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"Emir Rodríguez Monegal: El Desterrado,
vida y obra de Horacio Quiroga"
Por Eduardo González Lanusa
En Sur, nº 313, julio-agosto 1968
p. 80-82.
"Voy a limitarme a exponer dos reparos a este libro, pues
señalar sus valores, proviniendo de las manos de tan concienzudo
crítico como lo es Emir Rodríguez Monegal, me parece
casi innecesario. Desde su publicación quien desee adentrarse
en el estudio de la obra y la personalidad de Horacio Quiroga, dispondrá
de un sólido e ineludible punto de partida en este trabajo,
aun cuando sea para diferir en sus opiniones, pues el simple aporte
de materiales bio y bibliográficos bastaría para justificarlo.
La selección de sus testimonios, casi siempre provenientes
de directísimos orígenes -cartas y relaciones de amigos
íntimos, o apuntes de amigos íntimos, o apuntes del
propio biografiado- y su hábil engarce recíproco,
hacen de este libro una contribución fundamental para el
conocimiento de una de las figuras máximas de la narrativa
rioplatense, valorizada por el excelente criterio unificativo de
la vida y obra de Horacio Quiroga. Pocas veces como en él
resulta verdadero aquello de que el estilo es el hombre, pues el
original fracaso de sus primerizos Arrecifes de coral provino
ante todo del prurito "modernista", que le llevó
a sacrificar lo auténtico de su personalidad aún no
manifestada, en pro de las exigencias impersonales de una escuela
literaria, cuyas artificiosas exigencias dificultaban el acceso
a las profundidades temperamentales que resultaron ser lo mejor
de su aporte expresivo.
Quiroga llegó a ser quien fue -y sigue siendo- cuando se
decidió a ello unificando su fatalidad vital signada por
la tragedia, con el despojamiento de un estilo literario atento
sólo a las necesidades elementales de lo primariamente humano.
Mi primer reparo a este libro -reparo que puede parecer trivial
y que a mi entender está muy lejos de serlo- proviene de
su título. ¿Qué es eso de "El desterrado"?
¿Desterrado de dónde y adónde?
Comprendo la tentación de Rodríguez Monegal al tratar
de ubicar, mediante un último esfuerzo de síntesis,
a Horacio Quiroga dentro de su propia obra, compendiando toda su
vida en el título de uno de sus mejores libros, Los desterrados,
convirtiéndolo en uno de ellos, sin duda el más fuertemente
quirogiano de todos. Pero me temo que el resultado falsee innecesariamente
las cosas con equívocos desorientadores.
¿Desterrado del Salto natal aMontevideo? ¿De Montevideo
a Buenos Aires? ¿De Buenos Aires a Misiones? Todo ello es
igualmente inexacto. Nadie en el ámbito intelectual del Río
de la Plata se siente desterrado, sea cual fuere la orilla en que
viva. Y cuando, alejados de ambas, nos encontramos dos rioplatenses,
por encima de ilusorias fronteras que en nada atañen a lo
intelectual, nos reconocemos como lo que en verdad somos: auténticos
compatriotas. No sé si Rodríguez Monegal recordará
el caso: yo sí, porque me impresionó vivamente. Nos
acababan de presentar y estábamos en el paraninfo de la Universidad
de Santiago de Chile, al comienzo de un acto, creo que en homenaje
a Gabriela Mistral, que acababa de morir. Nos tocó sentarnos
el uno al lado del otro, en esa difícil postura de quienes
enfrentan al público desde una mesa directiva. Se sucedieron
los discursos durante el acto académico, y en uno de ellos
afloró de pronto un ramito de floripondio ya desterrado de
nuestras compartidas latitudes. Fue un simultáneo, un inequívoco
y por supuesto imperceptible movimiento de nuestros respectivos
codos que se tocaron en mutuo acuerdo irónicamente comprensivo.
Tal simultaneidad de reacciones tuvo para mí un valor identificatorio
de orígenes que la presentación de ningún pasaporte
hubiera podido acrecentar. Ni lo comentamos siquiera, porque no
hacía falta. Mi amistad con Enrique Amorín, por ejemplo,
o con Augusto Mario Delfino, que estuvieron bien lejos de ser exclusivamente
mías y a quienes nadie consideró aquí, no ya
como "desterrados", sino como extranjeros, siquiera, refuerzan
la evidencia de mi recuerdo.
Las cosas se agravan si el "destierro" aludido por el
título debe entenderse al voluntario confinamiento de Quiroga
en tierra misionera. Otra vez traigo como testigo de cargo contra
Rodríguez Monegal al propio Rodríguez Monegal, citando
ahora las primeras páginas de su libro donde es temerariamente
explícito al respecto:
"Quiroga eligió sin saberlo un destino de desterrado
para poder buscar y encontrar al fin su verdadero suelo. Los yuyos
no existen -había dicho una vez-; son plantas que no están
en su sitio". "Fuera de Misiones, Quiroga se sentía
como un yuyo, en Misiones se convirtió en profunda planta
tropical". (El subrayado, naturalmente, es mío.)
La primera condición del desterrado es sentirse lejos de
lo suyo y por causas ajenas a su voluntad. Quiroga no "eligió"
tal destino, y en todo caso si lo hizo marró el golpe, pues
halló que aquélla era su tierra por derecho de amor
e identificación, la que necesitaba para dejar de ser yuyo
y pasar a ser planta, la tierra oscuramente prometida en la selva
donde su vida y su obra por fin se unificaban. Si en algún
sitio pudo sentir después la desolada nostalgia del destierro
sería en su retorno a Buenos Aires, o a Montevideo, y acaso
tanto o más en su Salto natal...
Por eso encuentro peligrosamente equívoco el título
de este libro, puesto que aplica a su protagonista un calificativo
dramatizador, impertinente en una vida tan colmada de su tragedia,
e inexacto porque en verdad el encuentro con la selva misionera
fue para Horacio Quiroga algo por encima, incluso de la realización
plena de su destino personal, porque constituyó un retorno
al acogedor seno de ancestrales maternidades, donde vivió
sin duda los más intensos momentos justificadores de su torturada
existencia. El otro reparo que me siento en la necesidad de hacer
al por tantos motivos excelente trabajo de Rodríguez Monegal,
es el de haber utilizado los sin duda valiosísimos testimonios
personales del propio Quiroga -diarios íntimos, cartas, sobre
todo las dirigidas a sus mejores amigos, Martínez Estrada,
Enrique Espinoza y Julio E. Payró- acordándoles un
peligroso valor de total objetividad, lo que no deja de ser temerario
por provenir de alguien de tan apasionada personalidad subjetivizadora,
que equivale a decir, deformante.
En lo que de algún modo me atañe, es muy probable
que Quiroga haya experimentado la urticante sensación de
ser dejado de lado por el ímpetu de la a sí misma
calificada como "la nueva generación" por antonomasia,
y haber deducido de ello un menosprecio que jamás existió
con respecto a su obra ni a su persona. El periódico Martín
Fierro no se ocupó de sus obras, no por desdén,
sino porque caía fuera de sus preocupaciones. ¿Y en
cuanto al "epitafio" citado a este respecto, conviene
recordar que perteneció a un "martinfierrista"
muy peculiar, don Luis García, "neogeneracionista"
sospechoso, por no ser otro que Don Luis Pardo, bastante mayor que
el propio Quiroga, y su mentor literario en Caras y Caretas.
Martín Fierro jamás practicó la famosa
conjuración del silencio contra nadie, y menos aún
contra Horacio Quiroga, estimado amigo de muchos de sus colaboradores.
Lo que ocurre es que no hay escritor o artista que, a determinada
edad, no se sienta, con razón o sin ella, víctima
de esa descortesía temporal casi siempre aumentada por la
propia susceptibilidad cuando se carece de la protectora defensa
de una sólida vanidad. Pero lo cierto es que Horacio Quiroga
nunca dejó de ser estimado como uno de los más altos
valores de nuestra literatura -nuestra quiere decir rioplatense-
y la agilidad de su espíritu le hizo frecuentar los medios
literarios más jóvenes y participar como uno de ellos
en grupos de tan agresiva cordialidad heterodoxa como el que se
arremolinaba en torno de la flamígera cabellera de Norah
Lange.
En cuanto a su "cotización" en el mercado de valores
literarios del Buenos Aires de entonces, no creo que sea lícito
sostener que decayó en un solo punto a no ser por su temerosa
inquietud acrecentada por la enfermedad.
Fuera de estas observaciones marginales, no creo necesario insistir
en la calidad del trabajo de Rodríguez Monegal, ni en lo
que aporta al mejor conocimiento de la obra y la personalidad de
uno de los mejores cuentistas de lengua hispana en lo que va del
siglo."
Eduardo González Lanusa
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