|    |   "El astillero". 
              Fragmento de un mundo propioTexto extraído de Narradores de esta América : 
              ensayos
 Editorial Alfa, Montevideo, 1969
 p. 183-188
 
 "Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, 
              más tarde o más temprano: que era el único 
              hombre vivo en un mundo ocupado por fantasma, que la comunicación 
              era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima 
              como el odio, que un tolerante hastío, una participación 
              dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único 
              que podía ser erigido y convenía dar." Este 
              momento de revelación, que tiene el protagonista hacia la 
              mitad de El astillero (Buenos Aires, Compañía 
              General Fabril Editora, 1961. 218 págs.), sintetiza de modo 
              admirable la soledad, la imposibilidad de comunicación, el 
              horror de un mundo solipsista que estén en la entraña 
              de esta sórdida y desolada novela. Poco importa que Juan Larsen se agite de uno a otro extremo do 
              las doscientas páginas, que recorra varias veces la distancia 
              que va de la morosa ciudad de Santa María al astillero de 
              Jeremías Petrus, que incursione en un pasado hecho de humillaciones 
              y de la misma, repetida, actividad con alguna mujer que acaba por 
              ser la mujer. Poco importa que la sinuosa, elusiva y compleja traína 
              sea susceptible de un resumen anecdótico -Junta Larsen regresa 
              al pueblo, desde donde fuera expulsado, a reconstruir su vida- y 
              que la atención del lector (o del relator) sea capaz de encontrar, 
              en sucesivas capas superpuestas, los hilos de una intriga que también 
              atañen a Petrus y a su hija semiidiota o loca, a la criada 
              de esta hija, a dos empleados de Petrus, a la mujer (grotescamente 
              embarazada) de uno de ellos. Aquí la anécdota sólo cuenta lo más 
              externo e insignificante. Porque lo que ocurre interesa poco, o 
              pudo haber ocurrido de otro modo. Que Larsen sea nombrado gerente 
              general del Astillero de Petrus (abandonado, entrampado, deshaciéndose 
              a ojos vistas) o el puesto lo ocupe otro. Que sea Guinea (el de 
              la mujer embarazada) el que amenace con un chantaje a Petrus o el 
              chantaje lo ejecute otro. Que el desenlace involucre la muerte de 
              dos o más hombres, nada importa. La trama, el argumento, 
              no es más que el cebo con que Juan Carlos Onetti mantiene 
              alerta la atención de su irritado lector, de su devoto lector, 
              de su esclavo lector. La otra historia La verdadera historia corre por dentro y esté hecha de los 
              silencios, las pausas, los hiatos, de esa historia superficial, 
              de la historia de una conciencia solitaria que regresa al pasado, 
              a un mundo en que fue feliz y fue humillado, en busca de huellas 
              perdidas, de una salvación, también perdida, de un 
              sentido final para una vida sin sentido. Cuando Larsen regresa a 
              Santa María, lleva a sus espaldas (aunque eso sólo 
              lo sabe más tarde) un pasado de macró, una condena 
              y una expulsión. Vuelve, más viejo y gastado, a enredarse 
              en la historia confusa de la liquidación del Astillero de 
              Petrus, en una no menos confusa y morosísima seducción 
              de la hija de Petrus (acaba conformándose con la fácil 
              criada), en los mediocres negociados de los empleados de Petrus. Pero debajo de esa espesa y oscura capa anecdótica el lector 
              va descubriendo de a poco y casi retrospectivamente la otra historia 
              de Larsen: la historia de una necesidad de amor y verdadera comunicación 
              que le están negadas. Porque toda su vida lo que Larsen conoce 
              fue la mentira, el beso parricida con que corona la testa de Petrus, 
              la mujer a la que usa con antigua sabiduría. Lo que siempre 
              ha añorado Larsen es creer en algo. Mentir que algo vale 
              realmente la pena, encontrar a alguien que le pruebe que no es el 
              único ser vivo en un mundo de cadáveres. Por eso, al margen de que actividades mediocres de seducción 
              de la hija de Petrus y de reorganización del erosionado astillero, 
              Larsen va tanteando (como ciego en un mundo sin relieve) en busca 
              de una mano de verdad. Esa mano existe en el libro y Larsen sabe 
              que es la de la mujer de Gómez. Pero esa mujer que pertenece 
              a otro, esa mujer de vientre horriblemente hinchado por el embarazo, 
              no es para él. La corteja con el viejo disimulado cinismo 
              pero no para obtenerla, sino para dejar testimonio de su reconocimiento. 
              Y cuando la crisis culmina, cuando está acosado por los invisibles 
              sabuesos de su destrucción, tiene un último alucinante 
              encuentro con la mujer, ya herida de parto. Entonces, Larsen huye 
              horrorizado. Represo a la muerte Lo que Larsen no soporta es la vida. Soporta la mentira del sexo, 
              la mentira de las adolescentes en flor, la mentira de los viejos 
              visionarios con negocios en ruina, la mentira de la policía 
              y hasta la mentira de otros suicidas. Pero cuando se enfrenta con 
              la mujer rugiendo y sangrando, huye. Esa es la vida. Pero este étnico, 
              este sórdido, este vulgar macró, es un romántico 
              de corazón, un almita sensible que se acoraza de podredumbre 
              y cieno y llanto fingido, para no aceptar que el mundo viola la 
              inocencia, que las mujeres que queremos dejan un día de ser 
              muchachas, que la vida irrumpe en el mundo destrozándolo 
              todo. La última delirante fuga de Larsen por el circulo final 
              de su infierno es una fuga de la vida misma. Como Eladio Linacero, 
              que huye de su ámbito en El pozo (1939) por la ruta 
              de los sueños que se contaba; como Juan María Brausen 
              que escapaba de una mediocre realidad suburbana en La vida breve 
              (1950), inventándose otra personalidad y hasta creando 
              un mundo entero, este nuevo protagonista de Onetti, enfrentado con 
              las raíces mismas de la vida, se fuga por la muerte. Toda 
              la novela tiene la marca simbólica del regreso al país 
              de los muertos. Así como Ulises desciende en busca de las 
              sombras en la Odisea, y Eneas baja al Averno y Dante se hunde 
              en la Ciudad de Díte, Junta Larsen regresa a Santa María 
              y a la muerte final. Universo rioplatense Por más de un hilo está vinculada esta última 
              novela de Onetti con su ya vasto cuerpo narrativo. La ciudad de 
              Santa María en que ocurre gran parte de El astillero apareció 
              por primera vez en La vida breve. En esa ciudad se refugia 
              la fantasía de Juan María Brausen: la va creando de 
              a poco, la va poblando de seres, acaba por incorporarla a la realidad, 
              por irse a hundir realmente en ella. Entre los seres que crea Brausen 
              está el doctor Diaz Grey, que hace una aparición secundaria 
              en El Astillero, comó viejo conocedor de la historia 
              local. Santa María será también al fondo do otra 
              aventura de Díaz Grey de lo que queda documento en La 
              casa de la arena, relato que se publicó en la colección 
              titulada Un sueño realizado (1951). Otra nouvelle 
              de Onetti, Una tumba sin nombre (1959), también 
              ocurre en Santa María y hasta menciona al pasar la Villa 
              Petrus. El cuento con que Onetti obtuvo mención en el Concurso 
              organizado por Life en Español (1960) y que se llama 
              Jacob y el otro, está asimismo ambientado en Santa 
              María. Todos estos elementos indican la creación de 
              un mundo imaginario, una ciudad de provincias recostada a un gran 
              río, que vincula El astillero a lo que podría 
              llamarse La Saga de Santa María. Como hizo Balzac con su Comédie Humaine, como repitió 
              y perfeccionó Faulkner en su ciclo sobre Yoknapathawpa, 
              Juan Carlos Onetti ha incrustado en la realidad del mundo rioplatense 
              un territorio artístico que tiene coordenadas claras y se 
              compone de fragmentos argentinos y uruguayos. Ya los eruditos del 
              futuro recogerán los rasgos (una alusión a la capital 
              argentina, una plaza Artigas, la mención de un Camino de 
              las Tropas) que van indicando puntos reales de un universo extraído 
              de la tradición rioplatense. Ahora basta certificar esa común 
              vinculación entre loa relatos que Onetti ha ido escribiendo 
              desde 1950. Un lugar poético Junta Larsen ya asomaba su perfil en Tierra de nadie y aparecía, 
              entero aunque en escorzo, en un capítulo de La vida breve. 
              Allí aparece (p. 360) como "un hombre pequeño 
              y grueso, con la boca entreabierta, estremeciendo el labio inferior 
              al respirar; la luz caía amarilla sobre su cráneo 
              redondo, casi calvo, hacía brillar la pelusa oscura, el mechón 
              solitario aplastado contra la ceja". Luego se completa 
              su retrato con otros rasgos: la nariz curva y delgada, el pulgar 
              de una mano enganchado en el chaleco, las preguntas deliberadamente 
              leguleyas de su confusa conversación. Pero en esta novela 
              era imposible prever a qué grado de soledad y miseria iba 
              a llegar ese hombre gordo, de juventud ya perdida. Solo en El astillero se redondea el retrato, se ve lo que 
              lleva dentro Larsen, su figura se convierte en cifra de toda la 
              humanidad. Entre la instantánea de La vida breve y 
              el retrato completo de El astillero, su creador. Juan Carlos 
              Onetti, ha madurado notablemente. En 1950 La vida breve fue 
              la prueba del enorme talento narrativo de Onetti. Construida con 
              un rigor que sólo el analista más ceñido hacía 
              aparente, implacable en su busca del estilo, fría y morosa, 
              llevaba a la culminación un narrador que en tres novelas 
              anteriores (El pozo, Tierra de nadie, Para esta noche) había 
              demostrado altas dotes. Pero La vida breve se había dejado a la vista todo 
              el andamiaje técnico. Era como si Onetti hubiera tirado la 
              piedra sin saber esconder la mano. El prestidigitador hacía 
              los trucos pero también los explicaba. Su largo aprendizaje 
              con Céline y con Faulkner era demasiado evidente. Unos años 
              después, cuando escribe El astillero, ya Onetti está 
              en camino de una madurez que significa sobre todo despojamiento, 
              elipsis, concentración fanática en la peripecia interior. 
              Por eso se ven menos ahora los andamios, aunque algo sobreviven 
              en los títulos de cada capítulo, con sus maniáticos 
              resabios faulknerianos. Lo que sobre todo se ve es un progresivo ahondarse en la verdadera 
              materia narrativa. Ese mundo del astillero, decrépito y polvoroso, 
              en que vanamente trata Larsen de soñar que está dirigiendo 
              algo: esa glorieta que es cifra de la Villa Petrus y donde seduce 
              en cómodas cuotas semanales a la loca hija de Petrus, esa 
              casilla en que asiste, fascinado y rechazado a la vez, a los movimiento 
              de la mujer embarazada, y más al fondo, todo el pueblo de 
              Santa María y el río, son el lugar poético 
              en que Onetti ha sabido ir creando (por mera insinuación 
              atmosférica, por milagrosa simpatía entre el paisaje 
              y el ser) una tierra para la soledad de Larsen, para su hambre de 
              comunicación, para su descubrimiento de ser el único 
              hombre vivo entre fantasmas. Por eso el estilo mantiene esa tensión no mitigada que permite 
              vincular esta novela no sólo con el obvio antecedente de 
              Faulkner. sino con los trabajos mis modernos de la escuela objetiva. 
              No es que Onetti esté tratando de ponerse a la moda (de todos 
              modos, El astillero ya estaba escrita en 1957), sino que la moda 
              está poniéndose a tono con Onetti. Ese lector que 
              aguanta a Robbe-Grillet y a Michel Butor, que devora pausadamente 
              las paralíticas novelas de Sauel Beckett, que transita sin 
              impaciencia por Le square a Moderato Contabile, de Marguerite 
              Duras, es un lector que ya está maduro para Onetti. En este escritor uruguayo encontrará no menos sino más 
              rigor, una visión alucinada y alegórica del universo 
              que está increíblemente vertida en términos 
              de novela, un ímpetu vital que desmiente la (aparente) negatividad 
              y sordidez del asunto. Encontrará sobre todo que el cinismo, 
              la desesperanza, la frustración de su protagonista, no le 
              impiden ser también un alma tierna y desgarrada. Encontrará, 
              en fin, una obra maestra." (1961)   |