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                | Dibujo de Fini |  "El texto de Montero Bustamante sintetiza por otra parte en 
              términos muy claros el problema literario que a los hombres 
              de letras de aquel entonces planteaba Delmira por su mera existencia, 
              Porque esta niña, este "bijou", esta cosita 
              tierna y sonrosada, escribía una poesía impregnada 
              de los ardores de Safo. El primero que enunció el problema 
              en sus términos correctos no fue, sin embargo, Montero Bustamante 
              sino Carlos Vaz Ferreira que era amigo de la familia de Delmira, 
              la conocía personalmente y estaba dotado de una singular 
              intuición crítica. En una carta de marzo de 1908 que 
              sólo parcialmente fue conocida en su época (Delmira 
              recortó algunas frases, convirtiéndolas en juicios 
              críticos, y las publicó en periódicos), Vaz 
              Ferreira califica El Libro Blanco de "milagro". 
              Tiene en cuenta para esta calificación la edad de la poetisa, 
              su sexo, el ambiente en que ha vivido. "Si Ud. tuviera algún 
              respeto por las leyes de la psicología, ciencia muy seria 
              que yo enseño, no debería ser capaz, no precisamente 
              de escribir, sino de entender su libro". La publicación 
              parcial del juicio, la evidente oscuridad de ciertas alusiones de 
              Vaz Ferreira, su propia concepción positivista de la psicología 
              humana, facilitaron una confusión que fue tomando cuerpo 
              con el tiempo. Se creyó que él aludía al contenido 
              sexual de varios poemas, cuando lo que quería decir -y decía- 
              era que le parecía milagrosa la comprensión de la 
              vida que otros poemas -nada sexuales- revelaban. Mal leída y entendida, penosamente mutilada, la carta de 
              Vaz Ferreira contribuyó a la leyenda de la niña y 
              alimentó lateralmente otras confusiones aún más 
              cómicas: la de que Delmira Agustini trataba profundos temas 
              filosóficos en sus poemas. En esa trampa cayeron críticos 
              ilustres; algunos lograron rectificarse, como Alberto Zum Felde 
              que más tarde tuvo que componer varias palinodias. El tema, 
              sin embargo, es secundario. Lo importante es que la leyenda de la 
              Nena continuó su marcha. Todavía en 1912 la exhuma 
              nada menos que Rubén Darío en unas palabras que Delmira 
              puso como prólogo a su libro de madurez, Los cálices 
              vacíos (1913). Allí Darío, después 
              de reconocer su excepcionalidad poética y compararla con 
              Santa Teresa de Jesús (otro parentesco que traería 
              confusiones y engendraría más tonterías), profetiza: 
              "Si esta niña bella continúa en la lírica 
              revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar 
              a nuestro mundo de lengua española." En la fecha 
              de ese lírico Pórtico la "bella niña" 
              ya tenía 26 años. Puede creerse que era convención de la época llamar 
              niña a toda mujer soltera y presumiblemente virgen. Así 
              Delmira Agustini en una silueta periodística de María 
              Eugenia Vaz Ferreira, escrita para el semanario La Alborada (23 
              de agosto de 1903), la califica de "niña ligeramente 
              voluntariosa", aunque en esa fecha la poetisa, amiga y 
              rival, tenía 28 años. Pero hay algo más que 
              una convención de la burguesía montevideana del Novecientos 
              en ese mote: Delmira no sólo era calificada de niña 
              por los adustos hombres de letras de entonces: ella misma se hacía 
              la nena. Aquí está la clave honda, íntima, 
              del problema. Hija menor de un matrimonio que sólo tenía otro hijo 
              (Alfredo, cuatro años mayor), Delmira fue criada por unos 
              padres excesivamente celosos, que la tenían aprisionada en 
              la cárcel de sus mimos. Todos los testimonios conocidos coinciden 
              en el exceso de celo con que era tratada: no fue a la escuela, sino 
              que su madre le enseñó en casa todo lo que pudo: más 
              tarde tuvo profesores particulares a domicilio, o fue a verlos escoltada 
              por Mamita; casi no tuvo amigos; siempre salía acompañada 
              por sus padres. Sus maestros han dejado coincidente testimonio de 
              que "siempre estaba muy vigilada por sus padres." 
              (Mlle. Madeleine Cassy); de que "su madre era religiosa 
              y severa y ejercía una gran influencia sobre su hija" 
              (Constant Willems); de que "era muy obediente, estaba muy 
              supeditada a su madre; era muy grande la influencia de la madre" 
              (María Sansevè de Roldós), de que era "hija 
              excepcional y amantísima, sumamente respetuosa de su madre" 
              (Delmira Triaco de Conrado, amiga y pariente de la poetisa). Hasta en su corespondencia amorosa con el que había de ser 
              su esposo y asesino, Delmira revela este infantilismo de su carácter, 
              esta monstruosa sujeción a la madre. Aunque las cartas han 
              sido publicadas sin orden y tal vez sea imposible determinar exactamente 
              la fecha en que algunas fueron escritas, es seguro que pertenecen 
              al período que va de 1908 a 1913, es decir que fueron escritas 
              entre los 22 y los 27 años de la poetisa. En todas, el lenguaje 
              básico que Delmira emplea es la media lengua de los niños 
              muy pequeños: "yo no sabo", "cada 
              día lo... tiero... y lo tiero más", "Arió". 
              Muchas cartas están firmadas: la Nena, que es el nombre de 
              entrecasa para toda la familia; en algunas llama Papito a su novio, 
              habla de morderse los "deditos" de rabia, cuenta 
              sus pequeñas argucias para no salir un día que prefiere 
              quedarse en casa ("Me dejaron en casa... por la gracia", 
              comenta), escribe que la "llevan" a pasear, que 
              roba flores en una plaza y que "casi llevaron presa a la 
              Nena por ladrona", etc. etc. Son cartas muy tiernas y analfabetas. 
              Son cartas de la misma mujer que por esos años estaba explorando 
              seriamente los misterios de la expresión poética, 
              del erotismo lírico. La Nena coexiste misteriosamente con la Pitonisa que escribe en 
              pleno delirio. La misma persona que firma Nena las cartas 
              al novio, y que antes había escrito unas semblanzas femeninas 
              con el evidente seudónimo de Joujou, es también 
              y simultáneamente la posesa que en muy pocos años 
              (los seis que van de El libro blanco a Los cálices 
              vacíos, a través del puente que son Los cantos 
              de la mañana) madura prodigiosamente para el arte. La 
              Nena era la máscara con la que circulaba la pitonisa por 
              el mundo; era la máscara adoptada como solución al 
              conflicto familiar que le imponía sobre todo una madre neurótica, 
              posesiva y dominante. Encerrada por el amor materno como en una 
              cárcel, Delmira sólo podía librarse por la 
              poesía. La única salida que le permitían sus 
              apasionados celadores era la creación. Por esa vía, 
              Delmira (la Nena) se escapa. Hay testimonios de que escribía siempre como en trance. 
              Solía sentarse al piano mientras ejecutaba algo, componía 
              poemas, interrumpiendo de golpe la música para apuntar en 
              cualquier lado (a veces en la misma partitura) un verso o poema 
              entero. "Dentro de su misma casa (cuenta Zum Felde que 
              la conoció), y a pesar del infantil apego que tenía 
              por sus padres, se apartaba y permanecía largas horas solitaria 
              y replegada en sí misma, lejana e indiferente a todo, como 
              absorta en un arrobo extraño. El íncubo de su lirismo, 
              la poseía. Sus padres, comprensivos, más por instinto 
              que por cultura, respeteban ese silencio. Concebía y escribía 
              sus poemas en un estado de 'trance' como los mediums: su sensibilidad 
              nerviosa era tan hiperhistérica en tales momentos, que le 
              hacía daño hasta la presencia de una persona en la 
              pieza contigua. Pasando el 'trance' lírico volvía 
              a ser con su madre la niña mimosa que fue siempre. Tocaba 
              el piano y pintaba cosas pueriles". Otros testimonios, 
              recogidos por Ofelia Machado en una biografía, permiten asegurar 
              que "es la madre la que, fuera de otras consagradas atenciones, 
              obliga a respetar religiosamente el sueño matinal de su hija 
              que ha pasado la noche en la angustia de la creación poética, 
              en la tortura de dar forma a un poema, en el pulimento de una imagen 
              rebelde a la expresión lírica. Y es la madre la que 
              exclama alborozada, todas las mañanas, cuando la joven, abriendo 
              las puertas de su habitación, asoma su rostro: ¡Al 
              fin, sale el sol!" Sí, Delmira era el sol de aquellos padres pero la celaban 
              tan extremadamente que la única salida para la mujer que 
              hervía dentro de la Nena era la creación poética: 
              Delmira se perdía en el torbellino del verso como en los 
              brazos de un amante, y emergía en la mañana, conmovida 
              aún por lolos combates nocturnos, ebria como una pitonisa, 
              para asumir la cotidiana máscara burguesa de la Nena. Quien 
              vio con toda claridad la doble vida de Delmira fue Vaz Ferreira, 
              al señalar (según Ofelia Machado); "una separación, 
              un estado de casi absoluta incomunicación entre la creadora 
              poética y la persona de la vida cotidiana, como si estuvieran 
              ambas en casillas psicológicas aparte. Su personalidad normal 
              se dijera que era invadida de pronto por un estado extraño, 
              demoníaco en el sentido espiritual clásico de la expresión, 
              que se ausentara dejándola sola con sus modos, su lenguaje 
              habitual. En la conversación no podía así, 
              percibirse nada que siquiera la distinguiese de lo normal." Esa suerte de esquizofrenia explica la coetaneidad de las cartas 
              de la Nena con los versos de Delmira, los raptos de la pitonisa 
              con los balbuceos de la niña. Los muy sesudos hombres de 
              letras del Novecientos no entendieron casi nunca el problema y prefirieron 
              hablar de milagro psicológico. Pero hoy el misterio no parece 
              oscuro. Lo único oscuro es saber por qué, durante 
              tantos años y cuando ya era mujer, seguía Delmira 
              haciéndose la Nena. IV. Seis años de poesía La Nena circulaba por las calles y plazas del Montevideo de la 
              "Belle Epoque", tenía un novio rematador y soñaba 
              con poseer un autógrafo de Darío, pintaba horribles 
              óleos y tocaba Chopin al piano, se hacía fotografiar 
              en poses de poetisa o acumulaba en su casa todo el bazar del "Art 
              Nouveau", era rubia, gordita y cursi. Por suerte, la pitonisa 
              era otra cosa. Era un poeta dedicado que en unos seis años 
              maduró casi tan rápidamente como John Keats, o como 
              su compatriota Julio Herrera y Reissig. Después de dos libros 
              regulares, produjo en 1913 una obra maestra, esos Cálices 
              vacíos que son el primer grito hondo de la sexualidad 
              poética femenina en la América hispánica. Con 
              ese libro (que en buena parte es nuevo y en parte es antología 
              de su obra anterior) Delmira se opone a la vanguardia de la lírica 
              de todo un continente; abre el camino que recorrerán luego 
              la chilena Gabriela Mistral, la argentina Alfonsina Storni y la 
              uruguaya Juana de Ibarbourou. Los hombres de letras del Novecientos 
              estaban acostumbrados a que las poetisas escribieran con recato 
              sobre temas poéticos a priori, que disimularan su sexo o 
              utilizaran las delicadas convenciones habituales. Esta muchacha, 
              esta niña montevideana, esta Nena, arroja de golpe las máscaras 
              y escribe como mujer, a partir de una vivencia sexual hondamente 
              enraizada en el verso. Es un milagro pero no psicológico. Es el milagro de la verdad poética. Contra la voluntad de 
              su hogar, de su clase y de su ambiente burgués, Delmira se 
              atreve a profundizar en pocos años dentro de sí misma 
              y emerge de los más hondos buceos con poemas que cuentan 
              sus aventuras imaginarias. Contra la visión estereotipada 
              de la niña de cabellos de oro y mirada tierna, Delmira va 
              liberando dentro de sí las fuerzas oscuras de mujer. Cuando 
              recoje su poesía anterior en Los cálices vacíos 
              y la agrega a su última poesía, la ficción 
              piadosa de la niña que hace versos explota completamente. 
              Porque hay tanto sexo, visible y tangible en sus ardidos poemas 
              que ya nadie puede fingir mala vista o peor oído. Recién 
              entonces la sociedad pacata del Montevideo de 1913 se da por enterada, 
              se escandaliza, rehuye a Delmira, erige una sutil muralla de silencio. 
              La siguen aplaudiendo, es cierto, los literatos pero estos son hombres 
              -de letras- y tampoco entienden. La niña ha sido abolida; 
              surge la pitonisa. La confusión, sin embargo, sigue. Deslumbrados por la solar 
              luz erótica que difunde su poesía, muchos defensores 
              se creen obligados a subrayar el carácter metafísico 
              de sus poemas, o mostrar la idealidad del impulso que los anima, 
              a reconocer la sexualidad pero negar la sensualidad, como si fuera 
              necesario que Delmira practicara en su carne lo que describe en 
              su verso para que todo su ser físico estuviera carcomido 
              por el deseo. Hay quienes aseguran enfáticamente que fue 
              casta, hasta el día de su casamiento. Precaución inútil. 
              Cómo no había de ser casta una mujer cuya carne ardía 
              por los cuatro costados y que sólo en el verso encontraba 
              amante digno de ella. La llama que devoraba a Delmira era real. 
              De ella queda la ceniza ardida de sus versos. Basta abrir Los cálices vacíos, leer sus poemas, 
              para descubrir desde qué experiencia interior escribe Delmira; 
              es la culminación de una aventura erótica que se inicia 
              tímidamente, con todos los rubores y cursilerías de 
              la época, en El libro blanco y que aquí ya 
              ha alcanzado una madurez cenital. Los poemas de este libro primero 
              que aún sobreviven al escrutinio crítico de la autora 
              revelan como en clave algunas de sus obsesiones: la predestinación 
              de un destino trágico ("el naufragio o la eterna 
              corona de los Cristos"; concluye el poema que titulaEl 
              poeta leva el ancla); el temor a que su blancura inmaculada 
              sea envilecida por cualquier contacto vulgar ("No estrague 
              de mi fe los armiños prístinos"); la sed 
              que ya aparece como símbolo de un ardor todavía enmascarado 
              en los velos de la sensiblería catolicona que fue su herencia 
              familiar; la apelación al Pensamiento y a la Idea que haría 
              creer a algunos críticos superficiales que la suya era una 
              poesía de intelectualidad viril ("Pero, mi querido, 
              no se escribe con ideas sino con palabras", dijo un día 
              Mallarmé a Degas, que se quejaba de no escribir buen poesía 
              a pesar de tener muchas ideas); la estatua como símbolo de 
              sí misma, esa estatua de carne que la sociedad y su familia 
              la obligaron a ser; una Musa que entonces ella define en los términos 
              antitéticos que expresarán más tarde su desgarramiento 
              interior: Yo la quiero cambiante, misteriosa, y compleja.Con dos ojos de abismo que se vuelvan fanales
 En su boca, una fruta perfumada y bermeja
 Que destile más miel que los rubios panales.
 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 Y que vibre, y desmaye, y llore, y ruja, y cante
 Y sea águila, tigre, paloma en un instante.
 Que el universo quepa en sus ansias divinas
 Tenga una voz que hiele, que suspenda, que inflame.
 Y una frente que erguida su corona reclame
 De rosas, de diamantes, de estrellas o de espinas!
 El ardor ya está aquí, aunque esté velado 
              por los ripios, por la imaginería algo gastada del Modernismo, 
              por la inautenticidad verbal. También aparecen en muchos 
              poemas del primer libro las visiones sadomasoquistas, las heridas 
              que manan sangre (Hoy mira mi herida -mostróme su pecho 
              Y en él una boca sangrienta-...), esos gusanos que hacen 
              pensar en Baudelaire al que seguramente ya leía la Nena; 
              los sueños con sus visiones de figuras oscuras y casi místicas, 
              sobre las que superpone imágenes convencionales pero muy 
              ilustrativas de los fantasmas interiores ("... una monja 
              color de cera / Como un gran cirio erguida, / Y con dos manos afiladas, 
              lívidas, / Que me abren varias puertas ignoradas / Que yo 
              cruzo temblando"). Hasta su propia duplicidad psicológica 
              exigida por las leyes de la clase a que pertenece, resulta explicitada 
              en algunos versos, como en esa imagen de la Musa agreste que Delmira 
              viste y peina a la moda de París. Y ella hoy pasea por mis brillantes salasUn gran aire salvaje y un perfume de espliego.
 
 A través de la utilería romántica, de esa 
              liquidación del Romanticismo que le permite acceder hasta 
              el Decadentismo, Delmira evidencia un acento aún torpe pero 
              apasionado, el resultado de sus trances de pitonisa burguesa, de 
              sus adivinaciones de niña calenturienta. Se imagina a sí 
              misma como la Musa triste:  Es que ella pasa con su boca tristeY el gran misterio de sus ojos de ámbar,
 A través de la noche, hacia el olvido,
 Como una estrella fugitiva y blanca.
 Como una destronada reina exótica
 De bellos gestos y palabras raras
 Horizontes violados sus ojeras.
 Dentro, sus ojos -dos estrellas de ámbar-
 Se abren cansados y húmedos y tristes,
 Como llagas de luz que se quejaran.
 A veces, la confesión sube a los labios casi sin embozo 
              poético:
 ... Yo encerréMis ansias en mí misma, y toda entera
 Como una torre de marfil me alcé.
 
 Para concluir previsiblemente su ardor: Vamos más lejos en la noche, vamosDonde ni un eco repercuta en mí.
 Como una flor nocturna en la sombra
 Yo abriré dulcemente para tí.
 Esta es la Nena, la niña de quince o doce o diez o seis 
              años, que pretenden dibujar los testimonios de los hombres 
              de letras del Novecientos. Qué importa que la mujer misma 
              no haya conocido entonces el amor físico y cante lo que realmente 
              ignore y apenas adivina. La poetisa sabe lo que dice: la poetisa 
              no miente, porque canta desde la dimensión misma de su ardor. 
              Se prodiga en imágenes (Cuando tu llave de oro cantó 
              en mi cerradura) que tienen la impudicia de los símbolos 
              y no refieren transacciones cotidianas. Todo en ella es poesía, 
              hasta la descripción mas obvia. Encerrada en su cuarto, alucinada, 
              sin recordar que alguien acecha del otro lado de la puerta, la Nena 
              se metamorfosea y escribe, como en trance. Cuando publica Los cantos de la mañana y los señores 
              hombres de letras siguen llamándola niña y entendiendo 
              sus ardores como si fueran trances religiosos, Delmira asume ya 
              una imaginería más directa y descarnada aún. 
              El ardor amoroso es sólo una de las caras de su pasión. 
              Esta ebria de amor, busca una trascendencia que sólo puede 
              lograrse por la vía de la destrucción total. Las señales 
              sadomasoquistas del primer libro se multiplican. El horror a la 
              contaminación, el sentimiento de culpa, el sentido del pecado, 
              abruman a la Nena y estallan con los más encontrados sentimientos 
              en una serie de poemas que escribe con fuego. Ahora las cosas adquieren 
              nombre propio. Hay un poema Al vampiro que es algo más 
              que un eco de Baudelaire o de los discípulos de Baudelaire. En el regazo de la tarde tristeYo invoqué tu dolor... Sentirlo era
 Sentirse el corazón! Palideciste
 Hasta la voz, tus pájaros de cera,
 Bajaron... y callaste... ParecisteOir pasar la Muerte... Yo que abriera
 Tu herida mordí en ella ¿me sentiste?
 ¡Cómo en el oro de un panal mordiera"
 Y exprimí más, traidora, dulcementeTu corazón herido mortalmente,
 Por la cruel daga rara y exquisita
 De un mal sin nombre, hasta sangrarlo en llanto
 Y las mil bocas de mi sed malditaTendí a esa fuente abierta en tu quebranto
 ¿Por qué fui tu vampiro de amargura?¿Soy flor o estirpe de una especie oscura?
 ¿Que come llagas y que bebe el llanto?
 La respuesta la ha dado Baudelaire en El Heautontimouroumenos: 
              esta pitonisa es simultáneamente la herida y el cuchillo, 
              el vampiro y la víctima. Delmira no necesitaba sentir la 
              sexualidad ajena trabajando sobre su cuerpo porque ella misma se 
              devoraba con el ardor de sus sueños y sus visiones. Todo 
              este libro matutino está impregnado del más delirante 
              autoerotismo. Ya apunta en él ese conflicto de la dualidad 
              inaguantable que está llevando a la pobre Delmira al borde 
              de la psicosis: el Bien y el Mal, el Cielo y el Infierno, el pecado 
              y la castidad, se oponen en sucesivos poemas como términos 
              de una elección imposible. Porque ella se siente a la vez 
              atraída por la blancura del armiño y la podredumbre 
              del gusano, por el buitre que la devora y el níveo cáliz 
              que la tienta, por Satán y por Dios. Una mística infernal 
              y blasfema se va dibujando poco a poco. Aunque la imaginería 
              parece ahora gastada por el uso, la autenticidad del sentimiento 
              permite a la poetisa expresiones terribles, que desgarran la piel 
              cotidiana del verso modernista y dejan entrever la carne esencial. La vuelven a angustiar las estatuas, ella misma se siente estatua 
              o tiene una cabeza de estatua entre las manos. Su impotencia y su 
              frigidez convencionalmente impuestas, su mármol virginal, 
              la angustian. El ardimiento es tal que alguna vez confunde erotismo 
              con anhelo de Dios y escribe un poema a Lo inefable en que 
              traduce, línea a línea, una sed diabólica. 
              Habla a la Vida como esa Belleza indiferente, frígida, estatuaria 
              que cantaba Baudelaire, otro masoquista: Más fría que el marmóreo cadáver 
              de una estatua. Eros y Thanatos, es claro. Qué fácil resulta ahora 
              todo, después que el doctor Freud y sus discípulos 
              y contradiscípulos han ordenado el arsenal de los símbolos. 
              Y qué misterioso era para quienes veían pasar por 
              las arboladas calles de Montevideo a la Nena escoltada por sus padres, 
              rubia y lánguida y gordita, y luego miraban estos versos 
              incandescentes. Los más procaces se imaginaban cosas y llegaban 
              a insinuar hasta su lesbianismo, apoyados tal vez en esos ardientes 
              retratos de mujeres que publicó en La Alborada hacia 
              1903. Los más pudorosos se resitían a leer, o si leían 
              tomaban al pie de la letra los símbolos; veían flores 
              donde ella estaba cantando su sexo irredento. Los más sagaces 
              entendían (como Vaz Ferreria) pero callaban, o sólo 
              se permitían alusiones oscuras. Porque esta Nena, esta pitonisa, 
              esta burguesita era un escándalo. Más callada, más 
              discreta, más invisible que Roberto de las Carreras, la Nena 
              había conseguido minar desde dentro la estructura aprentemente 
              tan sólida de la poesía erótica del Novecientos 
              uruguayo. Lo que decían en clave bastante transparente sus dos primeros 
              libros, lo proclama ahora a gritos toda la primera parte de estos 
              Cálices vacíos de 1913. La propia poetisa tiene 
              conciencia clara de la audacia de sus revelaciones y se protege 
              con una nota en que explica: "me seduce el declarar que 
              si mis anteriores libros han sido sinceros y poco meditados, estos 
              "Cálices vacíos", surgidos en un bello momento 
              hiperestésico, constituyen el más sincero, el menos 
              meditado. Y el más querido." En realidad, toda la 
              primera parte del libro constituye una suite poética. Aquí 
              Delmira toca fondo por primera vez en todos sus temas, libera sus 
              obsesiones, trabaja su verso implacablemente. Podrá calificar 
              de bello momento hiperestésico la experiencia erótica 
              que está en la base del libro, pero la creación poética 
              misma no tiene nada de hiperestesia; es poesía celosa dura, 
              vigilantemente castigada. El libro está ofrendado a Eros, pero también Thanatos 
              se reserva una buena parte. Después de consumir su ardor 
              en sí misma, después de haber erigido en sueños 
              la imagen de un amante que es un vampiro y que es también 
              ella misma, Delmira parece haber encontrado al fin al Otro. La experiencia 
              es muy singular y no debe ser entendida en términos de literaridad 
              carnal. Importa poco que los poemas revelen o no una experiencia 
              sexual específica. Creo que no parten de allí. Pero 
              sí importa que arranquen de una experiencia de amor. Entre 
              Los cantos de la mañana y Los cálices vacíos, 
              Delmira ha conocido un hombre (real, concreto, seductor) que se 
              convierte para ella en objeto erótico y al que está 
              dedicada la parte más creadora de este libro, es decir de 
              su poesía. Inútil aclarar que ese hombre no es Enrique 
              Job Reyes, su futuro esposo. Con alma fúlgida y carne sombría, termina 
              el poema primero de esa ofrenda a Eros que da el tono de la suite. 
              Nunca Delmira llegó tan hondo, tan a lo negro, tan a lo infernal, 
              en este descenso dentro de sí misma para apresar las fuentes 
              sombrías de su verso. No hay poema trivial en esta suite, 
              aunque haya algunos ripiosos, otros más logrados, pequeñas 
              obras maestras. Pero esa esquizofrenia poética que la estaba 
              invadiendo cada vez más, se revela aquí, línea 
              tras línea, en forma de obsesionante secuencia que permite 
              a Delmira alcanzar su nota más alta y trágica. Ella 
              se siente mancillada por su deseo, se ve como un cáliz vacío 
              que el amado colmara, convierte su cuerpo en surco profundo para 
              la simiente del amado, espera el fruto que saltará de su 
              vientre. Pero al mismo tiempo, la asedian las imágenes de 
              la esterilidad, un hongo sombrío acecha desde los rincones 
              de la noche, hay un dios o un monstruo agazapado en el fondo de 
              esa laguna que yace en el fondo de su ser. El dios al que ofrenda 
              su cuerpo está ciego, el amante se le escapa en sueños, 
              se siente convertida en fiera de amor que muerde un corazón 
              de estatua, una ceguera luminosa se la traga como un abismo, las 
              pupilas del amado son un lecho o una tumba. El cisne, el ave heráldica 
              del amor galante a lo Verlaine y a lo Darío, se convierte 
              en emblema sexual para esta Leda de fiebre, pero es un cisne que 
              yace quieto, como un muerto, un cisne que sólo provoca en 
              ella blancores de miedo. La imagen de la estatua vuelve, esta vez 
              ya sólo amenazadora en su frigidez. En el último poema 
              se siente ensombrecida por la tristeza del amado. ¿Para qué seguir? Ahí está el libro, 
              ardiente aún a pesar de los cincuenta y tantos años 
              trancurridos, del cambio de modas, de la decadencia de tanta imagen 
              decadente. Está ardiendo aún porque Delmira había 
              llegado a desnudar del todo en él las sucesivas capas que 
              ocultaban su alma, a hacer cantar no sólo a su piel y a su 
              sed de adolescente virgen, abrumada por el acoso familiar, ensuciada 
              por los temores y los tabúes, sino a esa otra desmelenada 
              mujer que llevaba dentro. La había sacado de lo más 
              hondo de sí misma y la había sometido a la prueba 
              de fuego del verso. La mujer entonces (no la Nena ni Joujou) 
              escribe esos versos en que el Amor aparece definitivamente muerto: 
              tantalizador como una estatua, el Amor se niega; cruel en su autosuficiencia, 
              el Amor lo arrastra a la Muerte. Tu vida viuda... dice la 
              poetisa a su amado. En la hora de la verdad, al ir a abrazar a Eros, 
              Delmira sólo encuentra la máscara de Thanatos. V. Una hipótesis biográfica Meses después de editado el libro, Delmira se casa pero 
              no con el hombre que ha provocado esos versos terribles, sino con 
              un novio que la visitaba desde hace unos seis años, un ripio, 
              como lo llama cómicamente en una carta Roberto de las Carreras, 
              que lo vio muy al pasar una tarde. En realidad, la que se casa es 
              la Nena. A los veintiún días de consumado el matrimonio, 
              la Nena vuelve desesperada a la casa paterna, clamando que no puede 
              soportar tamaña vulgaridad. Se inicia el trámite del 
              divorcio, bastante duro en aquel Montevideo de 1914; hasta los amigos 
              del marido declaran en contra de él; todo parece asegurar 
              una pronta liberación del insoportable yugo conyugal. Sin 
              embargo, Delmira (o tal vez sólo la Nena) sigue viendo clandestinamente 
              al ex marido; sigue citándose con él en un cuarto 
              que él había alquilado para recibirla y que estaba 
              decorado con cuadros pintados por ella; sigue sometiéndose 
              a la vulgaridad de sus abrazos. Un día en que está 
              próxima ya la disolución del matrimonio, Delmira acude 
              a la cita que será la última. Cuando más tarde 
              llega la policía la encuentra a medio vestir, ya muerta de 
              dos balazos disparados en la sien derecha; el asesino, moriubundo, 
              fallece casi de inmediato. Los diarios se apoderan de la intimidad 
              de Delmira, multiplican los detalles de esa doble muerte, reproducen 
              las fotografías de su cuerpo, hacen escándalo. De 
              golpe la Nena crece y se convierte en ese cadáver con las 
              medias caídas. Se han buscado muchas explicaciones a esta doble muerte. La más 
              trivial pone toda la culpa en Enrique Job Reyes, en su sentimiento 
              de inferioridad ante la inalcanzable poetisa, en sus celos, en su 
              mediocridad. Pero esta hipótesis es demasiado casual. Las 
              cartas confirman que Delmira lo quiso y compartió con él 
              durante años el mismo plano de vulgaridad; confidencias de 
              amigos y parientes revelan que seguía viéndolo por 
              propia voluntad; incluso alguna carta fragmentaria de Reyes (que 
              publica con muchas cautelas Ofelia Machado) parece indicar a la 
              madre de Delmira como origen y causa de la ruptura. Otras explicaciones 
              son aún más fantásticas, como la del pobre 
              André Giot de Badet que atribuye a su residencia en Europa 
              el precipitado casamiento de Delmira, a los celos que él 
              (pequeño mariposón poético) habría despertado 
              en Reyes esos dos pistoletazos y se concede un excesivo papel de 
              tercero. La verdad es que no hay una respuesta única; es cierto que 
              Delmira no podía soportar la vulgaridad del marido y por 
              eso lo abandona a los veintiún días de casada, pero 
              la Nena sí podía y por eso vuelve una y otra vez a 
              encontrarse en secreto con Reyes: "Quería convertir 
              al esposo en amante", dejó dicho con acierto intuitivo 
              una de las hermanas de él. En su rebeldía interior 
              contra el mundo burgués que la paralizó, que quiso 
              convertirla en infecunda estatua, en frígida niña, 
              Delmira se casó con Reyes y se divorció luego para 
              seguir viéndolo como amante, para poder vestir de rojo y 
              pasear su silueta (ahora sí sensual y sexual, justificadamente 
              llena, provocativa) por las calles de la gran aldea. También 
              es cierto que la madre que había ensombrecido su infancia 
              con una dulcísima tiranía fue el mayor obstáculo 
              para su casamiento con Reyes. La correspondencia prematrimonial 
              revela señales de una clandestinidad, del terror que los 
              padres se enteren, de signos y cifras de un lenguaje secreto. La 
              madre siguió siendo un obstáculo luego, como lo demuestran 
              los párrafos apasionados de la única carta postmatrimonial 
              de Reyes y el testimonio de alguna amiga. Pero otra vez se revela 
              la duplicidad psicológica de Delmira: en tanto que la Nena 
              vuelve a cobijarse bajo el ala dulcemente tiránica de la 
              madre, la poetisa sigue el juego de la clandestinidad y se da cita 
              en una habitación cerrada y escondida que su ex marido ha 
              alquilado sólo para el placer. Esta mujer que no se animaba 
              a sentarse sola en una café del centro (aunque lamentaba 
              no estar en París para poder hacerlo, según cuenta 
              Giot de Badet), corría toda vestida de rojo a encontrarse 
              con ese tal vez único, mediocre, pero verdadero hombre que 
              tuvo realmente cerca: el marido que ella había convertido 
              ahora en amante. Hay, además, un tercero. Aunque muchos críticos han 
              señalado de pasada la existencia de ese hombre la historia 
              nunca ha sido contada entera. Sin embargo, hace casi quince años 
              que se publicaron en Cuadernos Americanos, de México, 
              las dos cartas fundamentales de Delmira a Manuel Ugarte. Es posible 
              reconstruir la historia en sus líneas principales gracias 
              a estas cartas, a algunas elusivas referencias de Ugarte en sus 
              libros y hasta a una novela en clave que hacia 1914 publicó 
              Vicente Salaverri, amigo y admirador de Delmira. La historia es 
              también ejemplar de las costumbres eróticas del Novecientos. 
              La reconstruyo ahora mezclando hipótesis y documentos. Delmira conoció a Ugarte allá por 1912, cuando hacía 
              por lo menos cinco años que la Nena mantenía relaciones 
              con su ripioso novio. No es segura la fecha exacta, pero se sabe 
              que el primer contacto se establece en 1910, cuando la poetisa envía 
              a Ugarte (que entonces reside en París) los dos libros que 
              ha publicado hasta la fecha. El contesta con una carta formal y 
              elogiosa en que dice: "Estas páginas tienen la sutileza 
              y dulzura, la transparencia y la sinceridad de un corazón 
              que se entrega." Aunque Ugarte no parece haber leído 
              los libros a fondo (habría encontrado allí entonces 
              también al vampiro y a la tigra), una premonición 
              que sobrepasa su mediocre fraseo se advierte en el reconocimiento 
              de "ese corazón que se entrega". En 1910 Ugarte es uno de los escritores hispanoamericanos que a 
              la zaga de Darío y Gómez Carrillo escriben crónicas 
              para el mercado semicolonial de habla española desde los 
              brillantes bulevares de la capital del mundo. Argentino, rico, con 
              aires de poeta y conquistador de mujeres, Ugarte tiene a los treinta 
              años una apostura que él cree sin duda magnífica. 
              Después tomará otro rumbos y se convertirá 
              en adalid del americanismo, pero el Ugarte que importa evocar aquí 
              es el señorito suramericano que se siente árbitro 
              de la cultura continental desde su palomar parisino. Hacia 1912 
              embarca para América del Sur, es decir, para Buenos Aires. 
              La fecha no es segura y él mismo en su libro de recuerdos 
              (El dolor de escribir, 1933) señala 1911 en la página 
              14 y 1912 en la 42. Sea como fuere, es probable que ya estuviera 
              en el Río de la Plata cuando llegó Darío en 
              1912 y que hasta haya ido a Montevideo a recibirlo. Pudo encontrar 
              entonces a Delmira, que había acudido trémula al puerto 
              a conocer al padre del Modernismo. Hay un apunte autógrafo 
              de Delmira en que anota (hasta con la precisión de minutos) 
              el encuentro con Darío. Es un instante crucial. Porque unos 
              años antes el gran poeta nicaragüense pudo haber sido 
              ese príncipe sombrío con el que ella soñaba. 
              Pero el hombre que ahora está delante de sus ojos es, a pesar 
              del encanto de su palabra, la cortesía de sus modales, la 
              aristocracia de sus manos, una ruina borracha y carcomida. A los 
              cuarenta y cinco años, Darío es ya un anciano que 
              tardará sólo cuatro años más en aniquilarse 
              del todo. Aun así, tiene tiempo de reconocer la calidad de 
              Delmira y escribir ese Pórtico que abrirá su 
              nuevo libro. Pero si Darío es ya una ruina, Ugarte a los treinta está 
              al comienzo de su plenitud viril. Compacto, elegante, moreno, con 
              una tez oscura que acentúa su atractivo siniestro, con unos 
              ojos brillantes, los bigotes de Don Juan, produce estragos en el 
              corazón de Delmira. Sólo se puede conjeturar la naturaleza 
              de sus relaciones pero por las dos cartas publicadas cabe suponer 
              que fueron intensas, cargadas de pasión aunque quizás 
              no hayan sido íntimas. Tal vez de ese encuentro surgieron 
              los poemas de la primera parte de Los cálices vacíos. 
              Por lo menos, así parecen confirmarlo aquellos en que se 
              describe a un hombre que manifiesta un Yo de emperador innato, que 
              tiene un perfil wagneriano. Excluído Darío, Ugarte 
              es lo más próximo que tiene Delmira como modelo de 
              un auténtico y exótico príncipe de la poesía. 
              Su imaginación teje pronto en torno a él una trama 
              de pasiones. Lamentablemente el poeta parece no estar dispuesto a sacrificarle 
              su soltería. O mejor dicho, está dispuesto, eso sí, 
              a dejarse adorar a la distancia. En vez de tomar esa mujer que se 
              ofrece, se retira con un curioso argumento libertino; no le interesan 
              las vírgenes, cree en el amor libre, sólo aspira a 
              desflorar su alma. En realidad, este anarquista es tan apócrifo 
              defensor del amor libre como lo era Roberto de las Carreras; busca 
              una aventura pero elude el compromiso. Por eso empuja a Delmira 
              al casamiento. El mismo día de los esponsales, vestida ya 
              de novia, Delmira consulta in extremis a Ugarte y a Zorrilla de 
              San Martín (ambos eran sus testigos) si debía casarse 
              o no; ambos contestan que sí, el primero por conveniencia 
              muy personal; el segundo porque como católico era convencido 
              abogado del matrimonio. Se cuenta que Zorrilla dijo luego al sacerdote: 
              "Cáselos bien fuerte, que no se puedan descasar más." 
              Por lo menos esa es la versión pública de un enlace 
              que llegaría hasta la tragedia; esa es la versión 
              que difunden los biógrafos de Delmira y hasta Ugarte en su 
              libro de recuerdos. Pero hay otra versión: después de la ceremonia y 
              cuando aún no habían abandonado la casa paterna, el 
              novio encuentra a Delmira en coloquio muy privado con Ugarte y arma 
              una escena. A este episodio parece aludir Delmira en una de las 
              cartas a Ugarte cuando escribe: "Ud. hizo el tormento de 
              mi noche de bodas y de mi absurda luna de miel..." En la 
              misma carta cuenta: "Lo que yo sufrí aquella noche 
              no podré decírselo nunca. Entré a la sala como 
              a un sepulcro sin más consuelo que el pensar que lo vería. 
              Mientras me vestían pregunté no sé cuántas 
              veces si había llegado. Podría contarle todos mis 
              gestos de aquella noche... la única mirada consciente que 
              tuve, el único saludo 'inoportuno' que inicié fueron 
              para Ud. Tuve un relámpago de felicidad. Me pareció 
              un momento que Ud. me miraba y me comprendía. Que su espíritu 
              estaba bien cerca del mío entre toda aquella gente molesta. 
              Después, entre besos y saludos, lo único que yo esperaba 
              era su mano. Lo único que yo deseaba era tenerle cerca un 
              momento. El momento del retrato... y después sufrir, sufrir 
              hasta que me despedí de Ud. Y después sufrir más, 
              sufrir lo indecible..."  Esa fotografía a que alude Delmira es la que aparece ahora 
              en el libro de Ofelia Machado: el testimonio gráfico de los 
              esponsales, con los novios en el centro rodeados de parientes, amigos, 
              entre los que se puede reconocer a Zorrilla de San Martín 
              y a Carlos Vaz Ferreira. Justo en medio de las cabezas de Delmira 
              y Enrique Job Reyes asoma una tercera: la de Ugarte, como si el 
              fotógrafo hubiera querido perpetuar simbólicamente 
              ese lamentable triángulo. La carta de Delmira sigue revelando 
              cada vez más la naturaleza de esa relación: "Ud. 
              sin saberlo sacudió mi vida. Yo pude decirle que todo 'esto' 
              era en mi nuevo, terrible y delicioso. Yo no esperaba nada, yo no 
              podía esperar nada que no fuera amargo de este sentimiento, 
              y la voluptuosidad más fuerte de mi vida ha sido hundirme 
              con él. Yo sabía que Ud. venía para irse, dejándome 
              la tristeza del recuerdo y nada más. Y yo prefería 
              eso, y prefiero el sueño de 'lo que pudo ser' a todas las 
              realidades en que Ud. no vibre. Yo debí decirle todo eso, 
              y más, para ser absolutamente sincera. Pero, entre otras 
              cosas, he tenido miedo de descubrirme muy 'en el fondo', una de 
              esas pobre almas débiles enteramente rendidas al amor, imagínese 
              Ud. esa miseria frente a su sonrisa un poquito irónica de 
              poderoso... Y yo, que he sabido sonreír tan irónicamente 
              como Ud.!" La ruptura con Reyes permite a Delmira esperar una restauración 
              de sus relaciones con Manuel Ugarte. La segunda carta que se ha 
              publicado es posterior a la ruptura y al regreso a la casa paterna. 
              Es una carta doble: una parte ha sido escrita para soportar el escrutinio 
              de los ojos maternos y sólo cuenta muy discretamente que 
              debió huir de la vulgaridad. "Llegué casi 
              loca a refugiarme en mamá", le cuenta y agrega que 
              traía una novela de Ugarte como todo equipaje. También 
              le dice que anhela volver a verlo. El tono algo infantil de esta 
              misiva revela que ha sido escrita para ojos vigilantes. Junto a 
              ésta, Delmira envía otra (ya no redactada por la Nena) 
              en que acusa recibo de una carta seguramente clandestina de Ugarte. 
              Por ella se deduce que el seductor ahora estaba dispuesto a recibirla 
              en Buenos Aires con los brazos abiertos. Pero ella aclara: "Mi 
              ida a ésa es una complicación de imposibles. He de 
              permanecer aquí hasta concluir de 'desanudarme'. ¡Dios 
              sabe si esto me ha costado! Dios sabe si vivo triste... Por eso 
              mi corazón busca a lo lejos el corazón hermano, para 
              verterse en él como una copa de lágrimas..." 
              Y concluye pidiéndole que se decida a volver a Montevideo. Había más cartas pero la esposa de Ugarte (porque 
              al fin Don Juan se casó, aunque muchos años más 
              tarde) las destruyó en un ataque de celos. Por esas sobrevivientes 
              cabe suponer que Delmira siguió en contacto epistolar con 
              Ugarte, mientras veía clandestinamente a Reyes. No es disparatada 
              la hipótesis de que pensaba reunirse con aquél apenas 
              terminado el divorcio; Salaverri en su novela habla francamente 
              de que ella pensaba acompañar a su amante en una jira por 
              toda América. Es posible que este proyecto haya llegado a 
              oídos de Reyes y haya motivado su decisión de ultimarla 
              y suicidarse. O tal vez la doble muerte sólo sea el resultado 
              de un pacto suicida. Sea como fuere, la muerte de Delmira no es sólo un accidente 
              impuesto por el desvarío de un celoso. Con su doble personalidad 
              y su doble vida, Delmira se preparó esa espectacular conclusión, 
              tan minuciosamente como si ella misma hubiera seleccionado las póstumas 
              fotografías escandalosas, previsto la crónica roja 
              de los periódicos.La Pitonisa y la Nena sólo podían 
              acabar fundiéndose en esa doble imagen de la mujer inmolada. Hay una posdata cínica: las palabras que dedica a Delmira 
              el seductor Ugarte en su libro de recuerdos. En un capítulo 
              titulado: "Las verdaderas escritoras", apunta (bajo los 
              ojos censorios de su esposa, tal vez): "Puesto que la evocación 
              de los nombres me ha llevado de Chile a Uruguay, cumple recordar 
              la figura de Delmira Agustini. Pocas veces se escribieron versos 
              apasionados y sensuales en un estilo tan limpio y superior. Y es 
              que Delmira Agustini fue, ante todo, una sinceridad vibrante y por 
              lo mismo perpleja antes los vientos de la vida. Aún la veo, 
              el día de su casamiento, preguntándonos a Zorrilla 
              de San Martín y a mí, que éramos sus testigos:"-¿Qué hago? ¿Me caso?
 "La duda se decidió en afirmación y pocos meses 
              después se abrió en sangre el epílogo que todos 
              recuerdan en el Río de la Plata."
 Unas páginas antes, en otro capitulito titulado "El 
              amor", este Don Juan que recuerda todo a veinte años 
              de distancia con esa sonrisa un poquito irónica de poderoso 
              que Delmira describe tan lúcidamente en su primera carta, 
              había confesado: "Siempre huí de las colegialas hechas en serie, 
              que desde pequeñitas hacen la misma reverencia, tienen la 
              misma manera de escribir y dicen las mismas tonterías jugando 
              al tennis. Lo que más me aleja de los seres es la cobardía 
              de su yo. A menudo sonreí también ante algunas corpulentas 
              novias de América, que a pesar de su virginidad con garantía 
              de Estado, parecen, por el aspecto, haber sido madres muchas veces. 
              Y por eso me aclimaté en los amores espontáneos, que 
              duran lo que realmente duran, y que a veces, sin contrato ni bendición, 
              se prolongan la vida entera. Siempre con la sinceridad total. Nunca 
              he enajenado el corazón en lotes, como en las almonedas de 
              suburbio." Este fue el hombre que Delmira amó como a un ideal imposible, 
              éste el hombre que arruinó la ceremonia de su casamiento, 
              éste el tercero que asoma tan simbólicamente su cabeza 
              entre el rostro de la novia, estupefacta y blanca como si le hubiera 
              caído encima una capa de albayalde, y la expresión 
              minuciosamente mediocre del marido. Los ojos púdicamente 
              bajos, los bigotes con las guías levantadas, la apostura 
              impecable del Don Juan del Novecientos, Manuel Ugarte es en aquella 
              foto la imagen misma de la vanidad. Pero no cabe reprocharle nada. 
              Si Delmira (la mujer, no la Nena) eligió este amante imposible 
              es porque para su definitiva liberación necesitaba un elenco 
              vulgar: la ceguera de la madre, la mediocridad del marido, la hipocresía 
              del amante. Sólo así pudo despeñarse 
              -libre al fin- por esa sima que le estaba destinada desde siempre 
              (2). VI. Un balance provisorio Reducir a sus elementos sociológicos el caso de Roberto 
              de las Carreras o el de Delmira Agustini, como han pretendido algunos 
              críticos, es olvidarse que en el mismo ambiente y en la misma 
              época María Eugenia Vaz Ferreira paseaba su bohemia 
              magnífica, escribía versos apasionados con destinatarios 
              muy conocidos y se daba el lujo de seguir siendo virgen en medio 
              de la ñoñería conyugal de sus compañeras 
              de generación. Es ignorar que Horacio Quiroga pudo publicar 
              en Salto, ya en 1899, las fantasías sadomasoquistas más 
              directas que haya concebido la literatura uruguaya, y que en 1901 
              lanzó en pleno Montevideo su libro Los arrecifes de coral. 
              Un año después de su frustrado viaje a París, 
              publicó entonces Quiroga unos poemas y unas prosas que en 
              audacia temática rivalizaban con Roberto de las Carreras, 
              aunque no fueran tan explícitamente autobiográficos. 
              Es ignorar, asimismo, que en su altillo de la calle Ituzaingó 
              (inflacionariamente calificado de Torres de los Panoramas), Herrera 
              y Reissig estaba llevando a cabo una revolución poética 
              mucho más audaz que la que nunca soñó Roberto 
              o realizó Demira. Otros poetas reaccionaban, pues, de otra 
              manera a la misma presión burguesa. El desafío de Roberto o de Delmira a las convenciones del 
              medio no era una consecuencia inevitable de la represión. 
              No hay que olvidar que en París, ese París en que 
              todo parece estar permitido, tanto Baudelaire como Lautréamont, 
              como Rimbaud, como Jean Genet, han sentido también la necesidad 
              de rebelarse. La rebelión poética tiene otras raíces 
              que la mera situación social. La necesidad de escándalo 
              se fortifica con las circunstancias (nacimiento ilegítimo 
              de Roberto, la cárcel familiar de Delmira) pero tiene su 
              origen en una necesidad de ahondar dentro de sí mismo, una 
              pasion de sinceridad y de autenticidad, que lleva a Roberto a sucesivas 
              exposiciones, en tanto que Delmira se va fundiendo poéticamente 
              en su sexo insatisfecho hasta encontrar en el holocausto sangriento 
              la última impostergable voluptuosidad. Ambos son, pues, exploradores del más allá del subconsciente. 
              Con la diferencia de que Roberto sólo consigue hacer biografía 
              en tanto que Delmira logra poner la mano ardiendo sobre la poesía. 
              El uno se consume en la insensata tarea de quitar capa tras capa 
              de la cebolla de su personalidad hasta quedarse con la nada. La 
              otra se precipita en la sima de su sexo y encuentra esa "oscura 
              raíz del grito" que es la esencia de su canto. Los experimentos 
              vitales de Roberto y de Delmira son distintos y hasta contrarios, 
              a pesar de ciertas semejanzas superficiales. Ambos ilustran en forma 
              simbólica la actitud básica del hombre y de la mujer 
              ante el sexo: en tanto que para Roberto era sólo un medio 
              para apresar en el estanque del yo su elusiva imagen de Narciso 
              poéticamente impotente, en Delmira es -sigue siendo- la vía 
              de acceso a una poesía que no ha muerto. 
              En él, la exploración sexual y poética conduce 
              a la nada: en ella, a la vida eterna de las palabras. De ahí 
              su diferente inmortalidad (3)." (2) La mejor documentación 
              biográfica y testimonial sobre la poetisa está en 
              el libro de Ofelia Machado, Delmira Agustini, (Montevideo, 
              1944). Hay importantes documentos inéditos en la revista 
              Fuentes (Montevideo, agosto de 1961), en particular numerosas 
              cartas (de Vaz Ferreira, publicadas íntegramente por primera 
              vez, de Roberto de las Carreras, con acertados juicios poéticos 
              y muy patéticas confesiones personales; una de Mannuel Ugarte, 
              formal, etc.) y también el testimonio múltiplemente 
              recogido de su amigo André Giot de Badet. La novela de Vicente 
              A. Salaverri que se inspira parcialmente en la muerte de Delmira 
              se titula La mujer inmolada (Montevideo, Editorial Pegaso, 
              sin fecha). Carece de valores literarios. Las cartas de Delmira 
              a Manuel Ugarte fueron publicadas póstumamente por Hugo D. 
              Barbagelata en la revista Cuadernos Americanos (México, 
              setiembre-octubre, 1953) bajo el título "Evocando 
              el Pasado".Hay muy buenas intuiciones críticas en los trabajos de Alberto 
              Zum Felde, aunque las sucesivas explicaciones que ha ofrecido para 
              iluminar el problema poético y erótico de Delmira 
              parecen en suma insuficientes. Así, en Crítica 
              de la literatura uruguaya (Montevideo, 1921) utiliza una psicología 
              positivista y confunde el alcance de la famosa frase de Vaz Ferreira 
              que sólo se conocía fragmentariamente entonces. En 
              Proceso intelectual del Uruguay (Montevideo, 1930) Zum Felde 
              rectifica el rumbo (aunque no explícitamente) y utiliza el 
              intuicionismo de Bergson como ayuda, aunque conserva buena parte 
              de las confusiones de detalle. En la reedición del mismo 
              libro (Buenos Aires, 1941) retoca algún párrafo pero 
              no cambia el enfoque. En el Prólogo a las Poesías 
              Completas (Buenos Aires, Editorial Losada, 1944), la mejor colección 
              hasta la fecha de versos de Delmira) trata de ponerse al día 
              con la psicología profunda pero sigue apegado a sus viejas 
              interpretaciones; niega que haya crueldad satánica en los 
              versos de Delmira, niega realismo a su ardor erótico, insiste 
              en su potencia mental y en la virilidad de su pensamiento, se asombra 
              sinceramente de que un poeta reaccione contra su medio. A pesar 
              de estos errores, los trabajos de Zum Felde son críticamente 
              estimables. Un punto de vista en parte discrepante con el suyo fue 
              expresado, ya en 1925, por Luisa Luisi en un artículo que 
              ha sido incorporado a la edición de Poesías de 
              Delmira publicada por La Bolsa de los Libros en 1944 
              (Montevideo, Claudio García & Co.). Es evidente que Zum 
              Felde aprovechó para su texto de 1930 las intuiciones de 
              Luisa Luisi, aunque no reconoce la deuda explícitamente. 
              En el volumen especial de Número dedicado a "La 
              Literatura Uruguaya del Novecientos" (núms. 6-7-8, 
              Montevideo, enero-junio, 1950) hay un excelente artículo 
              de Sarandy Cabrera sobre Delmira y María Eugenia Vaz Ferreira. 
              En el núm. 3/4 de la segunda época de esta misma revista 
              (mayo, 1964) se publicó una interpretación de las 
              relaciones de Delmira con Enrique Job Reyes que integra un capítulo 
              de una novela de Carlos Martínez Moreno, La otra mitad 
              (México, Ediciones Joaquín Mortiz, 1967). Su hipótesis 
              coincide sólo parcialmente con la expuesta aquí. Volver
 (3) Estas páginas forman 
              parte de un estudio, en preparación, sobre el Modernismo 
              en el Uruguay." Volver 
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