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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Prólogo e introducción de
Literatura uruguaya del medio siglo
 
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Pero si desde el punto de vista de la política tal como se la entiende y practica en este país, Marcha no ha alcanzado el éxito, obligando a sus colaboradores más activos (como lo fue Flores Mora, como lo fue José Claudio Williman, para poner ejemplos) a desertar de sus filas, es indiscutible su éxito en la ardua tarea de despertar la conciencia nacional y en la creación de un público de izquierda consciente de la realidad del país, y más responsable. Es cierto que el semanario ha pecado en su parte política por no querer conceder importancia a ciertos movimientos nacionales que antes de 1958 anunciaban a gritos la crisis actual. Durante demasiado tiempo, Marcha se escudó en cifras sin ofrecer una alternativa clara al desgobierno de Luis Batlle; durante demasiado tiempo, Marcha permaneció sorda y ciega ante el Ruralismo creciente, o permitió que algunos teóricos muy ingenuos (accidentalmente vinculados a Nardone y luego dejados caer sin escrúpulos por el líder) divagaran hermosamente en sus páginas sobre las supuestas raíces ideológicas del movimiento. Incluso cuando auspició la gestión de un pensador político como Servando Cuadro (que publicó en Marcha una sección, Los Trabajos y los Días, entre 1948 y 1952), el semanario lo hizo sin mayor fervor y con la mano izquierda, por decirlo así. Esta característica de albergar distintas y muy contradictorias voces ha significado en definitiva una mengua de su acción. Un tábano está bien, pero ya una nube es demasiado.

Tampoco realizó nunca Marcha un análisis a fondo de ese Tercerismo que constituye hasta cierto punto su única razón de ser en el concierto no sólo nacional sino hispanoamericano. Aquí es donde se advierte mejor el pecado de abstracción en que suelen incurrir algunos de sus colaboradores y que fue denunciado (es natural) desde el mismo semanario en unos brillantes artículos de Einar Barfod sobre o contra el profesor argentino José Luis Romero. La única nota permanente del Tercerismo de Marcha (que revela un espectro ideológico vastísimo) es el antiyanquismo, una de las piedras de toque de la prédica de Quijano. En el Uruguay, ya se sabe, el anti-yanquismo tiene una tradición muy noble, desde Ariel por lo menos, y ha servido para unir a gente de derecha (como los viejos líderes del Partido Blanco) con gente de una izquierda nada tercerista y comprometida explícitamente con uno de los bandos en lucha, el grupo comunista. Sin embargo, por noble que sea el antiyanquismo de Marcha (que no conviene confundir, insisto, con el de las derechas o el de los comunistas) soporta la paradójica situación de ser más un movimiento de adhesión continental a la América hispánica, y sobre todo a la zona del Caribe y de México que a los países de la cuenca del Plata en que está inscripto realmente nuestro país. Los grandes intereses económicos en esta cuenca son los bri-tánicos, la gran colonización cultural lleva aquí la marca anglo-francesa. Poco es sin embargo lo que el semanario Marcha ha dedicado al anti-imperialismo británico, a no ser las colaboraciones epidémicas de críticos argentinos, y nada a la penetración cultural francesa que (para Quijano, al menos) parece sumamente legítima.

Esta situación concreta del semanario y de sus colaboradores y hasta lectores, ha creado un Tercerismo de gran ambigüedad. Porque ataca a un enemigo real pero lejano, lo hace apoyado en otros enemigos más concretos y peligrosos, y hasta ocasionalmente se alía con grupos de izquierda que tienen sus buenos motivos para querer destruir, desde dentro, al Tercerismo. El Tercerismo criollo ha tenido pues bastante poco de Tercerismo. Se ha investido de prestigios retóricos (quién no está a favor de David y odia con todas las ganas a Goliat), ha librado arduas luchas de papel y ha podido seguir cultivando su jardín sobre la playa. No ha puesto en juego, como en México, como en Cuba, la vida entera. Es un Tercerismo que lleva dentro de sí la contradicción de un doble sistema de contabilidad: excesivo con uno de los bandos más poderosos, curiosamente blando y hasta bizco para juzgar al otro bando, del que también se supone equidistante. En Marcha se ha practicado una política tan consistentemente antiyanqui (lo que no estaría mal) pero tan equívocamente blanda hacia los soviéticos, que es inevitable el mote de comunistas que se ha aplicado, con error, a su equipo. Inútil decir que Quijano tiene tanto de comunista como Luis Batlle Berres o Washingtion Beltrán. Pero su sema-nario no ha denunciado a Rusia con la misma vehemencia y constancia con que a los Estados Unidos. El argu-mento (que se ha escuchado) es que Rusia está lejos. Es cierto. Pero desde la crisis cubana está menos lejos, como lo está también China.

La naturaleza equívoca y confusa del Tercerismo criollo (como lo ha puesto en evidencia Aldo Solari en un estudio muy reciente) se manifiesta cada vez que hace crisis la América Latina, como ocurrió por ejemplo en el caso de Frondizi, al que Marcha alentó por medio de artículos demagógicos de Roberto, sin entrar jamás a un análisis serio del problema, o como en el caso de Cuba en que se apoyó emocionalmente una Revolución admirable en muchos aspectos pero que requiere cada día un análisis más a fondo. La mayor parte de los mejores materiales sobre Cuba (valga otra paradoja) son de origen europeo. Lo poco que ha escrito Quijano, sin embargo, es de gran lucidez. Pero ese poco aparece a partir de 1960 ahogado por el estruendo de otras voces no sólo menos documentadas sino francamente histéricas. El aspecto más lamentable de este Tercerismo criollo, que encuentra en Marcha y más recientemente en Epoca, una expresión periódica, es que por su mismo carácter equívoco, por su alejamiento de las presiones mayores y los compromisos más urgentes, fomenta la abstracción, aplaca la buena conciencia, cae otra vez en el inmovilismo, en la política de las manos puras. Fórmulas todas que alejan al Tercerismo de la realidad nacional, en vez de insertarlo dramáticamente en ella. El resultado de las elecciones de 1962, en que el Tercerismo pierde votos frente a la agrupación comunista del Fidel, que está al servicio de los intereses de una de las potencias en lucha, es demasiado elocuente para necesitar más análisis.

En Marcha es donde se ve mejor la ineficacia práctica del Tercerismo. Allí se han dedicado miles de páginas a disputas más o menos académicas sobre el marxismo en sus avatares internacionales, o en las más modestas proporciones criollas; sus colaboradores han analizado como bachilleres juiciosos los mil vericuetos del comunismo, doctrina que está en crisis casi desde el primer día que se intentó aplicarla y que sobrevive como tal sólo por su impermeabilidad a todo análisis de sus contradicciones históricas y documentables; se han traducido kilómetros de opiniones extranjeras sobre asuntos hispanoamericanos que habría sido necesario analizar desde una perspectiva uruguaya. El resultado general ha sido el de fomentar entre sus colaboradores y lectores una suerte de escapismo paradójico, una alienación por el análisis bachilleresco, que alimenta aún más el espíritu leguleyo y de abstracción de la izquierda uruguaya. Así se aniquilan las cosas por el análisis.

Todas estas limitaciones de Marcha son notorias y graves. Han coexistido, es cierto, con estudios muy luminosos de la realidad nacional, sobre todo en sus aspectos económicos y financieros, con muy originales páginas sobre la realidad hispanoamericana que ha escrito Quijano desde el mirador de Montevideo, con admirables reportajes de gente como Carlos Martínez Moreno (la revolución boliviana, los riesgos de Frondizi antes de que triunfara, la revolución cubana) o como Carlos María Gutiérrez (la revolución cubana). Una valoración total del aporte de Marcha marcaría mucho material positivo. Pero también marcaría una tendencia funesta a escapar de la realidad concreta y refugiarse en la abstracción ideológica. Se ha continuado, con otro estilo más actual, los métodos del liberalismo que fundó parlamentos y universidades, escribió códigos y promulgó decretos, levantó censos y cortejó a las Musas, hizo las leyes y creó los mecanismos para aplicarlas, pero en general se olvidó de estudiar el fundamento económico, social y político de todas estas actividades. Quijano ha sabido siempre partir del hecho económico pero no siempre ha conseguido salir de él, y cuando lo ha hecho ha polarizado innecesariamente su perspectiva. Una vez se le reprochó que su afán de ir a la raíz de las cosas le hacía retrotraer el análisis hasta los fundamentos, seguir los vericuetos de un proceso complejo y llegar cerca de las conclusiones, para abandonar el trabajo porque la realidad ya se había encargado de buscar soluciones mientras él buscaba las causas. También se le ha reprochado que como los présbitas viera la mano negra de Estados Unidos en el Caribe y no viera otras manos en el Río de la Plata.

Los análisis de Marcha siguieron alimentando la insatisfacción de un lector perpetuamente adolescente, que quiere oír hablar de problemática (qué palabreja) pero es incapaz de interesarse por un análisis ceñido de la realidad concreta. Por eso Marcha ha fracasado en la acción que exige madurez de visión pero también coraje de elegir, que reclama responsabilidades fatales. Por eso ha fracasado más de una vez en prever el rumbo de la política nacional y ha fracasado en su diagnóstico silencioso o explícito del Ruralismo. Aunque como buena Casandra, Marcha suele olvidar el por qué de sus errores de profecía para vanagloriarse (con toda modestia, es cierto) de sus tiros en el centro del blanco. Recorrer estas limitaciones no significa negar en bloque la obra de Marcha sino caracterizarla. Muchos de los análisis que en cierra la ya vasta y muy valiosa colección son sencillamente magistrales y justifican una fama cada día creciente en América Latina. Algunos editoriales de Quijano son obras maestras de literatura política. Por otra parte Marcha se ha convertido en lugar de encuentro, una verdadera palestra, donde asoman al público muchas opiniones que no tenían ni tienen eco en otros medios publicitarios. La prensa grande, las radios y ahora la TV, están por lo general en manos de los partidos e intereses tradicionales, y constituyen casi sin excepción verdaderos órganos políticos. Hasta la información de hechos está dirigida y es por eso habitual el vacío a ciertos nombres que no saben el santo y seña del Partido que esos órganos representan. Hay excepciones, sobre todo cuando los nombres o temas escapan por su trascendencia inmediata a toda fiscalización interesada. De ahí la importancia que tuvo en sus primeros tiempos Marcha. Fue una tribuna para los que no conseguían hacerse oír en otras partes; muchas veces fue una tribuna caótica como una feria, y también aprendió a practicar (sobre todo al hacerse vieja) la política del silencio con gente que no le convenía mencionar. Pero esos males, la inevitable arterioesclerosis de todo órgano publicitario, interesan poco ahora. Lo que quiero subrayar en este momento es la parte positiva de esta actitud por su mera existencia y por su continuidad peleadora, Marcha ayudó a crear un público minoritario y culto, una élite de izquierda, para la que el país realmente importaba. Una élite que vivía por otra parte en una nación muy distinta de la versión oficial que traduce el lema: Como el Uruguay no Hay. Esa es su gran obra a partir de 1939.

Desde 1958 el proceso se ha acelerado notablemente. El descontento crece, la crisis económica e institucional se agudiza, el robo descarado de los bienes nacionales se hace público, los problemas mayores de la era atómica (Cuba, la Alianza para el Progreso, la escisión chino-soviética, el Mercado Común Europeo, la emergencia de los pueblos de Asia y Africa) presionan cada vez más la conciencia de esa élite y crean forzosas y terribles alternativas en que el Uruguay no tiene poder de iniciativa alguno. El público busca ávidamente guías. Sigue encontrando en Marcha buena parte de su alimento. Ahora hay un equipo promedialmente más joven en los puestos de mayor responsabilidad, lo que aumenta aún más la distancia con el director: treinta años en vez de los veinte del momento de mayor expansión nacional de Marcha. Contra viento y mareos, Marcha continúa su obra. Pero desde hace algunos años no es la única voz ni la única guía.

Nunca lo fue, por otra parte, como se sabe aunque no siempre se dice. A lo largo de estos veinticinco años, una nueva generación ha ido manifestándose en el Uruguay, ha asumido posiciones de mayor responsabilidad, ha orientado la opinión. Esa generación no es sólo literaria ni siquiera política. Aunque la parte más vocal de la misma es la literaria, admite todos los matices posibles. Hasta cierto punto, y a partir de 1945 (año que ha sido elegido para caracterizarla), esa generación tuvo uno de sus puntos principales de apoyo en el semanario Marcha pero en su acción general superó anchamente la esfera de acción del semanario. En primer lugar, porque muchas de sus más importantes personalidades nunca colaboraron en él y hasta estuvieron radicalmente opuestos a su política, o su falta de política. En segundo lugar, porque la naturaleza misma de Marcha fundada por un hombre de la generación de 1932, dirigida en muchos sectores por gente del 45 o aún más joven, creaba hondas discrepancias de visión y de conducta que la superficie uniformemente gris del periódico disimulaba pero que en la realidad concreta de cada jueves en la Imprenta 33 o de cada viernes en la redacción de la calle Rincón se traducía en muy caldeadas situaciones. Por eso mismo, muchos de sus más activos integrantes buscaron fuera de Marcha otros medios de comunicación con el público y hasta otros vehículos de acción política. De ese modo, junto a Marcha o contra Marcha, surgieron en el lapso de un cuarto de siglo varias revistas culturales, secciones especializadas en los grandes diarios, algunos semanarios más o menos efímeros, periódicos de izquierda de vida más o menos precaria, y hasta audiciones televisadas. Esa es también, paradójicamente, obra de Marcha y por tanto de Carlos Quijano. Entre todos, dentro y fuera del semanario, los integrantes del grupo del 45 ayudaron a crear esa conciencia nacional que se manifestó tan alerta en 1958.

 

3. Una nueva generación

No es necesario ser fanático del método generacional para aplicarlo en este caso. El examen de la realidad nacional revela muy claramente la emergencia de un grupo hacia 1945. Ese grupo tiene indudable gravitación, casi de inmediato, y continúa teniéndola hasta hoy en que ya hace por lo menos cinco o seis años que está presionando con toda su fuerza un nuevo grupo. Si el hecho es evidente a la observación más superficial, también lo es a una observación predominante literaria como la que motiva este libro y que a partir de este momento se centra naturalmente en la generación literaria. Algunos estudiosos se han dedicado a determinar aspectos de esa generación literaria. Hay coincidencia en casi todos con respecto a lo que puede llamarse fecha de iniciación del grupo. Esa fecha es 1940, es decir a sólo medio año de la fundación de Marcha. Tal fecha básica –que marca el comienzo del período de gestación del grupo, es decir: el momento en que irrumpe en la vida literaria y comienza a polemizar con la generación anterior para hacerse sitio– fue indicada ya en una artículo de 1952 sobre La nueva literatura nacional (Marcha, diciembre 26), fue adoptada también por Carlos Real de Azúa, Un siglo y medio de cultura uruguaya, relatorio para los cursos internacionales de verano (Montevideo. 1958), por Angel Rama (Testimonio, confesión y enjuiciamiento de 20 años de Historia literaria y de nueva Literatura uruguaya, artículo que publicó Marcha en julio 3 de 1959) y por Mario Benedetti en un trabajo (finalmente titulado La literatura uruguaya cambia de voz) que empezó a publicarse oralmente en enero 1962 y alcanzó su versión definitiva en el libro Literatura Uruguaya siglo XX (Montevideo, 1963) de su autor.

El punto de partida coincide por otra parte con el apuntado por historiadores de literaturas vecinas, como la chilena o la argentina, o por recopiladores de la historia de la Literatura Hispanoamericana, como Enrique Anderson Imbert en su célebre tratado (que empieza a publicarse en 1954 y ya anda por la quinta edición de 1965). Esa fecha inicial también coincide con los cálculos de Ortega y Gasset, divulgados y ordenados por su discípulo Julián Marías en un libro, El método histórico de las generaciones (Madrid, 1949), que ha servido de base a todos. En la serie de generaciones que traza el maestro español hay una cuyo ciclo de gestación empieza precisamente en 1940. Aunque no hay un paralelismo muy estrecho entre las generaciones europeas del siglo pasado y las de América hispánica, en este siglo la distancia ha empezado a acortarse, lo que justifica la utilización (con ciertas cautelas, es claro) de los análisis de Ortega y Marías.

Si hay un acuerdo casi total en cuanto a la fecha de iniciación, ese año de 1940, en que Marcha tiene seis meses, no hay acuerdo sin embargo en cuanto al nombre que corresponde a la generación. En uno de los primeros estudios que hice la bauticé de Generación del 45 y el nombre ha sido repetido. Ha quedado ya incorporado al repertorio de lugares comunes de la terminología literaria nacional aunque ha encontrado opositores enconados que nunca pueden mencionar esa generación sin poner comillas. Se ha propuesto llamarla Generación del 40 (por la fecha de iniciación) o Generación del 50 (cuando ya estaban muy activos todos sus integrantes). De hecho el asunto resulta trivial, y de ponerse algunos muy cejijuntos o coléricos puede resultar cómico. El nombre de una generación no depende nunca de un cálculo matemático exacto. Así, por ejemplo, la generación española del 1898, tiene como fecha inicial 1895 y como fecha central del período de gestión, 1902. Lo mismo exactamente pasa con la generación uruguaya del 900 que es estricta coetánea de la española. Pero resultaría muy pedante cambiar nombres que se han impuesto. Por otra parte, si lo que se busca es la precisión tampoco habría que llamarla generación del 40 o del 50, sino generación del 47, por ser ésta la fecha central del período de gestación. Estos cálculos tan simples muestran, creo, la inutilidad de discutir más el nombre. La generación del 45 es la generación del 45 hace ya mucho tiempo.

La fecha misma tiene una significación muy especial. Ese año marca el final de la segunda guerra mundial, el comienzo de la guerra fría y la entrada (primero subrepticia, luego cada vez más visiblemente) del hombre en la era atómica. En la cuenca del Plata algunos de estos hechos habrán de tardar un poco en ser evidentes y se verán en cambio crecidos y deformados otros tal vez menos importantes. Se inicia en 1945 una rivalidad muy explícita aunque encerrada en el terreno económico más que en el político, entre el viejo imperialismo británico y el más reciente norteamericano. Muy cerca del Uruguay, Perón está ya en el poder e inaugura una gritada política antiyanqui que tiene curiosos avatares; esa política habrá de arrastrar a nuestro país a posiciones antagónicas, muchas veces de escaso sentido. En el terreno económico el Uruguay pasa por un falso período de prosperidad por lo que se ha ganado y acumulado sin mayores posibilidades de gasto durante la guerra. La subsiguiente contienda de Corea habrá de extender una moratoria a esa falaz prosperidad que la milagrosa recuperación europea y la revolución industrial del automatismo contribuirá en pocos lustros a convertir en ceniza. Pero en 1945, el Uruguay parece haber salido ya del oscuro período de Terra, ha restablecido el respeto exterior por las instituciones, el Gobierno colorado se alinea en el bando de las democracias vencedoras, tiene créditos en el extranjero y está a punto de ser dirigido por un elenco político más joven que el de los hombres que empezaron la guerra y restauraron la normalidad en 1942. Los nuevos líderes son hombres de la generación del 32 (o generación del Centenario de 1830, como se les ha llamado) para quienes este año de 1945 marca el punto casi central de su período de gestión, es decir de dominio.

Como los poderes públicos disponen de dinero, hasta sobra para la cultura. La generación anterior aprovecha esa prosperidad para fomentar una alegre connivencia con el oficialismo colorado: se gestionan apoyos a instituciones como la AUDE (Asociación Uruguaya de Escritores); se busca aumentar los premios estímulo del Ministerio de Instrucción Pública; se prepara la creación de la Facultad de Humanidades (1946) y la fundación de la Comedia Nacional (1947). Desde la Biblioteca Nacional (dirigida a partir de 1948 por un escritor vinculado a la nueva generación aunque algo mayor) se fomenta discretamente el libro nacional por medio de compras que constituyen homeopáticas contribuciones. Casi todas estas iniciativas y realizaciones tienen su origen en hombres de la generación anterior (como Justino Zavala Muniz, creador de la Comedia Nacional) o aún más viejos (como Vaz Ferreira, inspirador y orientador de la Facultad de Humanidades).

También este año de 1945 es central para los escritores de la nueva generación. Onetti tiene ya, a los 36 años tres libros en su haber: El pozo, novela corta de 1939; Tierra de nadie, novela de 1941; Para esta noche, novela de 1943; además de algunos cuentos importantes y novelas inéditas o fragmentarias. Ya se han revelado hace algún tiempo los adelantados líricos: Liber Falco y Juan Cunha y hasta algunos escritores muy precoces (como José Pedro Díaz y su mujer Amanda Berenguer). De 1943 es el primer libro de Carlos Real de Azúa: España de cerca y de lejos, tan importante para fijar una posición personal y hasta confesional. En 1944, Carlos Martínez Moreno gana su primer concurso de cuentos, organizado por Mundo Uruguayo con La otra mitad, título que reaparece en su bibliografía pero para identificar una novela que está muy lejos del relato original. El año de 1945 tiene algunos libros fundamentales como Historia de la República Oriental del Uruguay, que publica Juan E. Pivel Devoto, con su esposa, la profesora Alcira Ranieri; Arturo Ardao entrega entonces el primer volumen de un estudio de las ideas en este país, que titula Filosofía pre-universitaria en el Uruguay. En poesía, Clara Silva (una reservista de la generación anterior o una adelantada de ésta, según es posible definirla doblemente) se revela con un libro de versos, La cabellera oscura, que prologa Guillermo de Torre. Dos escritores importantes de la generación publican sus primeros libros: La víspera indeleble, que muestra un Mario Benedetti todavía despistado, y La suplicante, que presenta una Idea Vilariño llena de pasión por la vida.

En el semanario Marcha hace ya un tiempo que colabora como crítico teatral Carlos Martínez Moreno; Homero Alsina Thevenet y más tarde Hugo R. Alfaro se encargarán entonces de la página cinematográfica; Mauricio R. Muller hará la crítica de música y escribirá sobre otros temas; yo me hago cargo de la página literaria (en la que colaboraba desde 1943) también en ese año de 1945. Se forma así un equipo que desde la importante tribuna que ya entonces era Marcha, certifica una actitud generacional y los fundamentos de una estimativa. De aquí nace un estilo que generalmente ha sido caricaturizado por sus rasgos más exteriores, como el uso de paréntesis o la predilección por la lucidez expositiva pero que tiene elementos más importantes. Toda una escuela de periodismo literario encuentra aquí sus orígenes. Ese equipo, al que se incorporan en distintos momentos Mario Benedetti, José Enrique Etcheverry, Carlos Ramela, Sarandy Cabrera, Carlos María Gutiérrez y Mario Trajtenberg (estos dos, notoriamente más jóvenes), o incluso gente que a primera vista parece venir de otros campos como Carlos Maggi, Manuel Flores Mora, Angel Rama y Arturo Sergio Visca, tiene a pesar de mucha discrepancia de detalle y hasta de algún fervor polémico que no cesa, importantes coordenadas comunes. Buena parte de esto ocurre hacia 1945.

Una de las características más notorias del equipo que irrumpe en Marcha hacia 1945 es la comunidad intelectual. Aunque hay grandes diferencias de estilo vital, y hay notorias diferencias de intereses y hasta especializaciones –por ejemplo, Alsina Thevenet parece sobre todo un fanático del cine como hecho cultural válido por sí mismo, en tanto que Martínez Moreno, más allá de la crónica teatral está muy abierto al hecho político– hay un sentido comunitario en la tarea periodística de este primer grupo de la generación del 45, un respeto por la obra crítica objetiva, una desconfianza de los presupuestos emocionales de la creación, una reserva frente a las palabras y los sentimientos mayúsculos, una reticencia a creerse escritores. Se usa mucho entonces la palabra cronista para definir los límites de una actividad voluntariamente asumida en el nivel periodístico y sin falsos oropeles. Como pasa con toda palabra, el abuso la convierte en manera y hoy hasta los más orgullosos se autodefinen de cronistas. En uno de los primeros ataques a este equipo, publicado naturalmente en Marcha, Carlos Maggi que era amigo de algunos sentó una discrepancia que tenía poca base crítica pero que revelaba sobre todo una gran tensión afectiva. Su crónica, Bueno, yo les dije, uniformaba actitudes que reconocían divergencias, pasaba por alto el aspecto emocional de las posiciones que atacaba, y convertía en caricatura para consumo público una posición que tenía su sentido. Se pusieron entonces en circulación, y como motivo de unas réplicas que de inmediato escribieron los atacados (las peores réplicas fueron orales), dos epítetos que intentaban definir opuestas actitudes literarias, y tal vez vitales; lúcidos (el equipo de Marcha) y entrañavivistas. Hubo otros nombres menos hermosos que ha registrado el folklore local y que hasta han llegado a la letra de molde. A la distancia (la nota de Maggi es de junio 25, 1948; las respuestas de Alsina y Rodríguez Monegal de julio 2) esta polémica y otras de aún más rebajada calidad, parecen meramente confusas. Ni los lúcidos eran tan lúcidos como se ve ahora por las obras entrañables que han escrito desde entonces; ni los entrañavivistas eran tan poco intelectuales, como documentan sus producciones. Era una disputa de familia que tenía sentido, si lo tenía, en el plano de un distinto ejercicio del rigor literario, pero que revela otra cosa: una lucha estratégica de posiciones por el dominio de la única tribuna realmente importante en aquel momento; o para decirlo con las palabras tradicionales del análisis generacional, una lucha por la jefatura.

Porque una de las cosas que se vio bien claro desde los comienzos de esta generación es que la comunidad de planteos no llevaba para nada a la comunidad de soluciones. De ahí el tono tan violento y alacranesco de la polémica intergeneracional: polémica que empieza por discutir la existencia de la generación, pasa a discutir algún grupo particular, polemiza sobre los maestros vivos (Borges, Jiménez, Bergamín, Neruda) o por los maestros muertos (Rodó, sobre todo), reparte diatribas y elogios, y todavía hoy demuestra que hay fuego en las cenizas. El punto culminante de la polémica no estaba, sin embargo, en una oposición estética sino en la jefatura de la página de Marcha. Un jefe casi indiscutido pudo haber sido Onetti, que creó la sección y que contaba con la adhesión temprana de gente tan distinta como Maggi y Alsina, Martínez Moreno y Flores Mora. Pero Onetti se va a Buenos Aires poco después de fundada Marcha y queda como figura, que, hasta hoy, es respetada y aplaudida por hombres de los más diversos bandos, colores políticos y tendencias literarias. Desde el momento que la página literaria de Marcha queda en manos de ese equipo que fue llamado de los lúcidos; es decir: desde ese año crucial de 1945, las polémicas se suceden por los motivos más triviales y abarcan no sólo lo que la letra de imprenta soporta sino muchas furibundas llamadas telefónicas, cartas reales o imaginarias, encuentros sumamente tensos en el claustro de la Biblioteca Nacional, explicaciones airadas en el Café Sportman, y hasta en algunos centros de reunión. Todo esto es materia de la crónica menuda que escapa al tema de este libro. Acá basta decir que la página literaria de Marcha fue la arena donde se debatió la jefatura de la generación. El que haya permanecido, con dos breves interrupciones, en manos de la misma persona desde 1945 hasta fines de 1957 indica algo que no se ha subrayado todavía: la vinculación de esa página con un movimiento generacional y con un equipo que simultáneamente trabajaba en esa y en otras páginas de semanario: el equipo de las secciones de arte.

Otra consideración que debe volver a hacerse, aunque ya ha sido indicada en otro contexto: había una diferencia generacional entre ese equipo y la dirección de Marcha. En 1945, Quijano tenía 45 años en tanto que todos los redactores de la sección de arte tenían menos de 30 años y el director de la página literaria tenía sólo 24. Esa diferencia de edad marcaba también una diferencia de cultura. Quijano se había formado en un Uruguay con resabios literarios de la Belle Epoque, un Uruguay arielista y afrancesado. Es cierto que su viaje a Francia en los años veinte y su especialización económica le permitieron dar el salto que muchos en el país no lograron dar, pero literalmente quedó enquistado en una visión hostil o indiferente y hasta impaciente con respecto a la renovación experimental de los ismos, a la novela y el teatro de vanguardia de los twenties. Todavía resuenan en mi cabeza las palabras con que solía saludarme en 1945: Nada de Proust, de Joyce ni de Huxley. Su actitud no traducía un fervor hispanoamericanista porque yo escribía ya sobre Onetti o sobre Borges o sobre Martínez Moreno o sobre Pedro Henríquez Ureña, sino revelaba un desinterés por la literatura más experimental de este siglo. La prosa periodística de Quijano (que es excelente como vehículo de sus ideas y de gran vigor estilístico) pertenece sin embargo a una forma de transición entre la oratoria arielista y la más nueva. También su actitud hacia la cultura anglosajona marcaba la diferencia insalvable de edades: aunque Quijano puede leer libros técnicos en inglés, las obras literarias le están vedadas. El nuevo equipo de Marcha reflejaba en 1945 las transformaciones estilísticas del período entre ambas guerras y la influencia cada día creciente de las letras anglosajonas; influencia que, por otra parte, se ejercía también en Europa lo que demuestra que no tienen nada que ver con el colonialismo. El equipo nuevo había leído y hasta copiado a Borges y a Neruda, se había nutrido en la prosa exquisita de Proust y de Gide, había estudiado los experimentos de Joyce, de Kafka, de James y de Faulkner, había frecuentado a Valéry, a Rilke, a Vallejo, a Machado, a Lorca y a Eliot. En literatura uruguaya ya había instalado a Onetti en su papel de gran adelantado. Esta diferencia de hora literaria entre la dirección y el equipo de las páginas de arte fomentó el establecimiento de una curiosa rivalidad y a veces hasta de una lucha interna (a menudo sorda pero también pública) que revelaba ya en la mejor época la existencia de dos grupos generacionales y hasta de dos Marchas. Así, en la experiencia diaria, o semanal, esa lucha se traducía en ataques pintorescos que renovaban algunos lectores (no siempre analfabetos) y que la dirección publicaba sin mostrar antes a sus redactores y con algo que, subjetivamente, podría calificarse de fruición. De esta manera se ejercía un castigo de la main gauche que comprometía la seriedad del semanario a los ojos del lector. Con el tiempo, esta práctica suicida fue abandonada.

No se ha estudiado bastante este aspecto de una discrepancia que es, sin embargo, importantísima. Balances parciales y visiblemente implicados que han aparecido por ahí omiten este hecho. Es una lástima. La grandeza del semanario y la originalidad de Quijano como periodista y como director no dependen felizmente de piadosas tergiversaciones. Por el contrario, debe felicitarse a un hombre nacido en 1900 por haber tenido la imaginación y la audacia de rodearse siempre de gente más joven. Pero esa misma discrepancia en un plano cultural muy profundo ha tenido otras consecuencias: la más evidente es la separación gradual del equipo de 1945 de una dirección que iba envejeciendo sin cambiar sus postulados culturales. Los Idos de Marcha empiezan a llamarse Alsina Thevenet en 1953, Rodríguez Monegal en 1960; Carlos Martínez Moreno y Mario Benedetti son tal vez los dos nombres más importantes de estos últimos años. Conviene advertir, sin embargo, que esa discrepancia cultural y hasta personal con la dirección de Marcha casi nunca se extendió a la posición política del semanario. En este sentido, sería fácil documentar que muchos de los Idos seguían prestando sus firmas para los numerosos manifiestos anti-imperialistas o terceristas que ha continuado haciendo circular el semanario. En este sentido, dentro o fuera de Marcha ha seguido existiendo una comunidad general de posiciones.

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 

 


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