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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Tradición y renovación"
En América Latina en su literatura

 

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Argentino hasta la muerte tiene un argumento mínimo pero consistente: es la experiencia del poeta que deja su patria, recorre Europa y regresa luego para reconocer así mejor una identidad que está indicada en el título del volumen y gracias a una fórmula (citada a la vez con aire paródico y emocional) de Guido y Spano. Aquí la peripecia es mínima, la anécdota casi no existe, todo está centrado en una subjetividad. Pero los recursos poéticos de que se vale Fernández Moreno, el tono deliberadamente coloquial de su texto y su lenguaje hablado vivo que no teme al lunfardo siquiera, sitúan el poema en una secuencia existencial que es (casi) de novela. De ahí el previsible entronque con la poesía argumental. No es casual, por eso mismo, que este libro se continúe en otro, Los aeropuertos, que ofrece una nueva "entrega" (o folletín) de la misma experiencia existencial, llevando al personaje del poeta, su "persona", una etapa más adelante.

Más decididamente argumental es la poesía que practican otros poetas de este tiempo. Como ilustración suficiente de este otro camino, mencionaré la obra de dos: un brasileño, un mexicano. Para contar en Morte e Vida Severina la historia de una de las víctimas de la periódica sequía del Nordeste, João Cabral de Melo Neto utiliza los recursos básicos de la narración en verso. Es la suya una historia para contar y no sólo para cantar, y allí se resumen (con una lucidez y precisión revolucionarias que hacen más intensa la obra) todos los temas que muchas novelas y aun películas del Nordeste han explorado con mayor detalle, aunque no eficacia. La circunstancia de que el poema de Melo Neto haya sido escenificado, y hasta puesto en música por Chico Buarque de Hollanda, acentúa aún más su carácter argumental y demuestra hasta qué punto una forma "olvidada" puede tener en nuestro tiempo una vigencia aún mayor que las formas más corrientes.

En cuanto a Perséfone, del mexicano Homero Aridjis, aquí ya se borran del todo las distinciones entre novela y cuento, por un lado, y poesía lírica por otra. Novela-poema, o poema narrativo, Perséfone es un texto de altas calidades poéticas que desarrolla en varias secuencias temporales el tema del amor sexual. Escrito después de la admirable colección de poemas que se titula Mirándola dormir, el texto de Perséfone amplía hasta cierto punto las indicaciones eróticas que este volumen proponía. Pero ahora Homero Aridjis está resueltamente interesado en explorar las virtualidades más notorias de la narración. Hay en Perséfone no sólo la pareja de amantes, sino también el dueño del burdel y las otras mujeres, los clientes y el mundo mismo exterior que rodea, envuelve y determina a los personajes. Porque Perséfone no es la misma en el ámbito de sexualidad alienada del burdel que en el seguro de la cámara en que se encierra con el Narrador, su amante; no es la misma en la luz leprosa del antro, que en la clara luz matinal. Novela sin suficiente argumento, poema con un exceso de elementos narrativos, Perséfone no sólo ilustra el rescate (y la reescritura actual) de un género olvidado, sino que ilustra asimismo un nuevo desarrollo de la literatura presente: la negación de las fronteras explícitas entre los géneros. Pero éste es tema que requiere un desarrollo aparte. Si Perséfone oscila entre la novela y el poema, justificando a su manera aquella afirmación de Octavio Paz de que no hay una válida distinción entre la prosa y el verso, conviene advertir que la obra de Aridjis es una de las muchas que hoy demuestran esa imposibilidad de distinguir entre los distintos géneros de la retórica clásica. El tema no es nuevo, ni siquiera en nuestro siglo, y ya Benedetto Croce, y Alfonso Reyes a su zaga, lo han discutido satisfactoriamente. Lo que me interesa indicar aquí no es el fundamento teórico de esta discusión sino su aplicación práctica a una realidad literaria, cada día más evidente: los géneros no han desaparecido del todo pero sus fronteras continúan modificándose, borrándose hasta lo indiscernible, produciendo obras que no responden ya a una sola categoría.

¿En dónde situar, por ejemplo, El hacedor, de Borges? Libro de prosas y versos, contiene páginas en prosa que tienen el rigor de un poema, y la misma materia elusiva y metafórica; poemas de irredento prosaísmo que tal vez pudieran ser mejorados por una prosa tersa; narraciones que están (indiferentemente) en verso o prosa. Pero, aún mejor: cada página del libro corresponde a un género que no reconoce la retórica clásica pero que es el género único que justifica la mágica lucidez, el vertiginoso pavor de su lectura. El libro es una "confesión". Para Borges, en el ocaso de una carrera de experimentador literario en los tres géneros principales (el poema, el ensayo, el cuento), la forma definitiva es la confesión.

Pero tal vez el ejemplo más deslumbrante de esta superposición y contaminación de géneros que caracterizan a la literatura actual esté dado por algunos experimentos conducidos en Buenos Aires por Basilia Papastamatíu. Sus textos libres, recogidos en el volumen El pensamiento común (1965), pero sobre todo su Lectura de "La Diana" (en Mundo Nuevo, núm. 8, París, febrero, 1967), demuestran hasta qué punto es posible llegar en una exploración de las formas literarias que conduce a una verdadera desintegración de las categorías retóricas llamadas "géneros". En su Lectura de "La Diana", el célebre poema de Montemayor, la escritora argentina no sólo inserta fragmentos, convenientemente dislocados y extrapolados, del texto clásico, sino que los contamina de sus propios desarrollos poéticos: desarrollos que son, a la vez, un comentario crítico del texto, una parodia, un sobretexto y antitexto, pero también una obra autónoma, de singular fascinación. Aquí el pre-texto (La Diana) facilita un género, la poesía, para suscitar su contrapartida: la crítica, pero esa crítica no se realiza por el camino habitual de la glosa o exégesis discursiva sino por el camino oblicuo, no menos fecundo, del collage, de la parodia, de la reflexión especular, a la vez crítica y creadora.

En el teatro, también parece evidente una búsqueda por esos mismos caminos. Si la escuela del absurdo (que tiene entre nosotros adherentes tan interesantes como Isaac Chocrón, Jorge Díaz, José Triana, Jorge Blanco) parece todavía demasiado atada a un texto, sea éste concebido o no como materia prima para un espectáculo ritual, la otra línea de la experimentación apunta indiscutiblemente a la eliminación de las distinciones retóricas entre los géneros al mismo tiempo que indica una asimilación de formas expresivas extraliterarias. Por el camino de los happenings, tanto Marta Minujin en Buenos Aires como su compatriota Copi en París han ido desarrollando una actividad teatral en que el elemento básico del drama, la palabra, resulta perdida si no desaparece totalmente ante la primacía de los elementos espectaculares. Devolviendo a la palabra su valor decisivo, el grupo teatral que dirige el argentino Rodríguez Arias ha producido en Drácula un texto que si por un lado es una parodia del cine mudo, y a la vez una parodia de las parodias del cine mudo, es también un experimento que intenta crear una estructura teatral que depende casi exclusivamente de la elocución muy formalizada de un texto esencialmente narrativo. Porque lo que hace Rodríguez Arias en Drácula es desposeer al teatro de su condición de combate o gimnasia verbal. Sus agonistas no son tales: no luchan, sino que se limitan a recibir información sobre hechos que ocurren fuera de escena o habrán de ocurrir fuera de ella, o a comentar esa información en la forma más pasiva posible. Es decir, si Aristóteles pudo definir el drama como la representación de la acción por la acción misma, en tanto que la épica representa la acción por la palabra, éste es teatro épico, aunque en un sentido más literal que el sugerido por Brecht. En realidad, el acierto de Rodríguez Arias (y aquí no hablo de la calidad última del espec-táculo, lo que es otra cosa) es haber intuido que en esta época de cuestiona-miento total de los géneros, el teatro como acción representada debía ceder el paso al teatro como acción comentada, o meramente glosada. En este sentido, su obra es auténticamente experimental y abre un camino incluso más provocativo que el de los meros happenings. En éstos la acción sustituye a la palabra, lo que los separa definitivamente de la literatura.

 

c] Poesía concreta y tecnología

Si los happenings terminan por devolver el teatro a las variadas formas del espectáculo (sin excluir el exhibicionismo erótico o el ritual orgiástico), certificando de esta manera negativa la contaminación de la literatura por las demás artes, al revés la poesía concreta se propone integrar en la literatura artes que son obviamente exteriores a ella pero que, de alguna manera, pueden beneficiarla y enriquecerla. Me refiero a las artes plásticas y a la música.

No es ésta la ocasión de hacer la historia (breve pero ya abundante) de un movimiento que en poco más de una década ha atravesado como fuego la poesía de los cinco continentes. Baste señalar que tiene una de sus fuentes, y centro de irradiación más intenso, en el Brasil. Aunque aparece casi simultáneamente en varios países (en Italia con Carlo Belloli, en Suiza con Eugen Gomringer, en Suecia con Oyvind Falström, en Brasil con los hermanos de Campos), es indudable que una misteriosa predestinación hace que este movimiento esté signado por las lenguas del Nuevo Mundo: en tanto que Gomringer nace en Bolivia y escribe en español sus primeros poemas concretos, Falström pasa los tres primeros años de su vida en São Paulo. De ahí que aun aquellos poetas que luego habrán de desarrollar sus experimentos en el contexto de otras lenguas parecen marcados de origen por el destino latinoamericano. Esta radicación espiritual en el Nuevo Mundo agradaría en su suprarreal simbolismo a Juan Larrea.

Pero no pretendo con esto fundamentar una absurda nacionalización de la poesía concreta. Por su propia naturaleza, la poesía concreta es decididamente universal y no sólo trasciende las fronteras lingüísticas sino también las fronteras entre las artes. Cuando los hermanos de Campos y Décio Pignatari trazan la genealogía de su experimentación, invocan precisamente la poesía anglosajona (E. E. Cummings como Pound y Joyce), pero también invocan el cine de Eisenstein y la música de Webern. Por otra parte, el nombre mismo que han elegido para identificar su grupo, Noigandres, es una misteriosa palabra que les llega desde el trovador provenzal Arnaut Daniel por el camino de Ezra Pound (Cantos, XX). Por eso es legítimo acentuar el origen mayormente latinoamericano y específicamente brasileño de este movimiento, sin dejar por eso de subrayar su internacionalidad. Por ser latinoamericano es internacional, habría que decir forzando la paradoja.

La difusión de la poesía concreta, a partir de los experimentos aislados que hacen Belloli en Italia o Falström en Suecia, y que luego sistematizarán y coordinarán desde Suiza y Brasil, tanto Gomringer y Max Bunse como los hermanos de Campos y Décio Pignatari, revela además otro rasgo muy característico de la actual literatura latinoamericana: su vocación internacionalista que no es sino otra cara de esa modernidad que persiguió Darío y que alucinó a Huidobro, esa modernidad que Octavio Paz ha subrayado como último rasgo de su admirable exposición del ser mexicano (y, en parte, americano) en su Laberinto de la soledad (1950). Los latinoamericanos somos ahora por primera vez contemporáneos de todos los hombres, proclamó entonces Paz. La evolución y difusión de la poesía concreta ha permitido demostrarlo.

Pero hay aquí, en este experimento a la vez visual, verbal y sonoro, algo más que una nueva internacional poética. En primer lugar, la poesía concreta acepta el desafío de la tecnología y en vez de renegar de la nueva revolución industrial, se propone utilizarla para el servicio de la poesía. Este afán tiene (como todos) su tradición. No otra cosa buscó Huidobro, a la zaga de Apollinaire, de Dada, de los superrealistas, y aun del futurismo, aunque por razones de mera estrategia de escuelas negase muchas veces esas fuentes y paralelos. Lo que buscó Huidobro, esa asunción de la tecnología a través de la exaltación del espacio y de la velocidad, esa transformación del poeta en paracaidista del espacio imaginario, y del que es testimonio apasionante su Altazor (1931), es lo que se han propuesto sistemáticamente los poetas concretos.

Inútil decir que la incomunicación famosa entre Brasil y el resto de América Latina ha impedido a los poetas concretos de São Paulo aprovechar a fondo la experiencia huidobriana. En vez de partir de Altazor, han rehecho el camino del poeta chileno, apoyándose precisamente en sus mismas fuentes y repitiendo (en curioso paralelo a veces) una parte de su trayectoria. No necesitaban, por otra parte, volver la mirada a la poesía de vanguardia de lengua española porque en su Modernismo, los poetas brasileños tenían los antecedentes necesarios para este tipo de exploración. Pero en tanto que los experimentos de Huidobro fueron demasiado desordenados y se apoyaban en una poderosa intuición poética que carecía, también, de toda disciplina e incluso era reacia a una exigente formulación teórica (los famosos manifiestos de Huidobro son un caos de ideas ajenas, con frases brillantes y polémicas, pero de poca sustancia estética), los poetas del grupo Noigandres se habrán de distinguir por la capacidad de sistematizar sus búsquedas, de clasificar sus hallazgos, de continuar sus experimentos no sólo en el campo del lenguaje, sino en el de la tipografía, de las artes plásticas y de los medios audiovisuales. El resultado es por lo tanto mucho más completo y complejo que el alcanzado por Huidobro. Si el poeta chileno vio las posibilidades de una aplicación sistemática de la tecnología a la creación poética, si intuyó que la desintegración del lenguaje (tal como se practica al final de Altazor) puede ser el punto de partida de una nueva estética del verso, estuvo reservado a los poetas del grupo Noigandres explorar hasta sus últimas consecuencias reales estos caminos.

El poema-objeto, cuya trayectoria es tan larga que pueden señalarse antecedentes en la poesía caldea o en la griega, no fue por cierto inventado por Huidobro (como éste dejó creer a sus distraídos discípulos), pero lo que sí advirtió el poeta chileno fue la posibilidad de hacer poemas-objetos que trascendieran las limitaciones tecnológicas de la poesía anterior. Esto es lo que han realizado Augusto de Campos, Haroldo de Campos y Décio Pignatari. Con el método del collage visual, Augusto de Campos compone en Olho por olho una ilustración a la vez gráfica y verbal del famoso refrán. Pero un análisis textual de ese poema (que consiste en una pirámide de ojos, como en los bárbaros sacrificios caldeos), un examen de cada uno de sus cuadros y de sus relaciones, permite ver que el poema contiene un comentario (esencialmente verbal) sobre el contenido del refrán. Los ojos de políticos como Fidel, de estrellas como Marylin Monroe, del poeta Pignatari, alternan con dedos, labios y hasta dientes, dando al refrán una dimensión extraliteral. De la misma manera, cuando Décio Pignatari juega en las cuatro letras utilizadas por LIFE para su título, no sólo compone una secuencia tipográficamente excitante, también introduce una discontinuidad espacial que permite reconstruir, desde dentro, la palabra, y libera significados simbólicos: la superposición de las cuatro letras en un solo espacio crea un ideograma que equivale al signo del sol, es decir, de la vida.

Estos y otros ejemplos que podrían invocarse muestran claramente, a mi juicio, que la poesía concreta se propone explorar no sólo todas las virtualidades verbales del poema sino sus posibilidades vocales y visuales hasta extremos que no habían sido soñados por los muy literales diseñadores de poemas-objetos (como Francisco Acuña de Figueroa o Lewis Carroll, o incluso Apollinaire en sus primeros Calligrammes). La tecnología, como lo han revelado algunos poetas concretos que son a la vez tipógrafos, o músicos, o artistas plásticos (es el caso del germano-mexicano Matthias Goeritz), no limita sino que libera fuerzas. Si McLuhan estaba equivocado al proclamar la muerte del libro en sus truculentas profecías, tal vez no estaba equivocado al señalar que el libro, como objeto, como máquina de leer, sólo ofrece una de las posibilidades de la comunicación literaria.

A partir de esta convicción los poetas concretos pretenden extender los límites de la página, apelan al color (como Haroldo de Campos en Cristalfome; como Pignatari en una sátira del eslogan de la Coca-Cola, "beba coca cola", que utiliza como base el rojo intenso de la compañía fabricante del producto y la misma tipografía de sus anuncios), o buscan en los discos, en las grabaciones, nuevos caminos de la poesía. La lectura de un libro, incluso, puede dejar de realizarse en la forma convencional: en vez de empezar por las primeras páginas se puede hacerlo desde el final, como en las culturas semitas; en vez de leer el libro se lo puede hojear rápidamente para leer el movimiento de las letras en las páginas casi blancas, como pasa en Sweethearts (1967), de Emmet Williams, el poeta y teórico norteamericano. Todas estas formas, y otras más que podrían mencionarse, ponen precisamente en cuestión los hábitos de la comunicación de la poesía. No la poesía misma que, al contrario, se beneficia al ser presentada en forma tal que obliga al lector a una operación mucho más intensa de descodificación.

No es casual, por eso mismo, que un poeta tan maduro y centrado en su quehacer poético como Octavio Paz haya tomado en sus más recientes poemas algunos de los experimentos de la poesía concreta y los haya aplicado a su propia aventura de creación-comunicación. Así en el gran poema Blanco (1967) hay páginas en que el poema está separado en sectores visuales por medio de un simple artificio tipográfico: cada línea está escrita en dos caracteres distintos, lo que divide el verso en dos hemistiquios tipográficos. La lectura de los dos sectores puede hacerse según el método lineal corriente, entonces se tiene el poema A, o leyendo primero los hemistiquios en redonda y después los hemistiquios en cursiva, con lo que se tiene el poema B; e incluso, invirtiendo el orden último: primero, los en cursiva y luego los en redonda, con lo que se tiene el poema C. Inútil decir que los tres poemas terminan por reunirse en uno solo, que los abarca a los tres, y que es el poema que Paz quiere comunicar. Por este simple artificio se intensifica la lectura y se obliga al lector a ahondar en un texto que no es totalmente accesible a la simple mirada.

Otro experimento aún más reciente de Paz es el de los Discos visuales (1968), poemas escritos en dos discos que rotan uno sobre el otro, por un simple mecanismo manual. Cada poema dibuja, estáticamente, una figura, pero al hacer girar la parte inferior del disco, van apareciendo otros textos que estaban escondidos por la primera figura y que son como los intertextos que hay que descifrar en un poema corriente. Esa pequeña invención mecánica suscita no sólo las posibilidades de una lectura circular (ya que siempre se vuelve a la primera figura, que es la última, etc.) sino que presupone una lectura en movimiento, dinámica. En el fondo, este experimento, como los de la poesía concreta, se propone enfatizar algo que nunca se subrayará bastante: la poesía es un arte del movimiento, un arte dinámico. La poesía, ya se sabe, se produce en el tiempo; es una estructura sonora que la invención de la imprenta ha sujetado a la página dándole un falso aspecto de cosa estática. Por medio de los experimentos visuales de la poesía concreta, o del registro sonoro en los discos, la poesía no sólo vuelve a su tradición oral sino que se libera (visualmente, también) de su estatismo. Eso era lo que quería Apollinaire con sus Calligrammes que se echan a caminar por toda la página, y eso era lo que quería antes Mallarmé (el padre de todos ellos) al hacer valer el espacio en Un coupe de dés en el doble sentido de espacio visual y espacio sonoro (silencio). Eso es lo que se ha propuesto siempre la poesía. Es reconfortante advertir que por el camino de una alianza más imaginativa con la tipografía o la grabadora, es decir, por el camino de la aceptación de la tecnología, la poesía recupera su más antigua magia.

 

3] El lenguaje de la novela

Pero es en la novela en donde toda experimentación acaba por encontrar su querencia. Por eso conviene examinar, así sea rápidamente, la evolución de la novela latinoamericana de este siglo para ver en su decurso el trabajo simultáneo de las fuerzas de la experimentación y de la tradición, la ruptura hacia el futuro así como el rescate apasionado de ciertas esencias.

Lo que primero llama la atención del observador es la coexistencia actual de por lo menos cuatro generaciones de narradores: cuatro generaciones que sería fácil separar y aislar en compartimientos estancos pero que en el proceso real de la creación literaria aparecen repartiéndose un mismo mundo, disputándose fragmentos suculentos de la misma realidad, explorando avenidas inéditas del lenguaje, o trasvasándose experiencias, técnicas, secretos del oficio, misterios.

No es difícil agrupar esas cuatro promociones por el método generacional que ha tenido en lengua castellana expositores tan ilustres como Ortega y Gasset y su discípulo Julián Marías. Pero aquí me interesa menos subrayar la categoría retórica de "generación" que la realidad pragmática de esos cuatro grupos en servicio activo. Las series generacionales son un lecho de Procusto y siempre se corre el peligro, si no son manipuladas con gran sutileza, de establecer la apariencia de un proceso muy ordenado y hasta rígido que separa la literatura en armoniosos períodos y provoca sinópticos cuadros sinópticos. Esas varias generaciones que se suelen enfrentar en los manuales desde los extremos de un vacío comparten en la mera realidad un mismo espacio y un mismo tiempo, se intercomunican más de lo que se piensa, influyen muchas veces unas sobre otras, remontando la corriente del tiempo.

Por otra parte, pertenecer a la misma generación no es garantía de unidad de visión o de lenguaje narrativo. ¿Cómo no advertir, por ejemplo, que si bien el peruano Ciro Alegría y el uruguayo Juan Carlos Onetti han nacido a poca distancia de meses el uno del otro, el primero es un epígono de los grandes novelistas de la tierra (epígono pronto superado por un narrador de la generación inmediata como es José María Arguedas), en tanto que el segundo es un adelantado de los novelistas de la experimentación narrativa que concentran la mirada sobre todo en la alienación del hombre ciudadano? Esto ahora parece obvio y lo ve hasta un niño. Pero en 1941 Alegría y Onetti compitieron por un mismo premio en un concurso internacional y nadie ignora quién ganó.

Me parece mejor, por eso mismo, hablar de grupos más que de generaciones. O si hablo de generaciones que se entienda que no ocupan compartimientos estancos y que muchos de los más originales creadores de la nueva novela latinoamericana escapan más que pertenecen a su generación respectiva. Con estas advertencias, veamos qué nos dice el cuadro generacional.

 

a] Adiós a la tradición

Hacia 1940, la novela latinoamericana estaba representada por escritores que constituyen, sin duda alguna, una gran constelación: Horacio Quiroga, Benito Lynch y Ricardo Güiraldes en el Río de la Plata, tenían sus equivalentes en Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán en México, José Eustasio Rivera en Colombia, Rómulo Gallegos en Venezuela, Graciliano Ramos en el Brasil. Hay allí representada una tradición válida de la novela de la tierra o del hombre campesino, una crónica de su rebeldía o sumisiones, una exploración profunda de los vínculos de ese hombre con la naturaleza avasalladora, la elaboración de mitos centrales de un continente que ellos aún veían en su desmesura romántica. Incluso los más sobrios (pienso en los mexicanos, en Graciliano Ramos, en Quiroga) no escapaban a una categorización heroica, a una visión arquetípica que convertía algunos de sus libros, y sobre todo La vorágine, Doña Bárbara, Don Segundo Sombra, más en romances (de acuerdo con las categorías retóricas de Northrop Frye) que en novelas. Es decir: en libros cuyo realismo está de tal modo deformado por la concepción mitológica que escapan a la calificación de documento o testimonio que querían poseer.

Precisamente contra estos maestros se levantarán las generaciones que empiezan a publicar sus narraciones más importantes a partir de 1940. Una primera promoción estaría representada, entre otros, por escritores como Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Agustín Yáñez y Leopoldo Marechal. Ellos, y sus pares que no puedo mencionar aquí para no caer en el catálogo, son los grandes renovadores del género narrativo en este siglo. Conviene aclarar que incluyo a Borges ahora (como incluí antes a Quiroga) a pesar de que su obra verdaderamente creadora sólo ha sido realizada en el cuento, porque me parece imposible toda consideración seria del género novela en América Latina sin un estudio de su labor de cuentista verdaderamente revolucionario.

En los libros de estos escritores se efectúa una operación crítica de la mayor importancia. Volcando su mirada sobre esa literatura mítica y de apasionado testimonio que constituye lo mejor de la obra de Gallegos, Rivera y compañía, tanto Borges como Marechal, como Carpentier, Asturias y Yáñez, intentan señalar lo que esa realidad novelesca ya tenía de retórica obsoleta. Al mismo tiempo que la critican, y hasta la niegan en muchos casos, buscan otras salidas. No es casual que la obra de ellos esté fuertemente influida por las corrientes de vanguardia que en Europa permitieron liquidar la herencia del naturalismo. Si en los años de su formación Borges pasa en Ginebra por la experiencia del expresionismo alemán y por la doble lectura de Joyce y de Kafka, para desembocar en España en el ultraísmo y la lectura de Ramón Gómez de la Serna (ese gran olvidado), tanto Carpentier, como Yáñez, como Asturias y Marechal reconocen en distintos niveles pero con igual apetencia el deslumbrante superrealismo francés.

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 

 


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