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                | Dibujo de Fini 
 |  "Cuando se cumplieron, en 1963, los cincuenta años 
              de la primera publicación de Los cálices vacíos 
              (libro que recoge lo mejor de Delmira Agustini y que certifica 
              la madurez de su poesía y de su juicio autocrítico), 
              también se cumplió el cincuentenario de la locura 
              de Roberto de las Carreras, amigo y coetáneo suyo que ya 
              en el mismo 1913 comenzara a dar síntomas indisimulables 
              de una perturbación que lo recluiría en diversos sanatorios 
              y casas particulares durante un lapso de medio siglo. Por eso, mientras 
              se festejaba con los acostumbrados homenajes el cincuentenario del 
              libro, la vida literaria en el Uruguay fue conmovida por la noticia 
              de que Roberto de las Carreras, a los noventa años, había 
              cesado su lucha con el mundo. Su muerte, en la misma hora en que 
              se hacía balance de la obra de Delmira, adquirió así 
              un carácter casi tan espectacular como su vida. Algo más 
              que la coincidencia de fechas une a estos dos poetas. Ambos representaron 
              para el Novecientos uruguayo (nuestra remotísima "Belle 
              Epoque") un doble escándalo. El de Roberto de las Carreras 
              empezó muy pronto, hacia 1894, con esos poemas en que se 
              declaraba hijo ilegítimo, amenazaba corromper a todas las 
              mujeres casadas de la alta burguesía y se burlaba sangrientamente 
              de la sacrosanta institución matrimonial. Como además 
              de escribir poemas, Roberto perseguía a doncellas y señoras 
              por las calles, asediaba sus balcones y lucía un desparpajo 
              de Don Juan d'annunziano, pronto coaguló en torno de su nombre 
              una leyenda erótica que habría de perseguirlo hasta 
              su locura para resucitar en las chismosas necrológicas de 
              estos días. A su manera, también Delmira escandalizó a la aldea 
              (como les gustaba decir a los iconoclastas de entonces) y paseó 
              sus arrebatos de pitonisa en celo, de hembra ardida, por las páginas 
              de libros que se iban poniendo más y más incandescentes 
              a medida que la autora (joven pero no niña) libraba poéticamente 
              sus combates. Con la publicación de Los cálices 
              vacíos en 1913, las damas de la mejor sociedad empezaron 
              a evitar a Delmira. Sus vislumbres metafóricos llegaban demasiado 
              cerca del hueso. De ahí que la poesía de Delmira y 
              el escándalo de su matrimonio (que duró veintiún 
              días) y de su divorcio (que terminó en asesinato por 
              mano del marido, en una casa propicia a reuniones clandestinas), 
              hayan contribuido a fijar para siempre la imagen de esta obsesa 
              sexual, en el aire provinciano del Montevideo de preguerra.  Roberto y Delmira (así se les sigue llamando) han quedado 
              amonedados en esa doble imagen: el Don Juan satánico, la 
              ninfomaníaca del verso. Se ha querido explicar la leyenda 
              (desmitificarla) por un análisis de la sociedad que produjo 
              estas dos flores exóticas. Desde los trabajos liminares de 
              Alberto Zum Felde, que fue amigo de ambos, hasta los sociólogos 
              populares de estos últimos tiempos, se ha intentado explicar 
              por la presión del medio las estampas de estos poetas malditos. 
              Pero la explicación que sólo busque por este lado 
              estará fatalmente condenada a la superficialidad. Había 
              en los casos de Roberto y Delmira mucho más que una rebeldía 
              contra las valoraciones sexuales y poéticas del medio burgués. 
              Aunque el medio influyó decisivamente en la forma de sus 
              destinos. I. Un dandy del 900 Roberto de las Carreras había nacido en 1873. Su madre, 
              Doña Clara García de Zúñiga, era una 
              de las mujeres más ricas y extravagantes del Río de 
              la Plata. Heredera de un señor feudal de Entre Ríos 
              (Argentina), Clara se dio todos los lujos que la inmoralidad puede 
              anhelar. Se casa a los 15 años con José María 
              Zuviría, pero ese acontecimiento resulta apenas el origen 
              de una larga carrera de adulterios que la llevará (entre 
              otros) a los brazos de Ernesto de las Carreras, secretario de Leandro 
              Gómez en Paysandú. Cuando nace Roberto, la madre no 
              interrumpe su vocación. Por el contrario, continúa 
              acumulando amantes (en un expediente judicial se jacta de no haber 
              nunca negado su cuerpo a quien le gustara), ostentándose 
              con ellos en las veladas del Solís, el principal teatro montevideano, 
              y dando escándalos púbicos a toda hora. Su apoteosis 
              llega el día en que desde un balcón del Hotel Oriental 
              (residencia entonces de diplomáticos) comienza a arrojar 
              a la calle unas libras esterlinas que llevaba en una bandeja. Se 
              dice que estaba completamente desnuda. Era en 1874, cuando Roberto 
              tenía apenas un año. Es comprensible que Ernesto de las Carreras no haya creído 
              necesario asumir ninguna responsabilidad paterna. Abandonó 
              al niño a su destino de bastardo y sólo se preocupó 
              (cuando era más grande) de darle alguna lección de 
              moral, que Roberto transcribe en una de sus obras más famosas, 
              Amor libre (1902). Allí cuenta: "Un hombre 
              enérgico, decíame, refiriendo el caso de un marido 
              que, al encontrar a su mujer 'in fraganti', la había arrojado 
              por el balcón: 'Es el único medio de contener a la 
              mujer'. El hombre que así hablaba era mi padre. Yo sentí 
              protestar en mí, desde entonces, el alma de mi madre que 
              me inspira, de la mujer de pasión y de aventura, de la desvanecida 
              soñadora que la educación burguesa me enseñaba 
              a odiar. Al defender el sexo siento que la defiendo. Mi esfuerzo 
              libertario es un tributo altivo y vengador a sus dolores de Amorosa 
              !"  La lección del padre se hundió bien hondo 
              en Roberto y provocó los extraños frutos que enuncian 
              estas palabras. Convertido en bastardo por la voluntad o desaprensión 
              de sus padres, Roberto decidió asumir públicamente 
              el título. En vez de ocultarlo y ocultarse, Roberto de las 
              Carreras con una audacia que habría de costarle al cabo la 
              salud, se proclama (y en verso) hijo natural. Después de un libro de Poesía (1892) que publica 
              con seudónimo y que nadie lee, su carrera de escándalo 
              se inaugura con un largo poema en alejandrinos que titula Al 
              lector (1894). Está publicado bajo su propio nombre y, 
              como el primero, lleva una dedicatoria al filósofo Carlos 
              Vaz Ferreira, su gran amigo. El joven que publica este poema ya 
              ha elegido la estampa d'annunziana que será su marca de fábrica: 
              rubio, alto, hermoso, pasea su insolente figura decorada por un 
              bigote en punta, un sombrero requintado, la flor en el ojal, por 
              las calles de esa Montevideo que terminaba (para la gente bien) 
              en Ejido. Más allá era la selva; es decir, la ciudad 
              que iban construyendo poco a poco los inmigrantes, los gallegos 
              y napolitanos a los que ignoraba tan minuciosamente la clase patricia. 
              Su base de operaciones era la Ciudad Vieja, con la Plaza Matriz 
              como centro, el Café Moka como punto de referencia obligada, 
              el Hotel Oriental y el Club Uruguay como núcleos sociales. 
              Era un Montevideo pequeño, compacto, asfixiante. En ese charco, 
              arroja Roberto la primera piedra: "Al lector, al que 
              empieza por calificar de "bestia". Allí se declara discípulo de Byron y de Musset, ostenta 
              su narcisismo ("Una poesía que hago en frente del 
              espejo..."); anuncia su pánico a envejecer y a la 
              inevitable muerte; comenta el fracaso de su amigo Vaz Ferreira al 
              recomendarle un licor para "curar mis gastados nervios debilitados"; 
              se jacta de gastar la mitad de su vigor en mujeres; instaura su 
              capricho como única ley; revela casi involuntariamente un 
              temor morboso a la impotencia poética... "... y me 
              tiento el brazo; pero al ver / Que apenas tengo en él un 
              proyecto de músculo, / No me siento capaz ni de hacer un 
              opúsculo"); pavonea su satanismo ("Y yo 
              soy un malvado, un eterno burlón, /Que todo satirizo, hasta 
              la religión / A mi nada me impone y nada me gobierna"); 
              anuncia su proyecto de escribir "un poema del diablo, / 
              inmenso, colosal"; resume una pieza de teatro que nunca 
              ha escrito y en que tiene papel central él mismo; juega con 
              la idea del suicidio; afirma que Dios es sordomudo; se burla del 
              patriotismo, pero al cabo admite que tal vez esté hablando 
              sólo; para terminar reconociendo que "no sé 
              vivir", que la Naturaleza se ha equivocado pues "yo 
              soy una parte / Bien enferma de su obra, un caso patológico". 
              El poema se cierra con una larga tirada en que se advierte (tras 
              la burla literaria) el horrible encono de haber sido engendrado: 
              "Esta vida fatal, fruto del egoísmo y de un olvido 
              atroces. / Pues nuestros padres nunca han de haber ignorado / Que 
              nuestro sufrimiento estaba destinado / A ser, por nuestro mal, el 
              precio de sus goces". Y aunque transfiere la culpa, resulta 
              evidente que la Naturaleza (esa madrastra indiferente de Vigny) 
              es para él una metáfora de la madre. Si bien el arsenal revolucionario que utiliza aquí Roberto 
              es de segunda mano y tiene casi un siglo de antigüedad, para 
              la lírica uruguaya de su época anunciaba el decadentismo. 
              Ya circulaban los poetas malditos en algunas manos (como las de 
              Samuel Blixen, crítico curioso más que profundo); 
              Darío habría de dar, dos años más tarde, 
              en Los raros, un buen manual para la literatura de ese capitoso 
              fin de siglo europeo; pronto Rodó fundaría con algunos 
              amigos la Revista Nacional (1895-1897) que permite difundir 
              algunos nombres claves; a fines de siglo, en 1899, Horacio Quiroga 
              fundaría en Salto la primera publiación totalmente 
              decadente del país, la Revista del Salto. Pero la 
              novedad de Roberto de las Carreras es más vital que literaria. 
              Su genealogía en 1894 no está en Poe ni en Baudelaire 
              a los que todavía no conoce (como apunta correctamente Blixen 
              en un artículo coetáneo), sino en la intuición 
              dolorosa de ciertas esencias románticas que ya están 
              en Byron y en Musset. Por eso, este muchacho bastardo, hijo del 
              amor, de un salto se coloca a la vanguardia de la lírica 
              uruguaya de su tiempo. Aunque a él le interesaba la poesía sólo como 
              medio, sus otros poemas tienen más que ver con la biografía 
              que con la poética. El más sonado es Mi herencia, 
              que publica en el diario El Día (4 de diciembre de 
              1894). Allí denuncia ante sus ochocientos mil compatriotas 
              su condición de hijo natural que había sido insinuada 
              en el poema Al lector: Es mi crimen, lector, no haber nacidoEn toda regla ... Y quedo sin herencia!...
 En el poema habla con equívoco respeto de su padre: Teníamos, es cierto, divergenciasDe opiniones. Severo, reservado,
 El siempre respetó las conveniencias,
 Y era, además, político exaltado.
 Firme y recto, me hubiera dedicado
 Por su gusto, al comercio o a las ciencias.
 Pero ese respeto de 1894, que se convertirá en desafío 
              en 1902 cuando escribe Amor libre, ya está teñido 
              de la ironía del poeta por las ocupaciones burguesas: Mas, yo lleno de sueños y lirismo,Soy un gran holgazán... Siempre lo fui.
 Y si comprendo, con un gran cinismo,
 Que los demás trabajen para mí,
 Aseguro que nunca concebí
 Que ellos pudieran también pensar lo mismo.
 Más adelante se declara: Sin ideal, de condición suicida,Suelo escribir, esto es, desperezarme.
 Hay mucho de pose en estos desplantes pero también hay mucho 
              de verdad a contrapelo. Si bien el poema continúa subrayando 
              su lamentable condición de bastardo, su redacción 
              y hasta publicación en un diario importante obedecen a la 
              necesidad de presionar a su familia para que le reconozca su parte 
              en la herencia paterna. La actitud es doblemente bufonesca ya que 
              se presenta como destituido pero lo hace con terrible insolencia; 
              pide alimentos y ropa, y al mismo tiempo se burla de las convenciones 
              burguesas para proclamar: Pero no creo ni por un momento,Que ser bastardo sea denigrante.
 Al contrario, me encuentro muy contento
 Por ello. Me parece interesante,
 Original, feliz, hasta elegante !
 Te lo digo, lector, como lo siento.
 Mi nacimiento es muy decadentista,
 Y viene bien a un hombre que no anhela
 Nada más que ser nuevo y ser artista.
 A un poeta sin reglas, sin escuela...
 A más, puedo ser héroe de novela
 Romántica... y también naturalista.
 Para nacer, según es muy sabido,
 Es de necesidad, generalmente,
 Que dos personas hayan consentido
 En casarse, a lo menos civilmente.
 Mas yo, siempre discorde con la gente,
 Para nacer de todo he prescindido
 La ley, la religión y la moral
 No han tenido, lector, nada que ver
 Con mi cuna. Eso ha sido algo infernal:
 Pero se relaciona, a mi entender,
 Con mi estilo. Ese modo de nacer
 Es muy mío. Lo encuentro personal
 Antes que Jean Genet, antes que Sartre, Roberto de las Carreras 
              descubre que su única salida es asumir la imagen que los 
              otros le han impuesto: lo han hecho bastardo, y empezará 
              por proclamarlo, transormándose de víctima en victimario. 
              De aquí nace su poesía, de aquí su desafío, 
              de aquí sus desplantes y escándalo. Todo lo que sigue 
              es la natural consecuencia de esta elección: los encendidos 
              poemas a mujeres casadas a las que quiere rescatar de la brutalidad, 
              de "las ferocidades lúbricas" de sus maridos 
              (Poema sentimental); el horrible poema Desolación 
              (publicado también en El Día, 18 de junio 
              de 1895) en que desnuda su condición de niño desamparado, 
              sin amor, despreciado por una Naturaleza a la que invoca como madre, 
              envidioso de la fiesta ajena; esa oda a Mi italiana que inaugura 
              una serie de descripciones más o menos ideales y en la que 
              se encuentra ya la experiencia de llegar siempre demasiado tarde 
              a la fiesta del amor. De aquí nace también ese viaje 
              a París, que realiza en 1895 y del que queda una copiosa 
              leyenda erótica, sin duda más falsa que verdadera. Cuando vuelve en 1898, Roberto de las Carreras es un bastardo de 
              25 años, un poeta maldito que ha leído (por fin) a 
              Poe y a Baudelaire, que ha ostentado la más ardiente necrofilia 
              en un poema en forma de cuestionario (En un álbum de confesiones, 
              15 de setiembre de 1896) y que viene dispuesto a convertir en realidad 
              su sueño erótico. El poeta que ha aprendido a manejar 
              el alejandrino, que llegará a dominar el endecasílabo, 
              que trabajará oralmente cada línea, se revela sin 
              embargo como torrencial prosista. Sus mejores composiciones de esta 
              época están en prosa y son motivadas por sus ensoñadas 
              aventuras. En Montevideo esa es la hora de un anarquismo intelectual 
              que arrastra a muchos niños bien, como lo hará décadas 
              más tarde el Frente Popular de 1936 o más recientemente 
              la literatura comprometida de salón. Roberto se proclamará 
              anarquista, predicará el amor libre (que él entendía 
              como libertad de corromper a señoras casadas) y sostendrá 
              en los hechos y en el verso un desarreglo sistemático de 
              los sentidos, aunque tal vez le fuera desconocida esta expresión 
              de Rimbaud. Ocurren aquí esos incidentes pintorescos que 
              ha registrado la chismografía literaria de esta aldea montevideana: 
              su persecución de una mujer casada que él llama Lisette 
              d'Armanville y a la que dedica su folleto, Sueño de Oriente 
              (1900); su precipitado casamiento con una menor que él seduce 
              (o que lo seduce, tal vez) y que suscita una absurda carta abierta 
              a Julio Herrera y Reissig (El trabajo, 8 de octubre de 1901) 
              en que Roberto explica que condesciende al matrimonio para evitar 
              que la muchacha sea recluida en un reformatorio; el folleto que 
              dedica en 1902 a contar su Waterloo de marido y amante: Amor 
              libre, interviews voluptuosas con Roberto de las Carreras, donde 
              reconoce que de regreso de un viaje encuentra a su esposa en brazos 
              de otro hombre (también llamado Roberto) y que en vez de 
              arrojarla por el balcón (como proclamó su padre ilegítimo) 
              la exalta como verdadera discípula en la causa del amor libre. Este folleto es el punto culminante de su carrera de cronista. 
              Es uno de los libros pornográficos más deliciosos 
              de la literatura uruguaya. Como había sucedido antes con 
              su condición de bastardo, ahora Roberto exalta sus cuernos. 
              Dando un doble salto mortal en el aire, asume la imagen que otros 
              le han impuesto, la hace suya, la elige. En vez del papel de marido 
              engañado prefiere el de iniciador: afirma que al entregarse 
              a otro hombre, su mujer no hace más que poner en práctica 
              sus enseñanzas. Y para salvar su hombría detalla con 
              cómicos epítetos los copiosos sacrificios a que somete 
              a su mujer para que ésta advierta y reconozca la diferencia 
              entre el maestro y el rival. El erotismo literario de Roberto de 
              las Carreras llega en este opúsculo a su punto máximo. 
              Hasta entonces se había limitado a anunciar sus proyectos 
              de conquistador; ahora historia sus triunfos y lo hace con un brío 
              que levanta su prosa, por lo general demasiado caótica y 
              delirante, a una precisión admirable. Al convertir en victoria una derrota (la máxima para el 
              machismo latino), Roberto de las Carreras pone otra vez en marcha 
              el mecanismo de conversiones que le permitió superar desde 
              la adolescencia el estigma de bastardo. Pronto una nueva producción 
              habría de devolverlo a la notoriedad del escándalo 
              aldeano. Roberto pertenecía a una época en que se 
              odiaba lo directo y despojado, se acumulaban cosas sobre cosas por 
              un horror culpable al vacío, se convertía todo objeto 
              en metáfora de otro. El "Art Nouveau", señaló 
              con acierto una vez Octavio Paz, es la apoteosis de la metáfora 
              material; sillas en forma de conchas marinas o de nenúfares, 
              mesas que parecen lirios de madera, camas que proliferan como selvas. 
              Basta mirar el libro que en 1905 publica Roberto de las Carreras: 
              Psalmo a Venus Cavalieri. Es un álbum en formato mayor y está dedicado a una 
              famosa belleza de la época -que el poeta no conocía 
              personalmente y no vendría al Plata hasta 1920-. Impreso 
              en 1905, nada menos que por Barreiro y Ramos, casa respetable 
              si las hay, sus hojas son púrpura, el texto está en 
              negro, las iniciales en dorado. En las páginas impares habla 
              la encendida verba de Roberto, desafiando a la púgil del 
              sensualismo (así la llama) al combate venéreo; 
              en las páginas pares, en tarjetas postales de la época, 
              se luce en distintos avatares la belleza (aún hoy impresionante) 
              de Lina Cavalieri. En una de las tarjetas, Lina, el rostro de Lina, 
              de perfil, emerge de un tulipán y está coronado por 
              otro. El libro es un disparate poético tan metafórico 
              como los vestidos que luce la belleza y que la hacen aparecer sucesivamente 
              como diosa griega, como curvilíneo jarrón de mayólica, 
              como viva enredadera. Es un libro pero es también un sueño 
              de erotismo sangriento y cerebral, un torrente de cursilería, 
              una explosión de oropeles. La Venus no contestó al 
              reto. Probablemente ni se enteró de él, pero para 
              Roberto era suficiente el desafío. Este poema en prosa es 
              su fabricación más perfecta. Hay otros dos folletos del mismo período en que se revela 
              idéntica ambición de escándalo: Yo no soy 
              culpable... (1905), impreso en rojo sobre blanco, delirante, 
              confesión de amor satánico; y Don Juan (Balmaceda), 
              algo posterior, sobre un amante inmolado por el hermano de su amada. 
              Pero ninguno de estos dos poemas en prosa alcanza la temperatura 
              del Psalmo. Sin embargo, su hora cumbre estaba por llegar. Es el episodio tantas veces contado de su asedio a una mujer soltera 
              que solía pasar, envuelta en un traje azul de corte griego, 
              frente a la ventana del Café Moka que Roberto ocupaba con 
              sus adláteres boquiabiertos. La vanidad del poeta le hace 
              creer que ella cruza por allí para verlo, pronto la está 
              cubriendo literalmente de piropos, escribe y publica un largo poema 
              en prosa (En onda azul, 1905) para celebrar su belleza, asciende 
              peligrosamente hasta su balcón y allí lo deposita 
              con canastas de rosas y se dice que también deja una carta 
              de minuciosa pornografía. El gesto tiene un réplica previsible. Un hermano de la asediada 
              lo increpa en la calle, Roberto se le insolenta, el hermano saca 
              un revólver, Roberto lo golpea irónicamente con una 
              fusta que siempre llevaba en la mano mientras el hermano (que no 
              entendía de dandysmos) le descerraja dos tiros en el pecho. 
              Roberto cae con una sonrisa en los labios y una frase: "Esta 
              noche cenaré con los dioses". Pero no muere, se 
              sobrevive para poder ostentar en el chaleco "sus condecoraciones": 
              los dos agujeros por donde penetraron las balas. También 
              escribe (es claro) otro folleto: Diadema fúnebre, 
              que luce una previsible mancha de sangre en la carátula. 
              Todo era metáfora. Tantas victorias a lo Pirro acabarían por convertir a Roberto 
              de las Carreras en objeto de irrisión. Además se le 
              acaba el dinero, y un dandy pobre es un ripio. Recurre a las amistades 
              políticas (contaba con el apoyo de Arturo Santa Anna) y se 
              le envía a un oscuro consulado en el Sur de Brasil, en Paranaguá. 
              Desde allí continúa escribiendo poemas cada vez más 
              incoherentes y confusos en que algunos críticos han creído 
              descifrar pensamientos abismales. Se titulan La visión 
              del Arcángel (1908), La Venus celeste (1909), 
              Suspiro a una palmera (1912). Proyecta varios libros imposibles, 
              las crisis de desvarío son cada vez más frecuentes, 
              en sus cartas se queja del infierno tropical en que vive, hasta 
              que un día de 1913 se le reempatria definitivamente. A partir 
              de esa fecha sale de circulación: recorre todavía 
              solitario los barrios suburbanos que antes soslayara, no quiere 
              hablar con nadie, unas tías viejas lo recogen hasta que se 
              hace cargo de él su hijo. Se hunde cada vez más empecinadamente 
              en una locura que llega a cubrir medio siglo.
 En realidad, los cuarenta años de la vida pública 
              de Roberto de las Carreras (1873-1913) no abarcan sino su vida imaginaria, 
              la vida que él asume y elige como respuesta a un nacimiento 
              que su orgullo burgués no podía aceptar. Son los años 
              de la gran comedia de su vida. Este exhibicionista delirante, esta 
              necesidad de proclamar a los cuatro vientos su condición 
              de hijo ilegítimo, de pormenorizar los copiosos adulterios 
              de su madre ("Ha sido la única gran señora 
              de este pueblo. Paseaba insolentemente sus conquistas por la faz 
              de la miserable aldea"), de registrar fanáticamente 
              el número y circunstancias de sus hazañas amorosas, 
              tienen una clave fácil. En el Montevideo del Novecientos 
              la moralidad imponía la frustración visible, el soterramiento 
              de los instintos, el silencio de toda irregularidad. Todo se barría 
              debajo de la alfombra, una alfombra grande y generosa, por cierto. 
              El pecado de escándalo atemorizaba a quienes con entusiasmo 
              cedían en privado a otros pecados. En ese medio y en esa 
              hora crepuscular de la sociedad burguesa, Roberto eligió 
              la exhibición. Era una forma de aliviar las horribles tensiones 
              interiores, la lucha del hombre contra sus demonios, su negativa 
              más honda (sólo por él conocida) de aceptarse 
              como era: hijo sin padre, con una madre prostituida; amante que 
              siempre llegaba tarde o no llegaba del todo; marido burlado al fin. 
              Contaba sus copiosos sacrificios en el altar de Venus tal vez porque 
              era sólo ocasionalmente potente. De Rousseau se ha llegado 
              a decir que en las Confesiones se pavonea de los hijos que 
              había puesto en el asilo para no tener que admitir que era 
              incapaz de engendrarlos. Por eso, y esta es la última paradoja de la existencia brillante 
              y absurda de Roberto de las Carreras, los años más 
              trágicos, los años verdaderamente horribles, no son 
              esos cincuenta últimos en que vive recluido dentro de un 
              mundo voluntariamente petrificado, sino esos otros cuarenta en que 
              circula al aire libre, expuesto a las miradas de todos, desgarrado 
              por las miradas de todos, gritando más fuerte que todos para 
              acallar el infierno interior, exhibiendo sin pudor sus lacras (más 
              imaginarias que reales), alborotando el ambiente, haciéndose 
              insultar, balear, crucificar hasta su destierro definitivo en el 
              purgatorio tropical. Esos años de escándalo y gloria 
              son los años realmente negros, los años de la gran 
              humillación cotidiana, del castigo infligido por el más 
              implacable verdugo: su propia conciencia insomne. La primera liberación 
              llega en 1913, cuando al fin Roberto se inventa una salida, abre 
              la puerta que da a otro mundo mágico, y se refugia en la 
              locura como en el definitivo, acogedor, seno materno. También 
              su madre había acabado por encontrar esecamino. Ese día 
              de 1913, Roberto encuentra al fin la puerta, hace girar el picaporte, 
              empuja, penetra en un mundo perfectamente entero y coherente, un 
              mundo propio e inefable como el Paraíso dantesco. Allí 
              descansa y calla -cincuenta años casi- hasta la hora de otra 
              liberación. En el universo de objetos metafóricos 
              de la "Belle Epoque" había encontrado por fin su 
              metáfora última. II. El pleito de los decadentes Una mirada crítica salvará tal vez muy poco de la 
              copiosa y caótica producción en prosa y verso que 
              lleva la firma de Roberto de las Carreras. Es la suya una curiosidad 
              de la literatura uruguaya. Aunque tiene algunos méritos. 
              Como versificador era generalmente insufrible y disimulaba con un 
              prosaísmo a lo Byron la infelicidad general de sus ritmos. 
              Pero como prosista (sobre todo en Amor libre y en Psalmo 
              a Venus Cavalieri) registra aciertos. Salvada la voluntad de 
              escándalo, y el desafío deliberado de algunos pormenores, 
              la prosa de Amor libre tiene vida, tiene ritmo, tiene calor. 
              Es algo más que un documento aunque sea sobre todo documental. 
              En el Psalmo hay tiradas que se levantan sobre la utilería 
              "Art Nouveau" para alcanzar una vibración singular. 
              El Reto en que culmina el poema está lleno de pasión 
              verbal. Pero la mayor gloria literaria de Roberto de las Carreras 
              no radica en lo que ha creado, sino en lo que supo despertar en 
              otro. De la pléyade de almas dóciles que lo seguían, 
              que copiaban sus frases, sus corbatas floridas, sus bigotes engomados, 
              su sombrero requintado, su sobada estampa d'annunziana, hay uno 
              que es un gran poeta y que recibirá de manos de Roberto la 
              antorcha del decadentismo. Es Julio Herrera y Reissig, dos años 
              menor. El éxito póstumo de Herrera y Reissig (que muere 
              en 1910, a los 35 años), la diligencia de sus acólitos, 
              los anacronismos de la historia literaria, han invertido los términos 
              de un proceso que sin embargo está bien documentado. Aunque 
              Roberto de las Carreras fue el primero que practicó en verso 
              y prosa el decadentismo en el Uruguay, otros poetas han intentado 
              postularse para ese principiado: Alvaro Armando Vasseur que ha dejado 
              en Los maestros cantores (Madrid, 1936) una crónica 
              sumamente parcial del conflicto; Herrera y Reissig que en medio 
              de una polémica se empeña como iniciador y maestro. 
              La verdad es otra y ha sido restituida por los documentos. Cuando 
              regresa Roberto de las Carreras de París (hacia 1898), trae 
              consigo no sólo la leyenda de sus aventuras con famosas cocottes 
              de la "Belle Epoque", sino un baúl con las últimas 
              novedades literarias del decadentismo francés. Entre los 
              libros que trae hay un tomo de poesías de Albert Samain que 
              pronto será confiscado por Herrera y Reissig. El contacto 
              personal entre los dos poetas se produce sólo en 1900. Herrera 
              todavía no acaba de salir del cascarón romántico, 
              cuando funda La Revista, muy pobretona y ecléctica. 
              Pero en su primer número (20 de octubre de 1899) ya aparece 
              una colaboración de Roberto de las Carreras, la descripción 
              erótica de una mujer que tiene todos los prestigios de su 
              rara prosa: "Hacía y deshacía sobre su frente 
              peinados raros; se la rodeaba como las Circasianas con una diadema 
              de medallitas... Tenía cojines de terciopelo en que se acostaba 
              desnuda sobre el pecho como una gata rampante... Espejos a ras de 
              suelo le devolvían cien veces la imagen de sus caprichosas 
              actitudes, con las que superaba en secreto a las Odaliscas, a las 
              misteriosas esclavas que adormecían a los Sultanes en sus 
              mágicos brazos de favoritas... En el risueño desvarío 
              de su imaginación, mecida por las fábulas, oscilaba 
              bajo sus pies el puente de los navíos y se sentía 
              conducida en las literas de las reinas de Egipto..." El fragmento la identifica como la misma Lisette a la que dedicará 
              un año más tarde Sueño de Oriente; de 
              hecho, el fragmento es un anticipo de esta obra. Cuando se publique, 
              Herrera y Reissig lo leerá en éxtasis e irá 
              a conocer a Roberto a su hotel, acompañado de su primo, Carlos 
              Méndez Reissig. Desnudo dentro de su bañera, como 
              un príncipe, los recibe Roberto. Este gesto perfecciona la 
              admiración. Pronto Herrera estará escribiendo para 
              La Revista (25 de abril de 1900) una entusiástica 
              reseña bibliográfica sobre Sueño de Oriente, 
              en que lo exalta en términos que revelan su influencia: "Es 
              un sibarita, que sienta mal en el rebaño burgués de 
              nuestros literatos"; " 'Sueño de Oriente' constituye 
              la nota artística más anticonvencional posible dada 
              en el pequeño teatro de nuestra literatura"; "El 
              autor -ya que por su idiosincrasia, es lo que daremos en llamar 
              un tipo; que no se acoquina ante los tragaleones de la crítica 
              de monasterio; que se ríe compasivamente de nuestra castidad 
              social; que es filoso y audaz como un estilete; que tiene como Byron 
              'doble lengua' para hablar; y que, estamos seguros, entregaría 
              su alma al diablo a condición de conseguir su presa- se ha 
              mostrado el 'dandy' y no el hombre, y cualquiera que mire la fachada 
              del libro -ya profese la estética de Taine o de Brunetière- 
              y examine luego su lujoso interior de alcoba turca, convendrá 
              con nosotros que se trata de un producto híbrido, deplorando, 
              en buena lógica, que la Pompadour, ornada de 'chrysanthèmes' 
              haga hipócritamente, la presentación de Afrodita que 
              esconde bajo un peplo de tul aéreo sus 'crepitantes' carnosidades, 
              como florecidas tuberosas del trópico, y que, para el artista 
              enamorado, son voluptuosos modelos de concupiscente geometría 
              que abarca todo el problema del placer inexhausto y del infernal 
              emporio de los faunos". La reseña concluye con un 
              brindis: "Amigos de hipocresía, ¿acompañadme 
              en el acto de celebrar el sacrificio de un libro el más inmundo 
              y el más hermoso que se puede ofrecer a Satanás!" Tal ditirambo explica que al día siguiente de aparecida 
              La Revista, según cuenta Teodoro Herrera y Reissig 
              en una conferencia de 1933, el vate tan copiosamente incensado haya 
              aparecido en casa de Julio y haya concedido el tuteo a su panegirista. 
              Queda así sellada una amistad decadente. El resultado inmediato 
              de esta vinculación en que Roberto asumía las funciones 
              de súcubo y Julio las de íncubo, fue un interminable 
              disparadero erótico-literario que adoptó la forma 
              de un manuscrito en que ambos se burlaban de la "toldería 
              de Tontovideo". Cuando se llegó a anunciar por la 
              prensa (El Siglo, 7 de junio de 1901) que ellos terminaban 
              un libro de crítica literaria, Carlos Reyles que se había 
              enterado que en él lo criticaban, anunció lapidariamente: 
              "Si esos dos me llegan a maltratar en lo más mínimo, 
              los mataré como a perros, sin vacilación." 
              Tal vez la amenaza de Reyles (hombre de armas llevar y disparar) 
              los haya disuadido: tal vez para estos artífices del exhibicionismo 
              bastaba con anunciar por la prensa la aparición de la obra. 
              Escribirla, ya daba pereza. El erotismo de Roberto se trasmite sólo parcialmente a Julio. 
              En este aspecto el maestro no encontraba el mismo eco en su discípulo. 
              De sexualidad normal, algo moroso, Julio prefiere seguir de lejos 
              a Roberto. Es cierto que al casarse tan precipitadamente, es a Julio 
              a quien se dirige Roberto, bautizándolo de "Pontífice 
              del Libertinaje". Pero la carta que publica El Trabajo 
              en 1901 es un tejido tal de disparates que no parece correcto 
              tomar al pie de la letra ese título. Allí Roberto 
              clama: "En nombre de Afrodita, te debo una explicación. 
              Qué anonadamiento el de tu espíritu, qué síncope 
              fulminante de sorpresa, qué bramidos de indignación 
              los tuyos viéndome con el dogal al cuello, en la picota ignominiosa 
              de los edictos matrimoniales, como cualquier pobre uruguayo que 
              va a cumplir ceremoniosamente su misión prolífica 
              en las cabañas de la sociedad." Este exordio, con 
              sus alusiones a la reproducción ganadera ("cabaña" 
              no es aquí un toque bucólico, sino una precisión 
              agropecuaria), continúa con la explicación del dilema 
              en que se halla: casar con la menor deshonrada o permitir que la 
              envien a un reformatorio: "He optado, como anarquista, por 
              redimir a mi amante de las garras zahareñas de la tiranía 
              burguesa." La carta se cierra con una tirada más 
              delirante, si cabe: "Yo, amante de nacimiento, hidrofobia 
              de los maridos, duende de los hogares, enclaustrador de las cónyuges, 
              sonámbulo de Lisette, me sujeto a tu dictamen, oh Lucifer 
              de Lujuria, hermano mío por Byron, Parca fiera del país, 
              obsesión del pecado, autopista de una raza de charrúas 
              disfrazados de europeos. Yo imploro tu absolución suprema, 
              oh Pontífice del Libertinaje." Tanto título satánico se correspondía mal 
              con la naturaleza más poética que erótica de 
              Julio, que se limitó a tener sólo una hija legítima 
              después de todo y a casar burguesamente con una novia de 
              muchos años. El mismo Roberto, cinco años más 
              tarde, calificará a su discípulo de "marido 
              nato" y hasta llegará a pavonearse de ser amante 
              de la querida de Julio. Pero en 1901, Roberto prefería divulgar 
              la ficción de un Herrera y Reissig, Lucifer de la Lujuria, 
              de un Pontífice del Libertinaje, para aumentar aún 
              más su propia aureola de escándalo. Al convertir a 
              su compañero en sacerdote de insinuadas Misas Negras, su 
              estatura de corruptor se alzaba más satánica aún. 
              La verdad es que la única corrupción a que sometió 
              Roberto a Julio fue la poética. Todos sus desplantes de dandy 
              maldito valían menos que los libros que trabajo en su baúl 
              y que prestó al incubo. Allí estaba el verdadero germen 
              fatal. Por eso resulta más importante el aspecto literario 
              de la relación que el puramente chismográfico.
 Abortado el proyecto de un libro de crítica, Roberto y Julio 
              llevan a cabo una polémica contra Alvaro Armando Vasseur, 
              que se había atrevido a atacar al primero en una silueta 
              periodística bastante reconocible. Bajo el seudónimo 
              de Estumino, Vasseur había publicado en El Tiempo 
              (10 de junio de 1901) una página en que llamaba a Roberto 
              de raté, calificaba su sensibilidad de "exagerada 
              como la de un andrógino de decadencia", lo comparaba 
              con Gómez Carrillo con el que compartiría "la 
              vanidad cósmica y la maledicencia femenil", hacía 
              alusión a su "neurosis mental" y lo abrumaba 
              con otros insultos. La respuesta de Roberto (en la que parece haber 
              colaborado Julio) es de inusitada violencia; se junta en ella el 
              insulto más íntimo ("producto miserable de 
              la inercia matrimonial, en cuya fisonomía 'hébétée' 
              está inscrito el bostezo trivial con que fue engendrado") 
              con una verdadera felicidad para el epíteto que convierte 
              la pieza en el más desagradable y brillante crescendo de 
              injurias. Si Herrera contribuyó a ella, el mérito 
              de su genial encono pertenece sin duda a Roberto. A pesar de la 
              publicidad y del desafío con que Roberto acompañó 
              sus insultos, no hubo duelo. Pero desde entonces se agravó 
              aún más la guerrilla literaria en el Uruguay, el pleito 
              por la hegemonía del decadentismo. La amistad de Roberto con Julio conocería altibajos. Todavía 
              en 1903, al publicarse en el número de junio de Vida Moderna 
              una serie de poemas de Herrera, aparece uno dedicado a Roberto 
              (es Luna de miel, de Los maitines de la noche). Pero 
              ya en 1906, la pareja aparece escindida por una polémica 
              absurda en que Roberto acusa a Julio del robo de una metáfora. 
              En efecto, su folleto En onda azul... (1905) contiene una 
              imagen ("Un no se qué de vivido en sus ojos fundiéndose 
              en el relámpago nevado de su sonrisa") que Roberto 
              cree ver plagiada en estos versos de La Vida publicados en 
              La Democracia (15 de abril de 1906) por Herrera: Cuando al azar en que giroMe insinuó la profetisa
 El relámpago luz perla
 Que decora su sonrisa.
 Aunque Herrera se defiende fechando su poema en 1903 y asegurando 
              que Roberto ya lo había escuchado entonces, toda la polémica 
              resulta absurda porque la imagen había sido utilizada antes 
              por Toribio Vidal Belo en un poema aparecido precisamente en La 
              Revista (20 de agosto de 1899): suenan suaves las risas gris perla. Por otra parte es una imagen que arranca de Quevedo (Retrato de 
              Lisi): Relámpago de risa carmesíes, pasa por Bécquer y llega hasta Pablo Neruda como lo ha demostrado 
              Amado Alonso en su libro sobre este último, aunque sin conocer 
              el pleito de los decadentes uruguayos.
 Si la reclamación era absurda, el tono de la polémica 
              basta para mostrar que Herrera había abandonado del todo 
              en 1906 su actitud de íncubo y que ahora se atrevía 
              a tratar a su iniciador como un poeta algo caprichoso y hasta cargante. 
              La reacción de Roberto es terrible: "Es como si mi 
              espejo me acusara de imitarlo", escribe. Pero es también 
              estéril, aunque Herrera no tuviera razón, aunque hubiera 
              sido su espejo hacia 1900, la verdad es que ahora Herrera era ya 
              un poeta hecho y derecho, estaba en plena madurez lírica, 
              había superado todo terrorismo y se encaminaba a la plenitud 
              de sus últimos años. El maestro había quedado 
              atrás. El pleito de los decadentes ya no tenía sentido. 
              Aunque históricamente tuviera razón Roberto, y no 
              Herrera y menos aún Vasseur, la razón estética 
              la tenía el futuro creador de La torre de las esfinges. Rota la amistad, confinado Roberto en Paranaguá, Herrera 
              sigue creando hasta su temprana muerte en 1910. Entonces Roberto, 
              cuando se entera de esta muerte, envía a Vasseur (el antiguo 
              contrincante de 1901) un libro con una dedicatoria en que dice sencillamente: 
              "Julio ha muerto". A él mismo sólo 
              le quedaban tres años de peleada lucidez. Tal vez no supo 
              entonces ni haya llegado a saber nunca que su título para 
              la gloria literaria no fue la publicación de esos numerosos 
              folletos, en prosa y verso, en que ventiló su horrible resentimiento 
              de bastardo, sino su breve y tempestuosa amistad con Herrera y Reissig. 
              Boscán involuntario de este nuevo Garcilaso, Roberto de las 
              Carreras se fue al otro mundo de la insanía sin saber la 
              naturaleza exacta de su mayor hazaña poética. Su 
              mejor acción es también pura metáfora (1). III. La pitonisa y la nena Aunque a su muerte en 1914 habría de coagular una imagen 
              violenta y trágica de Delmira Agustini, la verdad es que 
              sólo un año antes de los dos pistoletazos de Enrique 
              Job Reyes, Delmira seguía siendo presentada al público 
              uruguayo como una niña. Sus primeros versos fueron publicados 
              en el semanario ilustrado Rojo y blanco, que dirigía 
              Samuel Blixen en Montevideo, con estas palabras: "La autora 
              de esta composición es una niña de 12 años..." 
              Eso era en 1902, cuando Delmira ya tenía 16 años. 
              La pequeña superchería continúa al año 
              siguiente con una nota más larga de otra revista, La Alborada 
              (1 de marzo de 1903), en que se le califica de "una verdadera 
              joya, un 'bijou'; más que una niña, casi una señorita, 
              se incorpora con decidida vocación al manojo de mujeres poetisas 
              uruguayas." La nota continúa con otros lugares comunes, 
              exalta su "belleza física de virgen rubia, delicada, 
              sensible y joven como un pétalo de rosa", y culmina 
              en un párrafo memorable: "Esta fue nuestra impresión 
              cuando una buena mañana llegó a nuestra redacción 
              a traernos un trabajo que depositó con sus manecitas de muñeca 
              en nuestra mesa revuelta, y que nos leyó después con 
              una entonación delicada, suave, de cristal, como si temiera 
              romper la madeja fina de su canto, desenvuelta en la rueca de un 
              papel delicado y quebradizo como su cuerpecito rosado, como el encaje 
              de sus versos." La cursilería de la época quería que Delmira 
              (16, 17 años) fuera una muñeca, que emitía 
              versitos. Esta imagen se fija en el prólogo de su primera 
              obra (El Libro Blanco, obviamente) en el que Manuel Medina 
              Betancort vuelve a hablar de la niña "de quince años, 
              rubia, azul, ligera, casi sobrehumana, suave y quebradiza como un 
              ángel encarnado y como un ángel lleno de encanto y 
              de inocencia". Como el prologuista escribe en 1907 y se 
              refiere a un encuentro de "hace cuatro años", la 
              fecha que evoca es un 1903 en que Delmira tenía no quince 
              años, sino diecisiete y ya era (a juzgar por las fotografías) 
              un ángel bastante encarnado y robusto. Pero esos detalles 
              de la mera realidad no podían afectar a quien estaba embarcado 
              en una tarea de mitificación prematura. En su prólogo, 
              Medina Betancort cuenta también que Delmira se acerca hasta 
              su mesa de trabajo y con ingenuo ademán extiende sus versos 
              con unas frases muy simples. "Las palabras sonaron en los 
              oídos suavemente menudas, cristalinas, como si apenas las 
              tocara para decirlas, como si en su garganta de virgencita hubiera 
              gorjeos en vez de vocablos, ecos de vibraciones en vez de música 
              de sonidos." También contribuye a la mitología de la niña 
              Raúl Montero Bustamante con una evocación de 1906 
              (que recoge en un prólogo de 1940); allí cuenta que 
              una tarde del año 1906 le fue anunciada la visita de la poetisa 
              a quien acompañaba su padre. "La joven estaba en 
              el esplendor de la juventud y de la belleza. Traía en sus 
              manos su primera colección de versos y sonreía tímidamente 
              en silencio, mientras su padre exponía el caso de la niña 
              prodigio que comenzaba a interesar a los hombres de letras de la 
              época. Nada agregó ella y luego de dejar la colección 
              sobre la mesa, se fue en silencio, como había llegado, mirando 
              vagamente con sus ojos sonámbulos velados por el ensortijado 
              cabello rubio que caía en ondas sobre su frente y le orlaba 
              el rostro. Aquella pequeña Ofelia que pasó como una 
              sombra por la sala, había dejado, sin embargo, una colección 
              de cerillas incandescentes, como si en ellas Eros y Safo hubieran 
              escrito con sangre sus amores. ¿No era esto, acaso, adivinación? 
              ¿No lo siguió siendo en sus libros sucesivos? ¿No 
              lo fueron todos esos poemas que creó su sensibilidad y su 
              imaginación al margen de toda realidad objetiva?" 
              Tal vez la memoria juega una mala pasada a Montero Bustamante. Porque 
              si se refiere a un libro ya impreso cuando habla de "la 
              primera colección de versos", entonces el episodio 
              sólo pudo haber ocurrido en 1907, fecha en que Delmira publica 
              El Libro Blanco. Entonces la joven musa tiene 21 años, 
              lo que agrava aún más la pretensión de presentarla 
              como una pequeña Ofelia."   
 (1) Una de las principales fuentes vivas para el 
              conocimiento de Roberto de las Carreras es Alberto Zum Felde. En 
              Crítica de la literatura uruguaya (1921), en Proceso 
              intelectual del Uruguay (1939, 1941) y en una reciente entrevista 
              (El País, Montevideo, 1 de setiembre de 1963) se ha 
              referido sabrosamente Zum Felde a Roberto de las Carreras. En sus 
              recuerdos está parcialmente basada la crónica chismográfica 
              y brillante de Angel Rama. Un fogonazo sobre la aldea, que 
              se publicó en Marcha (Montevideo, 16 de agosto de 
              1963). Sobre las relaciones de Roberto con Herrera y Reissig ha 
              escrito larga y en general acertadamente Roberto Bula Píriz 
              en su estudio Herrera y Reissig: Vida y Obra, de la Revista 
              Hispánica Moderna (enero-diciembre 1951). Las ediciones 
              originales de Roberto de las Carreras son inaccesibles. Hay una 
              antología, Epístolas, Psalmos y Poemas (Montevideo, 
              Claudio García y Cía., 1944, con un perfil de Ovidio 
              Fernández Ríos y un estudio de Samuel Blixen) que 
              todavía circula por las librerías montevideanas. Se 
              recogen allí algunos poemas sueltos, además de Yo 
              no soy culpable...; Don Juan (Balmaceda) y el inefable Psalmo 
              a Venus Cavalieri. con reproducción de sus ilustraciones 
              originales. Vale la pena consultarlo. Volver  
              
              
               
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