|   | "El caso Herrera y Reissig: reflexiones sobre 
              la poesía modernista y la crítica"En Eco, Bogotá, v. 37, nº 224-226, junio-agosto 1980,
 p. 199-216.
 "I. Aunque abundan los estudios sobre la poesía modernista, 
              pocos abarcan el movimiento en su vasta complejidad, o revelan siquiera 
              un conocimiento general suficiente del mismo. Las excepciones no 
              consiguen sino probar, es decir: poner a prueba, la regla. Al decir 
              esto no olvido que hay estudios fundamentales, y que están 
              en la memoria de todos, sobre aspectos específicos del Modernismo: 
              los orígenes, el papel de los erróneamente llamados 
              "precursores", la poética y la poesía de 
              Martí, la poética y la poesía de Darío, 
              el contexto socio-político-económico del Modernismo, 
              etc. Pero estos estudios, a los que están asociados nombres 
              muy conocidos de especialistas, no hacen sino subrayar aún 
              más la parcialidad de una crítica que se ha ocupado 
              sobre todo de examinar la génesis de un movimiento, que ha 
              privilegiado ciertos autores (indudablemente importantes pero no 
              únicos) en detrimento de otros, tal vez no menos decisivos. 
              Por concentrarse casi fanáticamente en un par de tópicos 
              y nombres, la crítica de la poesía modernista ha descuidado 
              por lo general la que se ha llamado segunda promoción modernista 
              -representada por nombres como Lugones, Herrera y Reissig, López 
              Velarde, Valencia, Delmira Agustini, Ricardo Jaimes Freyre- y ha 
              perdido, casi por completo, la oportunidad de examinar a fondo el 
              entronque del Modernismo con la poesía de vanguardia: tema 
              más crucial para la poesía moderna que el de sus cartografiados 
              orígenes. Soluciones pedagógicas modestas, como hablar 
              de posmodernismo o prevanguardismo, no consiguen disimular el hecho 
              de que no abundan los estudios responsables sobre el curso de la 
              poesía modernista a partir de la irrupción de Darío 
              en Buenos Aires, y sobre todo el aporte verdaderamente revolucionario 
              de la segunda promoción modernista. Tal vez la forma más obvia de documentar esta carencia crítica 
              consiste en examinar brevemente dos libros que gozan de gran predicamento 
              en medios universitarios (son pasto inevitable de estudiantes) y 
              en los que las limitaciones arriba apuntadas son llevadas casi a 
              la caricatura. Me refiero, naturalmente, en primer término 
              a la conocida antología, Estudios críticos sobre 
              el Modernismo, compilada por Homero Castillo y publicada en 
              Madrid por la editorial Gredos, 1968. En segundo lugar, hablo de 
              la antología, La poesía hispanoamericana desde 
              el Modernismo que compilaron Eugenio Florit y José Olivio 
              Jiménez el mismo año y publicó en New York 
              la Appleton-Century-Crofts. Por el uso que se da a estas antologías 
              en clases y seminarios, es tanto más lamentable que sólo 
              ofrezcan una imagen empobrecedora de lo que el Modernismo ha significado, 
              y significa aún. En el libro de Homero Castillo, se advierte, por ejemplo, que las 
              referencias a la segunda promoción son escasas y no suficientemente 
              críticas. Si se examina lo que se dice en los diversos estudios 
              sobre los dos poetas más influyentes de esa promoción 
              (Lugones y Herrera), es imposible descubrir la razón por 
              la que su obra ha sido fundamental para la poesía contemporánea 
              hasta un punto que ni las de Martí ni la de Darío 
              las han sido. Empezando por Lugones, se puede advertir que el artículo 
              de Luis Monguió sobre "La caracterización del 
              Modernismo", sólo ve la poética del argentino 
              como una "sistematización de algo que Darío había 
              indicado" (p. 102), en vez de advertir que Lugones ya hace 
              la crítica de la poesía modernista dentro del 
              Modernismo mismo. En cuanto a Herrera y Reissig, a Monguió 
              ni se le ocurre estudiarlo. Para Allen W. Phillips ("Rubén Darío y sus juicios 
              sobre el Modernismo"), tanto Lugones como Freyre forman con 
              Darío un "triunvirato" (p. 129). Su hubiera leído 
              mejor a estos poetas, podría haber descubierto que ese enfoque, 
              tal vez válido en el momento en que aparecen los dos primeros, 
              no tiene sentido desde 1909, en que la publicación del Lunario 
              sentimental, de Lugones, disuelve el "triunvirato", 
              si alguna vez hubo uno. Darío sí pudo creer que Lugones 
              y Freyre continuaban (como generosos discípulos) su obra, 
              pero que también lo crea, con la perspectiva de varias décadas, 
              el Profesor Phillips resulta un poco alarmante. Si se necesita una 
              imagen romana para definir el período, más sentido 
              tendría un "triunvirato" que incluyese a Herrera 
              junto a Lugones y Freyre, para la sucesión del César 
              Darío. Pero el Profesor Phillips se saltea, precisamente, 
              a Herrera. Otros críticos, como el copioso Manuel Pedro González 
              ("En torno a la iniciación del Modernismo"), ven 
              también la obra de Lugones y de Herrera como prolongación 
              de la de Darío. Esta perspectiva puede disculparse en un 
              crítico como González formado en la retórica 
              del siglo XIX (sinceramente creía que Joyce y Faulkner eran 
              pésimos modelos para la nueva novela hispanoamericana), 
              (1), y que sólo estudió, 
              si algo estudió, los orígenes del Modernismo, pero 
              parece intolerable en críticos de otra formación. 
              Sin embargo, la garrulería de Manuel Pedro González 
              ha hecho escuela, como lo demuestran algunos trabajos de esta antología. 
              Con excepción de los Ricardo Gullón, que revelan un 
              enfoque más moderno y amplio, la mayoría no se atreve 
              a salir de las estrechas coordenadas que marcó González. 
              Incluso Gullón, en el segundo trabajo suyo que generosamente 
              incluye este volumen ("Exotismo y Modernismo"), incurre 
              en una visión simplificadora del tópico. Así, 
              en la p. 291, vincula a Darío con Lugones sin distinguir 
              suficientemente sus distintas actitudes. Felizmente, en el tercero 
              de sus trabajos antologizados ("Pitagorismo y Modernismo"), 
              Gullón realiza una lectura sutil y compleja de la poesía 
              de Lugones y de Herrera, a partir de un enfoque ocultista que ya 
              había sido apuntado como filón por Arturo Marasso 
              en su conocido estudio (1941). Aún así, el crítico 
              español no llega a determinar con exactitud qué distingue 
              esta nueva poesía de la segunda promoción de la que 
              Darío había difundido por toda América, y así 
              llega a afirmar que "Leopoldo Lugones trajo fuerzas misteriosas 
              que Rubén Darío declaraba haber visto en acción". 
              (p. 362). Lo que no advierte aquí Gullón es que, a 
              pesar de esa continuidad temática, la actitud de Lugones 
              es, con respecto a Darío, crítica. Lo mismo podría 
              observarse de la actitud de Herrera y Reissig. Sólo en un trabajo de esta antología ("Reflexiones 
              en torno a la definición del Modernismo", de Iván 
              Schulman) se reconoce explícitamente que si bien hay "una 
              nota común" en todos los poetas modernistas (p. 339), 
              hay que tener en cuenta asimismo la evidencia de una sucesión 
              de "etapas distintas (por ejemplo, la de Darío y Lugones)" 
              (p. 342). Lamentable, Schulman deja pasar la oportunidad de estudiar, 
              con alguna precisión, esa diferencia. Como a su maestro González, 
              a Schulman le interesan más los orígenes del Modernismo 
              que el vasto movimiento. Su microscópica lectura de Martí 
              (tan contestada por los especialistas cubanos de la isla) parece 
              haber paralizado su facultad crítica. El lugar que le corresponde a Herrera y Reissig en la antología 
              "crítica" de Homero Castillo es aún más 
              inexistente que el de Lugones, al que por lo menos se comenta. El 
              propio compilador, en una insuficiente nota introductoria ("El 
              Modernismo ante la crítica") sólo parece advertir 
              en el poeta uruguayo los aspectos más anecdóticos 
              de su biografía. Así señala en la p. 20, el 
              "pesimismo" (que era la marca de agua de todo el decadentismo, 
              impregnado de Schopenhauer, Stirner y un cierto Nietzsche); la "Torre 
              de marfil" (que era una metáfora apenas; en su breve 
              vida, Herrera fue anarquista y, luego, funcionario público). 
              Este enfoque del poeta, que parecía haber sido superado ya 
              hace décadas, (2) 
              es ofrecido como válido en 1968. Incluso los críticos que se refieren a Herrera en esta antología 
              -como Bernardo Giacovate que ya en 1957 le había dedicado 
              un estudio de fuentes Julio Herrera y Reissig and the Symbolists-, 
              sólo se refiere al poeta para indicar ("Antes del Modernismo", 
              p. 197) que hay en su poesía ecos de Bécquer. (Los 
              hay en Huidobro y hasta en Neruda). En el estudio ya citado, Manuel 
              Pedro González se limita a ubicarlo junto a Darío, 
              Valencia y Lugones, entre los más audaces (p. 231). Por su 
              parte, en su estudio sobre el Pitagorismo, Gullón subraya 
              correctamente su humorismo (p. 322) y lo sitúa mejor que 
              González, en el grupo de los más "esotéricos", 
              junto a Valle Inclán. Desde este punto de vista, su análisis 
              es excelente aunque no se extiende fuera del campo semántico. Más convencional y hasta tautológica es la antología 
              de Florit y Olivio Jiménez. Prolonga sin discutir las clasificaciones 
              ya obsoletas de Federico de Onís en su famosa antología 
              de 1935. Correctamente observan los compiladores que el Lunario 
              sentimental es un antecedente del vanguardismo: opinión 
              que Borges ya empezó a difundir en los años treinta 
              y que encuentra su lugar más público en el prólogo 
              a la Antología poética argentina, que compiló 
              con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, en 1940. También 
              citan Florit y Jiménez la opinión de Guillermo de 
              Torre de que Herrera y Reissig es un "precursor de la vanguardia", 
              idea que data (por lo menos) de la publicación en 1925 de 
              Literaturas europeas de vanguardia, del crítico español. 
              A pesar de aceptar estas perspectivas crítica ya tradicionales, 
              los compiladores continúan situando a Lugones y a Herrera 
              en la corriente principal del Modernismo, casi como meros continuadores 
              de Darío, en tanto que dedican una sección aparte 
              a poetas menores, como González Martínez y Eguren 
              que ni tuvieron tanta influencia sobre la vanguardia ni fueron tan 
              radicales en su crítica del Modernismo. No hay que olvidar 
              que el famoso soneto, "Tuércele el cuello al cisne", 
              es puramente modernista ya que lo único que propone es un 
              cambio del repertorio zoológico, no un cambio en el sistema 
              de imágenes (trocar un cisne por un búho es seguir 
              en la Grecia de Renan) o en la estructura del verso. Incluso cuando 
              los compiladores presentan a un auténtico innovador, como 
              Ramón López Velarde, tratan de cubrirse, para no ser 
              confundidos con los extremistas, y escriben: "desde luego Velarde 
              no llega nunca al decadentismo de este último (Herrera y 
              Reissig" p. 189). Pero lo que ellos toman como decadentismo 
              en Herrera, ya era una perspectiva obsoleta cuando Max Nordau publicó 
              su brulote, involuntariamente cómico, Degeneración 
              (1893), y Pompeyo Gener sus Literaturas malsanas (1894), 
              no menos delirante. Ese "decadentismo" de Herrera es lo 
              que las vanguardias, hacia 1920 (es decir: casi cincuenta años 
              antes de la publicación de la antología de Florit 
              y Jiménez), habían reconocido como la nueva poesía. II Es casi inútil, pues, consultar la crítica más 
              recibida del mundo académico hispanoamericano si se quiere 
              una lectura totalizadora y nueva del Modernismo. Para encontrar 
              una perspectiva históricamente válida de los orígenes 
              del movimiento hay que volver aún a los viejos manuales de 
              Pedro y Max Henríquez Ureña que tenían sobre 
              los críticos académicos de hoy la ventaja de haber 
              sido testigos de una etapa decisiva, y haber compartido con los 
              autores que estudiaban el mismo elenco bibliográfico. (Recuerdo 
              el bochorno de uno de los especialistas de Casal cuando le preguntaron 
              en conferencia pública en Yale por las relaciones de la poesía 
              de éste con la española de la época y tuvo 
              que admitir que no había estudiado esas relaciones). Pero 
              faltó a los hermanos Ureña un conocimiento más 
              activo de la poesía de vanguardia. Mejor ubicados poéticamente 
              son los estudios de críticos practicantes (es decir: los 
              poetas mismos) que en plena vanguardia leyeron polémica y 
              lúcidamente a los modernistas. Es sintomático, por 
              ejemplo, que la mejor crítica inicial de Lugones y Herrera 
              haya sido hecha precisamente por sus colegas, tanto en el pasado 
              inmediato como en el más lejano. Como la revaloración 
              del poeta argentino ya ha sido encarada en trabajos recientes por 
              el profesor Alfredo Roggiano (3) 
              me limitaré a examinar aquí sucintamente qué 
              han dicho de Herrera y Reissig sus contemporáneos más 
              críticos y, sobre todo, los poetas que de alguna manera han 
              continuado o negado su obra (4). 
             El primer texto crítico de cierta importancia estratégica 
              y hasta de indudable valor polémico que se escribe sobre 
              Herrera es el "Prefacio" de Rufino Blanco-Fombona para 
              la edición parisina de Los Peregrinos de Piedra (1913). 
              Para esa fecha, Herrera y Reissig era casi desconocido en el mundo 
              de habla hispánica. A su muerte, en 1910, había dejado 
              corregidas las pruebas del volumen antológico que reproduce 
              Blanco-Fombona y que debió haber salido en 1909 (el mismo 
              año de Lunario sentimental, adviértase) pero 
              que la enfermedad postergó hasta la publicación póstuma 
              en 1910. Al reeditar el libro (casi inédito fuera de Montevideo) 
              Blanco-Fombona tiene conciencia de estar rompìendo una lanza 
              por un poeta genial e ignorado. En ese contexto, resulta válida 
              su comparación con Lautréamont (otro uruguayo, entonces 
              bastante ignorado) o las vinculaciones que establece con Edgar Alan 
              Poe (verdadero suicida de la sociedad, para usar la fórmula 
              de Artaud sobre Van Gogh). También resulta comprensible, 
              en ese contexto reivindicatorio y exaltado, la absurda acusación 
              de plagio que el crítico venezolano levanta contra Lugones. 
              Una palabra al margen: Blanco-Fombona creía sinceramente 
              que Lugones había copiado, en Los crepúsculos del 
              jardín, 1905, la secuencia herreriana de Los parques 
              abandonados, que el poeta uruguayo fechara en 1900 en su edición 
              póstuma. Pero esta acusación se apoyaba en un error 
              de información: los poemas de Lugones habían sido 
              anticipados en revistas en 1898 y 1899; Herrera se los había 
              oído leer en Montevideo, hacia 1901, como atestiguó 
              Horacio Quiroga, que fue amigo de ambos. El lamentable error de 
              Blanco-Fombona dió origen a un pleito que tardó décadas 
              en despejarse y que muestra la fragilidad de la erudición 
              hispanoamericana. Además, no tiene importancia. Lo más 
              interesante del pleito no es quién copió a quién 
              sino qué hizo cada uno (Lugones, Herrera) con un sistema 
              de metáforas que les llegaba de Darío y el simbolismo. Pero si en ese aspecto de su prólogo, Blanco-Fombona derivó 
              la discusión hacia un terreno improductivo, tuvo grandes 
              aciertos de detalle al situar a Herrera. Destacó la importancia 
              de su sistema metafórico que insiste en personificar, o humanizar, 
              las cosas inanimadas, los animales, las abstracciones. También 
              subrayó la acre ironía que caracteriza esa poesía 
              y que está casi ausente de los otros poetas modernistas, 
              con excepción de Lugones. Pero al tratar de explicar esa 
              visión distinta, "crítica", como se diría 
              ahora, Blanco-Fombona recurre a primitivos manuales de psiquiatría 
              y más de una vez habla (como un Nordau o Gener cualquiera) 
              de la "locura" de Herrera, de psicosis o delirio. No parece 
              advertir que la locura del poeta es el resultado de una lúcida 
              inversión de los valores de la sociedad burguesa en que vivía 
              y padecía, una radical mutación de la poética 
              modernista, una carnavalización (5). Más agudo fue Guillermo de Torre en Literaturas europeas 
              de vanguardia, publicadas doce años después de 
              aquel prólogo. El crítico español rechaza de 
              plano la acusación de "demencia" (p. 124) y prefiere 
              situar la novedad de Herrera en el contexto de la poesía 
              nueva (hoy se hablaría de Neobarroco, siguiendo a Severo 
              Sarduy). También insiste mucho de Torre en las innovaciones 
              metafóricas de Herrera, que el crítico llama (con 
              vocabulario ultraísta) sus "metáforas extra-radiales" 
              (p. 122); o sea: metáforas que se disparan en muchas direcciones 
              simultáneamente. Lo que impidió a de Torre reconocer 
              toda la novedad de la hazaña poética de Herrera fue 
              su enfoque reduccionista. Para él, Herrera era importante 
              en tanto que se le podía presentar como "precursor" 
              de la vanguardia y en particular del creacionismo de Huidobro. El 
              mayor afán polémico del crítico español 
              era mostrar que las mejores invenciones del poeta chileno habían 
              sido anticipadas por el uruguayo. Otra vez, una polémica 
              estéril e injusta (ya que Huidobro es un gran poeta) habría 
              de desvirtuar la valoración precisa de Herrera. Porque aunque 
              es obvio que Huidobro había leído al poeta uruguayo, 
              y hasta había copiado en sus primeras obras su sistema de 
              metaforizar, lo importante no es lo que aprendió de Herrera 
              sino lo que llegó a realizar posteriormente: liberar la metáfora 
              de la subordinación al referente. Es en este sentido que 
              se puede ver a Huidobro como el verdadero continuador de Herrera 
              dentro de la vanguardia. Pero éste es otro tema. Uno de los primeros en mostrar la limitación del enfoque 
              de Guillermo de Torre fue Jorge Luis Borges. En un temprano artículo 
              sobre el poeta uruguayo, que está recogido en Inquisiciones 
              (volumen de 1925, hoy cancelado por el autor), Borges argumenta 
              en contra de la perspectiva crítica del que sería 
              su cuñado. Le parece inválido calificar a Herrera 
              de "precursor" de la vanguardia, no porque no lo sea, 
              sino porque eso lo reduce. (Años más tarde, Borges 
              escribiría el luminoso trabajo, "Kafka y sus precursores", 
              en que invierte la perspectiva de T. S. Eliot en "Tradition 
              and Individual Talent", y muestra que la lectura sincrónica 
              practica juegos paradojales con la diacronía; el artículo 
              está recogido en Otras inquisiciones, de 1952). Para 
              el Borges ultraísta, lo que caracteriza a Herrera es que 
              "pasó del adjetivo inordinado al iluminador, de la asombrosa 
              imagen a la imagen puntual" (pp. 142-143). O dicho de otro 
              modo: sustituyó un sistema metafórico un poco vago 
              (el de Darío) por uno que buscaba la precisión y la 
              luz. El repertorio mitológico-versallesco de Darío 
              llega a dar lugar, en Herrera, a una imaginería crítica, 
              de rigurosa descodificación si bien difícil y hasta 
              hermética. El artículo de Borges está lleno 
              de sutiles observaciones y mejora, en mucho, la visión algo 
              superficial de Guillermo de Torre. El mayor elogio al poeta uruguayo 
              está contenido en este párrafo: Entendió Herrera que la lírica no es 
              pertinaz repetición ni desapacible extrañeza; que 
              en su ordenanza como en la de cualquiera otro rito es impertinente 
              el asombro y que la más difícil maestría consiste 
              en hermanar lo privado y lo público. (...) Supo templar la 
              novedad, ungiendo lo áspero de toda innovación con 
              la ternura de palabras dóciles y ritmo consabido. Lo antiguo 
              en él, pareció airoso y lo inaudito se juzgó 
              por eterno. A veces dijo lo que ya muchos pronunciaron; pero le 
              movió el no mentir y el intercalar después verdad 
              suya. Lo bienhablado de su forma rogó con eficacia por lo 
              inusual de sus ideas. (pp.144-145). Es cierto que el Herrera que aquí Borges exalta no es el 
              extraño artífice de "La torre de las Esfinges", 
              sino el más clásico de los sonetos pastorales. Pero 
              es un Herrera leído desde otra vertiente crítica, 
              sin la deformada perspectiva de los primeros modernistas. Una observación 
              complementaria: no cabe duda de que Borges había leído 
              cuidadosamente a Herrera. No sólo le dedicó este trabajo 
              sino que lo cita reiteradamente en otros ensayos del mismo libro, 
              o del volumen que publicó el año siguiente: El 
              tamaño de mi esperanza (1926, hoy también cancelado). 
              Esas menciones contienen, a veces, elogios: así incluye "Los 
              Peregrinos de piedra" en una selecta lista de libros que son 
              "vivos almácigos de tropos" (Inquisiciones, 
              p. 75) o se equivoca, creyendo con Blanco-Fombona, que Lugones es 
              discípulo de Herrera (id., p. 137). Con humor dice 
              en El tamaño que la luna de Herrera "era una 
              luna de fotógrafo" (p. 42), lo que parece una greguería 
              de Ramón, o aplaude su tratamiento descriptivo del árbol 
              (id., p. 61) pero también se burla a veces de la falta 
              de causalidad de muchas de sus metáforas (id., pp. 
              147-48). Pero lo más importante para una perspectiva actual 
              es que para el Borges ultraísta, Herrera fue un poeta mayor. Posteriormente, Borges habría de desinteresarse no sólo 
              en Herrera sino en todo el ultraísmo. Llegaría a afirmar 
              que el Uruguay no había producido poeta importante, y que 
              Carlos Mastronardi (su leal amigo) era mejor poeta que cualquier 
              vate oriental (del Uruguay). Aunque impecable como testimonio de 
              la generosidad de Borges con sus compatriotas, la tesis no es sostenible. 
              Más perdurable fue la adhesión de otro gran escritor 
              de la época. Ya en 1936, Pablo Neruda había anunciado 
              un número de la revista, Caballo verde para la poesía, 
              organizado en torno de Herrera y Reissig. La guerra civil impidió 
              su publicación. Pero era fácil comprender qué 
              aspecto de Herrera había atraído entonces la atención 
              de Neruda. En el manifiesto con que abre la revista, y que titula 
              desafiantemente (contra Juan Ramón Jiménez y su escuela), 
              "Sobre una poesía sin pureza", hay un párrafo 
              que exalta la melancolía, "el gastado sentimentalismo", 
              "lo poético elemental e imprescindible". El párrafo 
              concluye con la advertencia: "Quien huye del mal gusto cae 
              en el hielo", (Caballo verde, núm. 1, Madrid, 
              octubre 1935; Obras Completas, 1973, III, p. 637). Posteriormente, 
              en un artículo que fue recogido póstumamente en Para 
              nacer he nacido (Barcelona, 1978, pp. 241-243), Neruda se ha 
              referido con algún detalle a este homenaje frustrado. Con 
              el título de "Se ha perdido un Caballo verde", 
              cuenta el poeta su proyecto herreriano. Empieza por subrayar que 
              "existía la erudición" por Herrera pero 
              no "la pasión", y agrega: "Nada más 
              apasionante que la poesía de este uruguayo fundamental, de 
              este clásico de toda la poesía". El paralelo 
              con Lautréamont también está indicado: "Yo 
              contrapuse al diaparatado criollo, con su centelleo de imágenes 
              perturbadoras, al también uruguayo Lautréamont, cuyo 
              delirio sigue incendiando al mundo". Neruda no deja de subrayar 
              la cursilería del poeta ("sublima la cursilería 
              de una época, reventándola a fuerza de figuraciones 
              volcánicas") y lo compara con Gaudi "que hace estallar 
              el arte del 900 con su sistemático paroxismo". Si esta ubicación muestra hasta qué punto estaba 
              entonces Neruda cerca de la poética surrealista, lo que dice 
              del lugar de Herrera en el Modernismo parece aún más 
              relevante hoy: "entre los modernistas tiene fosforescencia 
              propia, de luciérnaga". Al compararlo con Darío 
              ("rey indudable de la marmolería modernista"), 
              lo presenta como ardiendo "en un fuego subterráneo y 
              submarino", y afirma que "su locura verbal no tiene parangón 
              en nuestro idioma". Luego subraya su "disparate poético" 
              e insiste: "es difícil ir más allá en 
              el absurdo". Al leer a mis compañeros españoles 
              La tertulia lunática salían chispas verdes, 
              sulfúricos diamantes, y mientras más arreciaban las 
              sorprendentes ecuaciones de las décimas julianas, más 
              fuertemente se comunicaba el poder poético del uruguayo. Más tarde, en un texto sobre "Ramón López 
              Velarde" (1963, también recogido en Para nacer he 
              nacido), Neruda incluye a Herrera en la gran trilogía 
              del modernismo, con Darío y el poeta mexicano. Allí 
              llama a los dos primeros, los grandes hermanos de López Velarde, 
              y agrega: ... el caudaloso Rubén Darío y el lunático 
              Herrera y Reissig, han abierto las puertas de una América 
              anticuada, han hecho circular el aire libre, han llenado de cisnes 
              los parques municipales, y de impaciente sabiduría, tristeza, 
              remordimiento, locura e inteligencia los álbumes de las señoritas, 
              álbumes que desde entonces estallaron con aquella carga peligrosa 
              en los salones. La imagen de Herrera que ofrece Neruda es precisamente la del compañero 
              de experimentación poética, el único antepasado 
              que puede hombrearse con Lautréamont y que trae la locura 
              (verbal, es claro) y el absurdo al aguamansa del Modernismo. La crítica posterior ejercida por poetas cuenta con dos 
              valiosos aportes eruditos, a cargo de escritores uruguayos: ya en 
              una conferencia montevideana de 1946 (difundida en versión 
              periodística por El País), Ibáñez 
              había descodificado suficientemente "La Torre de las 
              Esfinges", a partir de un estudio de las variantes manuscritas 
              que se encuentran en el Archivo Herrera y Reissig, de la Biblioteca 
              Nacional; cuatro años después, la poetisa Idea Vilariño 
              publicó un valioso trabajo, "Julio Herrera y Reissig. 
              Seis años de poesía", en la revista Número 
              (II, 6-8, Montevideo, 1950), y apoyándose en el examen 
              parcial del mismo fondo manuscrito. La crítica más 
              reciente ha manifestado desvío, sino flagrante omisión, 
              con respecto a Herrera. El ejemplo más notable es el de Octavio 
              Paz que en su decisivo estudio sobre la poesía moderna, Los 
              hijos del limo (1974), ni siquiera menciona a Herrera aunque 
              sí incluye a dos contemporáneos con el que éste 
              tenía muchos puntos de contacto: Lugones y López Velarde. 
              Es difícil justificar la omisión (voluntaria, sin 
              duda) en un poeta y crítico tan excepcional. La única 
              explicación es que precisamente lo que constituye uno de 
              los mecanismos básicos de Herrera, la ironía, es lo 
              que más puede incomodar a Paz. De acuerdo con sus teorías, 
              la ironía disuelve la analogía, mina el mundo por 
              su base al negar con su doble perspectiva simultánea, la 
              correspondencia de un sistema único. El ritmo del mundo en 
              que se basa la analogía de Paz resulta subvertido por una 
              poesía que opone la lucidez al éxtasis, la fractura 
              a la coherencia, la discontinuidad al contínuo. En el sistema de imágenes que la nueva retórica ha 
              instaurado (cf. Rhétorique générale, 
              1970, de J. Dubois et alia), la ironía aparece precisamente 
              situada entre las figuras que pertenecen a la serie del contenido 
              (metalogismos, se llaman) y dentro de esta serie, pertenece a la 
              operación sustancial tercera: supresión/adjunción, 
              con el signo negativo. O dicho de otra manera: la ironía 
              en vez de formar la imagen la deforma, en vez de construir, 
              des-construye. Precisamente aquí radica la importancia 
              de Herrera (y, ocasionalmente, de Lugones) y su lugar de privilegio 
              entre el Modernismo y la vanguardia. Como Paz, en su poesía, 
              busca la preservación de la analogía universal, no 
              tiene otro remedio que rechazar, e incluso ignorar, una operación 
              tan radical como la de Herrera. En la línea de Paz pero con una perspectiva más inclusiva 
              se encuentra Guillermo Sucre que en su notable estudio sobre la 
              poesía moderna en la América hispánica, La 
              máscara, la transparencia (1975), da a Herrera el lugar 
              que le corresponde. Prolongando una observación de Paz sobre 
              el papel que Lugones y López Velarde tienen en el Modernismo 
              (critican el movimiento desde dentro, p. 136), Sucre restaura a 
              Herrera en su lugar pionero y muestra en un análisis comparativo 
              de Darío, Herrera y Lugones, cómo esa crítica 
              interior se realiza. Hay una "radicalización extrema 
              de la metáfora" (pp. 52-53) pero hay sobre todo una 
              mutación. En tanto que en Darío, el referente está 
              casi siempre presente, en Herrera lo que está presente es 
              el repertorio poético del Modernismo: es decir, otro referente, 
              sobre el que el poeta se vuelve en tono irónico y con sentido 
              quizá paródico (p. 50). El "quizá" 
              indica una cierta reticencia última de Sucre. Y, sin embargo, 
              ¿de qué otra manera encarar la hazaña poética 
              de Herrera sino como una inmensa parodia? El que ha intentado, aunque 
              en forma excesivamente breve, un análisis paródico 
              y hasta carnavalesco de la poesía de Herrera es el poeta 
              argentino, Saúl Yurkiévich en Celebracion del Modernismo, 
              opúsculo publicado en 1976 en Barcelona. Al discutir a Herrera, 
              Yurkiévich subraya el carácter irónico de su 
              poesía y lo vincula con el concepto de la parodia, pero su 
              análisis no está suficientemente estructurado. Falta 
              una visión crítica coherente de la ironía que, 
              desde dentro, destruye la analogía modernista. No hay más 
              remedio que volver a leer los textos de Herrera. El volumen que Herrera y Reissig había preparado antes de 
              su muerte -esos Peregrinos de Piedra que han dado lugar a 
              tanta polémica inútil- constituye realmente una antología 
              de su obra poética y de su itinerario a través de 
              la poesía modernista a la que va imitando/criticando en su 
              obra paralela (6). 
              La "Recepción" (dedicada irónicamente al 
              obsoleto Sully Prudhomme) lo muestra casi pegado al modelo dariano: 
              sólo la hipérbole (metalogismo de adjunción) 
              revela la distancia crítica, el elegante baile de disfraz 
              dariano se ha convertido aquí en irrisión carnavalesca. 
              En "los éxtasis de la montaña", la delicada 
              transcripción simbolista de un Albert Samain, da paso a una 
              visión paródica mucho más vulgar. Si toda pastoral 
              es por definición paródica, Herrera la hace aún 
              más paródica al abusar de la sinécdoque (la 
              sotana/ del cura se pasea gravemente en la huerta", p. 23) 
              o al humanizar algo brutalmente a la naturaleza ("los campos 
              demacrados encanecen de frío", p. 31, imagen que anticipa 
              simultáneamente a Ramón y a Oliverio Girondo.) A veces, 
              el poeta borra todo límite entre objeto y sujeto: Y palomas violetas salen como recuerdoDe las viejas paredes arrugadas y oscuras
 ("Claroscuro", p. 40)
 Ya esta imagen había atraído la atención 
              y el elogio de Borges. Pero no es aquí, sino en el poema 
              siguiente, donde Herrera lleva hasta sus últimas consecuencias 
              la auto-crítica del Modernismo. Se trata del poema largo, 
              titulado "La Torre de las Esfinges". Con el subtítulo 
              provocativo e irónico de "Psicologación morbo-panteísta", 
              ha ordenado Herrera, en siete partes, un discurso sobre Eros y Tánatos 
              que parece destinado a confundir siempre a la crítica. La 
              mayor parte ha caído en la generosa trampa que ofrece el 
              subtítulo y se ha expandido en el comentario de la locura 
              del poeta, su enfermedad al corazón, sus delirios, y hasta 
              ha buscado en las drogas, que parece tomaba ocasionalmente, una 
              clave extra-poética. Inútil explicar que los locos 
              no riman con tanta premeditación, ni agotan los diccionarios 
              en busca de palabras extrañas, ni desarrollan con tanta lucidez 
              crítica un discurso sobre el amor y la muerte. No creo que sea en la vida (algo mediocre) del poeta o en las circunstancias 
              de su tiempo donde se puede encontrar una clave sino en la poesía 
              anterior a él. Deliberadamente, y con una determinación 
              que hace pensar en Lautréamont, Herrera ha buscado parodiar 
              toda una zona de la poesía modernista: la que trafica con 
              el sadomasoquismo, con las blasfemas imágenes eróticas 
              y con el misterio del ser. Su pitagorismo no es filosófico 
              sino poético: es un texto más que entreteje en la 
              trama de su verso. Permite el acceso no a un sistema del mundo sino 
              a un sistema del verso. En la primera secuencia hay unas líneas 
              que deberían haber advertido a los lectores: Las cosas se hacen facsímilesDe mis alucinaciones
 Y son como asociaciones
 Simbólicas de facsímiles...
 (p. 117)
 
 Aquí el referente (que todavía pesa en Darío 
              y hasta en Lugones) desaparece y es sustituído por un sistema 
              de imágenes ("facsímiles") que funciona 
              simbólicamente. La poesía deja de ser mimética 
              para convertirse en mero discurso sobre la poesía. Es posible, 
              por eso, leer el poema de modo diverso. Esa mujer fatal que Herrera 
              describe en términos tan increíblemente hiperbólicos 
              -"Demonia tornasolada", p. 121; "Lapona Esfinge", 
              p. 122; "Carnívora paradoja", p. 123; "Tarántula 
              abracadabra", p. 130; "Mefistofela divina/Miasma de figuración", 
              p. 135- deja de ser una "mujer" para convertirse en campo 
              magnético de imágenes, un objeto verbal en que se 
              cruzan no sólo los significados eróticos sino también 
              los tanáticos. Véase por ejemplo, la quinta parte: ¡Oh, negra flor de idealismo!¡Oh, hiena de diplomacia,
 Con bilis de aristocracia
 y lepra azul de idealismo!
 Es un cáncer tu erotismo
 De absurdidad taciturna,
 Y florece en mi saturna
 Fiebre de virus madrastros,
 Como un cultivo de astros
 En la gangrena nocturna.
 Te llevo en mi corazón,Nimbada de mi sofisma,
 Como un siniestro aneurisma
 Que rompe mi corazón...
 ¡Oh, Monstrua! ¡Mi ulceración
 En tu lirismo retoña,
 Y tu idílica zampoña
 No es más que parasitaria
 Bordona patibularia
 De mi celeste carroña!
 ¡Oh, musical y suicidaTarántula abracadabra
 De mi fanfarria macabra
 Y de mi parche suicida!...
 -¡Infame" ¡En tu desabrida
 Rapacidad de perjura,
 Tu sugestión me sulfura
 Con el horrendo apetito
 Que aboca por el Delito
 La tenebrosa locura!
 (pp. 120-130)
 La estructura rígida del esquema rítmico, la obsesión 
              de las rimas, la sorpresa del vocabulario, son aquí tanto 
              o más importante que el propósito pitagórico 
              de exploración de los límites del ser, y del padecer. 
              Semejante enfoque crítico vuelve imposible el retorno a la 
              tesis de la locura o la alucinación. Es cierto que puede 
              argüirse, biográficamente, que el poeta escribió 
              "La Torre de las Esfinges" en los últimos meses 
              de su vida, cuando una vieja taquicardia lo estaba desgastando sin 
              remedio. También podía alegarse que el casamiento 
              tardío, con una novia que lo había esperado años, 
              podría haber empeorado la condición de un corazón 
              débil. La inminencia de la muerte es un dato biográfico 
              que refuerza el combate de Eros y Tánatos. Pero muchos poetas 
              han amado y sufrido del corazón, al mismo tiempo, y han pasado 
              de la pequeña muerte del orgasmo a la muerte mayúscula, 
              sin trastornar por completo el sistema metafórico dentro 
              del cual trabajan. La temática, las obsesiones tópicas, 
              la misoginia, sí pueden atribuírse a las circunstancias 
              biográficas. La práctica poética, y su teoría 
              implícita ya no; son otra cosa. Y ésta es precisamente 
              la hazaña cumplida por Herrera en los últimos meses 
              de vida: destruir desde dentro el sistema que había impuesto 
              Darío. Sus armas no fueron la taquicardia o el exceso de 
              tentaciones conyugales. Fueron la hipérbole, la paradoja, 
              la ironía. Es decir: los metalogismos que más contribuyen 
              a la desconstrucción del sistema poético. El resto de Los Peregrinos de Piedra (en su primera edición, 
              aclaro) contiene la secuencia modernista de "Los parques abandonados" 
              en que a través de Lugones, Herrera consigue parodiar sutilmente 
              a Darío y su mundo elegante; y también "Las campañas 
              solariegas", en que Herrera se vuelve irónicamente sobre 
              ese género fatigado, la pastoral. La crítica ha resbalado, 
              por lo general, sobre estos textos, como ha resbalado sobre "Los 
              éxtasis de la montaña", sin advertir la dimensión 
              paródica. Sin embargo, Herrera se había tomado el 
              trabajo de poner junto al título de cada una de estas series 
              una palabra que marcaba el tono. Si "Los éxtasis de 
              la montaña" aparecen calificados con un neologismo, 
              "eglogánimas" (églogas + ánimas: 
              églogas con espectros), "Los parques abandonados" 
              son distinguidos con el epíteto, "Eufocordias" 
              (eufonía + corazón: cantos del corazón). Al 
              usar el neologismo, o la palabra portamantas, Herrera está 
              otra vez anticipando el trabajo de la vanguardia. Pero sobre todo 
              está subrayando la clave paródica, el juego, la inversión 
              carnavalesca del sentido y del sistema. La crítica más tradicional ha descuidado, por lo 
              general, estas marcas y ha tratado de explicarse realísticamente 
              por qué un poeta, nacido y criado en Montevideo, necesitaba 
              desplazarse imaginariamente al ambiente montañoso de una 
              Europa invernal, y más precisamente, de las provincias vascas 
              de sus antepasados, en vez de aprovechar el mundo pastoral gauchesco 
              que todavía existía en la parte Norte del país. 
              También se ha pretendido contestar a la pregunta de por qué 
              perversión del decadentismo habría de producir Herrera 
              la secuencia de "Los parques abandonados" o la aún 
              más escandalosa de "La Torre de las Esfinges". 
              La circunstancia de ser vástago de una familia tradicional 
              uruguaya que hasta había producido un Presidente de la República, 
              Herrera y Obes, solterón mujeriego, justificaría ciertos 
              delirios de grandeza pero no la forma particular de esos poemas. Los más eruditos han alegado que hay en el llano Uruguay 
              algunas montañas, las Sierras de Minas, aunque la nieve no 
              las corona nunca; además, se sabe que Herrera pasó 
              allí las vacaciones de 1900. También se ha alegado 
              que hay quintas abandonadas en el Prado, barrio que no está 
              muy lejos del centro de Montevideo -donde vivía Herrera, 
              en el altillo de una casa de dos pisos, altillos que él había 
              bautizado con el pomposo nombre de Torre de los Panoramas. (Desde 
              la azotea y el Mirador sobre el altillo, se veía el vasto 
              Río de la Plata). Pero lo que escapa a los fanáticos 
              del realismo documental es que no son estas circunstancias lo que 
              importa en su poesía sino la metamorfosis de esas circuntancias 
              a través de la hipérbole y la parodia. El altillo 
              es promovido primero a Torre de los Panoramas y luego (cuando se 
              ha casado y no vive más allá) en Torre de las Esfinges. 
              Las quintas del Prado en parques abandonados. Las modestas Sierras 
              de Minas (cuya altura se mide, hoy, en cientos de metros) en los 
              ásperos Pirineos. Hasta las dóciles musas suburbanas 
              de Montevideo (una de ellas, una maestrita primaria, le dió 
              una hija) aparecen transfiguradas en Esfinges, Caínas, Molochas. 
              Parodia, parodia, parodia. Es decir (como decía Verlaine) 
              literatura. Es decir: poesía. Una lectura de Herrera y Reissig como la que aquí se propone 
              -que podría hacerse extensiva a Lugones y a López 
              Velarde, a Guillermo Valencia y a Delmira Agustini, para indicar 
              los más cercanos al poeta uruguayo, permitiría abrir 
              una nueva perspectiva sobre el Modernismo: una perspectiva que situase 
              al movimiento en toda su vastedad, plenitud y contradicción 
              en la misma encrucijada de la Modernidad." 1. Véase el incoherente trabajo, 
              "La novela hispanoamericana en el contexto de la internacional", 
              recogido en el volumen colectivo, Coloquio sobre la novela hispanoamericana, 
              que compilaron Iván A. Schulman, Manuel Pedro González, 
              Juan Loveluck y Fernando Alegría (México, 1967). En 
              dicho artículo, González censura acremente a los nuevos 
              novelistas aunque admite (p. 61): "Debo confesar de entrada 
              que desconozco gran parte de la producción novelística 
              nuestra de los últimos tiempos", lo que no le impide 
              declararla a continuación: "tan prolífica en 
              títulos como desmedrada en calidad, tan huérfana de 
              obras tamañudas (sic), y tan indigente de originalidad". 
              El trabajo de Alegría en el mismo volumen ("Estilos 
              de novelar o Estilos de vivir") contiene una perla del más 
              puro oriente, para usar una imagen modernista: niega la influencia, 
              apuntada, según él, por la crítica norteamericana, 
              del novelista victoriano Isaac Stern en Cortázar. Naturalmente 
              que se trata de Laurence Sterne que sí realmente ha influído 
              en Cortázar y que el Profesor Alegría parece incapaz 
              de identificar. Volver 2. Ya en un trabajo de 1950, publicados 
              en el número especial de la revista montevideana, Número 
              (6-8, enero-junio 1950), se estudiaba el contexto socio-político 
              y cultural del Modernismo uruguayo. Véase, en particular, 
              "Ambiente espiritual del Novecientos", de Carlos Real 
              de Azúa, y "La Generación del 900", de Emir 
              Rodríguez Monegal.Volver 3. Ya en su "Poética 
              y estilo de Martí", texto de 1953, apunta el Profesor 
              Roggiano una preocupación que habrá de manifestarse 
              más ampliamente luego en trabajos como "Una lectura 
              de la disidencia. Las Montañas de Oro, de Leopoldo 
              Lugones", de 1976, y, sobre todo, "Qué y qué 
              no del Lunario sentimental", del mismo año.Volver 4. Aunque la crítica estilística 
              ha dedicado alguna atención a Herrera, el resultado no sobrepasa 
              el nivel de catálogo: la fijación de un repertorio 
              temático y retórico que no consigue estudiar el texto 
              en su unidad real de producción. Como ejemplo espléndido 
              (es decir: irrisorio) de esa crítica, véase, La 
              poesía de Julio Herrera y Reissig. Sus temas y su estilo, 
              del profesor doctor Yolando Pino Saavedra (Santiago, 1932).Volver 5. Para la teoría de la carnavalización 
              de Bakhtine y su aplicación en la América Latina, 
              véase mi artículo, "Carnaval/Antropofagia/Parodia", 
              in Revista Iberoamericana, 108-09. 1979. Se ofrece allí 
              un enfoque más amplio del tema.Volver 6. Uso la primera edición 
              de Los Peregrinos de Piedra, preparada por él y publicada 
              póstumamente por su viuda y amigos: Montevideo, Bertani, 
              1910. La portada lleva la fecha 1909, en tanto que 1910 ya aparece 
              en la tapa. Fue luego reeditada, como volumen primero de una colección 
              en cinco de las obras del poeta, por el mismo editor modernista.Volver |