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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Prólogo de Literatura uruguaya del medio siglo    pág. 3/6

 

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Dada la posición estratégica que tuvo en esa época el semanario y su sección literaria, tal vez no sea inútil evocar lo que allí se dijo en un artículo de 1952 titulado Un programa a posteriori. Se trazaban entonces varias líneas de conducta, se postulaba una exigencia crítica idéntica para el producto nacional como para el extranjero, se subrayaba la importancia de la literatura considerada como literatura y no como instrumento, se insistía en la necesidad de rescatar el pasado nacional útil, de estar muy alerta a la literatura que se producía en toda la América hispánica, y de permanecer en contacto con las creaciones que el ancho mundo continuaba ofreciendo. El artículo estaba en contra del nacionalismo literario, en lo que éste tiene de limitación provinciana y resentida, de desahogo de la mediocridad. Con una perspectiva más amplia que en Julio 4 de 1952, es posible advertir ahora que la sección literaria buscó desde sus comienzos reflejar la realidad hispanoamericana. No sólo se escribió sobre Borges, como fingen creer ciertos censores que saben bien lo que callan, sino que se escribió sobre los autores de la América hispánica y de España que estaban entonces vigentes. También se dedicó mucho espacio al estudio de la realidad cultural rioplatense y se publicó el primer estudio largo de conjunto sobre la nueva generación literaria argentina (1955/56). Esa perspectiva americana iba acompañada de una curiosidad por reseñar y difundir la obra de los escritores más creadores del período al mismo tiempo que no se perdía de vista la realidad nacional, desde su pasado histórico que examinaron con toda autoridad Pivel Devoto, Ardao y Real de Azúa, para citar tres de los más constantes colaboradores, hasta su tradición literaria. Extensos trabajos sobre algunos clásicos (como Acevedo Díaz, Rodó, Julio Herrera y Reissig) fueron publicados por diferentes colaboradores. En el terreno de la literatura actual se empezó a trazar las coordenadas de la nueva literatura al tiempo que se examinaba la política literaria de la generación anterior, se denunciaba el oficialismo, se buscó explicación a la ausencia de una actividad editorial, se intentaba restaurar la crítica y fomentar la obra de otros grupos cercanos, o no, a la página. Buena parte de esta actividad estaba dirigida en contra de la generación anterior y no es casual que hacia la página literaria de Marcha dirigieran tanto tiempo sus fuegos los hombres de la AUDE. Para fomentar la actividad de los nuevos se organizaron concursos de cuentos (1946, que permitió la revelación de Luis Castelli, Manuel Flores Mora, María Inés Silva Vila), de poesía (1948, en que se revelaron José Enrique Etcheverry y Mario Benedetti), de ensayo (1952, con la revelación de Roberto Ares Pons, sobre todo). La fecha de este último concurso, sobre los Problemas de la Juventud Uruguaya también podría dar un mentís a quienes han creído que ciertas preocupaciones de la generación más reciente fueron descubiertas por ellos casi una década después. Además se intentó, ya tempranamente, recopilar y ordenar la nueva literatura. Hay un primer balance en diciembre de 1952; una serie de cuatro largos artículos sobre la nueva poesía uruguaya en 1955; una antología con panorama crítico del cuento uruguayo en 1956. Ninguna otra publicación uruguaya pudo realizar ni siquiera intentó realizar en ese mismo período un examen tan sostenido y abarcador de la realidad cultural del país, de la América hispánica y del vasto mundo. Esa tarea estaba coordinada con la que realizaban desde secciones como la cinematográfica, la teatral y musical, la Rosa de los Vientos, otros integrantes del equipo del 45. Fue la obra de unos cuantos y contó con muy buenos colaboradores. Sirvió para fundar una estimativa e imponer a una generación.

La tarea también se prolongó en otras dimensiones. A través de la clase llegó hasta los estudiantes; por medio de conferencias se vertió en un público más general; en las nuevas revistas que se fundan por entonces también se amplía la prédica. Así Carlos Martínez Moreno, Carlos Maggi, Manuel Flores Mora y Carlos Real de Azúa participan con Julio Bayce y con Hugo Balzo en la fundación de Escritura (1947), revista algo ecléctica que preside invisiblemente la sombra tutelar de Fernando Pereda; con Idea Vilariño y Manuel Arturo Claps, fundé en 1949 la revista Número, a la que se incorpora Sarandy Cabrera como director gráfico y más tarde Mario Benedetti, llegando a cinco el número de sus directores a partir de 1950. Otra publicación que prolonga la acción del equipo básico de Marcha es la revista cinematográfica Film que funda Homero Alsina Thevenet en marzo de 1952 con el auspicio de Cine Universitario del Uruguay. Dura hasta marzo de 1955.

Con respecto a Número conviene decir ahora algo, sin perjuicio de lo que corresponda más adelante al reseñar las revistas del período en forma más detallada. Entre 1950 y 1955 (en que se publica el último Número de la primera época) el director de la página literaria de Marcha y el director responsable de Número son la misma persona. El equipo que colabora en ambas publicaciones es sustancialmente el mismo; el punto de vista general y la estimativa coinciden naturalmente, los temas se solapan más de una vez. Esto no ha sido señalado antes y hasta un estudioso serio como Carlos Real de Azúa (a pesar de haber colaborado entonces en ambas publicaciones) lo ha olvidado. Es importante sin embargo porque no se puede entender bien el alcance de Marcha o de Número si se las aísla artificialmente y se las estudia por separado. Es cierto que ambas publicaciones tienen características muy definidas y un muy distinto radio de acción, como corresponde a un semanario político y una revista trimestral de literatura. En tanto que la página literaria de Marcha se ocupó entonces en divulgar ampliamente ciertos puntos de vista y difundir algunos valores entre un público más general y por lo tanto menos preparado, Número se especializó en estos mismos temas y los encaró con un mayor rigor científico. Se orientaba, naturalmente, a un público más fogueado. Cualquiera que se tome el trabajo de recorrer las dos publicaciones en el período indicado reconocerá sin esfuerzo el mismo sistema de valores y las mismas exigencias críticas y creadores.

La labor de este equipo de Marcha que empieza a actuar hacia 1945 y que tiene tal vez su punto más intenso entre 1948 y 1958, permitió fundar una nueva estimativa y consolidó polémicamente por lo mismo el triunfo de la generación de 1945. Ese triunfo fue increíblemente rápido en la captación del lector aunque resultó naturalmente lento en la conquista de las posiciones de poder. Para poder entender este doble aspecto del proceso generacional, hay que empezar por ampliar un poco la perspectiva y examinar el mundo cultural que había heredado la nueva generación.

 

4. El anquilosamiento de una cultura

Hacia 1900 ocurrió un hecho insólito en el Uruguay. Junto a escritores fomentados por el oficialismo aparecieron en esta latitud algunos escritores profesionales. La generación del Ateneo había producido figuras importantes que eran abogados, políticos y parlamentarios que, además, escribían, Los hombres del 900, en cambio, tenían un sentido más profesional de la actividad creadora y como tal la encararon centralmente. Eran poetas que, como Herrera y Reissig, prefirieron vivir a costa de su familia antes que ser poetas laureados de un régimen que repudiaban; narradores que, como Horacio Quiroga, se hundieron en la selva real de Misiones o en la metafórica del periodismo antes que depender vitalmente de Ministros o diplomáticos; críticos que, como Rodó, aceptaron la nada glorificada labor periodística antes que tolerar la tutela intelectual de algún omnipotente de la hora; dramaturgos que, como Florencio Sánchez, se apoyaron siempre en su capacidad inventiva o en su éxito público para imponer un nombre. Esos cuatro escritores tal vez los más originales de la generación que se revela a fines del siglo XIX cuentan entre las eminencias de esta tierra de colinas. Pero lo que ahora importa subrayar no es su mérito (harto reconocido hasta por el oficialismo) sino por su actitud literaria: esa postura de peleado inconformismo y de crítica, de independencia y libertad creadora. Si conoció algún desfallecimiento en la historia menuda de estos hombres no la conoció en la línea general de su conducta, en lo que cabe llamar su política literaria.

Cada uno de ellos fue, en su peculiar estilo de vida, un rebelde. Esto que parece obvio si se contempla a Herrera y Reissig, (sus posturas anárquicas, sus decretos terroristas, son todavía citados con regodeos por quienes no toleran hoy ni terrorismos ni anarquías); eso que resulta tan obvio si se examina a Horacio Quiroga el salvaje o Florencio Sánchez, el bohemio, es cierto aunque menos evidente con respecto a Rodó. Con su aspecto tan urbano y académico, Rodó se opuso tenazmente a todo mecenazgo. Cultivó una elevada moral intelectual (aunque no escribió ningún folleto sobre el tema) y vivió su existencia de escritor al margen de los halagos que ya el oficialismo ofrecía a otros más dóciles. Es bien conocida la anécdota de su postergación frente al candidato gubernamental en la delegación que concurrió a celebrar el Centenario de las Cortes de Cádiz, en 1912; es conocida la circunstancia de su viaje a Europa en 1916 como corresponsal de la revista argentina Caras y Caretas. De esta manera (y a pesar de cierta blandura de su crítica epistolar y prologuística) Rodó preservó una independencia que lo enaltece porque le habría sido fácil claudicar ante el jefe de su partido y haberse convertido en cabeza literaria del batllismo. Prefirió ser (hoy resulta evidente) sólo un escritor y de esa manera alcanzó la jefatura espiritual de su generación.

El grupo del 900 llevó el inconformismo al seno mismo de la generación. Su vida literaria fue agitada y polémica; se traficó a menudo con el insulto más rebuscado y con la injusticia; se cometieron toda clase de excesos. Pero esa misma violencia era una señal extrema, absurda, de una actitud exigente. Y esto es lo que importaba no perder entonces. El escándalo sirvió muchas veces para sostener la tensión, para subrayar la autocomplacencia, para afirmar la posición personal contra algo. Fue estimulante aunque hoy, a más de medio siglo de distancia, parezca en gran parte estéril.

Las dos generaciones siguientes aprovecharon largamente el prestigio nacional e internacional de los rebeldes y los creadores del 900. Como casi todos murieron jóvenes (Herrera y Sánchez a los 35 años, en 1910; Delmira Agustini cuando tenía 28 en 1914; Rodó antes de cumplir los 47 en 1917; María Eugenia Vaz Ferreira a los 50 años en 1924; Javier de Viana, más viejo, a los 58 años, en 1926) sólo les sobrevivió el impacto de su obra. La herencia quedó casi entera en manos de los que vinieron después. La generación inmediata –que se manifiesta hacia 1910 y tiene como fecha central del período de gestación el año de 1917, en que muere Rodó– puede ser justamente llamada de los epígonos. Sus mejores figuras fueron en general dóciles seguidores y se limitaron a ampliar y perfeccionar la obra creadora de la constelación del 900. No supieron, sin embargo, asimilar la lección política que habían dejado los rebeldes. No advirtieron que la esencia de la actitud de sus mayores no estaba en el arrebatado gesto olímpico (tan fácil de imitar) sino en el radical inconformismo. Se apresuraron a reemplazarlos (Juana de Ibarbourou cubría la plaza de una Delmira Agustini más libre y más clara, Emilio Oribe la de un Rodó que también fuera poeta metafísico) pero sólo supieron ampararse al calor del oficialismo. No entendieron que había que seguir siendo guerrilleros. Se respaldaron anchamente en una cultura oficial que en el mejor de los casos puede ser conservadora o transmisora, y nunca creadora; creyeron tal vez sinceramente que el aparente socialismo de estado que Batlle estaba implantando desde lo alto era la respuesta adecuada a todos los problemas del país. No advirtieron que era sólo la máscara del paternalismo. Parecieron aceptar que ese socialismo liberal lograría automáticamente el milagro de una cultura creadora por el simple expediente de declarar la gratuidad total de la enseñanza. La Literatura empezó a concebirse hacia 1925 con mentalidad y perspectiva jubilatorias; los escritores empezaron a parecer, melancólica y vergonzantemente, empleados públicos. Perdieron el impulso y la tensión creadora, se adocenaron pronto. Aunque no todos cumplieron la ambicionada transformación en burócratas, incluso aquellos que supieron mantener un relativo decoro personal no impidieron (por simple omisión, por el silencio) que la literatura uruguaya se empobreciese, se convirtiera en rutina desmayada, perdiera toda jerarquía crítica y todo contacto con el público. Los mejores se encerraron en sus refugios de papel produciendo una creación cuidada y repetida, siempre igual a sí misma, sin contactos con la realidad de un país que se transformaba no sólo económicamente sino culturalmente. Lavaron y volvieron a lavar sus manos de toda impureza, de todo tráfico fenicio, pero dejaron que se siguiesen cometiendo venalidades, que se usase y abusase de sus nombres para disimular la mercadería dudosa. En el mejor de los casos, construyeron morosos nirvanas particulares, refugios inaccesibles, sin comunicación.

La generación siguiente –cuya fecha central de gestación es 1932– fue más polémica y hasta cierto punto resultó sacrificada por las circunstancias políticas. A ella correspondió absorber la crisis económica de los años treinta que en el Uruguay se objetiva en el golpe de estado del presidente Terra (marzo 31, 1933), la agitación internacional de la lucha antifascista y la organización de los Frentes Populares de orientación izquierdista, la catástrofe emocional y política de la Guerra de España, el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Fue una generación que llevó el compromiso político en algunos casos hasta el riesgo personal y que aún cuando no saliera de su esfera de actividad literaria o periodística quedó marcada para siempre. A esa generación pertenece naturalmente Carlos Quijano, así como el novelista Enrique Amorim (también nacido en 1900), el primer escritor importante que abraza en el Uruguay la causa comunista. A 1932 pertenece también Víctor Dotti que es tal vez el ejemplo más notorio de un escritor devorado por la faena política. Nacido en 1909, Dotti revela pronto sus condiciones de narrador fuerte y duro con un libro de cuentos, Los alambradores (1929), pero casi de inmediato lo desvía y absorbe una actividad que habrá de confinarlo a la agitación anticomunista de sus últimos años. Aunque llega a publicar, en 1952, una edición ampliada del mismo libro de cuentos, a su muerte (en 1955), resulta obvio que Dotti había malgastado su tiempo creador.

Desde el punto de vista estrictamente literario, esta generación (que cuenta con algunos escritores muy importantes, como Morosoli, Hernández y Espínola, además de los ya nombrados) deja poca obra creadora. Lo que es más grave, casi no modificó los hábitos literarios sólidamente implantados por la generación anterior, aceptando sin mayor discusión una ética al fin y al cabo destructora. Cuando al fin el país vuelve a la normalidad de sus instituciones democráticas con el contragolpe de 1942, los agitadores políticos de la década anterior entran suavemente en los cuadros creados por el oficialismo, se burocratizan insensiblemente, o aceptan esa situación sin buscar modificarla. Hasta los comunistas, tan revolucionarios en materia verbal, viven del presupuesto, aceptan cargos públicos, perpetúan el error. Tanto exilio doloroso, tanto manifiesto encendido, tanta asamblea y tanto discurso, tanta AIAPE (Asociación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores), sirvió literariamente de muy poco. La rebeldía no había alcanzado el fundamento mismo. Hubo excepciones aisladas pero ellas no bastaron para alterar la situación general. Así por ejemplo, Fernando Pereda se negó siempre, y continúa negándose, a una confusión entre la creación literaria y la acción política, a un abandono del rigor, a una complicidad de los mediocres. Pero por su mismo soberano aislamiento, Pereda no habrá de influír en su generación sino en la inmediata. Un hecho que ocurre hacia 1930, que debió haber parecido alarmante y fue, sin embargo, aceptado por la mayoría con alivio, facilita una clave importante de ese período gris de nuestras letras. El único crítico responsable que produjo la generación de 1917, el único que asumió la reseña periódica de libros nacionales con la conciencia de los riesgos que implica y la responsabilidad social que arrastra, fue acallado en circunstancias que hoy no parecen claras. Una acusación de plagio (la traducción de un autor francés apareció como texto original suyo) sirvió para que perdiera la confianza del periódico en que colaboraba y para que, colmado tal vez el vaso, Alberto Zum Felde se retirara de su combate cotidiano. No es ésta la ocasión de examinar documentalmente el hecho. Lo que ahora cuenta no es el detalle anecdótico, con sus ribetes de pequeño escándalo pueblerino, sino otra cosa. Esa supresión de una actividad crítica exigente y comprometida consigo misma, fue aceptada por todos (incluso el crítico) sin mayores protestas. Hasta con alivio. Desde entonces se toleró en este país –licencia que corrompe más las costumbres literarias que cualquier otro tipo de libertinaje– tener abiertamente dos opiniones opuestas sobre la misma materia. Una, oral, que se practica en la mesa de café, al margen de los textos, y que puede permitirse destruir reputaciones y hasta incursionar victoriosamente en la vida privada; otra, escrita, en que el mismo maldicente envía a su víctima de hace apenas minutos una cartita en que la compara con Homero, enredándose con ella en un tráfico recíproco de elogios que encuentra publicidad en las columnas de la prensa y que se prolonga hasta la náusea. Esta duplicidad, tan típica de los hábitos de la política criolla, tan reveladora de la ética de un país que vive sólo para la fachada, había alcanzado a la literatura.

La ausencia total de una crítica literaria responsable y orientadora, el ejercicio incesante de aquella maledicencia oral y esta cobardía escrita, corrompieron totalmente desde 1930 un ambiente ya deteriorado por el oficialismo o la vana torre de marfil. En una página de La crítica en la edad ateniense (México, 1941), Alfonso Reyes denunció oportunamente esa abismal diferencia de valores entre la crítica oral y la escrita. Lo que el polígrafo mexicano dice del ambiente intelectual de Atenas en el siglo V a.C., o del Madrid de este siglo, puede aplicarse casi sin modificaciones a ese desdichado período de nuestras letras. Si se atiende únicamente a la crítica epistolar de entonces, podría creerse que los uruguayos de 1930 y tantos viven al pie del monte Parnaso; pero apenas asoma uno al café (cualquier café) descubre que esta tierra de llanuras es un páramo cultural habitado sólo por el chisme.

Se llegó tan bajo que pudo confundirse la opinión con el juicio, las palabras que emite cualquier hablante con el resultado meditado de una lectura, de una asimilación, de una reflexión, de un análisis, expuesto coherentemente por escrito. La opinión del Sr. A. valía la del Sr. B., porque ninguna opinión valía. Corrompida así totalmente la función crítica, adulterado el sentido de la función social del juicio literario, el vate criollo obtuvo patente de corso. Y la usó sin vergüenza, la usó hasta destruír por completo lo que quedaba de la obra crítica de la generación del 900.

Por un lado, rompió así la continuidad de la cultura nacional ya que no puede haber trasmisión responsable de cultura sin crítica; por otro lado, perdió todo contacto con un público que carecía de orientadores. Al abandonar la crítica y entregarse al Estado, el escritor había cambiado la relación natural entre el creador y el consumidor de cultura, convirtiendo al Gobierno en su patrón. Los escritores triunfantes en 1930 confundieron al Olimpo particular de cada uno con la Literatura, continuaron exigiendo sacrificios a un público que les daba la espalda, dejaron acumular el polvo sobre sus ediciones príncipes, casi siempre únicas, casi siempre adquiridas por organismos oficiales. Fueron dioses sin culto, enormes figurones obsoletos. El anquilosamiento de la cultura uruguaya había llegado a ser total.

 

5. Las influencias más fecundas

El día en que apareció el primer número de Marcha, pocos podían imaginar que con ese año de 1939 se iba a cerrar una etapa más que secular de la cultura uruguaya. España ya había caído en manos de Franco y sus cómplices, desapareciendo (¿hasta cuándo?) como centro de cultura y de editoriales para toda América hispánica. Francia se encontraba al borde de un colapso político y económico que, aparentemente, duraría sólo algunos años pero cuyas largas proyecciones (la liquidación del imperio colonial, los esfuerzos desesperados y algo patéticos por restaurar la famosa Grandeur, el encono antiyanqui) sólo ahora se reconocen completamente. Hasta ese año de 1939, España y Francia habían sido en lo que va del siglo el cordón umbilical que unía esta cultura de invernadero que llamamos cultura uruguaya a las fuente nutricias de la tradición mediterránea. Franco en Madrid e Hitler en París (como ocurrió ya en 1940) significaban para nosotros además de muchas confusiones emocionales que no es del caso registrar aquí, la suspensión de la Revista de Occidente y del magisterio vivo de Ortega y Gasset, el europeo; el asesinato de García Lorca y la muerte por la desesperanza de Unamuno y Antonio Machado: la diáspora de la intelectualidad española que fecundaría la América hispánica pero no sin dejar sus traumas. Significaba también la transformación de la Nouvelle Revue Française (por obra del desdichado Drieu La Rochelle) en órgano colaboracionista; significaba Gide en el exilio forzoso del Norte de Africa, Saint-Exupéry desaparecido en los aires, Malraux en el maquis, Sartre en un campo de prisioneros. A partir de 1940, nosotros los hispanófilos, nosotros los afrancesados, tuvimos que sobrevivir de recuerdos (aunque opulentos), de migajas, de rencores heredados.

La guerra civil española trajo editores y escritores al nuevo mudo, sobre todo a México y a Buenos Aires, pero muy pocos vinieron al Uruguay. El centro de mayor difusión bibliográfica cambió de la península a aquellos países de la América hispánica. La caída de Francia puso a medio pulmón a una zona de la intelectualidad criolla que necesitaba del oxígeno de las ediciones blancas o crema (guardas rojas) de la NRF para sobrevivir en este clima inhóspito. Algunos intentos americanos, como la colección de libros franceses que editaba Brentano's en New York, o Americ-Edit en Río de Janeiro, algunas revistas literarias como La France Libre de Londres o Lettres françaises que patrocinaba Victoria Ocampo en Buenos Aires, y dirigía Roger Caillois, eran mero paliativo aunque mantenían la llamita. Pero esta doble desaparición de dos centros editoriales europeos tan importantes precipitó una crisis que se venía acentuando desde hace algunos años. Para llenar este vacío cultural no sólo se crearon editoriales de lengua española en este continente, o se reforzaron las existentes; no sólo se difundió el libro francés hecho en América; también se introdujo vigorosamente una nueva corriente lingüística, la anglosajona que corresponde al núcleo cultural más poderoso del siglo.

España, Argentina y Chile habían dado ya los primeros pasos, como los había dado aún antes Francia al descubrir, traducir y exportar la nueva novela norteamericana en los años veinte y treinta. (Está documentado que fueron los franceses los primeros en tratar a William Faulkner como clásico vivo a partir de 1933). En lengua española y en Madrid, Cenit, había hecho circular antes de la guerra civil a John Dos Passos (su Manhattan Transfer); esa y otras editoriales habían divulgado a Hemingway o a Sinclair Lewis (hay un Babbitt adaptado horrendamente al caló madrileño), a Theodore Dreiser o Upton Sinclaire. Ya en 1934 (un año después que la NRF) la conservadora Espasa Calpe incorporó a una colección de libros sociales de nuestro tiempo la versión de Santuario, de Faulkner, que hizo el cubano Lino Novás Calvo. (Un ejemplar de esta edición que poseía en Montevideo la Biblioteca del Centro de Protección de Choferes, circuló hacia 1940 entre los jóvenes más curiosos de la nueva generación). En Buenos Aires, la revista Sur y la editorial del mismo nombre habían traducido tempranamente a Virginia Woolf (el Orlando, por Borges), a D. H. Lawrence (Canguro, La virgen y el gitano) y a Aldous Huxley (Contrapunto, Con los esclavos en la noria). Poco después la Editorial Sudamericana, que en un comienzo trabaja de acuerdo con Sur, publica otros títulos de Virginia Woolf y de Huxley, e incorpora a su colección Horizonte la importante traducción de Las palmeras salvajes, que hace Borges en 1941. La Editorial Rueda traduce U.S.A., de John Dos Passos, y el imposible Ulises, de Joyce. ¿A qué seguir? Algunos clásicos serían incorporados luego por Emecé Editores bajo la dirección de Eduardo Mallea: Fielding y Butler, Hawthorne y Melville, Mark Twain y Henry James, al tiempo que se continuaba traduciendo los contemporáneos. En Chile, Ercilla y Zig-Zag piratean durante algún tiempo las ediciones pioneras de Sur (desatando la cólera de doña Victoria y hasta de Ortega y Gasset) y también traducen textos omitidos o salteados por los argentinos. Estas editoriales chilenas, al abaratar considerablemente sus libros (no pagan derechos, es claro) apresuraron la difusión de algunos nombres clave. Junto a estos escritores anglosajones, algunos alemanes (como Thomas Mann, Kafka, Rilke) ingresan también al panteón de las letras contemporáneas. Sobre Kafka hay alguna nota precursora de Borges en su sección bibliográfica de El Hogar y su traducción de unos cuentos, La metamorfosis (Buenos Aires, Editorial Losada), ya en 1938.

Pero son sobre todo la guerra europea, con la adhesión muy fuerte en el Río de la Plata a una Inglaterra que durante un tiempo pareció luchar sola contra la bestia parda, y luego el conflicto mundial que arrastra la bien subvencionada propaganda de la defensa del continente americano y la exaltación del arsenal de la democracia, los acontecimientos que aceleran un proceso que venía preparándose firmemente desde fines del siglo XIX, cuando Poe y Whitman (a través de Francia, es cierto) fecundan el Modernismo hispanoamericano. Toda la literatura inglesa y norteamericana, la mejor y la peor, empezó a verterse como torrente incontenible sobre nosotros a partir de 1940.

Esa norteamericanización, más que anglificación, de la cultura hispánica que tanto había aterrado a Groussac y a Darío (¿tantos millones de hombres hablaremos inglés?), que había desvelado a Rodó, fue un hecho. Ya lo era en las películas que veíamos, en los automóviles que usábamos, en el whisky que empezaba a correr, y se convirtió en un hecho en los estantes de las bibliotecas particulares. Visitando a Eduardo Mallea, el agudo André Maurois descubrió en su estudio que a partir de cierto punto las ediciones encuadernadas de Inglaterra y los Estados Unidos empezaban a dominar sobre las rústicas de España y Francia. La observación es iluminadora.

Hubo, naturalmente, resistencias. Las mismas personas que no vacilaban en ambicionar un Cadillac y que practicaban sin pausa el rito del scotch-on-the-rocks, o la más modesta Coca-Cola, no toleraban que se creyese que James era tan estimable como Proust, que Hawthorne merecía nuestra atención al igual que Flaubert. Son las paradojas de la bêtise humaine que tanto enfurecían Bouvard et Pécuchet y se anotan aquí como contribución póstuma. La causa de ese encono era por lo general muy simple: la cultura anglosajona era resistida sobre todo porque nuestra enseñanza está moldeada por la cultura francesa, muy enemiga de la otra, de modo que nosotros (coloniales hasta en eso) heredábamos los coletazos de una guerra de cien años que dura todavía. Por otra parte, los mayores no sabían inglés y eso los colocaba en una situación de inferioridad que les resultaba intolerable. En vez de hacer como Rodó (que se puso a estudiar inglés en discos y pudo consultar directamente algunas obras no traducidas de Spencer), rechazaron lo que les era inaccesible. Es un acto de erostratismo que no los honra.

Porque lo que ahora importa subrayar es que a partir de 1939 hubo un cambio profundo en los supuestos culturales de nuestro país. No desapareció (no podía desaparecer) el vínculo profundo que nos une a España y a Francia, vínculo que está hecho no sólo de influencias dirigidas imperialmente, sino de sangre y tradiciones. Pero cada nuevo día, el papel que asumía Inglaterra y los Estados Unidos en nuestra mitología cultural era más decisivo. Parece inútil seguir alegando, como creyó necesario hacer Darío, como reiteró Rodó, que somos latinos e hispánicos. La verdad es que lo somos. Pero la verdad (también) es que una cultura se fecunda por encima y al margen de toda doctrina con el aporte extranjero. Los latinos dieron precisamente el ejemplo, como lo habían dado antes sus maestros, los griegos con el Oriente cercano.

Shakespeare y los románticos ingleses hundieron sensualmente sus manos en Italia (como lo hizo también Cervantes, y el delicioso Garcilaso). El mestizo Rubén Darío estaba orgulloso de sus manos de marqués versallesco y aunque reconocía que su esposa era española, su querida venía de París. Hasta el gran Neruda, que se ha buscado presentar despistadamente como el prototipo del poeta arraigado en América, reconoce en sus versos la influencia de los líricos ingleses (de Blake a Eliot), de los franceses (Baudelaire y Maeterlinck), de los norteamericanos (sobre todo de Whitman). El león está hecho de ciervo digerido.

Por eso es vana tarea discutir con quienes, todavía hoy, creen que es virtuoso, por ejemplo, imitar a Valéry o a Sartre pero es deshonesto hacerlo con Eliot o Edmund Wilson. La historia (más sabia que los prejuicios de los hombres) nos ha enseñado en estos últimos veinticinco años que las letras anglosajonas son una mina de la que es posible extraer incalculable riqueza. La historia ha enseñado también que lo que algunos hicieron en la década del 40 en esta ciudad de provincias del mundo cultural (leer y traducir y comentar o imitar a Faulkner) fue exactamente lo que hacían entonces, y sin saberlo aquéllos, gente como Sartre en París, Pavese en Milán o Camilo José Cela en Madrid. Porque la influencia de las letras anglosajonas en la América hispánica no es mero producto de un imperialismo que tiene sus ojos centrados aquí, sino la consecuencia inevitable de una influencia cultural que abarca el mundo entero y llega hasta sus peores enemigos, como lo demuestra cada día más la Unión Soviética.

Francia volvió por sus fueros ya en 1944; España ha hecho lo posible y lo imposible por recuperar el mercado hispanoamericano y hasta cierto punto lo ha conseguido con una política que (para el régimen) es increíblemente liberal, como lo documentan editoriales como Seix-Barral de Barcelona. Pero ya no es posible volver atrás el reloj de la historia. Las nuevas generaciones aprenden aquí inglés como segunda lengua, y casi no pueden leer el francés. Los valores de un mundo cultural ajeno y poderoso están sólidamente instalados. Más vale empezar a reconocer este hecho que tratar de ignorarlo, sobre todo si se quiere (lo que es muy legítimo y hasta recomendable) continuar desde una posición concreta la lucha anti-imperialista. Aceptar esa influencia cultural como un hecho no es aceptar todas sus manifestaciones y sobre todo no es aceptar sus aspectos más negativos. En la propia cultura anglosajona están los elementos más formidables para combatir todo lo que pueda tener de peligrosa esa influencia. ¿Quién mejor que George Orwell, por ejemplo, para mostrar lo que esconde la realidad británica? ¿O ese grupo de iracundos y escritores socialistas que también Inglaterra ha producido en la última década? En Estados Unidos, la tradición de la crítica y de la denuncia tiene valores notabilísimos, desde el olvidado John Dos Passos de la década de los treinta hasta el virulentísimo Edward Albee, de hoy, pasando por Faulkner o el más popular Steinbeck. Entre los escritores de doctrina, Edmund Wilson discutió seriamente en la década del treinta los mismos problemas políticos y literarios que la crítica francesa posterior al 45 ha malbaratado a veces histriónicamente. Sin falsas fidelidades coloniales a los viejos amos, sin estúpida adoración por los nuevos, los escritores que emergen hacia 1945 encuentran toda una corriente literaria nueva que puede fecundarlos y los fecunda. Esa cultura que se producía en Inglaterra o Estados Unidos era al fin y al cabo tan nuestra como la creada por el exquisito y anémico Jean Cocteau, o el morosísimo Gabriel Miró. Había muerto una era: la del largo tributo a las aduanas españolas y francesas, como había dicho en otro contexto Sarmiento. No éramos (no somos) todavía libres. Pero siempre es estimulante cambiar de aires y echar una mirada más allá del horizonte que nos determinan los guías de la cultura. Del choque dialéctico de las culturas nace la libertad.

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 

 


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