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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Prólogo de Literatura uruguaya del medio siglo    pág. 4/6

 

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Uno de los problemas que aportaba la influencia anglo-sajona era el de la corrupción de la lengua. En nombre de la pureza del idioma castellano, muchos se alarmaron y se alarman aún del peligro que representan los anglicismos o (aún peor) las malas traducciones del inglés. El peligro es real pero no es distinto del otro que ya fue denunciado por Andrés Bello cuando la polémica del Romanticismo: el galicismo es tan poco español como el anglicismo. Pero este aspecto que debe preocupar y desvelar a gramáticos y filólogos importa mucho menos a los escritores y a los críticos literarios. Porque no hay literatura sin dominio expresivo del habla y el escritor que tenga ese dominio será capaz de absorber influencias en lenguas foráneas, o en malas traducciones, vertiéndolas a su propio y creador idioma. El caso de Jorge Luis Borges, tan anglicizado, tan notable inventor verbal y lingüístico, parece suficiente para acallar todo escrúpulo.

Hay otra dimensión del problema de las influencias foráneas. Porque no sólo Francia y España volvieron por sus fueros a partir de 1944. La Rusia de Stalin, que había emergido de la guerra con un poder imperial nunca soñado, tendió también su mirada hacia América hispánica. Con sus ediciones millonarias en lengua española difundió a muy bajo precio los clásicos rusos (algunos clásicos) y los autores del canon soviético; también fomentó, aquí y en Buenos Aires, la fundación de editoriales nacionales que tenían el respaldo económico más o menos disimulado de la gran potencia comunista. Así entró a competir inmediatamente con los grandes centros exportadores de cultura: con Francia, con España, con Italia (que también reanudó, después del fracaso del Fascio, sus lazos culturales), con Inglaterra y los Estados Unidos. Apoyados en el carácter internacional del comunismo, sostenidos por el entusiasmo de una victoria que les había costado muy cara, alimentados por la esperanza (tan auténtica) de una revolución social exportable, los soviéticos libraron una lucha por la conquista ideológica de América hispánica que todavía dura, y en la que ha empezado a sentirse en los últimos años la influencia de China. Esta ofensiva cultural, que deriva de la guerra fría y asume muy curiosas formas, ha convertido el continente en campo de batalla.

Es cierto que en un comienzo los soviéticos tuvieron serios contratiempos. La doctrina oficial del realismo socialista (que debiera llamarse con más exactitud cosmético stalinista) impidió que los mejores entre los escritores nacionales pudieran tomarse en serio los postulados estéticos reaccionarísimos de una potencia que se proclamaba revolucionaria. El escándalo de las persecuciones políticas y raciales, de los campos de concentración, la locura de Stalin, el aplastamiento brutal de la rebelión húngara, el caso Pasternak, la escisión con China, fueron otros tantos acontecimientos que impidieron o impiden la adhesión a los más lúcidos, a los más auténticamente creadores. Con alguna excepción (Amorim, Jesualdo) los escritores uruguayos no pudieron ser comunistas porque serlo significaba abdicar del sentido más profundo y verdadero de la creación para escribir de acuerdo al catecismo. Con el deshielo de 1956 y las rectificaciones bastante ambiguas de Jruschov, con las nuevas voces de la literatura soviética (desde Yevtushenko a Soljenitsin), pareció más fácil un acercamiento. Posteriores revisiones de la doctrina oficial soviética, la restauración de algunos críticos independientes como Gramsci o como Lukácz (a pesar de sus ambigüedades y sus cobardías), toda la nueva línea de teóricos marxistas que han proliferado de Francia a Cuba, permiten el acceso de una zona valiosa de la intelectualidad uruguaya a los planteos comunistas. Se ha redescubierto que es posible ser estéticamente marxista sin necesidad de comulgar con ruedas de molino.

Pero esa influencia se traduce muy escasamente en el terreno de la creación pura porque Rusia tiene hoy muy pocos autores vivos que cuenten en un panorama mundial, y una influencia no puede depender sólo de brillantes y renovables teorías o de clásicos por grandes que sean. De ahí que se dé la paradoja de que hasta los escritores más comprometidos con la posición comunista, tanto aquí como en Europa, estén influídos visiblemente por el mundo anglosajón. En Italia es notabilísimo el caso de Cesare Pavese (el americanista, lo llamaban en la época de Mussolini); la difusión de su obra entre los más jóvenes escritores de América hispánica permite que las esencias de una cuidadosa asimilación de la literatura norteamericana, lleguen hasta aquí e influyan hasta a los más antiyankis. En Francia es bien conocido el caso de Sartre o de Camus, pero también habría que apuntar toda la escuela objetiva que no hace sino explotar cartesianamente los descubrimientos de Joyce, de Faulkner, de Beckett. Entre nosotros, y en la generación del 45, tanto Mario Benedetti como Carlos Martínez Moreno derivan obviamente de las letras norteamericanas (aunque no deriven sólo de ellas); como ciudadanos están notoriamente compremetidos en la militancia antiyanki.

La explicación de esta aparente paradoja (que podría trasladarse sin esfuerzos a la otra orilla del Plata) está en una circunstancia que se suele pasar por alto: en tanto que el Uruguay, como el resto de América, vive hasta 1939 muy dependiente culturalmente de lo que se produce en Europa (incluída Rusia) y en los Estados Unidos, la guerra y la separación y la discontinuidad que la guerra provoca, habrán de estimular una vuelta de la mirada uruguaya hacia la realidad de la América hispánica que la rodea. Los años posteriores a 1939 son también años en que el Uruguay realiza una revisión, cada vez más consciente, no sólo de su contorno inmediato sino de su inserción en un continente al que parecía hasta cierto punto ajeno. Ese mismo proceso se da, también, en otros países de América.

Es cierto que la revisión de los vínculos con América tiene aquí muy ilustres antecedentes, desde la actitud de la generación romántica de la época de Rosas (generación eminentemente rioplatense, si las hay) hasta el trabajo de interpretación del americanismo literario que realiza José Enrique Rodó a partir de 1895. Pero el americanismo de esa época tenía sobre todo una aura cultural y poética: era una conciencia lúcida y a la vez retórica, como lo demuestra Ariel. El hispanoamericanismo que empieza a vivirse concretamente hacia 1939 y que entra precisamente en conflicto con el panamericanismo que se organiza desde el Norte y con fines muy obvios, busca en primer lugar la destrucción de todas las ilusiones de singularidad europea que habían cultivado con evidente ahinco la generación del 900 en algunos de sus ejemplos más ilustres, y trata de determinar por el contrario las concretas raíces americanas de una nación que algunos veían como pálido facsímil de Europa. En esa tarea de recuperación nacional y americana la obra histórica de Pivel Devoto, la investigación de las fuentes que realizan Arturo Ardao en el terreno ideológico y Lauro Ayestarán en el folklórico, se unen admirablemente a la tarea iniciada en el campo político y desde Marcha también por estos mismos estudiosos y por Carlos Quijano y su equipo. En 1939 el Uruguay parecía estar (como lo estaban las élites culturales de toda América) hipnotizada por Europa y de espaldas a su América. Marcha inicia aquí un jiro copernicano. Pero no lo realiza sólo desde las secciones política, como se ha creído. Las secciones de arte se ocupan sistemáticamente a partir de 1945, de situar al Uruguay en su contorno cultural más inmediato. Basta recorrer pausadamente la colección en ese período decisivo del semanario para descubrir (antes de Cuba, por cierto) los nombres de Neruda y de Carpentier, de Lins do Rego y Rómulo Gallegos, de Borges y de Henríquez Ureña, de Alfonso Reyes y César Vallejo, de Manuel Rojas y Leopoldo Marechal, de Nicolás Guillén y Rafael Alberti, de León Felipe y Juan Ramón Jiménez, de Graciliano Ramos y Miguel Angel Asturias, de Sanin Cano y Mariano Azuela, de Juan Rulfo y Ezequiel Martínez Estrada, de Miguel Otero Silva y Gabriela Mistral, de Nicanor Parra y Juan José Arreola, de David Viñas y Ernesto Sábato, de Augusto Roa Bastos y René Zavaleta. La literatura más creadora y más nueva de la América hispánica y brasileña fue una presencia constante en las páginas literarias de Marcha: una presencia que se tradujo en estudios y reseñas, en panoramas y antologías, en colaboraciones muchas veces inéditas.

La Revolución Cubana vino a poner dramáticamente en evidencia a partir de 1958 un proceso que se estaba cumpliendo ya en Marcha desde hace casi veinte años. Al margen del histerismo con que algunos han creído servir a la Revolución imitando desde las cómodas trincheras de un puesto público uruguayo o desde las columnas de papel, el combate arduo y sacrificado de los cubanos por su libertad, atenazada por dos poderosos imperialismos, hay que decir que el saldo más favorable de este fervor cubano es el interés (aunque sea tardío) que a despertado en la gente más sana por la cultura de la América hispánica. Ese interés coincide por otra parte con el ascenso de una generación hispanoamericana hasta un plano de gestión continental y hasta internacional. Así, en estos momentos, las novelas que escriben Carlos Fuentes sobre su México, o Julio Cortázar sobre su Buenos Aires (desde el remoto París), o Mario Vargas Llosa sobre su Lima, o José Donoso sobre su Santiago, vienen a unirse a la que aquí escriben Juan Carlos Onetti y Carlos Martínez Moreno sobre un Montevideo, real o imaginario, pero vivo, para marcar un momento decisivo de la creación narrativa de este continente. En este momento, la poesía que crean hombres como Neruda o como Parra, como Octavio Paz, tiene dimensión universal. La obra de Borges ya ha sido reconocida hasta por los ayer no más parricidas profesionales y ha recibido la canonización inesperada de un grupo de jóvenes comunistas franceses. Intereses políticos muy concretos han tratado de interferir, desde ambos bandos de la guerra fría, en el reconocimiento cabal de este proceso, y han buscado darle un matiz monolítico, y único. Felizmente, la literatura acaba por escapar a los esfuerzos de los comisarios, de cualquier bando que sean.

Del choque y conflicto entre la influencia dominante de las literaturas anglosajonas con ideologías de origen marxista, el escritor hispanoamericano puede sacar un enorme beneficio creador. Porque ese contraste dialéctico lo obliga a asumir simultáneamente valores que proceden de realidades opuestas o de presupuestos culturales muy distintos, lo obliga a elegir y transformar y reelaborar sin caer en el simplismo de los que copian mecánicamente a Joyce o siguen las estériles directivas de Jdanov. Porque de lo que se trata siempre es de elegir y asimilar influencias, manteniendo la originalidad creadora que sólo puede lograrse por una situación muy honda y ahondadora en la realidad particular de cada país de América. El ejempo de Darío o el de Neruda son capitales para entender que una obra literaria puede derivar de muchas ajenas y ser auténticamente personal y americana. Por eso no puede resultar paradójico que muchos de los mejores narradores de esa América hayan ido a la escuela de Faulkner (como sus contemporáneos europeos) y sin embargo revelen en su visión particular de las cosas de América una oposición militante a los valores de la gran potencia del Norte. Asimilar lo mejor de los Estados Unidos no implica asimilar lo malo. No hay que confundir a Faulkner con Foster Dulles como no se confunde a Pasternak con Stalin ni a Sartre con De Gaulle.

Hay otra dimensión en este trabajo de asimilación de las influencias foráneas que merece una palabra aquí porque ha sido copiosamente tergiversada por algunos. Es el que se refiere a la aportación del cine y del teatro extranjeros a la cultura uruguaya. No hay duda de que el esfuerzo de la Comedia Nacional, a partir de 1947, y de los teatros independientes por la misma fecha ha permitido restaurar el teatro y el público teatral en nuestro medio, pervertido desde comienzos de siglo por la influencia del profesionalismo más craso de la capital porteña y por la competencia del cine. Se han podido crear elencos y directores, escenógrafos y técnicos, traductores y hasta algunos autores. Las crisis sucesivas del espectáculo teatral no han afectado del todo esa restauración aunque han limitado sus posibilidades: ahora el teatro es un hecho permanente de nuestra cultura. Ese efecto ha sido menor en el terreno de los nuevos autores nacionales. Aunque se ha dado oportunidad a todo escribiente, no ha surgido un Florencio Sánchez como lo proclaman con rara unanimidad todos los críticos. Hay autores estimables (desde Antonio Larreta a Carlos Maggi, pasando por gente más joven como Langsner, Rosencof y Jorge Blanco); hay tal vez toda una generación que se prepara para irrumpir en la escena. Pero el autor nacional no es una realidad completa. El triunfo y la restauración del teatro en nuestro medio se ha hecho sobre todo por la importación del extranjero, ya sea en la forma de temporadas como las célebres de Margarita Xirgu y Louis Jouvet, de Barrault o el Piccolo Teatro, de Vilar o I Giovani, de Cacilda Becker o Inda Ledesma; ya sea por lo que aprendieron gente como Estruch, como Larreta, como Schinca en la vieja Europa; ya por el aporte sostenido de versiones locales de toda una literatura que va de Shakespeare a Brecht, de Molière a García Lorca, de Maquiavelo a Dürrenmatt, de Lope de Vega a Pirandello, de Büchner a Albee. Ese aporte extranjero, y la constante función crítica que lo acompaña y a veces hasta lo precede, ha permitido a esos actores, a esos directores, a esos espectadores restaurar el teatro entre nosotros. Quienes hablan del snobismo del teatro que mira hacia fuera no revelan sino su miopía.

Algo similar podría decirse con respecto a la cultura cinematográfica. Las dimensiones del país no permiten una industria local y próspera; las dificultades de exportación al ámbito de la lengua son insalvables para un país pequeño que debe chocar con el feroz nacionalismo de los industriales del resto de América; a pesar de ese mercado potencial de millones, el cine uruguayo no ha pasado del corto metraje o de la locura de algunas producciones largas de estricto consumo local sino familiar. En abierto contraste y como forma de compensación, ha existido una crítica cinematográfica de primer orden. Desde la labor precursora de José María Podestá, Fernando Pereda y Giselda Zani, que junto a Arturo Despouey dan jerarquía a una función culturalmente especializada, hasta los nombres de gente más joven e incluso casi adolescente, la crítica cinematográfica uruguaya cuenta entre las primeras de la lengua. Para unos es la prueba de la madurez cultural del ambiente; otros la ven como señal de un colonialismo de la peor especie. Candidatos a filósofo sin título han perdido la cabeza y han escrito artículos de antología sobre el snobismo de la cultura cinematográfica. Es cierto que hay mucho snobismo entre ciertos fanáticos de la filatelia del dato fílmico. Pero ese snobismo existe en todas las actividades humanas, y va desde los que copian el peinado de los Beatles hasta los que se balancean como compadres de tango, desde los jóvenes de ambos sexos (simultáneamente) que paladean a Genet en amable compañía hasta los uruguayos que se disfrazan de indios del altiplano para sentirse telúricos. El snobismo no tiene forma ni color determinado porque es una manifestación de la inautenticidad. Hay snobs metafísicos (que ponen los ojos en blanco y citan a Kierkegaard o Paul Tillich) y hay snobs montevideanos (que sólo hablan de fóbal y cornudos); hay snobs cubanos (que se dejan la barba) y hay snobs yankis (que mascan chicle); hay snobs femeninos (Simone de Beauvoir es su ídolo) y snobs masculinos (Sartre, es claro). Pero el snobismo no está en la actividad que practican o los dioses a los que queman incienso. Está en la mentira con que practican o adoran. Está en ellos. El snob se delata desde dentro.

La explicación verdadera del por qué de una cultura cinematográfica tan especializada en un país que tiene tantos déficits culturales está, sin embargo, al alcance de la mano. El cine es un vehículo poderoso e inmediato de difusión de la cultura contemporánea. A través del cine, el mejor teatro y la mejor literatura se ponen simultáneamente al alcance de todos. La creación de los grandes actores y de los músicos, de los plásticos y de los arquitectos, de los investigadores y hasta de los filósofos, se difunde por medio del cine. ¿Para cuántos, O'Neill no empieza siendo una película, Picasso otra, Prokofiev una tercera? Pero sobre todo el cine muestra la realidad contemporánea y sus sueños, y permite entrar en contacto con un mundo en proceso de incesante transformación. Por eso el cine tiene aquí el predicamento que tiene y por eso existe una cultura cinematográfica. Esa cultura es en parte, la cultura contemporánea. Una vez más se equivocan los falsos profetas del anticolonialismo al invocarla como señal de imitación. En las capitales del mundo (se llamen Nueva York o Londres, París o Roma) la gente joven también participa en la cultura cinematográfica. Esa cultura es algo más que un opio para el subdesarrollo: es un vínculo increíble entre gentes de muy distintas latitudes. Una noche, de 1964 asistí en México a la puja entre el novelista mexicano Carlos Fuentes y el novelista norteamericano William Styron para recordar con la mayor precisión hasta los actores más secundarios de las películas de la Warner Bros de los años treinta. El mexicano las había visto en América Latina, el norteamericano en la suya: pero eran experiencias comunes, como también las habrían sido para Antonio Larreta y Alsina Thevenet en Montevideo. La cultura cinematográfica es la lengua franca del mundo de hoy.

 

6. Fisonomía de una generación

El grupo que empieza a actuar hacia 1940 tiene una fisonomía propia que no se agota en el análisis de los malos hábitos de las promociones anteriores ni en el cuadro de influencia al que está sometido. Para examinar esa fisonomía, así sea someramente, conviene empezar por una aclaración necesaria sobre la zona de fechas que sirve para determinar la generación. Las fechas no deben ser consideradas nunca rígidamente. Hay escritores que nacen sobre el filo que separa dos generaciones y que se inclinan hacia una (por su actitud pasatista, por su condición melancólica de epígonos) o se proyectan hacia la otra (por su calidad de alentados). El caso de Delmira Agustini en la generación del 900 es muy claro: por su fecha de nacimiento (1886) pertenece a una generación inmediata y siguiente, pero como es poéticamente precoz, como muere asesinada en 1914, su obra se inscribe en la generación anterior. En el grupo que es objeto de este libro, hay muchos casos límites. Los cálculos indican una zona de fechas para el nacimiento de sus integrantes que va de 1910 a 1925. Pero no es posible aplicar mecánicamente esa zona, como si fuera un lecho de Procusto.

Así, Juan Carlos Onetti nace en 1909 pero es, obviamente, el primer escritor importante de esa generación. Así Clara Silva (que nace alrededor de 1906 y está casada con un hombre de la generación del 17, Alberto Zum Felde) parecería inscribirse cómodamente en la generación del 32; sin embargo sobre ella actúa otro elemento importante y decisivo en este caso: su obra literaria no empieza a publicarse hasta 1945, y toda su producción está muy influída por los mismos modelos de la generación joven; incluso en su desarrollo tardío, Clara Silva ha seguido en la poesía y en la prosa una línea de casi coetaneidad con la generación del 45. Más extremo es el caso del escritor que firma con el seudónimo de L. S. Garini y que nace en 1904; su ineditez, hasta 1963 en que publica un libro de cuentos, Una forma de la desventura, lo hace casi coetáneo de gente no ya del 45 sino de la generación siguiente. Por su estilo, por sus preocupaciones, por su visión, Garini está más cerca sin embargo de la generación del 45 que de la que pertenece por la fecha de nacimiento.

También se dan casos curiosos en el otro cabo de la línea de fechas. Algunos de los que nacen después de 1925 (como es el caso de Humberto Megget, de Angel Rama, y de Carlos M. Gutiérrez, de 1926, o el de Jacobo Langsner, de 1927) participan tan activa y precozmente en las primeras horas decisivas de la generación del 45 que su obra resulta incorporada a ésta y separada por lo mismo de la de sus coetáneos. Aunque por coquetería descolocada, alguno de ellos haya insistido hasta hace poco en su juventud, la verdad es que la inserción temprana en una lucha colectiva los ha vuelto viejos. Estos, y muchos otros ejemplos que cabría analizar al detalle, demuestran que para la determinación del grupo hay que tener en cuenta no sólo las fechas de nacimiento sino la fecha de promoción: es decir, el momento en que empieza a actuar un determinado escritor. La promoción puede ser precoz o tardía, modificando el lugar que le corresponde a un creador determinado en la serie generacional. Una observación complementaria que ha hecho Ortega: las mujeres suelen ser más jóvenes (o más precoces, si se quiere) que sus compañeros de generación. Aunque en esta materia, el crítico tropieza con una forma más disculpable de la coquetería. No hay nada más antipático que averiguar la edad de una dama, así sea poetisa y desmelenada. Por eso, las fechas que aquí se dan tienen en muchos casos un ligero halo de incertidumbre. Futuros investigadores esgrimirán partidas de nacimiento y otros abominables documentos y pondrán a las abuelas en sus sitios.

Otra observación necesaria, aunque obvia. Junto a los integrantes de una generación nueva, aparecen hombres de otras dos generaciones que pueden estar también muy activos aunque no lo esté la generación a la que pertenecen. En los veinticinco años que abarca el estudio de este libro hay tres promociones literarias en distinto grado de realización. Como señaló Ortega en uno de sus trabajos, el hoy no es el mismo para un hombre de sesenta, que para uno de cuarenta, que para otro de veinte. Como aquí no me he propuesto agotar la literatura uruguaya del período, he prescindido por lo general de la obra de la generación anterior al 45 y sólo he recogido en apéndice el juicio sobre los más jóvenes. Esta regla general conoce sólo la excepción de que la obra de los mayores o de los más jóvenes haya incidido notablemente en la realizada por la generación del 45. El caso de la influencia de Espínola o de Morosoli, las polémicas sobre la narrativa de Felisberto Hernández, las dos o tres novelas importantes que escribió Enrique Amorim en sus últimos cinco años, la labor tan discutida de Justino Zavala Muniz en la Comedia Nacional, los avatares del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios y de la Facultad de Humanidades, son temas de la vida cultural del período que no están ascriptos a una generación determinada y muestran la complejidad de una época que el análisis generacional tiende naturalmente a simplificar. En cada uno de los casos que sea necesario, el punto de vista que se concentra generalmente en la obra de la generación más importante del período, se ampliará para abarcar una perspectiva mayor. Con estas precisiones liminares se puede empezar a examinar la fisonomía de la generación del 45 que centra el medio siglo.

Hay que señalar desde el principio algo que es muy obvio: los principales integrantes derivan de la clase media. No se conoce todavía aquí esa literatura de todas las clases que es característica de una sociedad como la norteamericana. La actividad literaria es entre nosotros privilegio de la burguesía. Aunque algunos escritores entroncan con familias más antiguas en el país (Real de Azúa, Carlos Martínez Moreno, Flores Mora, por ejemplo), en su mayoría los integrantes de la generación descienden de inmigrantes, gallegos o italianos, y hasta algunos son centroeuropeos como se vé en el grupo más joven. Si la generación del 900 era sobre todo criolla y hasta patricia, con algún hijo de inmigrantes catalanes, como Rodó (que por la madre, es cierto, descendía de gente más antigua aquí), la generación siguiente ya empieza a abundar en hijos de inmigrantes. El proceso se continúa hasta la del 45 y se acentúa en el 62. No puede caber ninguna sorpresa en la comprobación de un hecho que testimonia una realidad nacional y la democratización de la cultura uruguaya. El factor herencia, que tanto preocupa a Pinder, se advierte en algunos casos singulares como el de la familia de Idea Vilariño, cuyo padre era poeta y que tiene un hermano músico; como el caso de los Rama (Carlos, Angel, Germán) que revelan una irresistible vocación de publicistas. Hay otros ejemplos menos conocidos, como el de Martínez Moreno, cuyo hermano Enrique (ahora dedicado a la política, como Flores Mora o Carlos Mario Fleitas) escribía cuentos en abierta competencia familiar.

Al rasgo de un común origen de clase hay que señalar que aún aquellos que nacen en el interior, vienen a la capital. Así Mario Benedetti nace en Paso de los Toros lo que no le impide ser el montevideano por antonomasia; Carlos Martínez Moreno nace en Colonia, se cría en Melo, pero vive casi toda su vida de muchacho y de hombre en la capital. Otros que nacen y se crían en el interior (como Luis Castelli), se instalan en la capital aunque sin dejar de mirar con nostalgia en sus obras al campo que dejaron atrás y al que sólo regresan en las vacaciones. Es raro el caso de un escritor (como Eliseo Salvador Porta) que vuelve a sus orígenes y se aposenta en Artigas; más raro aún es el caso de un montevideano (como Washington Lockhart, como Mario Arregui) que se arraiga en el interior en un acto de voluntaria elección. Pero Montevideo es el imán, como corresponde a la ciudad que funda el país y que todavía hoy retiene más de la tercera parte de la población. Esa concentración en la capital y en los institutos de enseñanza permite puntos de contacto muy claros y una común experiencia educativa. Casi todos (Mario Benedetti es una excepción entre los importantes) pasaron por el Instituto Alfredo Vásquez Acevedo de enseñanza preparatoria. Muchos se quedaron allí como profesores de Literatura: Real de Azúa, Domingo Bordoli (es decir: Luis Castelli), José Pedro Díaz, Guido Castillo (que también enseñan en el Instituto de Profesores o en la Facultad de Humanidades) o Idea Vilariño y Angel Rama. Entre los profesores de otras disciplinas (historia, filosofía, sociología) están los nombres más conocidos de la generación. Hay también abogados, como Ardao, Solari, Real de Azúa, Martínez Moreno, Maggi, aunque la ecuación doctor-literato no funciona tan inevitablemente en esta generación como solía ocurrir en el siglo pasado. Ciertos presupuestos esenciales, ciertas experiencias comunes, un mismo ámbito físico vinculan a muchos de los integrantes y los marcan por encima o más allá de las considerables distancias de posición estética o calidad creadora. En buena medida, todos son intelectuales (en el sentido más preciso y menos coloquial de la palabra); aún los que cultivan con delicado empeño ciertas formas notorias del irracionalismo lo hacen apelando al discurso racional. Incluso tienen un aire general bachilleresco y hasta muestran sus ribetes de leguleyos. El mal más notorio del intelectual uruguayo (la tendencia a racionalizarlo todo y argumentar abstractamente) se ha contagiado a casi todos a través de ese doble origen burgués y bachilleresco.

Hay otra zona de experiencias comunes: el viaje a Europa que para casi todos quiere decir París. Los escritores más importantes lo han hecho en alguna etapa de su carrera: algunos se han quedado un tiempo largo, estudiando o simplemente viviendo; otros recorren un ávido itinerario cultural que alimenta de regreso infinitas veladas casi póstumas. Una minoría ha visitado los Estados Unidos, aunque es sorprendente comprobar que no sólo los notorios simpatizantes de aquel régimen han aceptado invitaciones del Departamento de Estado, sino que algunos conspicuos terceristas (Mario Benedetti, Carlos María Gutiérrez) lo han hecho en épocas de menor tensión política es cierto. Relativamente muy pocos conocen realmente la América hispánica, si se exceptúa Buenos Aires o el Brasil. Una corriente hacia Chile ha mantenido el contacto entre dos países que tienen notorias simpatías y visibles diferencias. Pero pocos han ido más allá, aunque la Revolución Cubana ha proyectado algunos hasta el Caribe. Uno de los países más importantes de la América de hoy, México, aquí es casi desconocido. Se advierte una contradicción entre muchas declaraciones de volver la mirada a América que se practican ritualmente y la menos publicitada práctica del viajecito a Europa. Pero estas contradicciones son inevitables porque corresponden en buena medida a las necesidades de una estrategia literaria.

Algunos de los viajeros más ilustres están financiados por organismos culturales extranjeros que reflejan la política de absorción y proselitismo, cuando no las formas más crudas de la guerra fría. Eso contribuye a aumentar más la confusión y crea verdaderos dilemas de conciencia sobre todo entre los que se proclaman terceristas y no quieren aceptar una invitación de una universidad norteamericana (donde pueden opinar libremente de todo) y aceptan sí una invitación oficial de un país comunista (donde no pueden opinar sino de acuerdo con el régimen). No todos han aceptado ese juego, e incluso hay quienes se han negado a salir (o casi) del Uruguay, practicando una forma literal del arraigo que podría calificarse de inmovilidad. Es claro que el arraigo no depende de irse o quedarse en la patria. Algunas obras maestras de la literatura se han escrito en el exilio, desde La Divina Comedia hasta el Ulises. En la literatura hispanoamericana, Blest Gana escribió sus mejores novelas chilenas en París, como lo está haciendo ahora con sus bonaerenses Julio Cortázar, en tanto que Neruda ha dado el ejemplo máximo de un viajero mundial muy arraigado en su largo pétalo chileno. Por otra parte, muchos de los que se quedan no hacen ni sirven para nada. Quedarse no es en sí mismo un mérito. Tampoco lo es irse.

La comunidad personal de esta generación no se reduce al doble origen que marcan la clase social y la educación secundaria. También se manifiesta en agrupaciones más o menos voluntarias y permanentes. Hubo cenáculos, como el Café Metro al que asistían en los primeros años Onetti y Denis Molina, Falco, Maggi, Flores Mora, los Larriera. También fue un cenáculo sui generis el Sorocabana de la Plaza Libertad, con batallas orales memorables que ahora nadie recuerda. El Tupí Viejo (cuando estaba frente al Solís) fue otro centro comunitario, aunque no exclusivo de una generación, y fue sobre todo punto inexcusable de recalada para gente de teatro. No había estreno de la Comedia Nacional o de los Independientes que no recibiese su primera alacraneada en aquel café, hermoso a la manera de los españoles de antaño. No hay que olvidar, es claro, la importante sala de profesores del Vásquez Acevedo y su prolongación natural, el Café Sportman. En ambos sitios se discutía literatura en las horas puente, se gestaban amistades, se ventilaban enconos perdurables. El claustro de la Biblioteca Nacional, cuando estaba en la Facultad de Derecho, también fue centro de encuentros y desencuentros célebres para la pequeña historia. Una generación de críticos tuvo como habitat natural esta institución.

Las revistas sirvieron para agrupar a la generación en núcleos de gestión más documentable. Salvo Marcha (que refleja un panorama más amplio) fueron esfuerzos de grupos y capillas, desde la casi desconocida Latitud 35, que editaban alumnos del Lycée Français muy respetuosos de sus mayores, y de Apex, que reunía tempranamente a discípulos de Onetti, hasta revistas más serias y universales como Escritura, que congregó a muchos nombres importantes, y tuvo una actitud cautelosa hacia algunos valores de la generación anterior, o como las Entregas de la Licorne, que prolongaba anacrónicamente el sueño de un urgente intercambio cultural con Francia.

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 

 


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