|    |   "Juan Carlos Onetti y la 
              novela rioplatense"           Texto extraído de Narradores de esta América : 
              ensayos
 Editorial Alfa, Montevideo, 1969
 p. 155-172
 
 I "En 1939, escribía Eladio Linacero:  "Lo curioso es que si alguien dijera de 
              mí que soy 'un soñador' me daría fastidio. 
              Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero 
              hablar de los sueños, no es porque no tenga otra cosa que 
              contar. Es porque se me da la gana simplemente. Y si elijo el sueño 
              de la cabaña de troncos, no es porque tenga alguna razón 
              especial. Hay otras aventuras más completas, más interesantes, 
              mejor ordenadas. Pero me quedo con la cabaña porque me obligará 
              a contar un prólogo, algo que sucedió en el mundo 
              de los hechos reales hace unos cuantos años. También 
              podría ser un plan ir contando un 'suceso' y un sueño." 
                El plan allí enunciado por Linacero fructificó no 
              sólo en las 99 páginas de El pozo (novela que 
              firmaba J. C. Onetti) sino, diez años más tarde, en 
              una obra de mayores proporciones: La vida breve (también 
              de J. C. Onetti). En esos diez años el arte lineal del primer 
              memorialista maduró en la compleja estructura de vidas y 
              sueños que recoge en un largo relato su legítimo descendiente, 
              Juan María Brausen. Vale la pena examinar con este pretexto 
              -y con la perspectiva de los diez años- el arte de su creador, 
              Juan Carlos Onetti. (1). II "-Mundo loco- dijo una vez más la mujer, 
              como remedando, como si lo tradujese." Yo la oía a través 
              de la pared. Imaginé su boca en movimiento frente al hálito 
              de hielo y fermentación de la heladora, o la cortina de varillas 
              tostadas que debía estar rígida entre la tarde y el 
              dormitorio, ensombreciendo el desorden de los muebles recién 
              llegados. Escuché, distraído, las frases intermitentes 
              de la mujer, sin creer en lo que decía." Con elogiable economía, Onetti enfrenta desde esas primeras 
              líneas a los dos mundos en que va a circular el protagonista 
              de La vida breve. Los dos mundos que separa la débil, 
              facilitadora pared del departamento, nunca llegarán a confundirse. 
              Para saltar de uno a otro será necesario que Juan María 
              Brausen asuma un nuevo nombre; que deje de ser Brausen y empiece 
              a ser Juan María Arce. En algún momento ambos limados 
              llegan a ser tangenciales pero nunca se solapan; están en 
              distintos planos; distintas leyes los rigen y el juego del vivir 
              no puede ser el mismo en ambos. El mundo de Juan María Brausen es el mundo de la responsabilidad 
              y la rutina, del hastío y el sinsentido, del malentendido 
              que llaman amor. En alguna parte resume Brausen su vida: "Gertrudis 
              y el trabajo inmundo y el miedo de perderlo (...); las cuentas por 
              pagar y la seguridad inolvidable de que no hay en ninguna parte 
              una mujer, un amigo, una casa, un libro, ni siquiera un vicio, que 
              puedan hacerme feliz." O, un poco más tarde y 
              con más reconocible elocuencia: "A 
              esta edad es cuando la vida empieza a ser una sonrisa torcida "(...) 
              Y se descubre que la villa está hecha, desde muchos años 
              atrás, de malentendidos, Gertrudis, mi trabajo, mi amistad 
              con Stein, la sensación que tengo de mi mismo, malentendidos. 
              Fuera de esto, nada; de vez en cuando, algunas oportunidades he 
              vivido, algunos placeres, que llegan y pasan envenenados. Tal vez 
              todo tipo de existencia que pueda imaginarme debe llegar a transformarse 
              en un malentendido. Tal vez, poco importa. Entretanto, soy este 
              hombre pequeño y tímido, incambiable, casado con la 
              única mujer que seduje o me sedujo a mí, incapaz, 
              no ya de ser otro, sino de la misma voluntad de ser otro. El hombrecito 
              que disgusta en la medida que impone la lástima, hombrecito 
              confundido en la legión de hombrecitos a los que fue prometido 
              el reino de los cielos. Asceta, como se burla Stein por la imposibilidad 
              de apasionarme y no por el aceptado absurdo de una convicción 
              eventualmente mutilada. Este, yo en el taxímetro, inexistente, 
              mera encarnación de la idea Juan María Brausen, símbolo 
              bípedo de un puritanismo barato hecho de negativas -no al 
              alcohol, no al tabaco, un no equivalente para las mujeres- nadie, 
              en realidad." O, también, dicho en las palabras 
              con que el protagonista comprende -al fin- lo que había estado 
              sabiendo durante semanas, que "yo", "Juan 
              María Brausen y mi vida, no eran otra cosa que moldes vacíos, 
              meras representaciones de un viejo significado mantenido con indolencia, 
              de un ser arrastrado sin fe entre personas, calles y horas de la 
              ciudad, actos de rutina." Ese mundo puede resumirse en la imagen con que Onetti golpea al 
              lector desde el comienzo, al empezar a comunicar Brausen su obsesión: 
              el pecho recién cortado de su mujer. Las imágenes 
              se acumulan, incesantes, crueles: "... pensé 
              en la tarea de mirar sin disgusto la nueva cicatriz que iba a tener 
              Gertrudis en el pecho, redonda y complicada, con nervaduras de un 
              rojo o un rosa que el tiempo transformaría acaso en una confusión 
              pálida, del color de la otra, delgada y sin relieve, ágil 
              como una firma, que Gertrudis tenía en el vientre y que yo 
              había reconocido tantas veces con la punta de la lengua"; 
              "... pensaba en la mañana, unas 
              diez horas atrás, cuando el médico fue cortando cuidadosamente, 
              o de un solo tajo que no prescindía del cuidado, el pecho 
              izquierdo de Gertrudis. Había sentido vibrar el bisturí 
              en la mano, sentido cómo el filo pasaba de una blandura de 
              grasa a una seca, a una ceñida dureza después"; 
              "... mientras no lograra olvidar aquel 
              pecho cortado, sin forma ahora, aplastándose sobre la mesa 
              de operaciones como una medusa, ofreciéndose como una copa. 
              No era posible olvidarlo, aunque me empeñara en repetirme 
              que había jugado a mamar de el, de aquello"; 
              "... Ablación de mama. Una cicatriz 
              puede ser imaginada como un corte irregular practicado en una copa 
              de goma, de paredes gruesas que contenga una materia inmóvil, 
              sonrosada, con burbujas en la superficie, y que de la impresión 
              de ser líquida si hacemos oscilar la lámpara que la 
              ilumina. También puede pensarse cómo será quince 
              días, un mes después de la intervención, con 
              una sombra de piel que se le estira encima, traslúcida, tan 
              delgada que nadie se atrevería a detener mucho tiempo sus 
              ojos en ella. Más adelante las arrugas comienzan a insinuarse, 
              se forman y se alteran; ahora si es posible mirar la cicatriz a 
              escondidas, sorprenderla desnuda alguna noche y pronosticar cuál 
              rugosidad, cuáles dibujos, qué tonos sonrosados y 
              blancos prevalecerán y se harán definitivos. Además, 
              algún día Gertrudis volvería a reírse 
              sin motivo bajo el aire de primavera o de verano del balean y me 
              miraría con los ojos brillantes, con fijeza, un momento. 
              Escondería enseguida los ojos, dejaría una sonrisa 
              junto con un trazo retador en los extremos de la boca. Habría 
              llegado entonces el momento de mi mano derecha, la hora de la farsa 
              de apretar en el aire, exactamente, una forma y una resistencia 
              que no estaban y que no habían sido olvidadas aún 
              por mis dedos. Mi palma tendrá miedo de ahuecarse exageradamente, 
              mis yemas tendrán que rozar la superficie áspera o 
              resbaladiza, desconocida y sin promesa de intimidad de la cicatriz 
              redonda" (2). La brutalidad de estas descripciones deja más al desnudo 
              la sensibilidad herida del personaje. A través de ella busca 
              el autor alcanzar la sensibilidad del lector. Todo el resto de la 
              novela sólo puede agregar circunstancias, nombres, anécdotas. 
              Si el lector ha asimilado el castigo, bastaría esa única 
              imagen para poder deducir -en angustia, en pasión- todo el 
              resto. Pero Onetti es un verdugo metódico y proyecta sus 
              vicisitudes (para usar sus palabras) con precisión y frialdad. 
              Nada queda omitido. Y pieza tras pieza, en lúcido, ordenado 
              puzzle, se desarrolla ante el lector la historia de Juan María 
              Brausen: su fracaso amoroso, la pérdida del empleo, la separación 
              de Gertrudis, un nuevo fracaso al intentar (en qué términos 
              tan equívocos) el rescate de la juventud vivida en Montevideo. 
              (3) Mientras la existencia de Brausen se empobrece y adelgaza hasta 
              llegar a las heces, la fascinación del mundo del otro lado 
              de la pared, se ejerce con creciente energía. En un primer 
              momento parece obvio su significado: es un escape, una huída 
              de la realidad. Pero es también realidad e impone sus reglas. 
              Un día Brausen aprovecha una ausencia de su vecina, La Queca, 
              y visita el departamento vacío. "Empecé 
              a moverme sobre el piso encerado (escribe), 
              sin ruido ni inquietud, sintiendo el contacto con una pequeña 
              alegría a cada paso lento. Calmándome y excitándome 
              cada vez que mis pies tocaban el suelo, creyendo avanzar en el clima 
              de una vida breve en la que el tiempo no podía bastar para 
              comprometerme, arrepentirme o envejecer." Desde ese 
              momento, Brausen empieza a concebir el desquite. No en su propia 
              existencia ratonil, sino en el mundo de al lado. Al ingresar allí, 
              es como si los valores morales (sus valores, en los que ya no cree) 
              cambiaran de signo, aceleraran su metamorfosis: él, hombre 
              de una sola mujer, podrá convertirse en el amante de una 
              prostituta, en macró; él, temeroso de hacer sentir 
              a su mujer la imparidad de sus pechos, descubrirá el placer 
              de golpear a una mujer, de brutalizar y brutalizarse; él, 
              aceptando como un capricho ("de primavera", 
              se dice) la idea de matar a Gertrudis, arderá en deseos de 
              vengar con el asesinato premeditado de La Queca 
              "todos los agravios que me era posible recordar". Una fuerte escena marca el acceso al mundo de al lado. En su primera 
              tentativa de entrar en contacto con La Queca, Brausen (vacilante, 
              improvisado) es echado a patadas por uno de sus amantes, Ernesto. 
              Mientras se levanta y se limpia la ropa maculada, Brausen comprende 
              que ha sido aceptado, que ahora empieza a ser también Juan 
              María Arce. La violencia parece ser la regla de este otro 
              juego. Pero no es su tónica. Poco a poco, Arce descubre el 
              verdadero sentido de este mundo, eufóricamente anticipado 
              en la visita al departamento vacío. En un segundo intento 
              de aproximación (esta vez sin el torvo Ernesto) Arce consigue 
              a La Queca; puede contemplarse vivir: "ahora 
              yo también, estoy dentro del escándalo, dejando caer 
              ceniza de tabaco por todas partes, aunque no fume: usando copas, 
              moviéndome con, ardor entre los muebles y objetos que empujo, 
              arrastro, cambio de lugar; inmóvil, cumplo mi tímida 
              iniciación, ayudo a construir la fisonomía del desorden, 
              borro mis huellas a cada paso, descubro que cada minuto salta, brilla 
              y desaparece como una moneda recién acuñada, comprendo 
              que ella me estuvo diciendo, a través de la pared que es 
              posible vivir sin memoria ni previsión". Con La Queca, la rutina del sexo se convierte en otra cosa: "si 
              la olvido (piensa mientras la mira caminar por la pieza), 
              podría desearla, obligarla a quedarse 
              y contagiarme su silenciosa alegría. Aplastar mi cuerpo contra 
              el suyo, saltar después de la cama para sentirme y mirarme 
              desnudo, armonioso y brillante como una estatua, efebo por la juventud 
              trasmitida a través de epidermis y de mucosas, desbordante 
              de mi vigor de tercera mano". De estas experiencias, 
              un nuevo hombre (no sólo un nuevo nombre) emerge. Cuando 
              acepta irse a Montevideo con La Queca, en viaje financiado por un 
              viejo amante de ella, la nueva etapa de la degradación le 
              permite mirarse desde la altura de Brausen y sentirse "irresponsable 
              de lo que él (Arce) pensara o 
              hiciera"; se ve "descender 
              con lentitud hasta un total cinismo, hasta un fondo invencible de 
              vileza del que (Arce) estaría 
              obligado a levantarse para actuar por mí". Una nueva verdad suplanta a los valores destruidos por Brausen. 
              Tendido en la cama de la prostituta (en la que se complace en "descubrir 
              antiguas presencias mezcladas, contradictorias"} y mientras 
              se distrae pensando en su pasado como si fuera ajeno, "algunos 
              anticipos de Arce y de la verdad iban cayendo sobre mi pereza: supe 
              que no es el recto, sino todo lo que se da por añadidura; 
              que lo que lograra obtener por mi esfuerzo nacería muerto 
              y hediondo; que una forma cualquiera de Dios es indispensable a 
              los hombres de buena voluntad, que basta ser despiadadamente leal 
              con uno mismo para que la vida vaya encajando, el momento oportuno, 
              los hechos oportunos. Libre de la ansiedad, renunciando a toda búsqueda, 
              abandonado a mi mismo y al azar, iba preservando de un indefinido 
              envilecimiento al Brausen de toda la vida, lo dejaba concluir para 
              salvarlo, me disolvió, para permitir el nacimiento de Arce. 
              Sudando en ambas camas, me despedía del hombre prudente, 
              responsable, empeñado en construirse un rostro por medio 
              de las limitaciones que le arrimaban los demás, los que lo 
              habían precedido, los que aun no estaban, él mismo. 
              Me despedía del Brausen que recibió en una solitaria 
              casa de Pocitos, Montevideo, junto con la visión y la dádiva 
              del cuerpo desnudo de Gertrudis, el mandato absurdo de hacerse cargo 
              de su dicha." Para poder ingresar totalmente a este mundo de verdad (ese mundo 
              de Arce) el personaje necesita purificarse matando a La Queca; bastarían 
              entonces pocos minutos para aliviarse de todo lo que puede ser dicho 
              a una persona, "para quedarme vacío 
              de todo lo que había tenido que tragarme desde la adolescencia, 
              de todas las palabras ahogadas por pereza, por falta de fe, por 
              el sentimiento de inutilidad de hablar". Cuando llega 
              al departamento a matar a La Queca, descubre que ésta acaba 
              de ser asesinada por Ernesto. "Sentí 
              que despertaba (comenta luego) no de 
              este sueño, sino de otro incomparablemente más largo, 
              otro que incluía a éste y en el que yo había 
              soñado que soñaba este sueño." Brausen (es claro) no deja nunca de ser Brausen. Ni aún 
              cuando se libera de compromisos (el empleo, Gertrudis, la amistad; 
              ni aun cuando entierra, con Raquel, la nostalgia de la juventud 
              en Montevideo; ni aún cuando vive, tantos meses, como Arce. 
              Rechaza, es cierto, las reglas del juego en que vivía, cambia 
              de mundo, pero subsiste profundamente como Brausen. La reacción 
              frente al asesinato de La Queca lo demuestra. Ante la realidad brutal 
              (no imaginaria) del crimen, Arce se desvanece -el nuevo juego (su 
              juego) exigía que matara a Ernesto- y es un renovado Brausen 
              el que protege al asesino, el que intenta salvarlo creándole 
              una vida nueva. (Quizá ya Brausen sienta que Ernesto ha matado 
              por él, aunque sólo más tarde llegue a formulárselo 
              tan claramente, llegue a sentirse solidario y a escribir: "no 
              es más que una parte mía; él y todos los demás 
              han perdido su individualidad, son partes mías"). 
              En su desesperada intentona de evasión, ambos llegan a Santa 
              María y acaban por ser detenidos, lo que de golpe entrega 
              a Brausen la libertad, la verdadera: "esto 
              era lo que yo buscaba desde el principio (se dice), 
              desde la muerte del hombre que vivió cinco años con 
              Gertrudis; ser libre, ser irresponsable ante los demás, conquistarme 
              sin esfuerzo una verdadera soledad". Entre tanto, su 
              huída también lo ha llevado a interpolarse en un tercer 
              mundo, del que no he hablado todavía pero que es tan antiguo 
              como la novela. III Antes de que Juan María Brausen supiese que era posible 
              incorporarse al mundo de La Queca -que corría vertiginoso 
              del otro lado de la pared-, la necesidad de evadirse del mundo propio 
              le había forzado a la creación de un mundo imaginario. 
              Un médico cuarentón en Santa María, ciudad 
              provinciana junto al río, constituía la primera imagen. 
              Poco a poco, y mientras Brausen se esconde y emerge gradualmente 
              como Arce, la historia de Díaz Grey se va formando como otra 
              vía de escape. El mundo en que Díaz Grey vive es una 
              transparente estilización de la realidad que oprime a Brausen: 
              la sordidez está objetivada en la profesión ("Los 
              ojos... hartos hasta el fin de la vida de observar entrepiernas, 
              pliegues, combas, blanduras, lugares comunes y anormalidades... 
              La cara colgante inclinada sobre adelantos y retrasos, el olor de 
              la carne fresca y cocida que se alza desprendiéndose del 
              perfume de las sales de baño o del de la colonia distribuida 
              previamente con un solo dedo. Abrumado, a veces, por la involuntaria 
              tarea de analizar el claroscuro, las formas y los detalles barrocos 
              de lo que miraba y tratar de representarse lo que aquello había 
              significado o podría significar para un hombre cualquiera, 
              enamorado"); la tentación de la hembra, es Elena 
              Sala ("La vi avanzar en el consultorio, 
              seria, haciendo oscilar, apenas, un medallón con una fotografía 
              entre los dos pechos, demasiado pequeños para su corpulencia 
              y la vieja seguridad que reflejaba su cara"); la consumación 
              del rabioso deseo se alcanza en la posesión de esa misma 
              Elena (que se entrega porque sabe que luego va a suicidarse); la 
              pureza adolescente llega en una aventura imposible con una Elena 
              Sala imaginaria, y que Díaz Grey se cuenta para poder seguir 
              viviendo (como Brausen se cuenta la de Díaz Grey, como vive 
              la de Arce); la huida y persecución está en la sucia 
              aventura final con el marido y un amante de Elena Sala, aventura 
              en la que Díaz Grey participa por saber que descenderá 
              la paz en medio del desastre, que la joven violinista con la que 
              al fin se queda es la Elena Sala imposible y ya muerta. Hasta en 
              los menores detalles, este mundo de Díaz Grey es tributario 
              del de Brausen. No sólo porque el protagonista es el mismo 
              Brausen y Elena Sala es una renovada Gertrudis; lo es, sobre todo, 
              porque el dueño del hotel junto a la playa es el mismo viejo 
              Macleod que había echado a Brausen de su empleo; lo es porque 
              hay cosas de Elena Sala que solo Brausen entiende; la prostibularia 
              sonrisa que ofrece a Díaz Grey y que nace del mismo "ademán, 
              el mismo breve, desesperanzado sonido (reiterado) años atrás 
              en zaguanes de prostíbulo, donde mi mano avanzaba lívida 
              bajo la luz alta en el techo"; nace de su promiscuidad 
              con La Queca, de su implacable enfoque del sexo. En esta tercera existencia de Brausen, Onetti abandona, es claro, 
              toda pretensión de realismo. Me refiero al de las esencias. 
              La superficie sigue siendo de sórdido, minucioso naturalismo 
              (4). Pero las coordenadas de tiempo y espacio, las identidades de 
              sus personajes, son susceptibles de modificación y un retoque 
              de la voluntad o un capricho del creador, pueden alterar o petrificar 
              la faz del mundo, sus valores. Así como Arce se disuelve al final de su aventura en Brausen 
              -y el policía que lo detiene como encubridor de Ernesto lo 
              identifica, (ante el asombro del lector): "usted 
              es el otro... Entonces, usted es Brausen"-, Díaz 
              Grey cierra la novela, conquistada ya del todo su objetividad por 
              haberse asimilado a Brausen. El mundo real de Brausen se interpola 
              verdaderamente en la ficción de Díaz Grey, se hace 
              ficción y la palabra Fin en la página 390 demuestra 
              que, en efecto, la única verdad es la de la fábula. 
              Se comprende recién entonces la lealtad de esta advertencia 
              (ya citada): "Sentí que despertaba 
              (dice el protagonista) no de este sueño, 
              sino de otro incomparablemente más largo, otro que incluía 
              a éste y en el que yo había soñado que soñaba 
              este sueño." IV Otra lectura parece también posible. En vez de considerar 
              a la novela como documento contemporáneo, testimonio sobre 
              el mundo desvalorizado que vivimos, el lector puede seguir a Brausen 
              en su aventura interior. Entonces no se trata de escapar a la realidad, 
              vivir la vida breve, o inventarse un cuento para llevar al cine. 
              Se trata de crear otra realidad, competir con la creación. 
              Gradualmente, Brausen libera en sí mismo las fuerzas de la 
              imaginación. Mientras vive su gris rutina o la más 
              excitante de Arce, o la rectificable de Díaz Grey, Brausen 
              explora las provincias de la creación. Empieza por tantear 
              este mundo compacto y enterizo, tan ingobernable en apariencia. 
              Por un resquicio -descubierto a qué costa, con qué 
              esfuerzo- es posible interpolar en él una ventana sobre el 
              río, un médico asomado a ella. Brausen se confiesa: 
              "estaba un poco enloquecido... sintiendo 
              mi necesidad creciente de imaginar y acercarme a un borroso médico 
              de cuarenta años, habitante lacónico y desesperanzado 
              de una pequeña ciudad colocada entre un río y una 
              colonia de labradores suizos. Santa María, porque yo había 
              sido feliz allí, años antes, durante veinticuatro 
              horas y sin motivo". Otro resquicio para la creación 
              pueden ser los pechos de una mujer ("demasiado 
              pequeños para su corpulencia y la vieja seguridad que reflejaba 
              su cara") entre los que se balancea un medallón 
              con un retrato. Bastan esas fisuras para que un nuevo mundo sea 
              posible, empiece a existir. Toda la novela entonces adquiere profundidad en el tiempo y en 
              el espacio. En vez de contar tres historias más o menos novelescas 
              (que se yuxtaponen en universos incomunicados y regidos por sus 
              propias leyes) el libro ordena en un mismo cuadro espacial y temporal 
              sus anécdotas; ese territorio común de las tres historias 
              es la creación narrativa: el tema esencial que permite su 
              existencia simultánea. Cada vez que Brausen piensa a Díaz Grey, lo va creando. 
              Esa repetición insomne, ese obstinado rigor en el deseo, 
              va haciendo viable a Díaz Grey; lo hace salir de la costilla 
              de este Adán. En sus primeras tentativas de vida la criatura 
              está demasiado adherida a Brausen, y su mundo sólo 
              logra trasponer -en cifra melodramática y concisa- la dolorosa 
              rutina. Pero la renovada invención permite que se acentúen 
              los riesgos y se empiece a advertir que en Díaz Grey se realiza 
              el milagro del desquite de esta vida primera. La originalidad e 
              independencia de lo creado empieza luego a hacerse evidente. En 
              el capitulo XIII, emerge un tercer agonista, el marido de Elena 
              Sala, ente totalmente de ficción aunque engendrado por la 
              pasada desdicha y los vientres de Gertrudis y La Queca (como el 
              mismo Brausen se dice), con el ingreso de este personaje el relato 
              adquiero por vez primera realidad objetiva; nada en el largo capítulo 
              traiciona la existencia de un creador que mueve los hilos; los muñecos 
              actúan como si fueran mortales. (Apenas algún juego 
              del omnisciente e invisible relator, en que a la manera de Citizen 
              Kane se salta el tiempo entre un apretón de manos de despedida, 
              y el mismo apretón de saludo, traiciona una impaciencia técnica, 
              al paso que denuncia una conciencia que vigila.) Puede creerse entonces que Díaz Grey ha logrado su plenitud 
              de cosa creada, su eternidad en el papel. El proceso empieza entonces 
              a revertirse: la creatura empieza a inventar a su creador. O mejor, 
              a presentirlo. Brausen cuenta: "Abandonado 
              en el aire libre al cansancio, al frío, a las olas de sueños 
              que a veces lo arrastraban para devolverlo en seguida (Díaz 
              Grey) contemplaba la mancha negra del pequeño 
              fondeadero, trataba de distraerse evocando las formas y los colores 
              de las pequeñas embarcaciones, llegaba a intuir mi existencia, 
              a murmurar 'Brausen mío' con fastidio." La invención 
              de un creador acentúa, paradójicamente, la condición 
              de ente real que no tiene (que no puede tener) Díaz Grey. 
              Otra operación que emprende luego confirma el engaño, 
              aumenta la confianza de sus movimientos. Díaz Grey (¿por 
              qué no?) se improvisa un pasado. Para escapar a la extorsión 
              de Elena Sala -que se ofrece pero con asco, profesionalmente- el 
              médico la recrea en la imaginación. Parece ridículo 
              o meramente patético. Sacado de la nada. inventado por la 
              urgencia de otro a los 40 años, pequeño y rubio, contra 
              una ventana sobre el río, cómo atreverse a tener un 
              pasado en un taxi con una muchacha recién poseída, 
              que es también la imposible Elena. Díaz Grey lo hace 
              y asegura -demuestra- así su realidad. La posesión 
              "real" de Elena Sala, antes del suicidio, no mata 
              más que la comezón de la carne. El deseo ("hijo 
              del cuerpo, pero éste ya no bastaba para aplacarlo") 
              sólo podrá ser satisfecho cuando encuentre a la muchacha 
              violinista y huya con ella hacia el triunfo total sobre el desastre, 
              cuando, igual que Brausen, cercado por la policía, alcance 
              la paz sobre las serpentinas muertas del alba como ha escrito Borges 
              en otro conteste. Y es entonces (terminada ya la novela en la descripción 
              objetiva de esa fuga y esa victoria) cuando el lector comprende 
              que la verdad es que Díaz Grey acaba inventando a su Brausen, 
              acaba siendo más Brausen que el otro. Porque cuando Brausen, 
              que ha enterrado dentro de si a Arce, huye con Ernesto hacia la 
              imaginada Santa María descubre allí la realidad de 
              su creación; descubre la vida del pueblo y los seres por 
              él inventados; descubre, también, que la aventura 
              de Díaz Grey ocurrió allí mismo pero en otro 
              tiempo, hace ya muchos años; que esa aventura lo ha anticipado, 
              que fue. Y en vez de interpolar su ficción (Díaz Grey, 
              inventado por él) en la actualidad de la policía que 
              acecha y de Ernesto que golpea a un hombre para escaparse, acaba 
              rindiéndose a la ficción, entregándose a ella, 
              libre e irresponsable. Vale decir: acaba por renunciar y aceptar 
              también su condición de ente ficticio, de creatura 
              creada por otro: Díaz Grey u Onetti (5).  V ;Qué concluir de este laborioso análisis? A primera 
              vista, Onetti no ha sabido resistir a la mediocre tentación 
              de ilustrar -en gran escala- una de las máximas de Pero Grullo: 
              El novelista es el Dios de sus creaturas. (Para demostrar 
              su auto-satisfacción, podría insinuarse, no ha vacilado 
              en introducir su auto-retrato en el cuadro, como si fuera un Veronese 
              cualquiera (6). Pero esta explicación, que no deja de tener 
              sus atractivos, es lamentablemente falsa. Como Proust en A la 
              recherche du temps perdue, como Gide en Les faux monayeurs, 
              como Huxley en la novela en que parodia a éste último 
              (Point Counter Point), Onetti ha querido explorar la creación 
              literaria desde dos planos simultáneos e inseparables: el 
              teórico y el práctico. Su novela analiza la creación 
              mientras crea. No sólo obtiene por este simple recurso una 
              mayor vitalidad; también logra despojar a un tema ilustre 
              de todo intelectualismo y vacía especulación al asediarla 
              con rabia y pasión. Además (y esto solo ya sería mucho), con tal procedimiento 
              consigue dar un contenido profundo al mensaje evidente de la obra. 
              No sólo es cierto que la liberación de la rutina y 
              de la desvalorización del alma sólo llega cuando nos 
              encontramos con la verdad de nosotros mismos, nos despojamos de 
              inhibiciones y compromisos, aventamos malentendidos (Brausen al 
              despertar del sueño después de haberse purificado 
              en Arce); la liberación puede llegarnos por la creación, 
              por las fuerzas que desata el creador al rehacer el mundo, al descubrir 
              con asombro su poder y la riqueza de la vida. Por eso, el protagonista 
              consigue develar -en uno de sus numerosos ensoñares- la verdadera 
              ambición de este artista y de esta obra, el último 
              mensaje. Dice así: "A veces se escribía 
              y otras imaginaba las aventuras de Díaz Grey, aproximado 
              a Santa María por el follaje de la plaza y los techos de 
              las construcciones junto al río, extrañado de la creciente 
              tendencia del médico a revolcarse una y otra vez en el mismo 
              suceso, a la necesidad -que me contagiaba- de suprimir palabras 
              y situaciones, de obtener un solo momento que lo expresara todo: 
              a Díaz Grey y a mí, al mundo entero, en consecuencia." VI La doble o triple lectura arriba propuesta no excluye otra que 
              parece lícito examinar también. Proyectada sobre el 
              cuadro de la ficción rioplatense de los últimos años, 
              esta novela (y la obra entera de Juan Carlos Onetti que le sirve 
              de antecedente) adquiere un significado peculiar. Ante todo, parece 
              fácil clasificar a Onetti como un novelista de la ciudad 
              y un novelista del realismo, oponiéndolo a un Güiraldes, 
              a un Benito Lynch, a un Amorim (en su primera época), a un 
              Espínola, y emparejándolo a un Manuel Gálvez 
              (en su período prehistórico), a un Roberto Arlt, a 
              un Amorim (segunda época), a un Eduardo Mallea, a un Felisberto 
              Hernández (antes del onirismo), a un Leopoldo Marechal en 
              su único intento totalitario (Adán Buenosayres). Un 
              examen comparado de sus respectivas obras lo deja a Onetti solo. 
              Y no porque no sea posible esgrimir reparos a sus creaciones. Cualquiera 
              advierte la sospechosa monotonía (de sus personajes, la unilateralidad 
              en el método descriptivo, el (a veces excesivo) simbolismo 
              de sus acciones y caracteres, el desarrollo deliberadamente barroco 
              que entorpece la lectura, los rasgos aislados de mal gusto. Pero 
              ninguno de los nombrados en su categoría (ciudadana y realista) 
              alcanza la violencia y lucidez de sus testimonios, la calidad segura 
              de su arte que sabe superar el realismo superficial y se mueve con 
              pasión entre símbolos. No es casual la mención en las páginas precedentes 
              de algunos nombres (Céline o Sartre, Dos Passos o Faulkner) 
              que constituyen los mejores representantes de una literatura que 
              sin dejar de ser arte, es también testimonio y agonía. 
              Onetti supo ver y denunciar en la superficie falsa y vacía 
              del mundo rioplatense lo que esa superficie encerraba; supo encontrar 
              las imágenes que en un solo Biotnento lo expresaran todo. 
              En este sentido, Tierra de nadie ha hecho por Buenos Aires 
              lo que Manhattan Transfer, por Nueva York (7). La aproximación 
              no es caprichosa, parte de la técnica de Dos Passos -luego 
              aprovechado por Orson Welles para filmar su Citizen Kane, 
              y por Sartre para Les chemins de la liberté-, ha servido 
              de clara inspiración a Onetti. Pero la modalidad técnica 
              no constituye el valor principal de su novela, agria e imperfecta 
              en este sentido. Su importancia esencial consiste en la ardida descripción 
              de un mundo sin valores, poblado de indiferentes morales, de espaldas 
              a su destino: un mundo en que el arte o el sexo, la política 
              o el intelecto, se ejercen en el vacío, como formas desprovistas 
              de contenido y sin sangre. (El pozo fue el borrador montevideano 
              de este universo total) (8). Que Onetti no solo supo ver la superficie sino que caló 
              hasta el fondo lo demuestra mejor ahora que nunca esta fantasía 
              de una ciudad sitiada que se tituló Para esta noche. 
              La imaginaria ciudad, gobernada por la delación, el terror 
              y la brutalidad, fue en 1943 el anticipo de mi Buenos Aires, actual, 
              menos melodramático pero no menos irrespirable. Y lo que 
              entonces pareció un ejercicio en imaginación, escrito 
              (según confesaba el autor) "por 
              la necesidad satisfecha en forma mezquina y no comprometedora -de 
              participar en dolores, angustias y heroísmos ajenos", 
              y capaz por lo tanto de ser emparentado con la amanerada reconstrucción 
              del asesinato de García Lorca en Fiesta en Noviembre de 
              Mallea, se convirtió en duro, en apasionado testimonio del 
              futuro. La vida breve cierra en cierto sentido ese ciclo 
              documental abierto hace diez años por El pozo. Pero abre nuevas perspectivas. Sobre todo, porque excava en la 
              misma realidad un territorio fantástico no menos sugestivo 
              que el real: además porque desde el punto de vista del realismo 
              documental significa el cierre de una etapa. La generación 
              perdida que empezó a examinarse en El pozo, cuyo despiadado 
              censo levantó Tierra de nadie, la que anticipó 
              en pesadilla su destrucción en Para esta noche, encuentra 
              su definitiva metáfora, su cabal resumen, en La vida breve. 
              Pero ya no es más. Las fuerzas imaginarias de Para esta 
              noche están operando hace más de un lustro sobre 
              la realidad, y el mundo de aquella generación pertenece ya 
              al pasado. Quizá sea hora para el novelista de inaugurar 
              la verídica pintura de este nuevo universo." (1951) (1) Cuatro novelas componen la obra visible de este 
              narrador uruguayo (nacido en 1909): El pozo (Montevideo, 
              Ediciones Signo, 1939, 99 págs.); Tierra de nadie (Buenos 
              Aires, Editorial Losada, 1941, 253 págs.); Para esta noche 
              (Buenos Aires, Editorial Poseidón, 1943, 211 págs.); 
              La vida breve (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1950, 
              389 págs.). Algunas otras novelas yacen sumergidas; sus fragmentos 
              pueden rastrearse en las páginas literarias de Marcha (Tiempo 
              de abrazar, por ejemplo, o Nueve de Julio, Onetti ha 
              publicado también algunos cuentos. (Posteriormente a la redacción 
              de este trabajo, se han editado: Un sueño realizado y 
              otros cuentos, Montevideo, Ediciones NUMERO, 1951, 66 págs., 
              Los adioses, Buenos Aires, Editorial Sur, 1954, 88 págs., 
              Una tumba sin nombre, Montevideo, Marcha, 1959, 82 págs.; 
              La cara de la desgracia, Montevideo, Editorial Alfa, 1960, 
              49 págs. y El astillero, Buenos Aires, Compañía 
              General Fabril Editora, 1961, 218 páginas.)(2) Sólo en Louis Ferdinand Céline (especialmente 
              en Voyage au bout de la nuit, 1932) suele encontrarse tamaña 
              provocación a la sensibilidad del lector. El mismo Onetti 
              en sus anteriores novelas no había dado con nada tan cruelmente 
              eficaz; tampoco Jean Paul Sartre, de quien Onetti es coetáneo 
              y con quien presenta tantos curiosos puntos de contacto. (En efecto, 
              La Nausée y Le mur son de 1938; El pozo, 
              del 39. No es seguro que Onetti haya conocido antes de 1945 estas 
              primeras obras de Sartre; y sin embargo su corta novela está 
              en la misma tradición de literatura negra. El parentesco 
              parece más fácil de trazar por la vía de una 
              común admiración por Céline -La Nausée 
              tiene un epígrafe suyo- y por la influencia compartida 
              de novelistas norteamericanos en que desuellan Dos Passos y Faulkner.)
 (3) Uno de los temas constantes de Onetti es el de la frescura adolescente 
              de la mujer y su degradación en el sexo, en el embarazo, 
              en la prostitución. Con curiosas variantes el tema puede 
              verse en la historia de Cecilia Huerta o en la aventura con Ana 
              María [El pozo} en el abandono de Nené por 
              Aránzuru y en la violación de Nora por Larsen (Tierra 
              de nadie); en la equívoca huída de Ossorio con 
              la hija de Barcala (Para esta noche). En La vida breve, 
              la aventura con Raquel simboliza esto y algo más; también 
              representa el intento (frustrado) de recuperar un tiempo abolido, 
              de descubrir la juventud en Montevideo. Con ejemplar dureza, Onetti 
              hace volver a Raquel ante Brausen -deformada ya por el embarazo- 
              para ensuciarlo con su vana piedad. (Incidentalmente, la aventura 
              con Raquel está contada a lo largo de la novela con técnica 
              fragmentaria estudiada -quizá- en el Faulkner de Light 
              in August: en el Cap. VI Brausen comenta con Julio Stein -en 
              conversación saturada de sobreentendidos- la aventura; en 
              el IX cuenta una entrevista con Raquel, que ocurre algo después 
              de consumado el encuentro, y de la que no es posible sacar mucho 
              en limpio; sólo en el XIV aparece el relato minucioso de 
              la misma.)
 (4) En otra oportunidad (al comentar Para esta noche en Marcha, 
              feb. 18, 1944) he señalado algunas características 
              de la técnica descriptiva de Onetti y la influencia que sobre 
              la misma ejerce el arte de Faulkner. Son válidas, por lo 
              tanto, las objeciones que presenta F. R. Leavis en su memorable 
              análisis de Light in August: la aplicación 
              de un mismo recurso técnico (introspección, monólogo 
              interior, morosa descripción de cada gesto) a distintos personajes 
              en distintas circunstancias, sin dar al mismo tiempo la intimidad 
              minuciosa en el registro de la conciencia que ese recurso implica; 
              vacilación en el enfoque o alteración casual del mismo 
              que no obedece a ninguna necesidad interior; monotonía de 
              los personajes que sólo presentan al lector la superficie; 
              vinculación esencial de estos procedimientos con las simplificaciones 
              sentimentales y melodramáticas de un Dickens. (V. Scruting, 
              Vol. II, Nº 1, Cambridge, junio 1933, págs. 91-93.) 
              Es cierto que en La vida breve, Onetti ha prevenido casi 
              siempre tales errores al concentrar la novela en una personaje (aunque 
              triple) y utilizar como enfoque casi constante el relato autobiográfico. 
              Se empobrece, así, la caracterización de los demás 
              personajes -que aparecen siempre a través del único 
              testigo- y se subraya la monotonía del problema, pero también 
              se logra una concentración, una tensión no mitigada, 
              que bien vale el sacrificio de la variedad. Además, el desarrollo 
              casi simultáneo de la historia en tres planos, contribuye 
              a un efecto de auténtica complejidad, de riqueza.
 (5) Con su habitual concisión había anticipado Jorge 
              Luis Borges este mismo tema en un cuento fantástico (Las 
              ruinas circulares) recogido en El jardín de senderos 
              que se bifurcan, 1941. Quizá fuera instructivo -apoyándose 
              en esta u otras pistas- emprender un estudio de la influencia heterodoxa 
              de J. L. B. sobre el arte de Onetti.
 (6) Ese creador (que en algún pasaje de la novela es Brausen-Dios 
              para Díaz Grey) es Dios mismo para Brausen-Arce-Díaz 
              Grey. Y está también dentro de la obra. En la página 
              247, hace su única aparición total. Casualmente, Brausen 
              habla allí de un hombre con el que compartía la oficina 
              "... se llamaba Onetti, no sonríe, usaba anteojos, 
              dejaba adivinar que sólo podía ser simpático 
              a mujeres fantasiosas o amigos íntimos (...) No hubo preguntas, 
              ningún síntoma del deseo de intimar; Onetti me saludaba 
              con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración 
              de cariño, una burla impersonal. Me saludaba a las diez, 
              pedía una café a las once, atendía visitas 
              y el teléfono, revisaba papeles, fumaba sin ansiedad, conversaba 
              con una voz grave, invariable y perezosa." Para evitar 
              equívocos (¿o para alimentarlos?, Onetti ha cuidado 
              que su Brausen no se le parezca físicamente: es pequeño 
              de cuerpo (como Díaz Grey); usa bigote; no es miope. Algo 
              ha quedado, sin embargo: la grave actitud que Julio Stein le reprocha, 
              confirmada por el mismo al aludir a "esa cabeza de caballo 
              triste". Del parecido moral (o de su ausencia) se ocuparán 
              sin duda investigadores futuros.
 (7) En un artículo sobre vicisitudes de la novela (en Realidad, 
              Año III, Vol. V, Nº 13, Buenos Aires, enero-febrero 
              1949) Carmen Gándara intenta una aproximación técnica 
              entre Tierra de nadie y una novela francesa de publicación 
              posterior, L'étranger, d'Albert Camus (1942). El parecido 
              parece errático y lejano. Quizá la Sra. Gándara 
              haya querido decir que ambos derivan de Céline (la corriente 
              del roman noir) y de la novela norteamericana.
 (8) En la solapa de Tierra de nadie se transcriben unas palabras 
              de Onetti que define el tema profundo de la novela y su actitud 
              como creador. Vale la pena transcribir la última frase: "El 
              caso es que en el país más importante de Sudamérica, 
              de la joven América, crece el tipo del indiferente moral, 
              del hombre sin fe ni interés por su destino. Que no se reproche 
              al novelista el haber encarado la pintura de ese tipo humano con 
              igual espíritu de indiferencia."
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