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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Prólogo de Literatura uruguaya del medio siglo    pág. 5/6

 

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Las revistas que importaron más para la fisonomía de la generación no fueron, sin embargo, las arriba mencionadas ni tampoco algunas efímeras hasta la invisibilidad, sino las más polémicas como Clinamen, que fundó un grupo de estudiantes de la Facultad de Humanidades y alcanzó cinco números, o las dos que mejor representan a la generación: Asir, iniciada en 1948 y en el interior, y Número, de 1949 y montevideana. Más adelante se estudiarán con algún detalle; acá interesa registrarlas por su valor de centros comunitarios de una generación. En las revistas se exageró más que en la vida real las oposiciones dentro de la generación y de ahí que el estudio de las mismas deba ser hecho con una perspectiva que no sólo atienda a las subrayadas diferencias sino a ciertas connivencias inevitables. Es paradójico, a primera vista, que el director gráfico, de Número, Sarandy Cabrera, a cierta altura de los acontecimientos diseñe una nueva carátula para Asir, sin dejar de pertenecer al grupo aparentemente rival.

La prensa llamada grande fue también el punto de partida o de llegada de muchos escritores de la generación, por lo que adquiere un interesante valor comunitario. Este proceso de vínculos periodísticos, que requeriría un análisis pormenorizado capaz de arrojar algunas sorpresas, tiene por lo menos tres instancias. En un primer momento, Marcha absorbe algunos escritores que ya se habían formado en periódicos. (El propio director fue colaborador de El País, diario de los blancos independientes, en sus primeros tiempos). Así, por ejemplo, Carlos Martínez Moreno inicia la crítica teatral en El País, antes de pasar a ejercerla con todo rigor y exigencia desde Marcha. Pero hay una segunda instancia en que es Marcha la que se convierte en semillero de periodistas y exporta involuntariamente algunos de los astros de su equipo a la prensa grande: así Alsina Thevenet sale en 1953 y va a parar eventualmente a El País, donde organiza una página de Espectáculos que marca rumbos; Carlos María Gutiérrez pasa también a El País y más tarde habrá de fundar con el apoyo económico de la misma empresa, el semanario independiente Reporter; Angel Rama, después de una corta experiencia en la co-dirección de la página literaria de Marcha (con Flores Mora en el período 1949/1950) pasa a colaborar regularmente en una columnita cultural de la página editorial de El País, al tiempo que ejerce la crítica teatral en el diario del Gobierno colorado, Acción, y contribuye con artículos más largos a números especiales del mismo País. Mario Benedetti colabora un tiempo en Marcha y en El Diario, de orientación colorada; después de abandonar Marcha, es crítico teatral de La Mañana, también colorado, y dirige allí, con José Carlos Alvarez, una sección literaria, Al pie de las Letras, que es la mejor de su género en los últimos años. Todavía hay una tercera instancia, más reciente, que marca el retorno de algunos a Marcha (como Angel Rama en 1958, como Gutiérrez más tarde), así como el abandono de la actividad periodística inmediata de otros.

La consecuencia más obvia de ese trasiego de escritores y publicaciones es que la aparente oposición monolítica entre la prensa grande y la prensa chica exige muchas matizaciones. Por lo mismo, las posiciones políticas individuales de estos escritores no coinciden siempre con el órgano u órganos para los que escriben. Casi todos los ejemplos citados son de escritores que militan en el Tercerismo; como profesionales del periodismo, sin embargo, han colaborado y colaboran en periódicos que no sólo son empresas capitalistas inequívocas sino que están sin excepción embanderados en la causa anticomunista y proyanki. Es cierto que hay matices notables, pero también es cierto que esos matices no disimulan una contradicción entre la política de los periódicos y la de estos periodistas, que cabe calificar de paradójica. En cuanto a la política nacional, los diarios grandes pertenecen sin excepción a los partidos tradicionales, lo que acentúa aun más el conflicto con los terceristas. Hay un caso muy singular, el de Angel Rama, que durante años colabora simultáneamente en periódicos de opuesta filiación política nacional y distinto matiz de orientación internacional. También es singular el caso de Carlos Martínez Moreno que durante un largo lapso colabora simultáneamente en la página editorial de Marcha y del periódico colorado El Diario.

La única explicación racional de esta situación aparentemente anómala es que la colaboración de ciertos escritores de izquierda en periódicos de la derecha no compromete sus convicciones personales. Colaboran como especialistas y como técnicos sin necesidad de compartir el ideario de los periódicos en que escriben. Es cierto que en alguna ocasión hubo conflictos y presiones, y hasta que se desautorizó desde un periódico a uno de sus redactores; pero también es cierto que se respetaron por lo general los fueros de la opinión especializada. Por otra parte, el hecho de que casi todos estos escritores firman con su nombre o con sus iniciales, indica claramente para todos la naturaleza y límites de su colaboración.

La generación del 45 organizó también editoriales, frágiles por lo general, pero tenaces. Tanto Número como Asir editaron libros, algunos de ellos muy valiosos hoy por su rareza bibliográfica. Un grupo de escritores está detrás de las finísimas ediciones de La Galatea (hechas a mano en una imprenta de José Pedro Díaz y Amanda Berenguer) y de las Ediciones Fábula. Hasta una revista efímera como Clima publicó algún libro, pero el problema editorial no pudo ser resuelto por la generación del 45 en su etapa de gestación. Hubo asociaciones pasajeras, como la SEI (Sociedad de Escritores Independientes) que movilizó Mario Benedetti contra la AUDE y que tuvo muy corta vida, aunque sirvió hasta cierto punto de modelo para la SEU (Sociedad de Escritores del Uruguay) que se ha fundado más recientemente y en la que también Benedetti ha tenido papel importante. Hubo y hay manifiestos contra la política cultural del oficialismo (por uno se renunciaba a presentarse a los premios del Ministerio de Instrucción Pública mientras no se cumpliesen determinadas garantías de seriedad crítica), contra la hecatombe atómica que amenaza al mundo (eran los años de los Congresos por la Paz organizados por el bloque soviético mientras los rusos descubrían la bomba de hidrógeno), contra la intervención de Estados Unidos en Guatemala, en Cuba, en Santo Domingo. El Tercerismo es la nota política comunitaria de la generación, aunque hay excepciones notables. Así Maggi y Da Rosa parecen cómodamente inscriptos en los grupos tradicionales; otros, como Carlos Real de Azúa y José Claudio Williman creyeron por un instante en Nardone. Políticamente, casi todos los integrantes de la generación son gente de una izquierda que comprende desde los que aceptan mecánicamente las cambiantes consignas de Moscú (el grupo de El Popular y sucursales) hasta los que tiene realmente una posición independiente y crítica, como Martínez Moreno que además de gran narrador es comentarista político de indiscutible solvencia. El grupo Asir fue tal vez el más reacio a intervenir en actividades políticas de cualquier naturaleza que sean y ha terminado por ser el más oficialista a partir de 1958, con Arturo Sergio Visca y Domingo Luis Bordoli en los diversos centros de poder de la cultural estatal: audiciones literarias del SODRE, Biblioteca Artigas de Clásicos Uruguayos, Ediciones de La Universidad. El grupo de Número, que políticamente coincide en su primera época con el de Marcha, reveló una conciencia más urgente del compromiso social, aunque también allí se encuentran matices. En tanto que Mario Benedetti deriva su Tercerismo hacia el antiyanquismo algo obsesivo, Sarandy Cabrera se compromete cada vez más con el comunismo y termina viviendo y trabajando en China, de donde acaba de volver para radicarse nuevamente entre nosotros.

Al margen de estos matices políticos, o de los antagonismos más declarados, la experiencia que unifica a todos por encima de la variedad de las soluciones es una toma de conciencia temprana y radical de la realidad del país. Esa toma de conciencia no es exclusivamente literaria o artística y tiene su fundamento en la prédica de Marcha desde 1939. Esta es la primera generación uruguaya que se propone negar masivamente el sistema de delicados espejismos que constituyen las estructuras democráticas del estado uruguayo, ese supuesto Estado del Bienestar (como lo calificaron bien intencionadamente desde el extranjero). En el terreno literario, ese análisis de la realidad lleva a la generación a oponerse al oficialismo y sus magras prebendas, a restaurar los valores por medio de una crítica implacable, a desmitificar ciertos temas que se habían convertido en estériles (sobre todo la literatura gauchesca o campesina), a rescatar el pasado útil, a vincular la literatura uruguaya a la de América sin perder contacto con Europa o el resto del mundo, a poner al día los valores literarios, facilitando el acceso del Uruguay a las corrientes más fecundas de la vanguardia mundial.

Esa renovación arranca de supuestos culturales nuevos, en que se mezcla por un lado el aporte de la literatura experimental europea y norteamericana (desde Valéry hasta Brecht) y por el otro una asimilación de ideologías y técnicas filosóficas más actuales, desde el marxismo hasta la sociología, del psicoanálisis a la fenomenología, del existencialismo a la nueva crítica. En un afán enciclopédico que no perdonó ni la cibernética ni la ciencia ficción, la generación del 45 buscó nuevos cauces. Su actualización presupone sobre todo una renovación del lenguaje y de los estilos poéticos. Supone, principalmente, una renovación de la prosa. En esa tarea es fundamental la influencia del argentino Jorge Luis Borges que es el maestro indiscutido aún de los que lo denigran. Gracias a él fue posible librarse de una vez del conceptismo español, árido y hueco, que habían reintroducido en la lengua muchos de los valores más falsos de la generación española de 1927. El verso es dominado por Pablo Neruda y su facundia increíble, pero también son importantes Vallejo o Huidobro. La gran escuela estuvo sin embargo, en la labor periódica. Esta generación se encontró sin editoriales, con un público que no leía libros nacionales ni quería oír hablar de ellos, con libreros que escondían vergonzosamente la producción de los vates criollos. Desde la página literaria de Marcha y desde las pequeñas revistas, el grupo 45 se dedicó a restaurar el vínculo natural del escritor con el público que había sido sustituído por la relación perversa entre el creador y el estado. Así también se va formando de a poco una generación de lectores, se introducen temas ya utores nuevos, se orienta la literatura hacia lo actual, hacia la revaluación completa de los escritores nacionales. Este proceso tiene su fundamento en una infatigable y múltiple labor de análisis.

 

7. La restauración de la crítica

Lo que caracterizó sobre todo a la generación en su primer momento fue una reacción apasionada y militante contra el quietismo, contra la hipocresía, contra la inautenticidad de la vida literaria uruguaya. El inconformismo la caracterizó y ese inconformismo se tradujo en una polémica intergeneracional que tuvo caracteres algo canibalescos. La polémica, aunque errada casi siempre, tuvo como mérito certificar la existencia de un grupo que no tenía entonces obra creadora suficiente como para justificarse. La obra en sí misma no es imprescindible para demostrar objetivamente la existencia de una generación. Esta puede y hasta debe revelarse por la introducción de una nueva actitud literaria, por un nuevo sistema de valores, por una distinta inserción en la realidad. La obra, esa creación imperecedera, podrá venir luego (o no). Esa situación nueva fue lo que sin duda aportó desde el comienzo la generación del 45. Ya está muy a la vista en los primeros escritos de Onetti, esos que Marcha publica en sus primeros números y que están impregnados de un sólido rechazo a las consignas fáciles de un arte meramente social o de un desvío manifiesto por las glorias de oficialismo. Lo que Onetti expresa en forma negativa, con ribetes negrísimos (está escribiendo El pozo, no se olvide), será expresado en distintos matices de la iracundia o el encono por los jóvenes que van apareciendo casi de inmediato y que ya en 1945 son un pequeño equipo en Marcha. Lo que unía a esos jóvenes, y a otros de los que estaban separados por razones particulares, era una sola cosa: la convicción de que había que alterar profundamente la estimativa literaria vigente, que había que empezar por restaurar los fueros de la crítica, pervertidos o mutilados durante un par de décadas.

La labor preliminar estuvo orientada en ese sentido. Partiendo de distintos y hasta antagónicos campos, la nueva generación empezó a destruír. Se les llamó alacranes, con palabra que no revela excesiva imaginación. En la tarea de destruír también se echó la base de una construcción muy necesaria. Había que devolver a la circulación literaria unos principios olvidados pero imprescindibles: (a) la utilización del mismo patrón crítico para las letras nacionales y las extranjeras, aboliendo toda complicidad nacionalista; (b) el examen de la tradición nacional, rioplatense y americana, desde sus orígenes hasta el momento actual, realizado con perspectiva histórica y rigor crítico; (c) la incorporación activa de algunas zonas muy creadoras del mundo actual, como letras anglosajonas, o las ideologías marxistas, o la cultura cinematográfica y teatral, que anteriores generaciones habían ignorado por completo, o recibido únicamente a través de parciales digestos parisinos o madrileños; (d) el restablecimiento de la relación natural entre el escritor y el lector; (e) la reacción militante y hasta agresiva contra el oficialismo; (f) la defensa de la autonomía de la creación literaria aunque se aceptase el compromiso del escritor con su medio y con su tiempo.

Esta actitud de los nuevos se tradujo en una gran combatividad que tuvo sus puntos culminantes en la crítica acre con que se juzgó durante mucho tiempo a la Comedia Nacional, fundada por el oficialismo, o en la polémica que se desarrolló esporádicamente en torno al Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios, que a pesar de su título era gobernado como feudo personal por su director.

La Facultad de Humanidades o el Instituto de Profesores fueron también a ratos centros de polémica y lo seguirán siendo. La AUDE concitó las cóleras de casi todos y fue perdiendo significación a medida que los años raleaban sus filas y embotaban un cierto empuje vital de sus principales fundadores: se declaró impotables mausoleos a la Academia Nacional y a la Revista Nacional; se desertó de los Concursos del Ministerio. Esta combatividad no excluyó la polémica intergeneracional, como ya se ha visto.

En la revisión del pasado literario nacional se llegó a alzar como ejemplares a dos generaciones anteriores (sólo dos): la llamada del Ateneo, que florece entre 1880 y 1890 y cuenta entre sus mejores figuras a muchos que no eran ateneístas como Zorrilla de San Martín, el historiador Francisco Bauzá y el novelista Acevedo Díaz, y la generación del 900, la más unánimemente aplaudida. Ellas sirvieron de tantalizadora piedra de toque a los nuevos críticos y permitieron fijar un patrón nacional de excelencia, inalcanzable sin esfuerzo. Algunas figuras actuantes y todavía creadoras sobrevivieron, aunque no intactas, al escrutinio de la generación. Hombres como Espínola o Morosoli o Amorim, fueron parcialmente rescatados de una realidad amorfa que la nueva crítica de entonces examinó con ojos nada complacientes. Entre las figuras más desmonetizadas estuvo Juan de Ibarbourou (de 1895), cuyo prestigio paradójicamente seguía firme fuera de fronteras. Pero ella no fue la única en sufrir el encono o el silencio de los críticos, aunque tal vez su caso sea el más notorio por lo que significó hacia 1929 su consagración solemne como Juana de América en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo: ceremonia inexplicable en la que se complicó don Alfonso Reyes y en la que hizo sus primeras armas el entonces novel poeta Roberto Ibáñez (de 1907). Semejante endiosamiento, en ceremonia que hoy resulta difícil tomar en serio, sólo sirvió para despistar a un poeta natural y limilitado aunque de indiscutible autenticidad.

Cada integrante de la generación desde su individual punto de vista, cada grupo desde su orientación crítica, luchó por la restauración de una función que ayudase a ver con ojos desprejuiciados el pasado rescatable y que sentase las bases del futuro. Se promovieron por eso enconos en que intervino hasta algún escritor exilado, como José Bergamín, especialista en particiones. Hubo rivalidades y excomuniones que duran hasta hoy. Pero de toda esa agitación (estéril, a veces, como la del 900) surgió sin embargo algo que era imprescindible: un nuevo sistema de valores, una nueva política literaria, más cerca de la realidad concreta, más auténtica. Se abolieron las patentes de corso, se negó que todo vate (por el mero hecho de existir) fuera un pequeño dios y mereciera con justicia incienso, se consiguió despertar así también el interés y la conciencia nacional de un público también asqueado.

Una generación de críticos, observó cierta vez Guillermo de Torre hacia 1950. O de criticones, como muchos habrían apuntado entonces. Pero la obra de esta generación que irrumpía agresivamente en la escena literaria, necesitaba esa función preliminar de limpieza. De ahí que hasta los menos capacitados para la crítica la ejercieran, de ahí los abundantes ejemplos de esa crítica que Eliot ha llamado de practicantes: profesional o improvisada, profunda o superficial, la crítica existía y había quedado restaurada. Ahora hasta para alacranear había que tomarse el trabajo de hacer crítica, y el tráfico mutuo de elogios (de que es inefable ejemplo una publicación del grupo anterior, Alfar, dirigida por Julio Casal) quedaba terminantemente prohibido. Hasta para defender a los amigos había que hacer crítica.

Una generación puede existir y hasta justificarse por el impacto crítico que tenga pero también debe existir en su afán creador. Con la perspectiva de los veinticinco años es posible advertir ahora que ese afán creador era muy fuerte ya en 1945, aunque estuviese soterrado por la faena crítica más urgente, por la falta de editoriales y de público suficiente. De ahí que los creadores del 45 parecieran sobre todo críticos o periodistas; de ahí que (con la excepción confirmatoria de Mario Benedetti) hayan publicado hasta hace poco muy escasa y hasta breve obra; de que sólo en estos últimos cinco años empieza a recogerse una cosecha que a veces tiene un cuarto de siglo. Pero conviene hacer una observación complementaria: en esta generación de criticones no sólo había muchos creadores disimulados; hasta los mismos críticos encaraban la crítica como actividad, intelectualmente, creadora. Al comprometerse hondamente en la actividad literaria, al jugarse día a día por sus convicciones, al sumar sus esfuerzos al proceso general de descubrimiento y rescate de la verdadera realidad nacional, al contribuir a la creación de una más exigente conciencia cultural, los mejores críticos eran creadores. Quienes han visto sólo el aspecto polémico y epidérmico de la función crítica no advierten la importancia de una contribución que descubre autores, los señala a la atención del lector, marca rumbos y traza coordenadas. Como Goethe en la célebre interpretación de Alfonso Reyes, el crítico es un guía. En esta generación no faltaron los críticos que asumieron cabalmente esa función, en íntima colaboración con los creadores, y creadores de cultura ellos mismos. El nombre de Carlos Real de Azúa puede ejemplificarlos.

 

8. Rehabilitación de un vínculo

Al rechazar la protección del Estado y no contar tampoco con empresas particulares, los escritores del 45 debieron buscar un contacto directo y sin intermediarios con el público lector. Pronto descubrieron que ese público casi no existía, que los hombres de la generación anterior se habían resignado a una suerte de hermafroditismo (como ha dicho Angel Rama): escribían poesía para consumo de otros poetas. Como no existía público, el público era uno mismo. Ya se ha visto que sin crítica no hay público. No sabiendo en quien confiar, el lector se retraía. Se defendía del caos y de la licencia al no ejercer su función natural de consumidor, absteniéndose minuciosamente de todo contacto con el producto nacional. La generación del 45 aprendió a su costa que la literatura en el Uruguay es una actividad superflua, una actividad que no permite vivir. Muchos años más tarde, cuando ya Mario Benedetti era un best-seller proclamado por todas las vidrieras de libros de la capital y por la evidente envidia de sus colegas, un periodista argentino lo entrevistó para conocer las razones de su éxito inaudito. La primera pregunta fue naturalmente:

- A partir de usted que es el best-seller uruguayo queremos estudiar el problema de escritor uruguayo que vive de sus libros.

Benedetti lo interrumpió para decirle:
- Elimine entonces el problema. No vivo de mis libros.

El mismo Benedetti tiene otra anécdota coetánea. Después de publicar la tercera edición de El país de la cola de paja (casi cinco mil ejemplares vendidos en nueve meses), se encuentra con un ex compañero que le dice:
- Te estarás forrando

Benedetti preguntó a su amigo cuánto ganaba por mes:
- Cuatro mil pesos, haciendo contabilidades sueltas.

- Yo gano, en total, dos mil pesos, como periodista y contador, fue la respuesta del best-seller. Podría incluso haber agregado que los casi cinco mil ejemplares de su libro significan por año menos de cuatro mil pesos. Esas cifras de 1961 son elocuentes ya que esa situación parece rosácea comparada con la que enfrentó la generación hacia 1945. Por eso, el escritor uruguayo debe trabajar entonces de contador o de maestro, ser profesor u oficinista, médico o abogado. Debe resignarse a ejercer una profesión, cualquier profesión, para seguir viviendo, para extraer de sus ingresos (si los hubiere) el dinero necesario para difundir una literatura escrita en los ratos de ocio (si los hay).

Tales precarias y hasta primitivas condiciones (que recuerdan las de Europa antes del siglo XVIII y la aparición de editoriales y periódicos) imposibilitaron naturalmente la composición de obras largas y complejas. Algunos opinantes protestaron entonces (todavía se oyen ecos) sobre la supuesta pereza de esos escritores de poca obra escrita, por la facilidad (decían) que les hacía preferir el tranco breve: cuento o poema o artículo, antes que novela, ciclo poético, tratado. No reconocieron que había causas materiales, que los jóvenes del 45 no tenían, salvo muy contada excepción, tiempo libre. Escribir regular y continuadamente, como lo hizo Mario Benedetti, supone tal ejercicio de la voluntad que La pampa de granito parece a su lado un lánguido juego de sociedad. No es casual que en toda la promoción sólo se pueda invocar ese ejemplo casi teutónico de regularidad bibliográfica (A pesar de su nombre, Benedetti se educó en la Deutsche Schule).

Pero aún encontrado el tiempo, aún templada la voluntad hasta el delirio, los escritores del 45 tampoco encontraban dónde publicar sus libros y en caso de encontrarlo (por medio de combinaciones a las que no siempre era ajena a Caja Nacional con sus créditos usurarios), no encontraban el lector para adquirirlos. De ahí que se haya insistido en los géneros breves, de inmediata colocación periodística; de ahí que hayan proliferado los concursos de cuentos, de ensayos, de poesía, y se hayan multiplicado las plaquettes y los apartados. Un vistazo a los estantes de literatura uruguaya permite comprobar sin esfuerzos el unánime adelgazamiento de los volúmenes en que por esa fecha se recogía la escasa obra perdurable. Durante muchos años la obra de esta generación pareció reticente, injustificada.

Aquí conviene evocar una anécdota de hace unos años. La bibliotecaria de una institución inglesa, el Hudson Institute, que entonces tenía una de las mejores colecciones de libros uruguayos (había sido creada sobre la base de una donación de Sir Eugene Millington Drake), me solicitó por amabilísima carta le enviase algunos catálogos de editoriales nacionales. Debí contestar que no había tales catálogos porque de hecho no había editoriales. Es claro que ya había en 1952 editoriales en el Uruguay: una, por ejemplo, publicaba libros de texto para consumo de Enseñanza Primaria y Secundaria, era próspera y nada tenía que ver con la literatura; otra se especializaba sobre todo en apuntes mimeográficos con los que, faute de mieux, se salvan exámenes hasta en nuestras facultades; una tercera tenía algún contacto con la literatura a través de pequeños volúmenes de versos escritos y publicados por familiares y amigos. Esas eran entonces nuestras editoriales, esa su fisonomía azarosa y pueblerina, su estricta y limitada funcionalidad.

Sin embargo, hacia 1900 hubo editoriales en el Uruguay. Montevideo era entonces un importante centro rioplatense y una de las capitales del Modernismo. Entonces había editores y había revistas literarias y había escritores que agotaban, si bien parsimoniosamente, sus ediciones. No eran grandes y poderosas empresas pero servían las necesidades de un público pequeño y adicto, estaban diversificadas, circulaban por el extranjero. Rodó, por ejemplo, publicó sus libros bajo distintos sellos nacionales: los tres primeros opúsculos, incluído Ariel en Dornaleche y Reyes (entre 1897 y 1900); la primera edición de Motivos de Proteo (1909) la publicó José María Serrano; la segunda, casi inmediata (1910), está a cargo de Berro y Regules; con El Mirador de Próspero (1913), vuelve a Serrano. Es cierto que Rodó era, desde Ariel (1900), un auténtico best-seller de la América hispánica. Pero no es menos cierto que en las primeras décadas del siglo existían editoriales literarias en el Uruguay. Además de las citadas, Barreiro y Ramos estaba publicando desde fines de siglo a Juan Carlos Gómez y Eduardo Acevedo Díaz, a Zorrilla de San Martín y a María Eugenia Vaz Ferreira; el original Orsini Bertani (que tenía sus puntas y ribetes de anarquista) se especializó en los decadentes y editó a Roberto de las Carreras, a Julio Herrera y Reissig, a Delmira Agustini, a Rafael Barrett, a Florencio Sánchez, a Ernesto Herrera, a Alvaro Armando Vasseur. Dentro de las condiciones de su tiempo y a pesar del reducido número de lectores, esas editoriales uruguayas facilitaban al escritor un vínculo directo con el público. La generación del 45 no encontró nada semejante.

¿Cómo se había llegado a esa situación? En buena medida la respuesta está en el costo creciente de la publicación de libros, en la inundación de ediciones extranjeras, en una enseñanza que se volvía más basta cuanto más vasta, en el predominio cada día mayor de los medios audiovisuales (cine, radio, luego TV) sobre los literarios. Un intento importante, como la Sociedad de Amigos del Libro Rioplatense, que entre 1933 y 1938 logró publicar en ambas orillas un nutrido conjunto de autores locales, asumió el doble carácter de cooperativa y de suscripción, pero no pudo mantener la calidad de sus volúmenes y perdió así la confianza del público que la sostenía. No era por otra parte una solución ya que significaba el retorno a prácticas anteriores al siglo XIX; es decir: a métodos previos a la Revolución Industrial. Pero hasta eso se había llegado a perder.

Cuando irrumpe la generación del 45, el Uruguay es uno de los países americanos donde es más oneroso publicar un libro. Es, además, uno de los más despoblados. Aunque el índice de alfabetos es grande también es grande la deserción escolar y secundaria, lo que explica que haya realmente pocos lectores de libros. El costo de la materia prima (papel, tintas y máquinas, que vienen del extranjero), el costo de la mano de obra, el costo de distribución, se suman a la lenta rotación del capital para hacer prácticamente imposible toda publicación en gran escala. El estado uruguayo, que ha fomentado de todo, jamás ha tenido una política del libro. La cultura es pocos votos, ha podido decir Mario Benedetti en fórmula feliz. Es cierto, pero ni siquiera esos pocos votos han sido adecuadamente movilizados por un Estado tan sensible al equilibrio electoral. Se ha seguido oficialmente una buena política de introducción, libre de trabas, del libro extranjero (política que inspiró como parlamentario Rodó) pero esa misma libertad –que tan importante para el estudioso– debe ir acompañada de una política que proteja o fomente la producción uruguaya. Si no lo hace, la consecuencia es una sola: el libro nacional no puede competir ni en cantidad ni en calidad con el extranjero.

Editorialmente, el Uruguay perdió dos grandes oportunidades en este siglo por carecer de la más mínima política. Cuando la guerra civil española no pudo atraer a editores que huían de la península. Países mayores y mejor orientados, como México, Chile, Argentina, sí lo hicieron y de esa fecha parte su importantísima labor. Una segunda oportunidad se perdió algo más tarde. Cuando el peronismo empezó una fiscalización directa e indirecta de la política cultural, persiguiendo autores y libros y hasta editoriales enteras con el menor pretexto, algunas empresas radicadas en Buenos Aires consideraron la posibilidad de trasladarse a esta orilla donde esperaban encontrar la libertad. Pero las condiciones materiales aquí eran tan duras que prefirieron seguir lidiando con el justicialismo por unos años más y hasta con la claudicante economía argentina. Por segunda vez perdió el Uruguay hacia 1950 la oportunidad de acrecer la cultura nacional con el aporte de técnicos, editoriales totalmente instaladas, de capitales poderosos. Nuestro país continuó su siesta bibliográfica con una producción casera, mala e insuficiente. Hasta hace muy poco tiempo. Si se tiene presente que el lector de libro ha sido siempre rara avis en el Uruguay (se ha calculado recientemente que no pasa de cinco mil compradores aunque la cifra de lectores puede ser mayor ya que un solo libro puede ser consumido por varios) y que además ninguna industria editorial subsiste en la América hispánica solamente con el apoyo local, se comprende que el problema que enfrentaron los escritores del 45 era de ardua solución. Lo importante ahora es destacar que empezaron por reconocerlo y estudiarlo a fondo. Buena parte de la labor polémica de los años más agitados de la generación estuvo dedicada precisamente a debatir la situación editorial, a atacar al Estado por su política suicida o de proteccionismo con claro color político, a intentar la movilización de los escritores para obtener una Ley de Fomento Editorial. Al luchar por restaurar la crítica y por crear editoriales, la generación del 45 había señalado cuál era el foco central del deterioro literario y había concentrado allí sus baterías. Lo que resultaba urgente era realizar una acción doble: por un lado, crear un público nuevo suficientemente numeroso como para servir de apoyo al escritor; por el otro, montar organismos que pudieran distribuir el producto nacional fuera del país. Al fin y al cabo, éramos una nación pequeña que poseía sin embargo una lengua internacional.

Pero ¿dónde estaba el lector? No me refiero, es claro, al que entonces como siempre lee únicamente las páginas deportivas de los diarios o las revistas sentimentales, sino a ese especialista que ya en 1945 agotaba ediciones argentinas o españolas de Sartre y Antonio Machado, de Kafka y Borges, de Greene y Pablo Neruda. ¿Por qué ese público, real y concreto, no leía entonces a nuestros poetas y narradores, ensayistas y dramaturgos? La respuesta no podría ser únicamente porque no había editoriales, aunque es cierto que una poderosa organización industrial como Losada o el Fondo de Cultura Económica o Aguilar pueden darse el lujo de intentar imponer a un escritor. Si la existencia de editoriales asegura la comunicación con el público, no asegura que el público haya de consumir todo lo que se le ofrezca entre dos tapas. En aquella época, muchos de los más conocidos autores uruguayos editaban sus libros en el extranjero, incluso en sellos prestigiosos. Rara vez sus libros se agotaban.

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 

 


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