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"Emir de veras"
Por Homero Alsina Thevenet
En Jaque, Montevideo, 05/12/1985
p. 39.

 

Tuve mis diferencias con Emir Rodríguez Monegal, pero también las tuvieron Carlos Quijano, veinte intelectuales que fueron sus contemporáneos y media docena de mujeres que atravesaron su complicada vida. Si hoy importa mencionar diferencias, después de su penosa muerte, es porque ningún perfil de Emir sería cierto sin su pequeño porcentaje de asperezas. En mi caso, todos los conflictos fueron triviales, carecen de interés histórico y terminaron superados por el compendio de cariño y respeto que sentí por él, en una mezcla agridulce que fue experimentada con diversos sabores por Hugo R. Alfaro, Mario Benedetti, Maneco Flores, Carlos Maggi, Carlos Martínez Moreno, Mauricio Müller, Ángel Rama, Carlos Real de Azúa, Idea Vilariño y otros integrantes de una presunta generación del 45 que irremediablemente se está esfumando de a poco. Con cierta ventaja sobre otros, tuve el privilegio de compartir con Emir muchas tareas, a lo largo de cuarenta años y a menudo en el mismo frente de batalla. Eso nos enseñó a limar los inevitables desajustes que se producen hasta en los más armoniosos y prolongados matrimonios. A cierta altura nos poníamos de acuerdo en que estábamos en desacuerdo (sic) y a partir de allí teníamos mucho por hacer.

En buena medida lo hicimos juntos, pero él lo hizo mejor. Debió ser en 1941 que conocí a Emir en los pasillos universitarios donde ambos terminaríamos por interrumpir los Preparatorios de Derecho. Me recuerdo deslumbrado en esas primeras semanas por su memoria, por los tesoros de su biblioteca, por la variedad de sus inquietudes estéticas, que entonces no supe calibrar. Había una guerra en el mundo, mientras Emir se preocupaba no sólo de la cultura sino del contexto social en que la cultura existía, con una indagación de lo que él demasiadas veces llamó "raíces". En alguna oportunidad posterior le señalé que estaba abusando del término, pero con ello sólo conseguí una disertación sobre la complejidad de los fenómenos humanos. Insoportablemente, solía tener razón y además estaba empeñado en tenerla. Esos y otros ejercicios de esgrima comenzaron una amistad duradera, con la fecundación recíproca que aportaron los amigos comunes y quienes eran en rigor nuestros mayores (Arturo Despouey, Juan Carlos Onetti), más la provocativa coincidencia de que en 1941 se estrenara también El ciudadano de Welles, excitando a las neuronas uruguayas mucho antes que a las francesas. El azar quiso que yo me hubiera acercado ya al periodismo y que ese poderoso virus se infiltrara en Emir. También el azar determinó que en 1944 yo atravesara una plácida convalecencia y que él se apresurara a enriquecerla con La montaña mágica de Thomas Mann, con Moby Dick de Melville, con los tomos de Proust, que fueron estreno absoluto para ese barrio. Y el mismo azar acercó nuestros domicilios a unos doscientos metros de distancia, cuando Emir se casó y tuvo su domicilio en J. L. Osorio 1179 (Pocitos Nuevo), hacia 1947-1950, justamente cuando compartíamos ya algunos trabajos. En rigor, debo a Emir una ampliación de horizontes.

Porque no fue el azar lo que me atrajo hacia él, sino su creciente sabiduría y la habilidad con que terminó por impartirla. Definir a Emir como un pozo de erudición fue una simpleza frecuente, pero conformarse con ese retrato es quedarse a mitad de camino. Tenía ciertamente toda la literatura y casi todo el teatro en la cabeza, desde las tragedias griegas hasta las novelas policiales norteamericanas, más todo un repertorio rioplatense y latinoamericano que gradualmente se concretó en libros y folletos sobre Horacio Quiroga, Andrés Bello, José Enrique Rodó y desde luego Jorge Luis Borges, que pasó a ser hacia 1943 su dedicación preferencial. Mucho después, cuando la Enciclopedia Británica resolvió conceder a Borges el honor de una ensayo especial, confió la tarea a Emir, y ese excelente texto enriquece hoy el tomo 3 de la edición 1977. Pero ni antes ni después fue Emir sólo un erudito, sino sobre todo un combativo profesor, incluso de quienes no se habían inscripto como sus alumnos e incluso de algunas mujeres que sólo pretendían vivir con él. Revisaba inquisitivamente las concepciones ajenas, las rastreaba hasta sus queridas raíces y a menudo las impugnaba con modales de cumplido gentleman, proponiendo relecturas, revisiones y prolongaciones de aquello que creía mal comprendido. A cierta altura, todo el Uruguay podía ser su aula de clase. Fue en la página literaria de Marcha, alrededor de 1947, que hizo sus informes sintéticos y puntuales sobre Kafka, sobre Henry James, sobre Marcel Proust, sobre James Joyce, sobre Jean-Paul Sartre, descubriendo mundos distintos a una generación. No se lo agradecieron bastante, y desde la perspectiva actual aquellas exploraciones pueden parecer un lugar común, sin la carga reveladora que tuvieron entonces. Pero lo mismo haría la perspectiva actual con la Revolución Rusa de 1917.

Aquella vocación didáctica surgió de un joven que era culto e introvertido en 1941, en parte porque otros (también yo) lo empujaron a poner en circulación lo mucho que sabía. Hacia 1942 asomó tímidamente en las páginas de Cine Radio Actualidad y poco después ya era profesor de literatura. Durante 1945-1952 compartí con él los afanes de Marcha, que son toda una historia y que hoy suenan a leyenda; en 1952-1955 integramos el pequeño milagro que fue la revista Film, publicada por Cine Universitario, y en 1960-1965 los rigores diarios de la página de Espectáculos de El País, que dejó alguna marca. Los viajes nos distanciaron físicamente, en buena medida porque Emir adquirió una celebridad internacional. En 1980 él vivía en Estados Unidos y yo en Barcelona cuando me sorprendió con la propuesta de que le tradujera su Borges al castellano, primero porque el libro sólo existía en su versión inglesa, segundo porque el Fondo de Cultura Económica (México) necesitaba ese texto con cierta urgencia, y tercero porque él no tenía tiempo material de hacerlo. El libro era y es admirable, con rincones de Borges que pocos conocen, pero la propuesta era asombrosa. Había que poner a Emir en castellano, aunque él mismo era a esa altura un estilista consumado. Quise hacerlo con mis mejores luces, justificándome con que yo podía conocer los giros verbales de Emir mejor que otros posibles traductores. Y por otra parte, en lo que ya era un hábito para ambos, él pedía una "lectura crítica", para subsanar repeticiones, omisiones, contradicciones y otros pequeños baches que se deslizan irremediablemente en un libro de 502 páginas. Después la editorial demoró la publicación, por motivos mexicanos y ajenos a este servicio, pero creo saber que Emir quedó satisfecho, ya que mencionó el caso en el excelente y postrero reportaje que le hizo Ruben Cotelo (JAQUE, noviembre 7).

Emir no podía acometer su propia traducción porque era un hombre muy ocupado, y eso se debía a que padeció una mente irrefrenable, con lo cual siempre buscaba hacer cosas que creía haber descubierto antes. En dos semanas de 1979 tuvo vacaciones en Yale pero las dedicó a dar unos cursos que le habían pedido en Los Ángeles, mientras preparaba además una ponencia para un congreso literario europeo. Un día de 1950 lo visitamos con Alfaro, para documentarnos mejor sobre Juana de Arco, cuando era inminente el estreno de la versión cinematográfica con Ingrid Bergman. Entresacó y leyó a gran velocidad tres capítulos de un enorme tratado francés; a la semana siguiente me contó, con aire casual, que se había entusiasmado con el texto que terminó leyendo íntegras sus seiscientas páginas. Fue también en esa época que se puso a comparar textos de Proust con una traducción inglesa y terminó por releerse todos los tomos de A la recherche du temps perdu, en su original francés. En 1952 y en un Festival de Punta del Este, experimentamos juntos el primer Bergman de nuestras vidas, que fue Juventud divino tesoro, y en esa noche de hotel se hizo largo y rico el coloquio con Emir para revisar y desentrañar el hallazgo, dato que podría ser relevante para despejar otras leyendas, porque en verdad once críticos uruguayos descubrieron simultáneamente a Bergman durante aquella semana balnearia. Eso dejó una semilla, primero porque aparecieron otros Bergman durante la etapa inmediata que fue Film, y después porque en 1964, robando tiempo a El País, terminamos por recopilar conjuntamente una serie de crónicas de ambos para un libro que se llamó Ingmar Bergman, un dramaturgo cinematográfico. Hace muy poco bromeamos que si ese libro casi secreto hubiera llegado a la fama, su título correcto pudo haber sido Early Bergman. Pero no ocurrió.

Los rasgos mejor notados por los testigos de Emir fueron su capacidad de trabajo y su velocidad de escritura, y así se desplegó sucesiva y alternadamente como crítico de literatura, de cine, de teatro, de artes plásticas, como autor de una docena de libros y folletos, como editor de revistas literarias (Número, en Montevideo, Tiempo Nuevo en París), como partícipe de congresos, como profesor de muchos cursos y especialmente como director del departamento de literatura española y latinoamericana en la Universidad de Yale, cargo que ocupó hasta su fallecimiento y que dejó una siembre de discípulos. A eso habría que agregar aun dos matrimonios, tres hijos, el interés ocasional por el psicoanálisis, la singular competencia para el baile de salón. Era un hombre sociable, pese a todo, aunque prescindía del automóvil, del cigarrillo, de los naipes y de todo deporte, incluso el ajedrez. Quienes le conocieron, con mayor o menor fortuna, supieron que su curiosidad intelectual había rendido frutos, durante cuatro décadas, aunque para eso también le fue necesario irse del Uruguay, país que irradia exilios. Parte de esos frutos se advierten en sus mejores logros, como el Borges y como Yale. Donde otros profesores se contentarían con las Obras Completas de Borges (que son harto incompletas), Emir poseía casi todas las ediciones originales y hasta los insólitos recortes de lo que Borges escribía en El Hogar hacia 1937. Donde muchos de sus colegas se conformaban con apoyarse en resúmenes y manuales, Emir podía aducir con fundamento que había leído (por ejemplo) a los autores brasileños en portugués y a Corneille o Racine en francés. Con cuatro idiomas, su memoria, una monstruosa biblioteca a cuestas y su resistencia a la fatiga, Emir quedaba más allá de todo posible competidor. El mayor inconveniente de su amistad terminó por ser la necesidad de ayudarle en una mudanza, porque los libros pesan y porque su orden es necesario.

Pero más allá de la biblioteca y de la cultura misma, hay que señalar en Emir su insobornable análisis de las ideas propias y ajenas, lo cual tuvo su costo adicional en algunas polémicas, como lo supieron Roberto Ibáñez, Ricardo Paseyro y Angel Rama, entre otros. Fui testigo de algunos de esos choques y ocasionalmente conseguí frenarle ciertas derivaciones personalistas, mientras él me corregía diversas inepcias juveniles. De hecho, aprendimos juntos una parte de lo que en periodismo sirve y una parte de lo que no sirve, en una depuración que se podría advertir en los pasos dados en Marcha o Film, desde aquí a El País y después otros países. Aprendimos que la prosa útil es la más económica y que un texto debe decirlo todo sin una palabra ni una frase de más. Aprendimos que el estilo no es una salsa que se agrega a esa prosa sino la forma de encararla. Aprendimos que mantener todos los versos en tercera persona es una maravillosa disciplina para lograr la objetividad.

Y aprendimos algo que sólo cabe definir como crítica constructiva. En cierto sentido éramos hormas intercambiables para nuestros respectivos zapatos y llegamos rápidamente a una fórmula que aplicamos durante cuatro décadas. Nos leeríamos recíprocamente las notas, antes de darlas al taller, formularíamos abiertamente las observaciones. La norma era prescindir de personalismos y de todo orgullo posible. Más aun, la orden era "cien por cierto de franqueza y cero por ciento de ofensa". Será prudente no imponer esas reglas de oro a los bulliciosos, personalistas y juveniles periodistas de hoy, pero ahora mismo me gustaría que Emir leyera este recordatorio, cuando tristemente ya no se puede.

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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