confrontamiento es, en todas partes, entre las aspiraciones y palabras del Estado y las aspiraciones y palabras del artista y su público? Hay toda esta neopolitización que va de los cantantes de rock al maravilloso Marat/Sade de Peter Weiss, al teatro de Slavomir Mrozeck que vimos la otra noche. Asistimos a una lucha frontal de dos lenguajes: el mentiroso del poder y el auténtico del artista. Entonces, claro, es fácil la actitud de Sartre cuando dice que no hay lugar para la literatura en un mundo de hambre, de Vietnams y Santo Domingos. Pero no se puede caer en el precipicio contrario y decir que no hay lugar para Vietnam y Santo Domingo en la literatura. La literatura rechaza la reducción, la parcelación; es una apertura a la totalidad, al riesgo. Esto es lo que nos dice Octavio Paz en su más reciente poema, Viento entero, en el que el sentido lírico del tiempo es roto por la muerte de unos hombres, nuestros hermanos, en Santo Domingo: otro instante, otras palabras, una misma totalidad del presente que es el tema del poema. Realizar ese compromiso diario, total, de permanente revisión, a todos los niveles, eso es lo difícil. Apelar simplemente a una escatología, a una acción apocalíptica escondida en el futuro, es escamotear la historia, es escaparse de la historia.

ERM: Es no cumplir la función esencial del escritor, que es precisamente poner en cuestión al mundo por medio de la palabra. Nuestra acción es la palabra. Por eso los maccarthistas de derecha o de izquierda quieren impedir que hablemos.

CF: Creo que por eso, también, Rayuela es una novela genial porque está doblada sobre sí misma para criticarse a sí misma, para criticar su lenguaje. De esta manera, lo multiplica, lo potencia de una forma que no ha logrado otra novela en América Latina.

ERM: Exactamente. Y te haré una última pregunta. ¿Qué posibilidades de futuro ves en la difusión de la novela latinoamericana en el mundo de este momento?

CF: En este sentido, mis viajes recientes por los Estados Unidos y Europa me han confirmado que hay una apertura de los editores, de los críticos y de los lectores hacia la literatura hispanoamericana. Y también que estos editores, lectores y críticos nos dan en cierto modo una lección, puesto que insisten, con toda razón, en considerar la literatura latinoamericana como un todo, de no parcelarla en pequeños cotos paraguayos, mexicanos, uruguayos y chilenos, sino de verla como un todo orgánico lleno de correspondencias internas y externas. Creo que es como debemos considerarlas los escritores, los críticos y los editores latinoamericanos.

ERM: Lo que nos trae de nuevo al cosmopolitismo latinoamericano.

CF: Sí, sí, sólo que hablamos de cosmopolitismo y se nos olvida lo fragmentados que estamos nosotros mismos. Hay que crear un primer cosmopolitismo entre la Patagonia y el Río Bravo del Norte.

ERM: Creo que se está creando, a pesar de todo.

CF: Yo también creo que se está creando."

 

 

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